Capítulo VI

JAY Phoenix conducía el coche con manos crispadas. Sus mandíbulas estaban contraídas por la furia que le devoraba, pero sabía que no podía hacer nada que no fuese obedecer las órdenes del individuo que había surgido tan inesperadamente en casa de Eunice Alameda. Baxter viajaba en el asiento posterior y tenía el revólver como eficaz medio de persuasión.

De pronto, a cosa de medio kilómetro, vieron una cabaña situada en lo alto de una pequeña loma, entre árboles.

—¿Es ésa? —preguntó Baxter.

—Sí…

Phoenix no mentía. Eunice le había descrito muy bien el lugar en donde dos personas sin escrúpulos tenían al pequeño Tony. Ahora era preciso llegar a la casa sin despertar las sospechas de sus ocupantes.

—Para —ordenó.

Phoenix obedeció en el acto. Antes de que pudiera darse cuenta, tenía las manos sujetas al volante por tiras de cinta adhesiva. Otra tira tapó su boca. A precaución, Baxter guardó las llaves de contacto.

Luego se apeó y caminó a pie, dando un ligero rodeo para llegar a la casa por la parte posterior. Minutos más tarde, divisó a una mujer en el patio trasero, tendiendo unas prendas de ropa.

La mujer le vio también y sonrió.

—¡Hola! —dijo.

Baxter se acercó a ella.

—Usted es Annie Rubin.

—Sí.

—Me envía Thaine.

Los ojos de la mujer, guapa, pechugona, de cara basta, se achicaron en el acto.

—La contraseña —exigió.

Baxter maldijo interiormente la falta de previsión. Sí, Thaine debía de ser un tipo precavido. Todo el que no pronunciase una contraseña debía ser considerado como un enemigo en potencia.

—Sí, claro, lo había olvidado…

En determinadas circunstancias, era preciso dejar la galantería a un lado. Disparó el puño derecho y Annie se desplomó como un fardo, justo en el momento en que un individuo asomaba a la puerta.

Era un sujeto de unos cuarenta años, medio calvo, con la nariz muy parecida a una berenjena. Estaba en mangas de camisa y los tirantes sostenían unos pantalones llenos de arrugas.

Mickey Rubin contempló la escena y sin más, dio media vuelta y se precipitó en el interior de la casa. Baxter se lanzó en su persecución. Si tocaba al niño, lo mataría como a un perro, se prometió a sí mismo.

Pero Rubin no tenía esas intenciones, al menos por el momento. Cerró una puerta y se precipitó hacia el teléfono de pared. Consiguió descolgar el auricular y en aquel instante la cerradura de la puerta saltó hecha astillas.

Baxter se percató de las intenciones del sujeto con una simple ojeada. Entonces metió la mano derecha en el bolsillo.

El shuriken arrebatado a Uoto, la estrella de ocho puntas, con los bordes tan afilados como los de una navaja de afeitar, voló por los aires, girando vertiginosamente sobre su eje, para clavarse en la empapelada madera de la pared, tras cortar el hilo del teléfono, a un centímetro de la bulbosa nariz de Rubin.

Baxter sonrió, complacido. Los entrenamientos en toda clase de artes marciales orientales, que solía realizar con gran frecuencia, acababan de dar su fruto.

—¿Dónde está el niño? —preguntó.

Rubin se sentía aterrado. Con la cabeza señaló una puerta próxima.

—A… ahí…

Aunque ordinariamente no usaba armas, Baxter tenía aún el revólver de Phoenix y lo sacó a relucir.

—¡Abra! —ordenó—. Si lo toca, considérese muerto.

Rubin no se sentía con ánimos para desobedecer aquel mandato. Abrió la puerta. Tony Alameda estaba jugando en el suelo con un automóvil de carreras y levantó la cabeza al oír el ruido de la puerta.

—¿Quién es ese hombre, tío Mickey? —preguntó.

—Un amigo de mamá —sonrió Baxter—. Y~ te va a llevar, ahora mismo, muy lejos de este lugar, con tu mamá, claro.

Tony se puso en pie de un salto.

—¡Tengo ganas de estar con ella! —exclamó—. No me gustaba que sólo viniera a verme una vez por semana…

—Muy bien, ahora estarás todos los días con ella. Tony, ¿quieres salir y esperarme fuera?

—Sí, pero… ¿quién es usted?

Baxter miró al niño con ternura. Quizá Eunice era la única mujer que había despertado en él los deseos de evitar la soledad. Quizá Tony hubiera podido ser su hijo…

—Llámame tío Budd, simplemente. ¡Anda, haz lo que te he dicho!

—Sí, señor.

Bajo la vigilancia del revólver, Rubin hizo el breve equipaje del chiquillo. A continuación, Baxter le hizo salir al exterior. Annie empezaba a despertar.

—Bien, y ahora quítense las ropas, pronto.

Rubin abrió la boca.

—Oiga, usted no puede…

—¿Prefiere morir?

La boca del revólver apuntó rectamente a la frente de] sujeto quien, sin más excusas, empezó a desnudarse presurosamente. Annie, no menos asustada, obedeció, igualmente.

—Tenían secuestrado aquí al chiquillo —dijo Baxter duramente—. No hace ni una semana se ha restablecido la pena de muerte en California. Podían haber acabado en la cámara de gas, de modo que dense por contentos. ¡Retírense doscientos pasos, rápido!

Tropezando, saltando ridículamente para evitar los pedruscos del suelo, la pareja se alejó hasta la distancia prescrita. Entonces, Baxter entró en la casa, derramó el petróleo de una lata por todas partes y recogió la maleta que contenía el breve equipaje de Tony.

Desde la puerta, arrojó un fósforo encendido.

—¿Por qué pegas fuego a la casa, tío Budd? —se asombró Tony.

—Hay una enfermedad peligrosa y es preciso evitar el contagio —respondió Baxter alegremente.

—Entonces, yo también debo de estar enfermo…

Baxter se echó a reír, a la vez que empujaba a Tony hacia el sendero que se alejaba de la casa en pendiente.

—Esa enfermedad ataca solamente a las personas mayores y no a todas, por fortuna. Sólo unos pocos la contraen y…

—¿Cómo tío Mickey y tía Annie?

—Sí. Ellos se quedan aquí, hasta que llegue el médico. Ya le hemos avisado.

Tony tenía demasiados pocos años para poder explicarle la verdad con todo detalle. Cuando llegaban al automóvil, Baxter se volvió.

La casa era un mar de llamas. Dos figuras, completamente desnudas, se agitaban frenéticamente a su alrededor.

Sonrió mientras abría la portezuela del coche.

—¡Anda! —exclamó Tony—. ¿Qué hace este tipo aquí?

—Te lo explicaré más tarde —dijo Baxter.

Desde su posición, Phoenix contemplaba, impotente, el fuego que devoraba la casa. Baxter lo desató y le hizo apearse, encerrándolo luego en el maletero del coche.

—Vamos, Tony, con mamá —dijo alegremente—. Ese hombre —añadió—, era un forajido que quería secuestrarte y a quien yo he capturado antes de que pudiera hacerte nada.

—Entonces… ¿eres policía?

—¡Psé!; algo por el estilo.

Una hora más tarde, Baxter detuvo el coche en un cruce de caminos, donde se hallaba parado un «Cadillac» de color bronce viejo. Tocó la bocina ligeramente y luego abrió la portezuela derecha.

—¡Anda, Tony, ve con mamá!

Eunice se apeaba en aquel momento. Madre e hijo se fundieron en un apretado abrazo. Baxter se acercó al otro coche.

Clarissa sonreía maliciosamente.

—¿Tuviste algo que ver en la «elaboración» de ese chico tan guapo? —preguntó.

—Hubo otro más atractivo que yo y se me anticipó —repuso Baxter—, Clarissa, gracias por ayudarme.

—Presiento que esto tiene algo que ver con el ataque de aquellos dos fulanos en la playa.

—Sí, un chantaje… con un niño de cinco años como rehén. Te veré mañana en el hotel —se despidió.

Eunice se le acercó, llevando a Tony de la mano.

—¿Cómo puedo darte las gracias, Budd? —Sus bellos ojos estaban llenos de lágrimas—. No sé qué decirte…

—No me digas nada. Yo si te diré que lo de Roy no resultará tan fácil. Pero puedes estar segura de que en la cabaña de la señora Aubry no os encontrará nadie. Debes permanecer allí hasta que yo te lo indique.

—Está, todavía, el asunto de los atracos…

—Deja que yo lo resuelva, no te preocupes. ¡Anda, ve con Clarissa!

Eunice asintió. Baxter volvió al coche. En el asiento posterior había una bolsa con una serie de prendas de ropa y una botella de whisky.

Baxter se detuvo a una milla de Salinas. Phoenix abandonó el maletero empapado de sudor y devorado por una furia demente.

—En cuanto pueda, le…

Baxter le entregó la botella.

—¡Beba! —ordenó.

—Pero ¿qué diablos?

—Beba —dijo Baxter fríamente.

Phoenix obedeció. Baxter le hizo tragar casi media botella de whisky. Luego empujó a Phoenix hasta el asiento posterior. El sujeto eructaba ruidosamente, pero, a los pocos minutos, vencido por el alcohol, se derrumbó en el asiento y empezó a roncar.

Un cuarto de hora más tarde, Baxter abandonó el coche en una calle relativamente céntrica. Tomó la referencia del lugar, caminó cien pasos y alzó la mano para detener un taxi.

Cinco minutos más tarde, cuando ya casi era de noche, Baxter llamaba a la puerta de un edificio. Uoto salió a abrir, pero se encontró sin sentido antes de que supiera lo que ocurría. A Wilder le sucedió lo mismo diez segundos después.

Luego, Baxter se encaró con Thaine, que aparecía lleno de pánico.

—No… no me pegue más… —gimió el gordo.

—Lo haré, si no me indica dónde tiene su caja fuerte.

La grasienta cara de Thaine se tornó gris instantáneamente.

—¡Eso no…!

Baxter se acercó al individuo con el shuriken en la mano derecha. De repente, la estrella de ocho puntas y doce centímetros de diámetro emitió un vivísimo centelleo.

Thaine bajó la vista. La mansa de su traje aparecía rasgada desde el hombro al codo y lo mismo sucedía con la camisa. En la piel del antebrazo aparecía una finísima línea roja.

—Si esto lo hubiera hecho en su cuello, ahora estaría soltando sangre como un cerdo en el matadero —dijo Baxter—. ¡Vamos, la caja fuerte!

Thaine, espeluznado, se rindió. La caja fuerte, empotrada en la pared, era algo más grande de lo habitual. Baxter encontró en ella unos cuantos fajos de papeles y un grueso álbum, lleno de fotografías. También halló una libreta llena de nombres y direcciones.

—¡Magnífico! —dijo—. La policía va a disfrutar muchísimo con este botín.

—Pe… pero usted rio pretenderá…

—¿De veras?

Súbitamente, Baxter movió el brazo izquierdo horizontalmente, como si fuese a dar un revés al gordo. Pero el golpe iba dirigido al estómago.

Thaine se curvó agónicamente. Baxter lo dejó sin conocimiento de un seco golpe en la nuca.

Lanzó una mirada a la caja fuerte. Había un estante lleno de fajos de billetes de Banco.

Era cuanto necesitaba. Miró hacia el teléfono, pero aún no había sido reparado. Bien, llamaría desde una cabina pública.

Una hora más tarde, entraba en el hotel. Duke Murphy le salió al paso.

—¿Cómo está, señor Baxter? —saludó, cortés—. ¿Ha visto a Clarissa?

—No, acabo de llegar de San Francisco. ¿Sucede algo?

Murphy sonrió.

—Pensaba invitarla a cenar… si no tiene usted inconveniente, claro —explicó.

—¡Oh, por Dios! Clarissa es absolutamente libre, amigo mío. ¿No estará en su habitación?

—No, lo he comprobado…

—Bueno, a veces, Clarissa resulta una mujer imprevisible. Pero eso es lo bonito en las mujeres hermosas: su imprevisión, ¿no le parece?

«James Franciscus» sonrió ampliamente.

—Sí, es cierto, señor Baxter —convino.

—Llámeme Budd y yo le llamaré Duke. ¿Una copita?

—Se acepta, Budd.

Mientras se encaminaban al bar, Baxter volvió a percibir aquel aroma que tanto parecía gustarle a Murphy Parecía muy aficionado a la loción «Phenice», se dijo.