Capítulo VII

ESTÁ perfectamente instalada y nadie lo sabe —dijo Clarissa al día siguiente, una vez más en la playa solitaria a la que solían acudir.

—Te doy las gracias muy sinceramente y nunca lo olvidaré. Si un día te ves en un apuro, llámame; acudiré en el acto, estés donde estés.

—Gracias, pero me gustaría que me pagases con el relato de lo que sucede. Yo te he ayudado sin hacer demasiadas preguntas…

—¿Serás discreta?

Clarissa alzó la mano.

—Te lo prometo —dijo solemnemente.

Baxter empezó a hablar. Ella le escuchó en silencio, con los ojos muy abiertos. Cuando terminó, dijo:

—Es la historia más fantástica que he oído en los días de mi vida.

—Pero absolutamente real, herniosa.

—Aguarda un momento. Hay algo que todavía no cabe en mi mente… Claro que quizá pienses que tengo el cerebro de un gorrión…

—Supiste derrotar a Thaine en una ocasión. Eso prueba que eres más inteligente de lo que muchos puedan creer…

—Tú sí que lo has derrotado definitivamente. La policía encontró su casa atiborrada de material, cartas y documentos comprometedores, con los que hacía chantaje; un álbum con más de quinientas fotografías… y sesenta y pico mil dólares… Encontraron también a un tipo, borracho, en su automóvil… y había un saco con las ropas que usó la atracadora solitaria en las dos ocasiones… Los periódicos dicen que Jay Phoenix se disfrazaba de mujer…

Baxter sonrió, maliciosamente, mientras encendía un cigarrillo, que Clarissa le arrebató de inmediato.

—Phoenix daba el tipo —dijo—. No sé cómo se me ocurrió la idea, pero, de este modo, Eunice queda libre de toda sospecha. No robó por su voluntad, pero es mejor evitar conflictos.

—Sí, es verdad.

—Quizá la acusen ahora, pero no les creerán. Si le preguntasen algo, diría que lleva meses en la cabaña de Fresno, que tú le prestaste…

—Yo diré lo mismo, Budd. Pero volvamos a lo anterior. ¿Por qué le obligaban a hacer eso?

—Está bien claro. Nadie cree que Roy no se guardase los setecientos mil dólares. Thaine obligó a Eunice a atracar un par de Bancos. Con esto, ya tema un arma para forzar a Roy a que le dijese dónde había escondido la pasta. Es preciso admitir que fue un plan magníficamente elaborado y mejor ejecutado, pero se les fue al diablo.

—Porque tú supiste reconocerla —dijo Clarissa.

—Casi lo presentí. El tipo resultaba Inconfundible y la cara, aun con gafas de color, es inolvidable para el que la ha visto una vez.

—Vamos, no me digas, ahora, que aún sigues enamorado de ella…

—No, porque las penas de amor se pasan con los años, pero, hasta ahora, es la única mujer que hubiera podido evitar mi soltería.

Clarissa suspiró hondamente.

—A mí también me gustaría inspirar un amor semejante —dijo—. Pero no he podido conseguirlo…

—No desesperes —sonrió él—. Pero el asunto sigue preocupándome, A Roy lo encerraron injustamente. Todas las pruebas estaban contra él, perfectamente amañadas. Y eso lo demuestra la muerte de Harry Bane.

Clarissa conocía el suceso y asintió.

—¿Tienes algún plan? —preguntó.

—Debo hablar con los dos socios de la empresa. Quieto conocerlos personalmente y establecer mis propias conclusiones, después de cada entrevista.

—Eso significa Que piensas ir a San Francisco.

—Mañana.

—Te daré la dirección de un buen abogado; puede que el mejor. Llevaba los asuntos legales de mi padre y resolvió a su favor un par de pleitos muy complicados, en los que, aparentemente, la razón estaba de la otra parte. Esa entrevista te ayudará mucho.

—¡Gracias, hermosa! —Baxter le miró sonriendo—. Tú no te quejes —añadió—; en el hotel hay un enamorado tuyo, que no duerme pensando en ti…

—¿Duke? —Clarissa hizo un gesto desdeñoso—. Es guapísimo, pero no… Bueno, no quiero entrar en detalles intimes. Hablemos, mejor, de nosotros mismos. —Hizo un signo con el índice curvado—. Ven, acércate más…

Clarissa estaba sentada sobre sus talones y sonreía inequívocamente. Baxter estaba, también, arrodillado, y se inclinó hacia adelante para besarla. En el mismo instante, ovó un ligero silbido.

La arena voló a unos pasos de distancia. Baxter comprendió inmediatamente lo que sucedía y empujó a la joven a un lado.

—¡Budd! ¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco?

A muy poca distancia, había un ligero caballón, provocado por el oleaje. Budd rodó velozmente, sin soltar a Clarissa, hasta caer al otro lado. Ella, muy furiosa, se soltó y quiso levantarse, pero Baxter la agarró por un brazo sin consideraciones y la hizo tenderse de nuevo.

—¡Quieta! ¡Nos disparan con un rifle!

El miedo se asomó a los ojos de la joven.

—¿E…es cierto? —tartamudeó.

Baxter se tendió con los pies hacia el mar. Muy lentamente, sacó los ojos por encima del parapeto y escrutó los alrededores.

La playa acababa a unos sesenta metros. Había un larguísimo murallón de grandes rocas, que servía para contener el terreno sobre el que se asentaba la carretera, en la que se veía una circulación de vehículos relativamente intensa. No, el tirador no podía estar allí, se dijo inmediatamente.

Al otro lado de la carretera había un talud, cubierto en parte de maleza, que se elevaba a unos treinta metros. El talud terminaba en lo que desde la playa parecía una zona llana. Recortándose contra el cielo nítidamente, Baxter divisó un automóvil, a poco más de ciento veinte metros.

La silueta de un hombre apareció, de pronto, con un maletín en la mano. Subió al coche, arrancó y abandonó el lugar rápidamente.

Baxter se puso en pie.

—El peligro ha pasado —dijo.

En los ojos de Clarissa se reflejaba todavía el terror. Su pelo estaba lleno de arena y también había buena parte de arena en su piel dorada.

—No… no entiendo por qué han querido matarme…

—No disparaban contra ti, querida.

—¡Oh! Ese tipo… intentó asesinarte…

—Sí.

—Pero… ¿quién puede desear tu muerte?

Baxter emitió una melancólica sonrisa.

—Alguien que no tiene el menor interés en que Alameda salga de San Quintín —respondió.

—¿Lo conoces?

Los párpados de Baxter se entrecerraron. De pronto, recordó una brillante sonrisa, un tenue aroma de loción varonil…

—No; será un asesino pagado —contestó, con aire indiferente—. Pero ya no corremos peligro. Date un baño para quitarte la arena; volveremos al hotel enseguida.

Clarissa alargó una mano, todavía temblorosa.

—Ven tú conmigo. Sola… no me atrevo —dijo.

* * *

Clarissa estaba tomando una copa en el bar con Duke Murphy. Baxter dijo que iba a hacer una llamada de larga distancia a Nueva York y se separó de la pareja durante unos minutos.

Cenaron los tres juntos. Duke dijo a Baxter que le envidiaba. Había conseguido lo que él intentó en numerosas ocasiones, fracasando siempre; conquistar el corazón de la bella Clarissa. Clarissa respondió que Duke era un exagerado y que las cosas resultaban al revés: era ella quien intentaba conquistar a Baxter sin el menor resultado práctico hasta el momento. Fue una velada muy agradable, después de la cual, y tras un rato de sobremesa, se retiraron a sus respectivas habitaciones.

Baxter llegó a la suya y se quitó la chaqueta blanca y el lazo negro. Fue al baño y tomó algo, que hizo saltar en la palma de la mano pensativamente.

Al cabo de unos instantes, apagó todas las luces. Su habitación, como todas las de aquella ala del hotel, disponía de una amplia terraza, con plantas de adorno, separada de las contiguas por una mampara de vidrio translúcido. Pero no eran las terrazas vecinas las que le preocupaban, sino las del piso inmediatamente superior.

El parapeto de la terraza consistía en una barandilla, en parte metálica, que sustentaba varias placas de vidrio igualmente translúcido. Tenía un pasamanos de madera clara, barnizada, muy grueso. Baxter sonrió, mientras empezaba a frotar con la pastilla de jabón de baño toda la longitud del pasamanos.

Al terminar su labor, se acostó.

Transcurrieron algunas horas. Baxter se había dormido ya, pero despertó, alertado por un leve ruidito. Tendido en la cama, miró hacia la terraza.

Un hombre, vestido de negro, se descolgaba de la terraza superior. Estaba sujetándose con las manos todavía, mientras las puntas de sus pies tanteaban el apoyo del pasamanos.

Al fin, encontró el punto de apoyo y, sin soltarse todavía, dejó descansar todo su peso sobre el pasamanos. Pero entonces ocurrió lo inevitable.

La madera estaba terriblemente resbaladiza. Los pies del individuo patinaron. Se oyó un grito. Luego, un segundo después, llegó hasta arriba el estruendo de un cuerpo que chocaba contra el suelo.

Alguien emitió un quejumbroso lamento. Baxter sonrió para sí, mientras daba media vuelta en la cama.

El lamento se repitió. De pronto, se oyeron voces de alarma.

Cuando todo el jaleo hubo pasado, aún de noche,

Baxter se levantó y limpió cuidadosamente el jabón del pasamanos.

Por la mañana, al bajar al hall, Crane, el recepcionista, le dio una noticia:

—¿No conoce lo ocurrido? El señor Murphy se ha caído desde la terraza de su habitación… Lo han llevado al Hospital General en gravísimo estado… Antes de perder el conocimiento, declaró que se había levantado un rato, porque no tenía sueño… y que, al hallarse junto al parapeto de la terraza, le dio un vahído… Un suceso lamentable, créame, señor Baxter.

—No me cabe la menor duda, y le aseguro que lo deploro infinito. Pero no he oído nada; claro que tengo un sueño muy pesado… Imagino que también la señora Aubry se sentirá muy afectada cuando conozca la noticia.

—Sí, eso pienso yo también, señor Baxter.

Crane no captó la maquiavélica sonrisa que había aparecido en los labios de Baxter, quien, a continuación, se dirigió al estacionamiento del hotel, en donde no tardó mucho en encontrar el automóvil de Murphy.

Media hora más tarde, regresó a la terraza situada junto a la gran piscina, en la que ya se bañaban algunos madrugadores. Pidió una taza de café al camarero y encendió un cigarrillo.

Clarissa apareció poco después. Vestía una bata afelpada, corta, debajo de la cual llevaba el traje de baño. Baxter apreció que estaba sumamente agitada.

—Conoces la noticia, creo —dijo ella.

—Sí. Y más vale que Duke se haya roto unos cuantos huesos; con lo que así yo estoy, vivito y coleando, a tu lado.

—No entiendo…

—Cariño, Murphy es un asesino profesional.

Clarissa se quedó sin habla, blanca como el yeso.

—No… no puedo creerlo…

—Murphy es el tipo que me disparó ayer cuando estábamos en la playa. Usa un fusil de largo alcance y gran precisión, con mira telescópica y silenciador. A trescientos metros, podría cortar en dos a un saltamontes.

—¡Horrible! —dijo Clarissa—. Nunca me imaginé tener por amigo a un asesino profesional… ¿Cómo lo supiste?

—«Phenice» —contestó él—. Después de haber hablado con Bane, yo me encontré en el pasillo de su casa con un joven apuesto y simpático, que olía muy bien. Guardé la memoria del perfume, porque no lo había percibido antes. Anoche, cuando dije que iba a llamar por teléfono a Nueva York, lo que hice, en realidad, fue enterarme del número de la habitación de Duke. Aquel mismo día, se había cambiado por la tarde, tomando la que estaba situada directamente sobre la mía.

—Entonces, le aguardaste despierto y lo lanzaste…

—No, ni le toqué siquiera. Simplemente, embadurné bien de jabón la madera del pasamanos.

Clarissa oyó, pasmada, la explicación que del suceso le daba Baxter.

—Casi dan ganas de reír… si no fuese porque pudiste haber muerto —dijo.

—Sí, y ahora comprenderás por qué Duke no llegó nunca a… Bueno, quería conquistarte, pero, en el último minuto, parecía fracasar, ¿no es así?

—Exactamente. Nunca lo comprendí. Un hombre tan apuesto y tan viril, y que no parecía, además, un homosexual… Resulta inexplicable, ¿no te parece?

—Todo lo contrario, es perfectamente explicable. Duke es un asesino profesional, frío, eficiente, que cobra precios muy altos o no se alojaría en hoteles como éste. Está dedicado por entero a su profesión y eso no deja mucho tiempo para pensar en otras cosas. Tiene que cumplir sus contratos y hacerlo con la mayor discreción posible, para no dejar el menor rastro. Posiblemente, es un psicópata, aunque él mismo no lo sepa. Quien mata por dinero, en el fondo es un enfermo mental. Cada vez que se acercaba a ti, fracasaba… porque no podía concentrarse en otra tarea que no fuese la de matar, aunque en esos momentos no tuviese ningún contrato a la vista. Pero había cometido otros crímenes y un tipo así, por muy frío y desalmado que sea, no deja de tener ciertos remordimientos… no por haber asesinado a personas, sino por el temor de haber cometido un fallo que acabe poniéndolo en manos de la ley. Ganaba mucho dinero, pero, en el fondo, no lo disfrutaba plenamente.

—Ahora lo entiendo —sonrió Clarissa.

—En el jardín del hotel he encontrado esta mañana, entre unos arbustos, un revólver de cañón corto, con silenciador. Duke debió de arrojarlo para que no se lo encontrasen encima cuando lo recogiesen. Así, el vahído que provocó su caída desde la cuarta planta, resulta una excusa plausible.

—Ya. Y ¿qué piensas hacer ahora?

Baxter sonrió.

—Voy a visitarle y le llevaré un ramo de flores. ¿Quieres acompañarme, hermosa?

—Tendré que cambiarme de ropa…

—Ve a cambiarte, pero no te entretengas demasiado.