Capítulo III
EL hombre era grueso, calvo y las gafas para lectura cabalgaban casi en la punta de una nariz ridícula. Estaba en mangas de chaleco y calzaba unas zapatillas caseras. Bajo el brazo izquierdo sostenía doblado el periódico que estaba leyendo en el momento que llamaban a la puerta'.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Usted es Harry Bane —dijo Baxter.
—Así me llamo…
—Empleado en la sección de Caja de la Golden Gate Total Transport, según mis informes.
—Cierto, pero ¿qué pretende usted? ¿Es policía, acaso?
Baxter sonrió.
—No, soy amigo de un antiguo amigo suyo: Roy Alameda —dijo,
La cara de Bane gríseo en el acto.
—Yo no tengo amigos estafadores —protestó.
—En cambio, para mí, un amigo lo es siempre, haga lo que haga. ¿Puedo pasar?
—No, no tengo nada que hablar con usted, sea quien sea.
—Eso significa que tiene mucho miedo, señor Bane.
El individuo se lamió los labios, súbitamente resecos.
—¡Está bien! —accedió, al cabo—. Entre, pero no tengo nada que decirle.
—¡Oh, quién sabe…! Verá, he estado con Roy y me ha dado su versión de lo sucedido. Ahora, usted, como parte involuntariamente complicada en el asunto, me dirá lo que sepa. Yo compararé ambas versiones y luego obraré en consecuencia. ¿Me ha comprendido?
—Pero… ¿qué diablos es usted? ¿Qué pretende? —exclamó Bane, evidentemente muy nervioso.
—Es muy sencillo: estimo inocente a Roy y quiero intentar que se le conceda la revisión del proceso.
Aquellas palabras sobresaltaron terriblemente a Bane. En aquel instante, Baxter captó, sin género de dudas, la culpabilidad del sujeto.
Adelantó la barbilla agresivamente.
—¿Cuánto le pagaron por mentir? —preguntó.
—No, no… Yo dije la verdad…
—Usted dijo lo que le ordenaron que dijera. Le instruyeron muy bien y así actuó, luego, como uno de los testigos que enviaron a Roy a San Quintín para diez años, por lo menos. ¿Por qué diablos no dice la verdad?
Bane hizo un esfuerzo para recobrar el aplomo perdido momentáneamente.
—Le seré franco —respondió—. Por dos razones. La primera, es que yo iría a la cárcel, si se supiera la verdad… pero puede que no llegase a pisar siquiera la puerta de una comisaría, y ésta es la segunda razón por la que me niego a hablar, ¿comprende?
—¿Le han amenazado?
—Me amenazaron, primero, y luego me dieron di ñero.
—Y no habrá pruebas —sonrió Baxter.
—Todo se hizo de palabra y me dieron el dinero en billetes —respondió Bane, con voz tensa,
—¿Cuál de los dos?
—¿Cómo?
—En la compañía de dos socios: Hoyt y Calder. ¿Cuál de los dos le dio el dinero?
—Creo que ya hemos hablado suficiente, señor Baxter.
—No, no lo crea. Esto ha sido una conversación exploratoria. Volveremos a vernos otro día y hablaremos mucho más rato. Acabaré por conseguir que me diga usted la verdad de todo lo sucedido.
Baxter se dirigió hacia la puerta. Desde allí, se volvió y miró despreciativamente al sujeto.
—¿De verdad —preguntó—, disfruta usted con las treinta monedas de la traición que le pagaron?
El rostro de Bane se puso como si le hubiesen arrojado directamente el contenido de un tarro de pintura roja.
—Usted está aquí, libre de ir y venir cuando le plazca y por donde más le guste —añadió Baxter, a la vez que hacía un ademán semicircular—; pero a juzgar por lo que veo, se vendió usted por una cantidad miserable… y todo ello para que un hombre inocente haya sido condenado a diez años de presidio, por lo menos. Bien, señor Bane, le dejo para que vaya reflexionando… y empiece a pensar en nuestra próxima conversación.
—No habrá próxima conversación —dijo el traidor, ensenando mucho los dientes.
Baxter soltó una risita y abrió la puerta para salir al pasillo. Un poco más adelante, se tropezó con un hombre joven, algo más alto que él y de aspecto atlético, vestido con cazadora y pantalones de sarga azul. Llevaba un sombrerito que apenas tenía alas, de tela a cuadritos blancos y negros, y lentes ahumados muy claros.
—Dispense —dijo Baxter.
—¡Oh, no tiene ninguna importancia! —contestó el joven, con una brillante sonrisa, de dientes muy blancos y perfectamente iguales.
Él joven iba agradablemente perfumado. La colonia o loción que usaba tenía un aroma poco intenso, pero muy definido.
Baxter siguió su camino. Poco después, estaba en la puerta de la calle. Encendió un cigarrillo.
Bane era culpable, lo había admitido. Pero no tenía que admitirlo ante él, sino ante un jurado… y esto sería muy difícil de conseguir.
De repente oyó, en lo alto, un horripilante alarido.
Casi presintió lo que iba a suceder y saltó hacia el interior del portal. En el mismo instante, oyó el aterrador sonido de) choque de un cuerpo humano contra la acera: el ruido de la carne machacada y los huesos rotos resultó espeluznante.
Con el cigarrillo entre los labios, todavía sin encender, contempló melancólicamente los sangrientos despojos de un hombre que, apenas un minuto antes, había asegurado que no habría próxima conversación. ¿Tenía ya, Bane, en aquellos momentos, intenciones de poner fin a su vida?
La calle, no demasiado ancha, estaba llena de ruidos: gritos, chillidos histéricos de las mujeres, bocinazos, chirridos de frenos utilizados bruscamente… En unos pocos segundos, se había formado un atasco de automóviles y el olor de la gasolina quemada hacía casi irrespirable el ambiente,
Baxter salió de la casa. Era un edificio de apartamentos, en donde había numerosas viviendas. Si se trataba de un asesinato, pensó, resultaría ya imposible encontrar a su autor.
* * *
—Necesito detalles sobre una empresa denominada Golden Gate Total Transport. Los socios principales y dueños de la empresa se llaman Phineas Hoyt y Doug Calder. Hace cosa de un par de años, sufrió la empresa un desfalco de casi novecientos mil dólares. Empieza a hurgar en tus archivos.
A través de miles de kilómetros llegó hasta los oídos de Baxter una sarcástica carcajada. Procedía del director de su agencia de recortes de prensa, Denis Gray.
—Bien, caballero andante. Supongo que el herrador estará revisando las patas de tu cabalgadura y que el escudero se habrá dedicado a bruñir tu armadura… ¿O es «escudera»?
—Denis…
—No, no me lo digas; ya sé que no es cosa de broma. La dama desvalida, ¿es rubia o morena?
—No es una dama.
—¡Ah, una furcia…!
—¡Denis! Se trata de un hombre. Hace casi diez años, me salvó la vida, cuando aquel jaleo de Vietnam apenas había empezado.
—¡Oh! Un héroe a lo John Wayne, películas de guerra y demás; americano listo y japonés tonto, ¿eh? —dijo Gray sarcásticamente.
—Denis, ese hombre me salvó verdaderamente la vida y lo que pasó en aquella ocasión no era una escena para una película heroica. Ahora está en San Quintín, para diez años, y le han echado encima un cúmulo de pruebas que no cabría en la Gran Pirámide, suponiendo que ésta fuese hueca.
Gray silbó.
—Diez años en San Quintín no es una bicoca —dijo.
—San Quintín no es un balneario.
—Sí, lo sé, aunque, gracias a Dios, no por experiencia. Budd, yo te aconsejaría que te dejases de jaleos, pero sé que cuando te metes en un lío de esta clase, hasta una pared me escucharía con más atención que tú. Bien, haré lo que pueda… teniendo en cuenta que me suena algo acerca de esa estafa.
—Gracias. Envíame todo lo que consigas al Seaview, de Monterrey. Y, como de costumbre, considérame un cliente a efectos de honorarios.
—Eso es lo único que no te perdono —dijo Gray—. ¡Suerte, Budd!
Baxter colgó el teléfono. Muy pensativo, se preguntó dónde podría encontrar a Eunice. Roy lo había dicho bien claro: ella se había trasladado de residencia y no había dejado señas.
Quizá había alguien que se lo podía decir… pero no quería iniciar la menor gestión sin antes tener algunos informes que podían resultarle muy útiles para apretar algunas clavijas, ahora un tanto flojas.
Los informes pedidos tardarían un par de días en llegar, mediante el correo aéreo. Mientras tanto… estaba Clarissa.
* * *
—No me has dicho cómo has encontrado a tu tía.
—Mi… tía… —Baxter recordó de pronto—. ¡Ah, sí, tía Edith! Algunos médicos deberían volver a la Facultad de Medicina. Tía Edith vivirá todavía muchos años. Tiene una salud de hierro. Fue una falsa alarma, simplemente.
Tendida de pecho sobre la arena, Clarissa volvió la cabeza y miró maliciosamente a su acompañante, situado al otro lado de las grandes gafas oscuras con que se protegía las retinas de la reverberación solar.
—Quizá tía Edith no tiene ochenta años, ni siquiera una tercera parte —insinuó.
Baxter encendió dos cigarrillos y pasó uno a Clarissa.
—Te diré una cosa, absolutamente segura: no he estado con otra mujer.
—Ni con tía Edith.
—Con ésa sí, Ciar…
—¡Bueno, hombre, bueno, no te sulfures! No quiero meterme en tus asuntos privados. Has vuelto, y eso es lo que importa.
—Celebro que pienses así. ¿Te apetece algo fresco?
Clarissa sonrió.
—El agua del mar —dijo.
Baxter hizo un movimiento aprobatorio.
—Tú, con el traje de Anfitrite… la Venus que nació del mar…
Ella se echó a reír.
—Eso era antes. Ahora, las Venus nacen de una forma mucho más prosaica… —De pronto, lanzó un gritito—. ¡Ay!
Baxter volvió la cabeza. Clarissa se había quejado, porque alguien acababa de poner el pie en el centro de su atractivo trasero.
El joven se volvió lentamente. Clarissa se sentó, sujetando con ambas manos las cazoletas del sujetador, que había soltado para que el sol dorase su espalda por completo. Baxter frunció el ceño, mientras contemplaba a los dos sujetos, de apariencia física tan dispar, situados a un par de pasos de distancia.
—La fulana está hecha un bombón —dijo Calder.
—Muy rica —añadió Uoto.
Clarissa tenía la boca muy abierta, pero no decía nada. Calder volvió los ojos hacia su acompañante.
—Usted es Baxter —dijo.
—Así me llamo.
—Tenemos un mensaje para usted. Jackie, ¿quieres dárselo?
—Con mucho gusto —respondió Uoto.
Baxter adivinó el ataque inminente y se puso en pie de un salto. En aquel instante, Uoto emitía un grito penetrante:
—Kiai!
Los pies del oriental batieron velocísimamente el aire, a metro y medio del suelo, elevado para atacar con un doble golpe de karate volador. Clarissa contemplaba, estupefacta, la escena.
Las punteras de dos zapatos rozaron el mentón de Baxter quien, con velocidad relampagueante, agarró los dos tobillos de su atacante, manteniéndolos, con una presa irresistible, a un metro del suelo. Uoto, sorprendido, cayó hacia atrás, extendiendo las manos hacia el suelo, a fin de parar la caída en lo posible.
Pero Baxter no se estuvo quieto. Inmediatamente, y sin soltar a Uoto, empezó a girar sobre sí mismo, adquiriendo mayor velocidad a cada vuelta. Uoto chilló cuando sintió que sus manos se despegaban del suelo.
El cuerpo del oriental adquirió la línea horizontal. Wilder, atónito, no acertaba a reaccionar. De pronto, Baxter abrió las manos.
Uoto salió volando por los aires. Incluso subió unos centímetros, en una trayectoria parabólica, que acabó justo en la orilla húmeda, a seis o siete metros de distancia del lugar donde se había iniciado la pelea.
Wilder lanzó un rugido. Furioso, disparó su puño derecho, pero dos manos que parecían tener los dedos de hierro, aferraron el miembro. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, se encontró volando por los aires, para caer de espaldas sobre la arena. Aturdido, intentó levantarse, pero cuando ya estaba sentado en la arena, una rodilla golpeó perversamente su mandíbula y cayó hacia atrás, dormido cómo un leño.
Uoto había conseguido levantarse. Una ola le golpeó de lleno en la espalda, haciéndole caer de bruces, totalmente empapado. Uoto lloraba y bramaba de rabia.
Aquel hombre, joven, de aspecto más bien corriente, le había derrotado a él, todo un experto en artes marciales. Bien, todavía no había desplegado todas sus habilidades. Ahora vería aquel despreciable sujeto de lo que era capaz un hombre de su clase.
Pero entonces dos manos, que parecieron volar solas, despegadas de sus brazos, golpearon simultánea— mente su cuello, bajo las orejas. Uoto perdió el sentido instantáneamente.
Clarissa corrió hacia Baxter y le alzó el brazo derecho.
—¡Vencedor por doble fuera de combate! —exclamó.
Baxter miró a la joven y sonrió.
—Cuando estemos solos, no me importa tu indumentaria… o tu falta de indumentaria —dijo—, Pero ahora, por favor, ponte algo de ropa.