CAPITULO XIII
El hombre tuerto se quedó rígido de golpe, como si hubiera escuchado las trompetas del Juicio Final. Luego miró hacia el pasillo con una expresión de rabia, miedo, angustia, entremezclados, y al ver la ominosa figura allí plantada, con el rifle apuntándole a la cintura, tragó saliva de golpe… mientras llevaba la mano izquierda hacia el cuchillo de caza que había en aquella parte de su cinto.
—Morirás antes de sacarlo —fue la fría advertencia de Lester, que al decirlo avanzó—. Tú me conoces, Bill.
El tuerto le conocía, desde luego. No en balde fue uno de sus hombres durante más de dos años y luego lo había traicionado, por odio, envidia, codicia… Ahora sabíase muerto irremediablemente, pero, aunque no era cobarde, muchos años de buena vida le habían aficionado a vivir. Graznó, la voz ronca y ansiosa:
—¿Cómo has podido…?
—¿Encontrarte tan pronto, con esa cara nueva que tienes? Alguien que te conoce mucho me habló de ella y de ti. Vosotros, los traidores, no tenéis empacho en traicionaros unos a otros cuando lo consideráis conveniente.
—¡Eso no es verdad!
—Allá tú. No he venido a discutirlo en tu casa.
—¿Qué pretendes?
—Deja el quinqué ahí, con todo el cuidado del mundo. Vivir es hermoso, uno se aferra a la vida aun en las celdas del penal de Yuma, cuanto más en un rancho como éste, lleno de comodidades… Vamos, obedece.
—Si me disparas te matarán mis hombres…
—¿Y de qué te servirá cuando estés muerto?
La lógica era abrumadora. El tuerto no se hacía ilusiones, pero conocía aquello de: «Mientras hay vida, hay esperanza». Obedeció.
Y un momento después Lester lo derribaba, sin sentido, de un feroz golpe con el rifle en pleno cráneo.
No le dejó caer, le sostuvo con una mano de hierro. Luego lo arrastró hasta la habitación de donde había salido, y que resultó ser una especie de despacho. Allí, le ató las manos a la espalda con el cordón de una cortina. Luego fue a por la luz y se encerró en el despacho.
Mac Alloran no esperaba tal visita, por eso había dejado las llaves en los cajones de su mesa de trabajo.
Y en el central estaban las de la recia caja de madera de roble con sólidos herrajes colocada a un lado de la habitación. Al abrirla, Lester encontró billetes de Banco y monedas por más de mil dólares, sin duda dinero destinado al pago de nóminas y gastos normales. Se los guardó tranquilamente, luego procedió a escudriñar los documentos, seleccionando unos pocos, que se guardó también. Terminaba cuando oyó rebullir a su prisionero.
Y cuando éste despertó, a medias por el brutal dolor del porrazo, vióse ante el brillo de su propio cuchillo. No brillaba tanto, ni con tan mortal amenaza, como los ojos de Jack Lester.
—Bill, ahora me vas a acompañar. Y lo harás por tu propio pie, impidiendo que tus hombres sospechen. O de lo contrario te rebanaré el pescuezo sin la menor piedad.
—No serás capaz…
—Doce años en Yuma me han hecho capaz de muchas cosas, Bill. Y tengo que averiguar esta noche quién asesinó a Cochrane disparándole a los ojos. Creo que fuiste tú, pero te hago el beneficio de la duda. De modo que voy a carearte con los otros dos Judas. ¿Prefieres morir ya?
Reforzó su pregunta pasando el filo del cuchillo por debajo de la inquieta nuez de Mac Alloran y éste respingó, enlivideciendo, mientras una fina raya roja aparecía en su atezado cuello, llenándose en seguida de pequeños rubíes.
—¡No! ¡Yo no…!
—Calla y obedece. Ahora apagaré la luz y abriré esa ventana. Llama a tus centinelas y envíales hacia las corralizas, diles que te ha parecido oír algo por aquella parte. Cuida mucho tu voz y tus palabras, Bill, degollado se muere despacio, tú lo sabes.
Ahora el miedo superaba a los demás sentimientos en el ánimo de Mac Alloran. Necesitaba desesperadamente ganar tiempo, conocía muy bien a su antiguo jefe, sabía lo que le prepararon en el pueblo, tal vez tuviera suerte… Cuando Lester, tras abrir la ventana y apagar la luz, le ordenó llamar a sus hombres, lo hizo con voz ronca, nerviosa, pero bastante natural. Y cuando ellos, alertados por su llamada, asomaron en el patio, acercándose a la ventana, sólo pudieron distinguirle borrosamente.
—¿Qué pasa, patrón?
—Me ha parecido oír que anda alguien hacia las corralizas. Id a registrar aquello.
—Pues yo nada escuché y acabo de pasar por allí…
—¡No me retruques y obedece!
Desconcertados, pero obedientes, y sin sospechar nada, los dos peones se marcharon en aquella dirección. Lester esperó hasta verles al otro lado del patio para ordenar a su prisionero:
—Ahora nosotros nos iremos por el otro lado. Vamos, muévete.
Atravesando aprisa hacia la parte de atrás y la cocina, Lester hizo salir a su prisionero por aquella puerta, más fácil de abrir y menos ostensible que la principal. Luego, con el cuchillo siempre pinchando la nuca de Mac Alloran, le hizo caminar aprisa por entre las construcciones auxiliares hacia el arroyo que pasaba al pie de las mismas, sirviéndoles de foso.
Ya al otro lado, se guardó el cuchillo y forzó la marcha, empujando sin contemplaciones a Mac Alloran, que parecía haberse quedado mudo. Así llegaron al punto donde dejara trabados a sus caballos.
—Arriba, Bill, vas a cabalgar un rato a pelo.
—No podré, amarrado…
—Seguro que vas a poder. Has hecho cosas más difíciles en ocasiones. Vamos, arriba.
Mac Alloran estaba ahora desarmado, porque también Lester le quitó el revólver antes de salir de su casa. Con las muñecas sólidamente amarradas, por otra parte, poco habría podido hacer contra quien, le constaba, dábale ciento y raya con cualquier arma y en cualquier tipo de pelea. Así, montó al bayo de Lester a pelo. Y poco después ambos jinetes se alejaban aprisa del rancho, cuando aún los amurriados vigilantes andaban rebuscando entre las corralizas.
Hora y pico más tarde vadeaban el Salt y encontraban a Goldstrike. El buscador de oro silbó expresivamente al ver a Mac Alloran, que a su vez le miró con odio.
—¡Caramba, Jack, te has salido con la tuya! ¿Hubo dificultades?
—Ninguna grave. Se mostró muy prudente, aún abriga esperanzas de salvar la vida.
—Así que has sido tú, maldito…
Mac Alloran desahogó su rabia impotente de modo pueril, sin arañar la dura epidermis del buscador de oro con sus amenazas y sus insultos. Finalmente, Lester le cerró la boca con seca amenaza.
—Callas o te salto los dientes de un culatazo.
Se calló. Y tampoco opuso resistencia cuando lo amarraron concienzudamente, de tal modo que ni con la ayuda de todas las habilidades de un Houdini habría conseguido desatarse. Luego le dejaron, entre unos matorrales, rumiando su negra fortuna y preguntándose cuándo, cómo el hombre a quien un día traicionó y al que ahora había preparado, junto con sus cómplices, una trampa que parecía perfecta, le mataría.
Junto a las primeras casas de Hayden, Lester le habló a Goldstrike.
—Me esperas aquí con los caballos. Si oyes disparos, aléjate y regresa junto a Mac Alloran. Si al cabo de una hora no me reuní contigo, hazme ese favor, pégale un tiro y márchate, quédate con mis cosas. En cualquier caso, no me esperes más de una hora.
—Te esperaré lo que sea necesario. Deberías dejarme acompañarte, este pueblo está repleto de tipos con órdenes de acabar contigo apenas te vean…
—Todos ellos me creen, ahora, galopando hacia Globe. Muchos van a salir al alba, para apostarse por grupos en todas las vías de acceso desde el norte. Me parece que ahora la mayoría dormirán a pierna suelta.
—Vaya, es toda una noticia…
Era una de las cosas que Lester había averiguado en la descuidada conversación de los hombres de Mac Alloran cuando iba a su rancho horas antes. Ahora iba a seguir aprovechando a fondo sus oportunidades.
En la alta madrugada, la población de Hayden estaba oscura y silenciosa. Desde luego, nadie parecía imaginarse que el hombre por quien tantos se hallaban allí concentrados pudiera encontrarse tan cerca. El silencioso avance de Jack Lester no tuvo tropiezos, ni nadie le vio llegar a las espaldas del hotel de Mac Clure, uno de los más significativos edificios de la población. En la calle principal aún quedaba cierto movimiento, centrado en dos de las tabernas de la población. También había luz en la oficina del alguacil. Pero en las solitarias callejuelas reinaban el silencio y los coyotes merodeadores en busca de basuras, que escapaban silenciosos y rápidos al acercárseles la sombra humana.
La técnica de Lester, mostróse de nuevo muy eficaz en el escalo nocturno de edificios. En realidad, las casas de los pueblos fronterizos eran fácilmente vulnerables para cualquier profesional, verdaderos juguetes comparados con el penal de Yuma, por ejemplo. Verse dentro del hotel le costó, exactamente, doce minutos.
Goldstrike había recogido numerosa información interesante. Por ejemplo, conoció los números de las habitaciones ocupadas por el banquero Sturm y el abogado Murchison. El primero, debido a su importancia, tenía la mejor y mayor del hotel. Laura Barrett, con su hijita, había debido conformarse con un cuchitril recalentado hacia la parte trasera del edificio.
Ella era la única que no dormía, entre el calor y sus muchas preocupaciones. Fue, también, la única que oyó algunos leves ruidos…
El banquero Sturm tenía muchos más motivos que ella para estar desvelado, pero era de esos hombres de conciencia amplísima a quienes nada ni nadie parecen poder quitarle el sueño, al menos en circunstancias normales. Acababa, no obstante, de dormirse, tras rebullir mucho en su cama dándoles vueltas y más vueltas a una serie de proyectos tendentes, en exclusiva, a eliminar por la vía rápida, y silenciosa, a un hombre cuya puesta en libertad, inesperada, había acabado con doce años de plácida y fructífera existencia de otros tres, entre los que se contaba por derecho propio. Además, había bebido bastante aquella noche, aunque no al punto de estar borracho. Ahora, en su sueño, le vino una desagradable pesadilla. Vióse en plena pradera, a pie y desnudo, perseguido por un jinete negro que no se molestaba en alcanzarle, dejándole correr como ciervo acosado. Y cuando al fin, loco de terror, agotado, se dejó caer en tierra, aquel jinete llegó sobre él, sacó un gran revólver y se lo plantó en la nariz, diciéndole con una voz que no había podido olvidar nunca y últimamente lo obsesionaba:
—Hola, Dougs, gran canalla. Te llegó la hora…
El frío del cañón del arma, y el de aquella voz eran tan reales, que lo despertaron.
Y entonces pudo comprender, con horror súbito, que no se trataba de una pesadilla.
—Tranquilo, Dougs. O te salto los ojos a balazos.
En la casi total negrura del cuarto, una sombra más negra se inclinaba sobre él. Y el frío cañón de un revólver estaba rozándole la nariz. El revólver y la voz de Jack Lester, el hombre al que traicionó tras haberle servido durante años de cómplice en la sombra, indicándole cuándo y cómo se hacían envíos sustanciosos de dinero que la famosa banda de Lester robaba con inusitada facilidad, llegando, en su abyección, a dejarle, haciéndose el desentendido, su propia esposa, entonces bastante «aceptable», como amante; el hombre al que una noche como aquélla, tras convidarlo opíparamente él y su esposa, le habían narcotizado, dejándolo inerme y a merced de sus enemigos, de aquel maldito juez Cochrane, su suegro, que tras haberles prometido que lo haría colgar legalmente luego sólo pudo mandarlo a Yuma con cadena perpetua; el hombre que tenía más motivos que nadie para saltarle los ojos a balazos.
—Tú… —dijo, con un suspiro de terror y pánico. Y ya no dijo más, mitad porque el miedo le dejó sin habla ni fuerzas, mitad porque Lester lo dejó sin sentido de un violento culatazo.