Capítulo XI

CLARISSA llamó al hotel, a la hora acordada.

—Estuve con Eunice —manifestó

—¿Y…?

—Acertaste de lleno, Budd.

—Me lo imaginaba —sonrió Baxter—, ¿Qué dijo ella?

—Es un tema que le resultaba muy desagradable, por lo que tuve que insistir mucho para que me contase la verdad. Al fin, comprendió que debía hablar y cedió.

—Bien, cuéntame con todo detalle lo ocurrido.

Clarissa habló durante unos minutos. Baxter sonrió, complacido, cuando ella hubo terminado su relato.

—Gracias —dijo—. Ya te avisaré…

—Budd, estoy muy sola —se quejó ella.

—Me lo imagino. A mí me pasa lo mismo… pero es preciso terminar de una vez con el caso. Y, precisamente ahora, estoy en el punto crítico, a un paso de levantar definitivamente la tapa del pastel.

—¡Oh, eso es maravilloso! Budd, dime, ¿quién es?

Baxter se echó a reír.

—Nena, cuando tú vas al cine a ver una película policíaca, aguardas hasta el final. No te gustaría que alguien te dijera, a la mitad de la proyección, quién es el asesino; ¿verdad?

—¡Hombre, esto es distinto! Es… real como la vida misma.

—Ten paciencia y procura que el sol dore algunos trocitos de tu piel, que están muy blancos. Mi sentido de la estética se ofende muchísimo cuando veo algo que rompe la armonía visual.

Clarissa lanzó una alegre carcajada.

—Eres encantador —se despidió.

Baxter dejó el teléfono sobre la horquilla. Luego, con gesto pensativo, contempló las hileras de minúsculos negativos que tenía extendidos sobre la mesa, en la habitación del hotel.

Había decenas y sus dimensiones indicaban claramente que procedían de una microcámara. El manual de fotografía hallado en casa de Harry Bane indicaba bien a las claras los motivos de su compra.

Sin embargo, en casa de Bane no había encontrado nada que pudiera relacionarse, ni de lejos, con un laboratorio fotográfico ¿Dónde había revelado, Bane, los negativos?

Recordó la hoja arrancada. Tal vez allí había una dirección…

De repente, sonó el teléfono. Baxter lo levantó y dio su nombre.

—Señor Baxter, tengo interés en hablar con usted —dijo un desconocido—. Es referente al caso Alameda.

—¿Quién le ha dicho que me interesa ese caso, amigo?

—Bueno, tengo informes… Pero será mejor que venga a mi casa a verme. Le daría detalles muy importantes…

—Escuche, ante todo, dígame su nombre. No me gusta tratar con desconocidos.

—Está bien, me llamo Benny Coogan. Vivo en Sausalito, West Hill Road, doscientos treinta y siete. Venga mañana, a eso de las diez.

—¡Imposible! Tengo todo el día de mañana muy ocupado. Fije otra hora y le diré si puedo o no acudir a su cita.

Hubo una pausa de silencio.

Baxter sonrió. Coogan había tapado el micrófono con una mano y estaba consultando el caso con alguien que escuchaba la conversación, sin intervenir en ella.

Al cabo de unos instantes, Coogan volvió a hablar:

—Está bien, diga usted mismo la hora, señor Baxter.

—Probablemente, las siete de la tarde, pero no es seguro. En todo caso, llame al hotel; aunque yo esté fuera, dejaré un mensaje telefónico para que sé lo transmitan a usted. Repito que lo más probable es las siete de la tarde, pero no es algo de una seguridad absoluta. Sin embargo, haré todos los posibles para acudir a la cita a esa hora.

—De acuerdo, señor Baxter. Muchas gracias.

—A usted.

* * *

Con el manual de fotografía bajo el brazo, Baxter contempló durante unos instantes el rótulo de la tienda frente a la cual se hallaba. Eran casi las cinco de la tarde y llevaba desde las nueve de la mañana, moviéndose sin parar por las calles de San Francisco, buscando un establecimiento similar al que ahora tenía ante sus ojos.

Empujó la puerta. Una campanilla tintineó por encima de sus narices. A los pocos segundos, una mujer apareció ante sus ojos, surgiendo de una puertecita situada al fondo de la tienda. Tenía unos treinta y cinco años y vestía un pantalón con peto y guantes de goma, que le llegaban hasta el codo, los cuales enjugaba, en aquellos momentos, con un paño.

—¡Hola! —dijo, sonriendo graciosamente. Resultaba bastante atractiva, pese a que Te sobraban unos cuantos kilos, apreció Baxter.

—¡Hola! Busco a Clem Dwarry…

—Yo soy —dijo la mujer. Y ante la sorpresa de Baxter se echó a reír—. Todos los que vienen por primera vez, ponen la misma cara que usted. Esperan encontrar a Clement Dwarry, sin darse cuenta de que también ese mismo nombre tiene su versión femenina.

—Clementina.

—Justamente. ¿En qué puedo servirle, señor…?

—Baxter, señora Dwarry. Se trata de un hombre al que conocí hace algún tiempo… Harry Bane.

Clem hizo una mueca.

—Murió, dejándome a deber una factura de doce dólares con veintiocho centavos —dijo agriamente.

Baxter sacó unos cuantos billetes y los puso sobre el mostrador de la tienda de artículos fotográficos,

—Cancelaré la deuda en nombre, de mi difunto amigo —manifestó, muy serio.

—¡Vaya, eso está mejor! —dijo la mujer—. Muchas gracias, señor Baxter. Le daré un recibo…

—Todavía no he terminado. Quiero que me diga más cosas de Harry.

—Bueno, me compró aquí una cámara miniatura… Después dijo que le interesaría aprender a revelar y positivar las fotografías por sí mismo. No podía hacerlo en su casa, porque era un piso alquilado y temía que ti dueño se enojara y le pusiera en la calle… Ya sabe, en un laboratorio fotográfico se emplean líquidos que pueden manchar…

—Sí, lo sé, señora Dwarry. ¿Qué sucedió a continuación?

—Pues se llevó la cámara. Entonces pagó, claro, y en las sucesivas visitas también. Venía una vez a la semana, aproximadamente Aprendió el revelado de película, pero no hizo ninguna positiva, al menos, en mi laboratorio. Era un hombre muy simpático, muy cortés, casi tímido. Sentí mucho su muerte, créame.

—No lo dudo, señora Dwarry,

—La última vez que lo vi, estaba nervioso, preocupado. Le pregunté si tenía dificultades y habló algo de un familiar gravemente enfermo. Pero hizo su trabajo con toda normalidad y se marchó. Ya no he vuelto a verle más, señor Baxter.

Un hombre joven entró en la tienda.

—¡Hola, Clem! —saludó.

—¿Qué tal, Bill? Anda, pasa al laboratorio y empieza; iré enseguida.

—Está bien.

Clem miró a Baxter y sonrió.

—Tengo algunos alumnos —dijo—. Gente que quiere aprender fotografía, como' Harry, y que no disponen en su casa de un lugar apropiado. Yo les dejo utilizar el laboratorio.

—A cambio de una módica cantidad.

—¡Claro! Siempre es un ingreso que añadir a la venta de cámaras y material —respondió la mujer. Miró el libro que Baxter tenía bajo el brazo y añadió—: También vendo manuales de fotografía.

—Por eso he venido aquí —declaró Baxter—. Mil gracias, señora Dwarry…

—Es curioso —dijo ella—, Usted es el segundo que pregunta hoy por Harry.

Baxter arqueó las cejas.

—¡Ah, ha venido otro…!

—Sí. Dijo también que era amigo de Harry, que le había encargado unos trabajitos, que no los había recibido y que se había enterado de que solía venir aquí a revelar sus negativos. Preguntó si se había dejado algún material y le respondí negativamente. Harry se llevaba siempre todo lo que traía. Pero no se le ocurrió cancelar la deuda, como usted…

—El hombre que vino debe de ser joven, unos cinco años más que yo, rubio, muy guapo… como James Franciscus, el actor…

—¡Oh, no! Era un sujeto terriblemente alto, casi dos metros de estatura y con unos brazos como troncos de olivo. Además llevaba la cabeza completamente afeitada. Y ya que menciona a James Franciscus le diré que ese tipo parecía un malo de película.

Baxter rió cortésmente.

—Estaba equivocado —dijo—. Mil gracias, señora Dwarry.

—Ha sido un placer señor Baxter.

Baxter salió a la calle y contempló el sol, ya muy bajo en el horizonte, por encima del otro lado de la bahía. El «malo de película», ¿era Benny Coogan?, se preguntó.

Podría salir de dudas, acudiendo a la cita.

* * *

La casa era elegante, con techo de tejas rojas, un extenso jardín a su alrededor y una piscina en la parte posterior. En torno al jardín había un alto seto, muy espeso, que impedía la vista a los posibles curiosos. La verja que permitía el acceso a la propiedad, estaba abierta.

Baxter cruzó la entrada. En el mismo instante, la verja se cerró por sí sola.

Sonrió. Alguien vigilaba desde la casa. El seto, además, debía de ocultar una fuerte valla metálica. Entrar y salir de allí no debía de resultar fácil.

Avanzó lentamente. Contorneó la casa. El gigante, de cabeza afeitada estaba allí, sentado ante una mesa, con un refresco en la mano.

—¡Hola! —sonrió.

—¿Benny? —dijo Baxter.

—Sí. Ha sido puntual.

—Dije que me esforzaría por estar aquí a las siete de la tarde.

—Tenía trabajos interesantes que hacer.

—En efecto.

—Y los ha terminado.

—Puede decirse que sí, Benny.

Coogan tomó un largo trago de su refresco.

—Lástima —dijo.

—Se ha acabado la bebida —sonrió Baxter.

—No, no lo digo por eso. Es una lástima que se haya tomado tanto trabajo para nada,

—No entiendo, Benny.

De pronto, Coogan estiró el brazo, a cuyo final estaba el vaso, rodeado por sus dedos. Contrajo éstos, súbitamente, y el vaso se quebró cristalinamente en multitud de fragmentos.

Luego, lentamente, Coogan volvió la palma hacia arriba y sonrió. No había en la piel un solo rasguño.

—Soy duro como el pedernal —dijo, ufano.

—Eso es un truco de prestidigitación —observó Baxter.

—No, es auténtico.

—Sigo sin creerle.

—¿Quiere que le haga otra prueba?

—Me gustaría…

Coogan se puso en pie, desplegando poco a poco su colosal estatura. Vestía una simple camisa, con manga corta, y pantalones. Baxter se dijo que Clem Dwarry tenía razón: los brazos de Coogan semejaban troncos de olivo.

—Le haré otra prueba y verá que no empleo trucos —dijo el gigante de la cabeza afeitada.

De pronto, se acercó a la mesa de los refrescos. Era circular, con la plataforma de cemento, cubierto por un mosaico multicolor. Metió un poco la mano por debajo, levantó el disco de cemento y luego lo asió con ambas manos, teniéndolo como un escudo delante de sí.

De súbito, alzó la rodilla. El círculo de cemento saltó hecho pedazos.

Coogan se volvió hacia Baxter.

—¿Ha sido un truco?

—No, pero no tiene ninguna dificultad. Yo he visto hacer cosas más duras.

—¿Por ejemplo?

—Derribar una pared con la cabeza.

Los ojos de Coogan se achicaron.

—Ya. Usted quiere tentarme para que me tire contra la casa y quede sin sentido. Soy tonto, pero sólo en cierto grado.

—Es usted un tonto absoluto, Benny. Aunque me venza, cosa que estimo difícil, luego le pagarán con dos balas en la tripa, como le pasó a Kruger.

—No me haga reír. Yo soy distinto a los otros.

Baxter recorrió con la vista el inmenso corpachón de Coogan.

—Cierto —convino—. Distinto, pero sólo físicamente. En cambio, su cerebro no alcanza el tamaño de la cabeza de un fósforo.

Coogan dio un paso hacia adelante. Baxter dio otro atrás.

—Le demostraré que no soy tonto —dijo el gigante.

Baxter alzó una mano.

—Espere —dijo—. Vamos a pelear… ¿no es así?

—Bueno, si lo llama de ese modo… —rió Coogan.

—Al menos, deje que me quite la chaqueta. Usted es mucho más alto que yo. Déme siquiera esa oportunidad.

—¡Claro, hombre, con mucho gusto! No quiero que tenga quejas de mi caballerosidad.

Baxter dio otro paso hacia atrás.

—Benny, un hombre que cobra por matar, no puede hablar de sentimientos caballerescos —dijo críticamente,

Coogan se encogió de hombros.

—No me importa su opinión, en absoluto —declaró.

Baxter acababa de quitarse su chaqueta, pero aún la tenía en las manos. De súbito, Coogan se lanzó hacia adelante, gruñendo sordamente. Sólo le faltaba enseñar los dientes, pensó Baxter, al mismo tiempo que daba un paso lateral, usando su chaqueta como la capa de un torero.

El impulso tomado por Coogan era demasiado fuerte. Tardíamente se dio cuenta de que su cabeza no iba a encontrar el blanco deseado. Y la piscina estaba solamente a dos pasos de distancia.

—¡Olé! —dijo Baxter, cuando Coogan pasó por su lado.

El gigante saltó al vacío y se sumergió en el agua, provocando una explosión de espumas. Baxter se volvió.

Coogan emergió a la superficie y se acercó al borde de la piscina. Baxter se inclinó, cuando el gigante tenía ya las manos apoyadas en algo sólido, y le puso la chaqueta sobre la cara. Luego movió el pie derecho.

Coogan rugió, al sentir el golpe en plena boca y cayó de espaldas nuevamente. Volvió a salir a la superficie y nadó en otra dirección, buscando una salida menos incómoda.

Baxter le persiguió, bordeando la piscina. Cuando Coogan puso de nuevo su mano sobre el borde, Baxter usó implacablemente el tacón de su zapato derecho. Coogan aulló, a la vez que, con la mano izquierda, trataba de aprisionarle una pierna, pero erró el golpe.

Durante un par de minutos, continuó el juego. Luego, Baxter se cansó y volvió al lugar donde había estado la mesa.

Coogan salía por fin de la piscina, chorreando agua, jadeante y sin aliento. Vio al joven parado y sus ojos brillaron malignamente. De pronto, Baxter se inclinó, justo cuando Coogan iniciaba una nueva arrancada.

Al erguirse, Baxter tenía en la mano uno de los trozos de la mesa rota, de casi tres centímetros de grueso y de unos veinte de lado. Movió el brazo y aquel insólito proyectil se desplazó horizontalmente por el aire, estrellándose contra la rodilla izquierda de Coogan

El gigante lanzó un aullido de dolor y cayó sobre la hierba. Furioso, intentó levantarse, pero no pudo conseguirlo y— apoyó de nuevo la cara sobre el césped. Baxter aprovechó la ocasión para situarse a su espalda y retorcerle el brazo derecho hacia atrás.

—Pura fachada —dijo, con deliberado desprecio—. Unos cuantos toquecitos aquí y allá… La fuerza bruta no siempre sirve, aunque algunos crean lo contrario.

—¡Suélteme…! —jadeó Coogan.

—Lo haré, si contestas a mis preguntas. ¿De acuerdo?

Coogan batió desesperadamente el césped con la palma de la mano izquierda. El dolor resultaba insufrible.

—¡Maldita sea…! Hablaré…

Baxter se levantó instantes después.

—¡Muchas gracias, Benny! —dijo—. Tu colaboración ha resultado preciosa.

En los ojos del gigante había una insana llama de odio. Haciendo un esfuerzo, consiguió ponerse en pie.

Entonces, inesperadamente, se oyó un horrendo sonido. Algo perforó los huesos de la frente de Coogan, quien se derrumbó al suelo como una masa inerte.

Baxter volvió la cabeza. Frente a él, había un hombre que empuñaba un revólver provisto de silenciador.

—James Franciscus —sonrió Baxter.