CAPITULO III
PENSANDO en la enigmática observación del empleado del hotel, Wade cruzó la calle y encaminó sus pasos hacia el local del «Frontier Saloon» con la idea de tomarse una copa y ver si conseguía averiguar algo más acerca de su nuevo e inesperado empleo. Aquellos lugares eran siempre las oficinas informativas de las poblaciones y no le sería demasiado difícil, se dijo, obtener algunos datos acerca del rancho «High Hill» y sus dificultades.
Empujó la puerta, metiéndose en el fresco interior. Aparte del mozo de ojos sanguinolentos, salediza nuez y manchado mandil, que estaba detrás del mostrador, a la derecha, limpiando unos vasos con gesto perezoso, no había más que cuatro hombres en el local. Los cuatro estaban sentados alrededor de una de las mesas cerca del mostrador, teniendo una botella y vasos delante. Uno de ellos era el mismo hombre que Wade viera conversando antes con Clare Alien.
Los cuatro cesaron en su conversación cuando él entró y se le quedaron mirando mientras avanzaba tranquilo hacia el mostrador. Sin aparentar hacerles caso alguno, Wade llegó frente al camarero y se acodó sobre el zinc.
—Póngame un whisky, amigo — demandó.
El otro obedeció en silencio, poniéndole delante un vaso y mediándoselo del líquido ambarino. Wade lo tomó, bebió un sorbo, dejó la mano sobre el mostrador y miró al camarero, inquiriendo con voz natural:
—¿Podría decirme algo, compañero, acerca de un rancho llamado «High Hill»?
La cara del interrogado se nubló como por encanto, y lanzó una rápida mirada hacia los cuatro hombres que estaban sentados a la mesa y que se habían envarado al escuchar la pregunta de Wade.
—¿Por qué? — inquirió a su vez receloso.
Wade tardó unos segundos en contestar:
—Acabo de ser contratado como capataz en ese rancho — dijo al fin lentamente — y todo lo que sé de él es que su dueño se encuentra enfermo.
Por un momento pareció como si el camarero no hubiera acabado de comprender lo que oía. Luego el hombre emitió una seca carcajada.
—¿Que Lem Alien está enfermo? —dijo, levantando la voz—. ¡Bueno, eso sí que es una noticia! Escuche, hombre, no sé quién diablos puede haberle dicho tal cosa, pero lo que le ocurre a Alien es que está loco. ¡Loco de remate! Esa y no otra es la enfermedad que él padece. ¡Y no hay bastante dinero en el mundo para inducirme a trabajar con la gente de ese rancho! ¡No, como me llamo Tom Basters!
Mientras hablaba así el camarero, Wade levantó la mirada hacia el espejo del bar, polvoriento y manchado por las moscas. Los cuatro hombres estaban mirándole con extraordinario y sospechoso interés ahora. Y el hombre al que viera hablando con Clare Alien se levantó de la silla haciendo un ruido innecesario en medio del silencio reinante.
Mientras los otros tres quedaban sentados, el hombre avanzó hacia Wade pesadamente, al paso que éste se volvía despacio para afrontarle. En la cara de Milton aparecían toda la fuerza y la arrogancia del hombre que está acostumbrado a no tomar en cuenta más derechos y deseos que los suyos.
Cuando ya llegaba al mostrador, otro de los sentados, un tipo alto y delgado, pero de anchos hombros y correctas facciones, se levantó también y avanzó hacia el mostrador con aire jactancioso. El negro cabello y el bigote de guías, estaban engomados con vaselina, dándole la apariencia de un «dandy» de las praderas. Pero los dos revólveres que pendían a sus costados no los llevaba por mera fanfarronería.
El hombre pesado y grande llegó frente a Wade y habló recio.
—Bueno, forastero. Yo soy Hook Milton, dueño del rancho «Doble Flecha». Y éste es Peter Crow, mi capataz. Parece ser que andas buscando trabajo, ¿no es así?
Sus palabras no habían sido tanto una presentación como la explayación de un hecho positivo. Y ni él ni su capataz tendieron la mano. Era más bien insultante su actitud., y Jim Wade sintió un cosquilleo en la punta de la lengua y el ferviente deseo de hacer algo rápido y contundente. Pero se contuvo diciéndose que ahora «ya» tenía responsabilidades, y contestó suave:
—Yo soy Jim Wade. Y se equivocan. No ando buscando empleo. Ya lo tengo.
—Eso me ha parecido oírte, pero no vas a trabajar en el rancho de Alien, muchacho. ¡No, desde luego! Será para mí para quien trabajes — añadió lisa y llanamente, como si la cosa no tuviera ninguna discusión. Y se volvió a medias hacia el tranquilo capataz para decirle en tono de mando: —Pete, has de buscar en seguida una tarea para Jim Wade.
—Desde luego que lo haremos, Milton — repuso el capataz, mientras examinaba a Wade de pies a cabeza como especulando sobre su apariencia y posibilidades.
Wade estaba poniéndose furioso, pero siguió conteniéndose.
—Me parece que no me han entendido, Milton — habló frío—. Dije que iba a trabajar en el rancho «High Hill».
—Y yo digo que no será así. Tú vas a trabajar para mí. ¿Entendido? O eso o nada.
Había en su voz ahora un tono que no agradó a Wade poco ni mucho. Estaba ya totalmente en guardia, aun cuando no lo aparentó.
—Yo no necesito ni admito órdenes de nadie acerca de lo que he de hacer, Milton — habló seco y con dureza—. De modo que habrá de guardarse ese tono. O mejor será que me deje en paz.
Milton apretó las mandíbulas. Los dos que aún quedaban en la mesa parecían estar esperando órdenes. El camarero se había puesto nervioso ahora y se estaba escurriendo hacia un lado del mostrador con disimulo. Pete Crow se limitaba a sonreír de un modo avieso
—Pareces ser muy testarudo, hombre — dijo Milton con rudeza—. Me gustan los hombres testarudos, pero sólo cuando son sensatos. Y si tú lo eres, pensarás sobre mi proposición… y la aceptarás sin más chistar.
—Lo siento. Ya está todo pensado, Milton. Me han contratado para trabajar en «High Hill» y allí me quedo.
Da boca de Milton se apretó hasta semejar un cepo de acero y sus ojos destellaron peligrosamente.
—Está bien, hombre, tú lo has querido. Ya veo que necesitas ser convencido.
Mientras tal decía, movió la cabeza en un gesto ominoso, y los otros dos que estaban sentados se levantaron, avanzando hacia Wade.
En el acto, éste calibró a la pareja. Dos pistoleros a sueldo. Uno era de media edad, piernas arqueadas y revuelta barba obscura manchada de nicotina. El otro, más joven, de cara chupada y ojos hundidos. Los dos recios, felinos, el tipo de matón que se alquila para toda clase de faenas sucias y violentas. Se notaba una especie de peligrosa y escalofriante indiferencia en las expresiones de ambos; la indiferencia de los hombres para quienes matar es sólo un oficio. Y era más que significativa la manera como sus manos colgaban junto a las culatas de sus armas.
Wade les miró especulativamente mientras pensaba a la carrera. Ya había catalogado a Milton y Crow como pistoleros de primera clase. Y, desde luego, en ningún momento tendría la menor oportunidad contra aquellos cuatro. Le invadió una repentina furia al darse cuenta de que había cometido un grave error al dejarse envolver de tal manera, pero al instante dióse cuenta también de que todavía le quedaba una oportunidad. No, no estaba atrapado todavía.'
Dio un paso al frente, rápido e inesperado. Los rostros de Milton y Crow se endurecieron acercando las manos a sus armas. Los otros dos pistoleros detuvieron su avance, encorvándose ligeramente, prestos a atacar.
Pero Jim no pareció notarlo. Fijó su mirada, con la cabeza erguida, entre los dos hombres, ensanchó una sonrisa y tendió la mano en gesto de saludo.
—¡Caramba, muchachos!—exclamó con acento de alegría—. ¡Vosotros aquí! ¿Cómo diablos habéis conseguido adueñaros de este empleo, coyotes del infierno?
Su desconcertante reacción pilló fuera de guardia a los cuatro. Milton y Crow cambiaron una mirada de extrañeza y desconcierto. Los dos pistoleros hicieron lo mismo, cada uno de ellos con la impresión de haber sido reconocido, y ello era precisamente lo que Jim esperaba lograr.
Rápido, dio un ágil, salto hacia la puerta, girando en el aire al tiempo que su mano bajaba y volvía a subir, ahora armada con un revólver que apuntaba al cuarteto en abanico.
Con un torrente de bruscas y malhumoradas maldiciones, Milton y sus pistoleros trataron de dominar de nuevo la situación, echando mano a sus armas respectivas. Pero tuvieron que detener los movimientos y quedarse quietos, pues ya el revólver de Wade les cubría eficazmente. Y su fría voz se alzó conminatoria.
—Será mucho mejor que dejéis quietos los hierros, coyotes, o probaréis plomo caliente en vuestras tripas.
Los otros miraron a Milton, como esperando sus órdenes. Este se hallaba sopesando la situación y habló al cabo con voz en que vibraban el despecho y la admiración entremezclados.
—Eres un tipo rápido, Wade, y me gusta tu manera de obrar. Guarda tu arma y vamos a hablar sensatamente. No quiero peleas. No voy a discutir condiciones contigo. Te tomo en mi rancho con doble paga de la que te hayan ofrecido en «High Hill». Es una buena oferta, me parece.
Wade sonrió con frialdad. Desde luego, estaba seguro de que Milton le hacía la oferta sinceramente, pero sólo a causa de su acción y rápida muestra de cómo sabía manejar un arma, de su serenidad. Sólo que él nunca se había contratado en parte alguna como pistolero a sueldo, y no iba a hacerlo ahora precisamente.
—¿Cuántas veces tengo que repetir que estoy contratado como capataz en el rancho «High Hill» y no pienso dejarlo, Milton? — habló suave, mientras comenzaba a retroceder hacia la puerta de la calle sin perder de vista al peligroso cuarteto. Y Milton juró entre dientes, hablando luego amenazador:
—No seas tonto, Wade. Ahora tienes la sartén por el mango, pero van a presentarse otras situaciones, no lo dudes, y entonces ya no la tendrás. Toma lo que te ofrezco ahora que aún estás a tiempo de hacerlo.
Ya junto a la puerta, Wade cambió su tono por uno más seco y vibrante, de aceptación del reto.
—Desde luego, habrá otras ocasiones, Milton, pero voy a ser siempre yo el más fuerte, no lo olvides.
Las puertas batientes rozaron sus espaldas. Dio un empellón hacia atrás y saltó a la soleada acera de tablones al tiempo que los de adentro echaban mano a sus armas entre juramentos. Giró en redondo, saltando a un lado de la puerta cuando en el interior del saloon restallaron dos disparos y las balas atravesaron la madera zumbando en su busca. Rápido, disparó a su vez hacia adentro y corrió agazapado hacia el extremo del edificio. Adentro, en el saloon, la voz potente de Milton sonó llena de ira, ordenando a sus pistoleros:
—¡A él! ¡Volteadlo sin asco!… ¡Será en legítima defensa!
Y sonaron los pesados pasos de los pistoleros corriendo hacia la salida.