Capítulo VIII
MURPHY estaba debajo de una campana de oxígeno, con un par de tubos que iban a los brazos. La enfermera dijo a los visitantes que les concedía solamente Un par de minutos.
—Será suficiente —prometió Baxter.
Murphy había recobrado el conocimiento y miró a Baxter y a Clarissa con ojos llenos de extrañeza. Baxter apoyó la mano en la llave del balón de oxígeno.
—No voy a perder el tiempo en preguntas inútiles —dijo fríamente—. Ayer, por dos veces, intentó usted asesinarme. He encontrado el revólver, pero está en el mismo sitio. En el maletero de su coche tiene una bolsa, con un fusil despiezado. Podrá engañar a otros, pero no a mí, Duke. Tiene exactamente cinco segundos para decidirse. ¿Ha visto dónde está mi mano?
Los ojos de Murphy miraron agónicamente hacia la llave del oxígeno. Haciendo un gran esfuerzo, movió un poco la mano derecha.
Baxter alzó levemente la tienda transparente. Murphy, con voz muy débil, dijo:
—Hoyt… San Francisco…
—Está bien.
Baxter colocó la tienda en orden y asió el brazo de Clarissa. Sin volver la cabeza una sola vez, se dirigió hacia la puerta.
La enfermera llegaba en aquel momento, con una pequeña bandeja en las manos.
—Voy a ponerle una inyección sedante… —sonrió.
—Sí, debe de sufrir mucho —convino Baxter—. Mil gracias, enfermera.
Cuando bajaban en el ascensor, Clarissa hizo una pregunta a su acompañante:
—Budd, ¿qué piensas hacer ahora?
—Una llamada anónima, indicando dónde están el revólver y el fusil de Murphy. Así lo quitaremos de la circulación para una treintena de años.
Clarissa se estremeció.
—¡Horrible! —murmuró.
—Dile eso a los familiares de los asesinados por Duke.
Clarissa guardó silencio. Baxter tenía razón.
Arriba, en la planta donde se encontraba Murphy, la enfermera salió del cuarto, tras haberse cerciorado de que la inyección de sedante había hecho efecto. A los pocos momentos, un hombre, con lentes de color y gran bigote negro, entró en el cuarto.
Murphy estaba profundamente dormido. El hombre se acercó al balón de oxígeno y cerró la espita. Con un pañuelo, limpió cuidadosamente la llave. Hizo lo mismo con el pomo de la puerta y se alejó con aire perfectamente natural.
—Entonces, ¿vas a San Francisco? —dijo Clarissa, cuando ya estaban en el hotel.
—Inmediatamente, ya no puedo perder más tiempo. Siento tener que abandonarte, pero…
—El abogado que te mencioné se llama Winston K. Burgeon y vive en el seiscientos diez de la calle Montgomery —indicó Clarissa. Le entregó unas llaves—. Usa mi coche… pero vuelve.
—Sí, querida.
* * *
Burgeon estaba ausente de la ciudad. Baxter fue informado por la secretaria de que el abogado había ido a Sacramento, para un asunto de importancia, que debía tratar con un senador del estado de California, lo que le haría permanecer dos días en la capital. Baxter maldijo el contratiempo, pero no quería empezar a actuar, sin antes conocer la opinión de un verdadero experto.
Al segundo día de su estancia en San Francisco, recibió una llamada telefónica en el hotel donde se hospedaba.
—¿Señor Baxter?
—¿Sí?
—Escuche… Sé que está interesado en el caso Alameda…
—Hombre, sí que corren pronto las noticias en la ciudad —rió Baxter.
—Yo era muy amigo de Roy. Me llamo Zack Kruger… Le visité hace pocos días y me dijo que usted iba a tratar de ayudarle… He estado llamando a todos los hoteles, hasta dar con usted…
—¡Oh, magnífico! Y, dígame, señor Kruger, ¿qué es lo que sabe usted?
—Por teléfono no se lo puedo decir. Creo… que me vigilan, ¿sabe? Se lo ruego, venga a verme al Red Orient Gymnasium, a eso de las ocho de la noche. No hay mucha gente a esas horas; a veces, incluso, el gimnasio está vacío… Calle Misión, trescientos cincuenta y nueve, señor Baxter.
—Muy bien, señor Kruger; seré puntual.
Baxter colgó el teléfono.
¿Una trampa?
Le extrañaba mucho que Roy hubiese confiado a alguien que había un hombre dispuesto a ayudarle a salir de San Quintín. Pero todo podía ser, pensó.
A las ocho en punto, se apeaba de un taxi en la puerta del gimnasio. Era un edificio más bien corriente, aunque el rótulo que señalaba el local había sido realizado de un modo detonante y pretensioso.
Subió al primer piso y empujó una puerta de doble hoja, de vaivén, con sendas ventanas ovales. A la derecha vio una especie de oficina, vacía en aquellos momentos.
Frente a la entrada y en el remate de una escalera de tres peldaños, divisó una segunda puerta, con un rótulo en el dintel: «Gimnasio».
Lentamente, subió los peldaños y abrió la puerta. En el gimnasio, vasto, espacioso, con toda clase de aparatos y un par de tatamis para las luchas orientales, había solamente un par de lámparas encendidas, lo que dejaba el lugar sumido en una suave penumbra.
Al fondo había una lucecita roja, encendida sobre una puerta, que daba, según el indicador, a los lavabos y duchas. Frente a la misma estaba la puerta que conducía a la sala de masaje.
El «click» de un reloj digital de pared sonó cuando los números se situaron en las ocho y un minuto. Luego sobrevino el silencio total.
Avanzó unos cuantos metros. De pronto, oyó un leve chasquido y se volvió, en el momento en que se encendían todas las luces del gimnasio.
Había un hombre frente a él, bajo, membrudo, vestido con pantalones y pullover de cuello alto. Sonreía.
—¿Zack?
—¿Señor Baxter?
—En efecto.
Los dos hombres se contemplaron unos instantes. Kruger tenía las manos a la espalda.
—Roy no le ha hablado de mí —dijo Baxter.
—No, no me ha hablado —sonrió Kruger.
—¿Y bien?
—Voy a matarle.
—Por un alto precio.
—Y por el placer de derrotar a quien derrotó a Jackie Uoto. Siempre creí que Jackie sería invencible. Por lo visto, estaba equivocado.
—¿Se considera usted invencible?
—Un poco más precavido que Jackie, señor Baxter.
—Zack, supongo que será inútil preguntarle quién le paga por mi muerte.
—Sí, es inútil.
Baxter trató de adivinar qué tenía Kruger a la espalda. ¿Un lazo? ¿Un kusarigama, la guadaña de hoja y mango cortos? ¿Un shuko, la manopla con púas de acero? ¿El nunchaku, los dos bastones cortos unidos por una fina, pero sólida cadena o bien una correa?
De pronto, Kruger movió la mano derecha e hizo voltear algo sobre su cabeza. Un shuriken, esta vez en forma de estrella de cuatro puntas, ligeramente curvadas al modo de la cruz gamada, partió, silbando por el aire, en busca de una yugular humana.
Baxter se ladeó hacia su derecha. El shuriken silbó junto a su hombro izquierdo y acabó clavándose en un potro de saltos.
Pero aquella acción no era sino una finta, destinada a distraer la atención de la presunta víctima. Apenas un segundo después, Kruger sacó el verdadero instrumento de su acción ofensiva: el nunchaku.
Se cambió rápidamente el arma de una mano, a la otra. Uno de los dos bastones volteó sobre su cabeza. Amagó un golpe al cuello, pero buscó, realmente, el brazo izquierdo de Baxter.
El bastón encontró el vacío. De haber alcanzado su destino, el hueso del brazo se habría partido como una caña seca.
Kruger repitió el golpe, ahora con deliberada lentitud. Dejó que Baxter se apoderase del bastón y entonces saltó hacia adelante las dos rodillas muy juntas y los pies a un metro del suelo.
Baxter recibió el impacto en pleno pecho y sintió que le crujía la caja torácica. El aire escapó instantáneamente de sus pulmones y cayó de espaldas. Sí, era preciso reconocer que Kruger era tremendamente hábil.
La correa que unía los dos bastones se ciñó en torno a su cuello. Arrodillado sobre él, Kruger asió los bastones con ambas manos, separadas un tanto. Sonreía perfectamente. Baxter adivinó su intención. Ahora, un seco tirón, extendiendo los brazos musculosos… y la estrangulación sobrevendría instantáneamente.
De pronto, alguien tocó en el hombro de Kruger. Este volvió la cabeza en el acto, asombradísimo por la presencia de otra persona en el gimnasio. En el mismo momento, la puntera de un zapato le golpeó furiosamente en la mandíbula.
Kruger lanzó un rugido y cayó de lado. Baxter aprovechó para dar una vuelta sobre sí mismo y ponerse en pie de un salto. Vagamente, divisó a una mujer, pero no quería distraer su atención.
Kruger era un tipo muy duro y se levantó de nuevo, con gran rapidez. Pero ya había perdido la iniciativa.
Dos manos, con el filo, golpearon simultáneamente sus costados. La boca de Kruger se abrió en una mueca de insufrible agonía. Vaciló a un lado y a otro y, antes de que se repusiera, una mano le asió por los cabellos. Un codo golpeó sus labios, partiéndoselos sanguinolentamente.
Kruger cayó de rodillas.
—¿Quién te ha pagado por matarme? —preguntó Baxter.
—No… sé su nombre… Es grueso, calvo, con lentes de oro… doble papada…
Baxter alzó la rodilla. Kruger cayó a un lado, sin sentido.
Entonces se volvió. La mujer estaba a unos pasos de distancia, contemplándole serenamente. Era una chica muy alta, fina, sumamente esbelta, de suaves cabellos castaños y ojos grises.
—Me llamo Ellie May Hume —dijo.
—Gracias, Ellie May —sonrió Baxter.
—Vine a buscar a la chica de la oficina, pero se había ido ya. Somos muy amigas y… Me pareció oír ruidos en el gimnasio y me asomé para ver qué sucedía. Entonces, les vi a ustedes dos
—Ellie May, ha llegado usted muy oportunamente. Me llamo Budd Baxter y deseo recompensar su ayuda, mediante una cena en el lugar que elija.
La chica sonrió encantadoramente.
—Conozco un restaurante en el puerto, donde sirven un marisco delicioso y una merluza a la española que no tiene igual en ninguna parte del mundo. Se llama The Magic Fisherman y…
—Si sirven tan buen pescado, no me cabe duda: el título está muy acertado. El Mago Pescador, ¿no?
—Exactamente.
Baxter se posesionó del brazo de Ellie May.
—Vamos —dijo.
—¿Por qué quería matarle ese tipo? —preguntó la chica.
—Me encontró hace tiempo con su mujer —respondió Baxter, desenvueltamente. Ellie May le miró de soslayo y se echó a reír.
—Mientes maravillosamente —dijo.
Salieron del gimnasio. Ellie May dijo que tenía su coche muy cerca. En el gimnasio, Kruger empezaba a recobrar el conocimiento.
Cuando se sintió un poco mejor, fue a los aseos y se lavó la cara, contemplándose, furioso, al espejo. Tenía los labios partidos y un diente se movía más de lo debido en su alvéolo.
Al cabo de un rato, abandonó los lavabos. Entonces fue cuando vio al hombre parado en el centro del gimnasio.
—¡Hola! —dijo el hombre.
—No ha podido ser —refunfuñó Kruger—. Lo siento, alguien le ayudó…
—Usted dijo que podía vencerlo con el meñique, solamente.
Kruger se encogió de hombros.
—Las cosas no salen siempre bien como uno desea —contestó malhumoradamente.
—Yo procuraré que a mí, sí me salgan bien.
De pronto, el hombre sacó la mano de la espalda, donde la había tenido oculta, hasta aquel momento. Kruger vio el revólver con el silenciador y se puso lívido.
—Oiga, no…
—Sí —dijo el hombre con terrible frialdad.
Disparó una vez. En el pullover de Kruger apareció un agujerito encarnado. Kruger dio un paso hacia atrás, con los ojos dilatados por el pánico.
El segundo proyectil le alcanzó bajo el pómulo izquierdo. Kruger giró en redondo y se desplomó de bruces, estrellándose contra el suelo. Sus pies repiquetearon unos instantes contra el pavimento. Luego, aquel macabro sonido se extinguió.
Tranquilamente, el hombre dio media vuelta y abandonó ti silencioso y solitario gimnasio.