Capítulo IV
BAXTER había registrado a los atacantes. Wilder llevaba un revólver de cañón corto, que emprendió un vuelo de más de veinte metros, para hundirse en el océano. A Uoto le encontró encima un shuriken.
—¿Qué es eso? —preguntó Clarissa, estupefacta.
—Luego te lo explicaré. Ahora tengo que hablar con esos tipos. Me atacaron, y no por robarme, precisamente.
Clarissa entornó los ojos.
—Budd, ¿qué eres tú? —inquirió.
—Pregunta sin respuesta… al menos por ahora —Baxter golpeó suavemente la tersa mejilla femenina—. Pero ellos sí que van a dar respuesta a mis preguntas…
—¡Espera un momento! Por fortuna, llevo puestas las gafas de sol… y hace un par de años llevaba un peinado distinto. Dutch Wilder no me ha reconocido, lo cual no deja de ser una suerte —dijo Clarissa sorprendentemente.
—¿Qué? ¿Conoces a uno de esos tipos?
Clarissa señaló al más robusto.
—A ése… pero deja que se vayan y te lo contaré todo con más detalle.
—De acuerdo.
—Quizá lo que te diga yo, te ahorre el interrogatorio.
—Seguro, preciosa.
Calder y Uoto despertaron poco después. Baxter los despidió con buenas palabras, sin burlarse apenas, pero ello no impidió que captase el brillo maligno que había aparecido en los ojos del oriental. «Le he derrotado una vez y no me lo perdonará», adivinó los pensamientos de Uoto.
Minutos más tarde, habían vuelto a quedarse solos. Baxter abrió la nevera portátil y sacó una lata de cerveza. Clarissa se preparó un doble de whisky con un par de cubitos de hielo.
—Empieza, guapa —dijo él.
—Verás… no me importa que lo sepas… ¡Qué diablos, una es joven, no mal parecida…! De cuando en cuando, siente que el cuerpo le hormiguea, y entonces encuentra a un hombre atractivo…
—Lo sé —sonrió Baxter—. Entonces, tienes que ver la forma de calmar ese hormigueo.
—Exactamente. Lo que pasa es que yo no sabía bien la clase de detestable individuo que era el que me había subyugado… por el momento, claro. No lo supe hasta que, un buen día, alguien se me presentó con unas fotografías nada honestas. Las habían tomado sin que yo lo supiera y pretendían hacerme chantaje.
—Pasa muchas veces, preciosa.
—Sí, yo creí que era cosa de películas o de historias detectivescas, hasta que me encontré, de repente, metida en uno de esos jaleos. Bueno, el caso es que Wilder fue el que vino a visitarme con las fotografías, pidiéndome diez mil dólares para empezar. Yo le dije que en aquel momento no disponía de dinero y que necesitaba algo de tiempo para reunirlo. En realidad, me suponía que no era sino un esbirro y me interesaba conocer a su jefe. Lo conseguí.
—¡Caramba! —exclamó Baxter, sinceramente admirado—. ¿Qué truco empleaste?
—¡Oh!; cuando Wilder me llamó por teléfono, para concertar una entrevista, yo le dije que no me fiaba de él y que no daría el dinero a nadie, si no era al jefe en persona. Wilder se desconcertó, pero acabó cediendo. ¿Qué garantías tenía yo, dije, de que no se quedaría con la «pasta» y luego vendría el jefe a reclamarme, de nuevo, otros diez mil dólares?
—¡Bravo! —dijo Baxter, entusiasmado—. Sigue, por favor.
—El jefe también cedió y concertamos una nueva entrevista en un lugar discreto, no mucho más concurrido que esta playa. Yo llevaba un encendedor y lo usé unas cuantas veces, mientras aseguraba al jefe que estaba a punto de reunir el dinero y que lo tendría, como máximo, en el plazo de tres días. El hombre me concedió ese plazo. A los tres días, nos reunimos de nuevo y yo le enseñé otras fotografías. En lugar del tipo que me había enamorado, aparecía él, completa y vergonzosamente desnudo, con montones de kilos de grasa en unos rollos repugnantes, verdaderamente nauseabundos. «Publica mis fotografías —le dije—, y a la semana siguiente aparecerás tú también en esa asquerosa revista, editada para tipos rijosos y llenos de complejos sexuales. Y tu negocio, basado en la coacción y el chantaje, se te irá al diablo.» El gordo agachó las orejas y ya no ha vuelto a molestarme.
Baxter se echó a reír.
—Verdaderamente, eres maravillosa. El encendedor, supongo, era una microcámara —dijo.
—Sí, y el artista que «trató» las fotografías, empleando, también, las mías, para hacer la composición adecuada, es un buen amigo mío, además de un excelente dibujante, capaz de reproducir, sin la menor dificultad, un Velázquez o un Rembrandt, sin que se note la diferencia. Afortunadamente, no le ha dado por la falsificación de moneda, pero… créeme, la composición resultó perfecta. Nadie diría que no se habían tomado las fotografías en los momentos culminantes.
—Bueno, y luego… ¿cómo le pagaste a tu amigo?
Clarissa le dio un cariñoso cachetito en la mejilla.
—No pienses mal, pero a mi amigo el artista no le gustan las mujeres —respondió—. Su defecto, sin embargo, no le impide ser absolutamente leal con los amigos.
—Habrá que felicitarle —dijo Baxter gravemente—. Entonces, conoces al jefe de Wilder.
—Le conozco, y sé dónde vive —respondió Clarissa.
* * *
Al atardecer, regresaron al hotel, cansados, pero satisfechos de la excursión. En el hall, Clarissa, inopinadamente, se encontró con un conocido.
—¡Duke! ¡Duke Murphy! —exclamó, alborozada.
El hombre se volvió, reconoció a Clarissa y sonrió.
—Querida… —Tomó su cintura con ambas manos y la besó afectuosamente en ambas mejillas—. Lo qué menos podía imaginarme era que estuvieses aquí, en estos parajes…
—Estoy pasando unos días de descanso, amorcito —respondió ella—. ¡Oh, perdóname…! Duke, te presento a Budd Baxter, un buen amigo. Budd, éste es Duke Murphy, también un amigo de los buenos.
Los dos hombres se estrecharon las manos Murphy vestía impecable: blazier azul, con botones plateados, pantalones blancos y pañuelo de color rojo vino al cuello. Era muy rubio y de ojos intensamente azules, terriblemente atractivo para las mujeres, apreció Baxter, a quien el individuo le recordó a un conocido actor: James Franciscus. Casi parecía su doble.
Hubo después una breve charla. Al cabo de unos minutos, Murphy se separó de la pareja, alegando un pretexto vulgar. Clarissa se bajó los lentes hasta la punta de la nariz, y miró, maliciosamente, a Baxter.
—¿Celoso? —preguntó.
—No digas tonterías, querida.
—Es un chico muy apuesto. Pero no pude colgar su cabellera de mi cinturón.
—Oye, no será el artista…
—¡Oh, no, en absoluto! Pero hay hombres con los que todas las artes de seducción fracasan miserablemente. Estoy segura de que otra sí lo conquistó… a pesar de lo cual seguimos siendo excelentes amigos. Lo conocí hace tiempo en una fiesta, salimos juntos varias veces… pero no hubo nada.
—Al menos, consuélate pensando que conmigo no has fracasado y que mi cabellera sí cuelga de tu cinturón —rió Baxter, mientras asía el brazo de la joven y la empujaba hacia el ascensor.
De pronto, aspiró con fuerza.
—Ese perfume…
—¿Te gusta? Es una loción muy varonil, «Phenice». Los fabricantes dicen que ya la usaban los fenicios para conquistar a las mujeres…
Baxter meneó la cabeza.
—Pobre del individuo que necesite perfumes para llegar al corazón de una mujer —dijo, mientras el ascensorista se apartaba respetuosamente a un lado.
—Muchos usan perfumes y lociones, y por ello no se consideran menos hombres, Budd.
—Sí, pero no conviene exagerar, querida.
Al día siguiente, por la mañana, Baxter se levantó relativamente temprano. Tenía que hacer una visita y había más de una hora en coche.
A las diez en punto de la mañana, llamaba a una puerta. Un hombre abrió casi un minuto más tarde.
—Sí…
A Baxter no le sorprendió encontrarse con un conocido. Wilder parecía todavía adormilado y, cuando quiso darse cuenta, se encontró curvado hacia adelante, con las manos en el estómago. Un segundo golpe, detrás de la oreja izquierda, le hizo perder el conocimiento.
Baxter tuvo tiempo de recogerlo en brazos antes de que llegara al suelo, con lo que evitó un ruido innecesario. Discretamente, arrastró a Wilder hasta el otro lado de un gran diván, dejándolo tendido en posición paralela al mueble. Luego lo inclinó suavemente y se lo puso encima, de modo que pudiera respirar sin dificultades. Le costaría salir de allí, pensó divertido.
La casa era grande, lujosa. En aquellos momentos, pensó, el dueño sólo tenía un guardaespaldas que vigilase su sueño. Para evitar sorpresas, pasó la cadena de seguridad. Luego atravesó la sala y llegó a un dormitorio en el que había una enorme cama.
El sujeto que dormía allí, plácidamente, dejaba muy poco sitio para otra persona. Baxter recorrió la estancia con la vista. De pronto, vio unos pantalones de pavorosas dimensiones, con un ancho cinturón de cuero.
Sonrió divertido. Cuando tuvo el cinturón en la mano, alzó el brazo.
El golpe resonó como un disparo. Se oyó un agudo grito. El gordo, terriblemente sobresaltado, se sentó en la cama.
—Pero ¿qué diablos…?
Con la mano izquierda, y aprovechándose del factor sorpresa, Baxter agarró al sujeto por el cuello rebosante de grasa y tiró de él, haciéndole salir de la cama. El gordo quedó ridículamente a cuatro patas. Baxter descargó un segundo cinturonazo en aquellas posaderas, que parecían un globo aerostático.
Sonó un terrible alarido. El gordo se sentía terriblemente desconcertado, sin saber quién ni por qué le azotaba. Baxter descargó su tercer golpe, ahora dirigido a la carnosa cintura del individuo. Este cayó por el suelo, revolcándose de dolor.
—¡Basta, basta! —gimió—. Por piedad, no me pegue más…
Baxter sé inclinó hacia él.
—Te llamas Elmo Thaine —dijo duramente.
—Sí…
—Ayer, dos de tus chicos me hicieron una visita cuando estaba de excursión. ¿Te contaron el resultado?
—Sí, pero… ¡maldita sea!, sólo querían darle un susto…
—Se lo di yo a ellos —rió Baxter—. Sin embargo, no quiero hablar de ese par de gaznápiros. Dime una cosa, Elmo. ¿Dónde está Eunice Alameda?
Los menudos ojillos de Thaine se dilataron enormemente.
—¿Có… cómo ha dicho?
—Ya lo has oído. —El cinturón chasqueó de nuevo y ahora el golpe fue dirigido a un grasiento muslo, cuyo dueño empezó a arrastrarse gimoteante por el suelo del dormitorio—. Contesta o te despellejaré vivo a latigazos —exigió Baxter duramente.
Para Thaine era algo incomprensible la forma en que aquel sujeto había averiguada su residencia. Se preguntó si habría seguido a los dos esbirros, pero el dolor apenas si le dejaba reflexionar.
De pronto, vio el cinturón que ondeaba de nuevo en el aire y extendió las manos suplicantemente.
—¡No! —chilló—. Se lo diré… Junípero Road, 102… Salinas…
Baxter se inclinó sobre el gordo y lo alzó con la mano izquierda, agarrándole por la chaqueta del pijama.
—Escucha —dijo—. Voy a buscar a Eunice. No intentes molestarla más en los días de tu vida, porque vendré aquí y te dejaré en los huesos… descarnándote la grasaza con una cuchilla de carnicero…
De súbito, despidió al gordo con terrible violencia, lanzándolo contra la pared más próxima. Hubo una especie de temblor de tierra y Thaine cayó al suelo, con los ojos llenos de lágrimas, pensando que estaba padeciendo una pesadilla y que muy pronto iba a despertar.
Pero se equivocaba. Cinco minutos más tarde, estaba atado y amordazado con tiras hechas de las sábanas de su cama. Luego, Baxter, convertido en una especie de ciclón destrozó completamente el teléfono. Thaine tardaría mucho en disponer de uno nuevo.
Cuando se disponía a salir, vio que el diván empezaba a moverse. Sonriendo, agarró un jarrón y esperó a que Wilder asomara la cabeza. El jarrón se rompió con gran estruendo. Wilder volvió a caer de espaldas y el diván se derrumbó nuevamente sobre él.
Cuando se disponía a salir, alguien llamó a la puerta.
Con la mano izquierda, Baxter quitó la cadena de seguridad. Luego hizo girar el pomo.
Jackie Uoto apareció ante sus ojos.
—¡Hola, Dutch! —saludó, antes de que pudiera darse cuenta de su equivocación—. Perdona mi retraso, pero es que he querido cerciorarme de que todo está en marcha…
—¿Sí? —dijo Baxter sonriendo.
Uoto lanzó una maldición al percatarse de su error. Pero ya era tarde.
Baxter no quería perder tiempo en demostraciones de su maestría en las artes marciales. Simplemente, disparó el puño derecho con toda su potencia y alcanzó de lleno a Uoto en la mandíbula.
Medio minuto más tarde, un inconsciente hombrecillo quedaba atravesado sobre el diván volcado. Baxter se preguntó cuál de los dos hampones sería el primero en recobrar el conocimiento.