CAPITULO III

A decir verdad, todo lo que la mujer podía llevarse, vendido en almoneda, no habría producido ni cien dólares. La propia carreta era bastante buena, aunque pequeña, y los dos mulos acusaban cierta desnutrición. El viejo rengo que atendía por Tumbs resultó ser uno de aquellos fantoches indescriptibles que sólo en la frontera podían encontrarse, pero tenía ojos sagaces y, mientras terminaban de cargar todo en la carreta, cuando Baldy fue a por los mulos, dijo a la reconcentrada mujer:

—Laura, ese hombre no es un simple vagabundo, ni tampoco un vaquero. No le he visto nunca, pero sí he conocido a otros como él, ya van quedando pocos en la frontera.

—¿Quiere decir que es… un pistolero?

—O un forajido. En cualquier caso, un lobo solitario de largos y afilados colmillos. Ya viste cómo mordió al par de lobeznos de Lazard, sin siquiera inmutarse, como quien se bebe una cerveza. Te digo que hemos tenido suerte dejándole beber en nuestro pozo.

Ella no parecía tan segura.

—Ahora, Lazard mandará a sus hombres a perseguirnos, también puede que lo haga el alguacil.

—Ojalá vengan. Ese hombre, Baldy, les dará un buen disgusto. No es de los que se asustan ante un intercambio de balas. Te digo que me recuerda a alguien, pero no caigo a quién. En realidad, me recuerda a varios, que en su día fueron muy famosos…

La mujer no siguió aquella conversación. De hecho, desde la aparición de Baldy en la esquina de la cuadra había mantenido una tensa, curiosa, actitud de recelo mezclado con una especie de ansiedad. Ahora retornó al interior para sacar a su hija, una muñeca rubia y bonita, delgada, de ojos muy parecidos a los de su madre, pobremente vestida, que miraba a Baldy con inocente curiosidad y volvió a preguntar:

—¿Es un hombre malo, mamá? ¿Cuándo viene papá?

En su media lengua, ambas preguntas tenían un dramático significado de indefensión total. La mujer se crispó y Baldy, que salía con los mulos ya atalajados, respiró hondo, mirando a ambas de modo especial.

—No, hijita. No es un hombre malo. Papá no puede venir, lo ha enviado para que nos ayude. Ahora haremos un viaje muy largo y luego nos reuniremos con tu padre en un sitio muy bonito, ya verás…

Apretando la boca y el ceño, Baldy se puso a uncir los mulos a la carreta. Tumbs se le acercó y le habló a media voz:

—Ya las ve y las oye, señor Baldy. Todo lo que tenían en el mundo, aún no hace dos horas, era yo. Y créame, merecen que alguien las ayude, sin esperar nada a cambio.

Baldy le miró de reojo, pero no le contestó.

Poco después, el viejo, la mujer y la niña estaban sobre el pescante delantero de la carreta, el primero con las riendas. Baldy montó entonces a caballo y se les acercó, mirándoles. Su mirada tropezó con la interrogativa de la mujer.

—Hace años que no vengo por esta región. Antaño, hacia el Este sólo estaban los apaches…

—Tampoco hay ahora mucho más. El pueblo más cercano, por ese lado, se llama Hayden y está a cuatro días de camino, al otro lado de los montes Tortillita, junto al San Pedro. Hasta llegar allí, sólo hay desierto. Por suerte, los apaches ahora están bien contenidos en sus reservas y los peores de entre ellos, con Jerónimo, en Texas, vigilados por la Caballería.

—Entonces, iremos en esa dirección.

Era una decisión firme, así lo entendieron los otros. Y nada opusieron. El viejo animó a los mulos y la carreta se puso en movimiento, con el jinete cabalgando a su altura, pero a favor del viento.

El duro sol de Arizona estaba aún casi en lo alto del cielo, pero iniciando su declive. Pronto lo tendrían a sus espaldas y eso iba a resultar un alivio. Llevaban bastante agua, los animales habían bebido cuanta quisieron. Lo que no llevaban, apenas, eran provisiones. Para escasamente una semana…

Durante las lentas horas de la cálida tarde de junio, la carreta se fue arrastrando por el reseco valle hacia el Este, donde una cadena de montes se alzaba semejando un violáceo murallón. El eterno viento del desierto les envolvía con sus ráfagas, por fortuna no fuertes, levantando remolinos de polvo. La escasa y dura vegetación de plantas xerófitas aparecía uniformemente cubierta por el polvo amarillento. En lo alto, los no menos eternos buitres se alzaban, o planeaban, de acuerdo con las columnas de aire caliente que subían desde el suelo al cielo.

La niñita durmióse pronto en el regazo de su madre y ésta la cubrió amorosamente con un lienzo, protegiéndola del polvo y las moscas. Ella misma se mantenía un tanto rígida, silenciosa, sentada junto al viejo, con la mirada fija en la lejanía; aunque, de vez en cuando, aquella mirada se desviaba hacia el alto y silencioso jinete que unas veces cabalgaba a su altura, otros por delante, o por detrás de la carreta, como manteniendo una constante vigilancia…

—Sabe muy bien lo que se hace y está tan alerta como un indio en el sendero de la guerra —gruñó el viejo en cierta ocasión—. Apostaría un dólar, si lo tuviera, a que sabe muy bien lo que significa cabalgar con una «posse» a sus espaldas.

Sea como fuere, el viaje resultó muy apetecible. Al anochecer, alcanzaron las estribaciones de los montes. Baldy les sorprendió indicándoles que iban a desviarse. |

—Hay un rincón resguardado del viento a media milla, en esa dirección. Todo el terreno es duro y la carreta dejará apenas huellas, si esa gente de Lazard nos viene siguiendo, con la noche cerrada difícilmente descubrirán en qué dirección caminamos.

Luego guió al viejo cuidadosamente por un terreno en efecto tan duro como piedra, donde las ruedas del vehículo apenas si dejaban leves marcas, las cuales no resultarían nada fáciles de encontrar con noche oscura. Finalmente, se detuvieron en una especie de hendidura, como la punta de una flecha, a corta altura sobre el valle que acababan de atravesar. En uno de los ángulos inferiores de aquella hendidura, quedaba espacio más que suficiente para una acampada. De hecho, a la claridad en declive del crepúsculo, el viejo y la mujer descubrieron huellas de acampadas muy antiguas, lo cual les hizo cambiar una rápida mirada que no pasó desapercibida para Baldy, aunque nada dijo.

Tras ayudar al viejo a desuncir los mulos y desensillar a su propio caballo, Baldy realizó un lento recorrido por el terreno, utilizando una delgada vara de fresno con una punta bifurcada, endurecida al fuego, que había recogido en la choza. El resultado de su recorrido fueron docena y media de escorpiones anhelados que aplastó con el tacón de sus botas, amén de una hermosa y vieja víbora serrana a la que atrapó hábilmente por el cuello con la horqueta, tras sacarla de su escondrijo entre unos cactus y esquivar sus agresivas tarascadas. Aquel bicho medía muy bien un metro de longitud y tenía veneno bastante para matar a un búfalo. Contemplado con fascinada aprensión por los demás, Baldy logró sujetarle la cabeza al suelo y, esquivando los coletazos, se la seccionó con el cuchillo de caza, echando luego lejos el cuerpo que se retorcía espasmódicamente. Tras ello, reunió unas ramitas y trozos resecos de cactáceas, prendiéndoles fuego y encendiendo una pequeña hoguera sin humo. La temperatura iba descendiendo aprisa, al haberse ocultado ya el sol en el lejano horizonte occidental.

—Vayan preparando la cena. Yo vigilaré.

—Usted parece conocer muy bien esta región… —insinuó el viejo. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Tomando el rifle, Baldy se alejó despacio, desapareciendo pronto.

—Estoy seguro. Ese hombre ha debido cabalgar mucho por estos andurriales hace años. Yo mismo no conocía este rincón y estoy seguro de que los hombres de Lazard tampoco.

—Dijo que había andado por aquí.

—Sí. Fíjate dónde estamos. Como no vengan directamente sobre nosotros, no van a encontrarnos, ese saliente rocoso nos esconde y nos quita el viento. Esta hoguera no da humo y tampoco se la puede oler desde lejos. Y fíjate en las señales de acampadas. Hace muchos años que nadie encendió fuego aquí, o ya se me han olvidado las viejas mañas.

—De acuerdo, es un forajido. Hasta ahora nos está ayudando y se comporta decentemente. ¿Qué nos puede robar, la carreta y los mulos? Ha visto muy bien lo que llevamos.

—No es eso lo que me preocupa.

—¿Qué entonces?

—Tú eres joven y una buena moza. Para algunos hombres, resultas un botín tan deseable como el mismo oro.

La mujer hizo un leve gesto que podía significar muchas cosas.

—Eso pudo intentarlo ya allí, en la cabaña; y marcharse luego, lavándose las manos.

—Sí, claro… Yo no habría sido ciertamente un obstáculo para él, si llega a atacar por sorpresa. Ni menos lo sería ahora. Podría liquidarme y obligarte a hacer su gusto, amenazándote con dañar a tu hija.

—Podría. Pero no me parece de ésos. Aunque puede que usted conozca mejor a los hombres.

—Sólo hablo de posibilidades. También podría suceder que, realmente, esté ayudándonos porque se considera obligado a ello. Antes había tipos así, capaces de todo por ayudar a una mujer en apuros, y con una niñita pequeña, sin pensar en cobrárselo con abrazos. Grandes tipos, muchacha, ciertamente capaces de todo, incluso de darle la vuelta a la tortilla de su propia vida por una mujer.

—Está loco, Tumbs. Y no quiero que siga hablando así.

La voz de la mujer, más que irritada, había sonado nerviosa. El viejo oesteño hizo una mueca ambigua y obedeció…

Cuando Baldy retornó era casi noche cerrada y el cielo se había llenado de magníficas estrellas, por todo alrededor aullaban, hambrientos, los coyotes. Vio, a la luz brillante de la pequeña hoguera, a la mujer guisando la parca cena, a la niñita jugando sentada junto a ella, al viejo fumando su pipa de maíz. Todo un cuadro de indefensión total. Él había estado pensando mucho durante las últimas horas en aquellos tres seres desvalidos que su destino habíale colocado en mitad de la ruta cuando, al fin, después de muchos años, lograba alcanzar casi la meta de algo largamente anhelado, torciendo sus bien madurados planes. Ciertamente habría podido desentenderse de ellos, seguir su camino…, pero desde el primer momento en que miró los ojos de aquella mujer y le escuchó su amarga historia supo que no lo haría. A pesar de todos los pesares.

Ahora, se detuvo a corta distancia, en el mismo límite de la luminosidad. Laura Barrett le vio así, como brotado de la tierra dura del desierto, imagen de algo que ya casi no existía, una fuerza tremenda e implacable, indestructible, legendaria. El espíritu de la frontera…

Hubo un corto silencio que ella rompió, intuyendo el peligro latente en el mismo.

—La cena ya está lista.

—Cómansela despacio. Luego, usted y la niña acuéstense en el carro. Creo que acabé con todos los bichos peligrosos del contorno, pero pude dejarme alguno. Usted, Tumbs, no se duerma hasta mi regreso.

—¿A dónde va?

—Esa gente del rancho sin duda seguirán nuestras huellas. Necesito saber cuántos son y cuáles sus propósitos.

Lo dijo de un modo que impedía continuar preguntándole.

—Pero… Comerá antes…

—Para comer hay tiempo.

Se fue a su caballo, tomando antes del suelo la montura, se la puso y poco después desaparecía en la oscuridad. De repente, la mujer sintió como si la noche, el desierto, el viento, todo, le cayera encima con tremendo peso.

—Se marcha… Es un pretexto…

Había una intensa amargura en sus palabras, eco de sus pensamientos. Pero Tumbs denegó, con voz y gesto:

—No conoces a ese tipo de hombres, Laura. Una vez que aceptó la tarea la llevará a cabo, pero lo hará a su modo. Mucho me engañaré si la gente de Lazard no recibe un bonito disgusto dentro de poco…