EPILOGO
Muchas millas al este de Hayden, casi en la raya de Nuevo México, al otro lado de los montes Peloncillo, un mediodía muy caluroso, un jinete estaba al acecho debajo de un junípero, por encima del valle del Gila, que aparecía ardiente y solitario bajo las llamaradas solares, envuelto en vaharadas de calor. Aquel jinete era Jack Lester y su expresión denotaba ansiedad.
De pronto, aquella ansiedad trocóse en alivio y una honda alegría. Pues muy lejos, valle abajo, por el norte, una nubecilla de polvo había aparecido y se movía despacio, por el llano, en su dirección.
Media hora más tarde, Lester ya no tuvo dudas. Una carreta solitaria venía remontando el valle.
Montando a su caballo bayo, ya curado prácticamente de su herida del cuello, Lester lo condujo ladera abajo hasta el valle, y luego lo espoleó. Había impaciencia en su atezado rostro y una esperanzada luz en sus ojos…
Por el valle arriba, la carreta solitaria venía tirada por dos buenos mulos y guiada por un viejo rengo con una no menos vieja pipa de maíz entre los dientes. A su lado, una mujer joven permanecía con la mirada atenta al panorama, pero como buscando algo. Dentro de la carreta, a resguardo del tremendo sol, dormía una niñita de dos años.
Tumbs tenía una socarrona sonrisa en los ojos cuando señaló un punto allí delante.
—Ahí está el vado de Sheldon. Llegaremos dentro de una hora.
La mujer inspiró con fuerza. No parecía sentir el calor.
—¿Cree que él esté ahí?
—Yo diría que ya debe habernos descubierto. Así, es, por allá viene.
Ella siguió, anhelosa, la dirección de su índice. Pero no pudo distinguir al pronto nada, entre las reverberaciones.
—No eres una verdadera campesina, Laura Barrett, no conoces aún a fondo el desierto. Mira esa polvareda a ras de tierra. Es un jinete que viene al galope.
Era un jinete lanzado al galope por una de las premuras mayores del hombre de todos los tiempos. Jack Lester atravesó el valle en diagonal y descubrió, al remontar una lomilla suave, a la carreta llegando, por la parte más llana, a media milla escasa. Entonces, por contra, refrenó al caballo, continuando al trote, primero, al paso, cuando ya pudo distinguir bien a la mujer, después.
—Ahí le tienes. Cumplidor de su cita, el viejo Goldstrike no te engañó, muchacha.
—Pare.
El detuvo a los mulos. Y la mujer bajó de la carreta con agilidad, se recogió airosamente la falda y salió unos pasos al encuentro del jinete, envueltos ambos en caliginosidad. Tenían que reencontrarse así, tras dieciocho días de no verse.
Jack Lester saltó a tierra y trajo a su caballo de la rienda los últimos pasos. Se miraban a los ojos, nerviosos, embargados de fuertes emociones, pero, a la vez, completamente seguros de lo que querían.
—Buenos días, Laura Barrett.
—Buenos días, Jack Lester.
—¿Recibió bien mi aviso?
—Goldstrike Jones me dijo que usted me estaría esperando desde el quince al veinte en el vado de Sheldon, y que Tumbs conocía el lugar. Hoy es el dieciocho.
—Hoy es el dieciocho… ¿Tuvieron dificultades?
—Ninguna. En Hayden todo el mundo se puso muy nervioso cuando se descubrió que tres prominentes ciudadanos, un banquero, un abogado y un ranchero, habían desaparecido sin dejar rastro. El alguacil y todos los demás se pusieron a buscarlos como locos, de nosotros ya no se ocuparon.
—Me alegro. Veo que cambió de mulos…
—Con el dinero que me dio Goldstrike, y siguiendo sus instrucciones, los adquirí más tarde en un pueblo llamado Glenbar. ¿Qué pasó con esos hombres, Jack?
Era la primera vez que ella le llamaba por su nombre de pila. Lester respiró hondo, luego se lo dijo:
—Murieron. Y yo no les disparé. Simplemente se mataron entre sí, cuando les entregué un revólver con una bala a cada uno, diciéndoles que el sobreviviente salvaría su vida a cambio de dinero. Goldstrike estaba allí, como testigo, en lo alto de una roca a la que nadie sube nunca, porque tiene una sombría leyenda de antaño. A no ser que alguno piense con la cabeza, allí se desharán sus huesos al sol; y si los encuentran pronto, va a ser un buen enigma para todos.
—¿Era necesario?
—Júzguelo usted. Sturm, hace de quince a veinte años, era un simple oficial de Banca, en el Bank of the Southwest. Por su puesto de trabajo estaba al corriente de las fechas en que se hacían envíos fuertes, cómo se realizaban y todo lo demás. Me lo avisaba y yo podía apoderarme del dinero, normalmente cogiendo por sorpresa a los portadores y sin necesidad de derramar sangre. Para él era un tercio del botín, con ese dinero montó su propio Banco después. El ranchero era, en realidad, uno de los hombres de mi banda, llamado Mac Alloran, al que yo había corregido un par de veces duramente por su tendencia a disparar sin necesidad. El abogado Murchison… Le salvé una vez la vida y le tuve por mi hombre de máxima confianza, hasta después de despedirme de usted. A no haberme tropezado casualmente con Goldstrike, sin duda habría muerto en una emboscada seguro de que Luke Murchison era el único hombre en quien aún podía confiar. Y fue, de hecho, el culpable de todo lo malo de mi vida…
Hizo un breve, muy conciso, relato del daño que todos ellos le causaron. Ella le escuchaba seria y atenta, con una actitud reveladora.
—Denunciarlos, de nada habría servido, créame. Se habían hecho demasiado poderosos y yo no tenía pruebas de ésas que un tribunal acepta. Me habrían matado en cualquier emboscada, asesinos pagados, un día u otro. Lo que hice fue justicia; una justicia cruel y salvaje, si usted quiere, pero justicia al estilo del Oeste. Ellos mismos, con su comportamiento de última hora, probaron lo justo del castigo. Ninguno trató de disparar sobre mí, y eran tres. Instintivamente se revolvieron unos contra otros.
—Yo no puedo juzgarle, Jack.
—Lo sé. Lo sé desde que he visto llegar su carreta. Laura, me voy muy lejos, al otro lado de la frontera. Tengo un viejo amigo, un hombre adinerado y poderoso en Sonora. No es un santo, pero un día, hace mucho, me dijo que, si alguna vez lo precisaba, fuera a buscarle; y con todos sus defectos es de esos hombres que jamás fallan, ni dejan una promesa incumplida. Tal vez le pida un puesto de capataz de campo, o tal vez le compre un pedazo de tierra y unas vacas. Venga conmigo a Sonora, Laura. Y sea mi mujer. Yo sabré ser un padre para su hija. Usted sabe por qué se lo pido, ¿verdad?
Despacio, ella asintió con la cabeza, sosteniéndola la mirada.
—Sí, Jack. Por lo mismo que yo estoy aquí, con mi hija y una renovada ilusión.
Jack Lester alzó ambas manos y las puso, pesadamente, sobre los redondos hombros de la mujer. Allí, las apretó de modo nervioso.
—Te juro que nunca te arrepentirás, Laura…
—Una mujer no se arrepiente nunca de unir su vida al hombre del que se ha enamorado. Te necesito como tú a mí. Yo no tenía a nadie cuando llegaste y estaba hundida en la más negra desesperación, entraste en mi vida y hoy vuelvo a vivir, a tener esperanzas. Y sé que no me fallarás.
—Ojalá Dios lo quiera, haré cuanto pueda para merecerte.
—Con eso me basta. Tú diriges ahora, Jack.
—Hay un soto junto al río. Allí esperaremos hasta mañana. Hace demasiado calor.
Entonces, ella sonrió. Y era una maravillosa sonrisa que trasmutó su cara, rejuveneciéndola, haciéndola sorprendentemente hermosa y tierna. Con aquella sonrisa, Jack Lester supo que su vida adquiría un nuevo rumbo, que ya nunca más estaría solo. Y que Dios le había perdonado.
Era mucho más de lo que esperó encontrar, obtener, cuando retornó al territorio de Arizona para buscar y castigar a unos traidores. Mucho más…
F I N