CAPITULO PRIMERO

CUANDO CLARE Alien llegó a Crescent no detuvo el «suiky» delante del almacén Hanson, tal como pensaba hacerlo en un principio. Y el motivo de que no lo hiciera y continuase adelante hasta detenerse ante el hotel, manteniendo la cabeza erguida y la mirada al otro lado de la calle, no fue otro que la presencia delante del almacén de un hombre que le disgustaba extraordinariamente. El hombre se llamaba Hook Milton y era dueño del rancho «Doble Flecha», lindero con el «High Kill», que gobernaba ella desde la enfermedad de su padre un año antes. Si había en el mundo alguien con quien la muchacha no deseara cambiar una palabra, ése era ciertamente Hook Milton,

Pero su conducta no resolvió nada en absoluto. Pudo comprobarlo en cuanto, tras atar los caballos al palenque, se dispuso a subir a la acera. Hook se había movido hacia el hotel con rápidos pasos y ahora estaba esperándola delante de la puerta del mismo con mal disimulado enfado.

Él era un tipo alto, fornido y arrogante, trajeado como los ganaderos ricos. Y el gran revólver «Colt», calibre 45, no pendía junto a su cadera por mera jactancia. Cuando la muchacha, tras ligera vacilación, decidió afrontarle subiendo a la acera de tablones, le salió al paso ensanchando una sonrisa y le habló:

—Mucho me alegro de volverte a ver, Clare Alien. La verdad, ya estaba pensando en pasarme por tu casa uno de estos días para hablar contigo. Tenemos muchas cosas que resolver tú y yo, y me parece que ya es hora de que las dejemos listas de una vez para siempre.

—No hay nada que tengamos que hablar ni arreglar nosotros dos, Milton — replicó ella sin sombra de amistosidad. Era una muchacha alta, bien plantada, de formas rotundas y a la que el traje de montar le prestaba aún mayor arrogancia. Vestía una blusa camisera de lanilla azul, pañuelo de seda roja anudado a la garganta, «breeches» de montar y botas altas. El amplio sombrero gris, tirado negligentemente hacia atrás de modo que dejaba escapar la cascada de hermosos cabellos trigueños, denotaba haber prestado prolongados servicios, y su ala sombreaba la parte pecosa sobre el puente de la nariz. Los ojos eran grandes, pardos, muy hermosos, y en ellos brillaba ahora un fuego de resentimiento. Habló como lo hizo y .siguió avanzando sin detenerse como si pensara entrar derechamente en el hotel cortando de ese modo la entrevista.

Pero Milton la detuvo volviendo a hablar recio:

—Mira, Clare, déjate de hacer tonterías. Ya he tenido bastante paciencia contigo. Parece como si no te importase en absoluto lo que pasa en tu rancho.

Volviéndose, la muchacha le miró con fijeza. En cada una de las líneas de su hermoso rostro se reflejaban los sentimientos que el hombre que tenía delante la causaba.

—Ciertamente que me importa, y mucho, lo que está ocurriendo en mi rancho, Milton — habló seca—. Precisamente es por eso por lo que no quiero tener tratos con usted.

Él se ofuscó.

—Estás diciendo tonterías, muchacha.

—Usted sabe bien que no lo son.

Por un momento pareció como si él fuera a ponerse bravo, pero debió preferir la diplornacia, porque desarrugó el ceño y habló casi meloso.

—Escucha, Clare, dejémonos de pelear y vamos a tratar las cosas de modo amistoso, y si quieres, comercial. Tu rancho está en malas condiciones, bien lo sabes. Apenas si tienes un par de miles de cabezas de vacunos para tanta extensión de terreno como posees. Y en cambio, a mí me falta tierra. En mi rancho no cogen prácticamente los animales. Necesito más terreno y más pastos. Si fueras sensata verías la conveniencia para los dos de hacernos socios. Fíjate lo que podríamos conseguir tú y yo en esta tierra, disponiendo de hombres, ganado y espacio. Seríamos dueños de toda la llanura, los amos absolutos del condado.

—¿Ha terminado ya, Milton?

—No, pero…

—Pues yo ya me he cansado de escucharle. Y me estoy cansando también de repetirle las mismas palabras. Estoy al cabo de la calle de sus intenciones, y sé muy bien a qué atenerme con respecto a usted. Nunca seré su socia, y mucho menos su mujer. ¿Está bien claro esto?

—Eres más testaruda que una muía — se enfureció Milton—, pero yo te he de hacer sentar la cabeza y ver lo que más te conviene, muchacha. Y lo haré muy pronto, te lo aseguro.

Se detuvo al darse cuenta de que la muchacha no le estaba haciendo ningún caso y parecía hallarse mirando interesada calle arriba. Con una mueca de desagrado se volvió a ver qué era lo que motivaba su curiosidad.

Un tipo interesante estaba bajando por la polvorienta y soleada calle. La gruesa capa de polvo apagaba el ruido de los cascos de su caballo y el mismo o parecido polvo envolvía a ambos en una capa uniforme de color gris rojizo.

El jinete parecía joven, fuerte, ágil… Sus espaldas eran anchas, y las manos que sostenían las riendas grandes y nervudas. Su montura, sus ropas y su cinto eran buenos, aun cuando demostraban haber servido mucho. Su cara, de recio mentón, la nariz y la boca grandes, mostraba rasgos correctos y acusados. Los ojos eran grises, penetrantes, bajo las cejas espesas y empolvadas. Parecieron tomar rápida nota de la escena mientras iba llegando junto a la pareja detenida frente al hotel, y tras posarse en Milton unos instantes, como catalogándolo, fueron a detenerse en la muchacha, chocaron con su mirada, haciéndola morderse los labios y enrojecer un tanto, y luego se volvieron hacia la calle de .modo indiferente.

Jinete y caballo pasaron de largo, avanzaron más allá del almacén de Hansori y fueron a detenerse delante de la caballeriza, que estaba más abajo. Clare se volvió a mirar a Milton, inquiriendo:

—¿Quién es ese hombre?

—No lo sé. Creí que tú le conocías, por el modo como le miraste y te miró.

—No le he visto en mi vida. Puede que sea un pistolero venido a buscar empleo por aquí.

La doble intención de sus frases hizo que la cara de Milton se obscureciese.

—Tienes la lengua muy larga, muchacha. Y no es a mí a quien ha mirado con mucha atención, sino a ti. Me estoy preguntando si no será eso y tú le habrás hecho venir para tratar de amedrentarme.

—Nunca se me pasó por la mente tal idea, Milton. Bueno, adiós.

—Espera. No seas tan impulsiva. Piénsalo bien. Tú eres una muchacha y estás sola a merced de cualquier granuja desaprensivo que te embauque… Necesitas un hombre a tu lado que se encargue de todo y de ti.

—¿Y usted es ese hombre, no es eso?

La mordaz ironía de su tono era sobradamente insultante para pasarla por alto. El ranchero no lo hizo.

—Sí, que lo soy. Y el único hombre con el que tú te casarás.

—¿De veras? ¿Y cómo piensa convencerme?

—Hay muchas maneras. Si unas me fallan, emplearé otras. Pero no estoy dispuesto a que me tengas más tiempo siendo el hazmerreír de la ciudad con tus malditas evasivas. Dime de una vez qué diablos es lo que pretendes con todo esto. Si lo que quieres son seguridades…

—Lo que yo quiero, Hook Milton — replicó heladamente da muchacha—, es un hombre derecho al que pueda querer y respetar, no un ex cuatrero enriquecido del que sospecho muy fundadamente que me ha estado robando desde el desgraciado accidente de mi padre, valido de que éste ha perdido casi la razón, y que anda jactándose por todas partes de que yo soy su novia, cuando ni aún no habiendo otro hombre en todo el mundo, accedería a casarme con él. ¿Está bien claro ahora? Debe tener muy cerrada la mollera si es que no lo comprende.

Y dando media vuelta se metió en el hotel dando por .terminada la entrevista.

Milton se la quedó mirando con el rostro contraído por el despecho y murmuró entre dientes cuando ella hubo penetrado en el hotel.

—Yo te bajaré los humos, muchacha, y te enseñaré quién es tu amo. Mucho es lo que me gustas, pero necesitas una buena doma, y te la voy a dar.

Tras ella dio media vuelta, tomando acera abajo. Un hombre grueso y de aspecto apacible había salido a la puerta del almacén de ramos generales y le miró con ligera soma al acercarse, interpelándole:

—¿Qué hay, Milton? Parece que no andan muy bien tus relaciones amorosas con Clare Alien.

—¡Vete al infierno, Hanson!—fue la malhumorada respuesta—. Harás mucho mejor en meterte en tus propios asuntos y dejarnos a los demás que resolvamos los nuestros a nuestra manera.

—Desde luego, hombre, no te sulfures. Sólo fue un comentario.

Sin molestarse en contestarle, Milton atravesó la calzada hacia el presuntuoso edificio fronterizo, el «Frontier Saloon», según rezaba sobre la muestra del frontis. Abrió las batientes de un empellón y se metió adentro, desapareciendo a la vista del almacenero, que quedó mirando hacia allí y moviendo la cabeza con gesto pensativo.