CAPITULO VIII
El T-Circled era un rancho vulgar. Bastante bien situado, rodeado de una tierra bastante fértil, cerca del río… y se acabó. Los viajeros advirtieron que había algunos centenares, pocos, de vacunos en las tierras cercanas, otras pocas reses en los corrales y ningún hombre a la vista. Luego aparecieron dos jinetes entre el ganado, sin acercárseles y cuando remontaban la ligera rampa hacia la casa ranchera otros dos y una mujer mexicana, o india, saliendo de las construcciones auxiliares. Todo muy normal.
Tucker resultó ser un cuarentón alto y flaco, de salediza nuez y cara caballuna, muy atezada, medio calvo, desgarbado. Era viudo, con dos hijos adolescentes, explicó tras los primeros saludos, en el porche, y cuando ya estaban todos dentro de la habitación principal, idéntica a la de cualquiera otra casa ranchera y no más limpia o confortable que la mayoría de ellas.
—Hace seis años que me establecí, no me va mal ni bien. La tierra es buena, los pastos regulares, agua no suele faltar nunca y no hay demasiados abigeos. De modo que ustedes tuvieron mala suerte en el Sur… Sí, este último año fue bastante malo por allí, según mis noticias…
Escuchó el incidente de la noche anterior con el ceño fruncido.
—No eran peones míos, eso puedo jurarlo. Sin duda se trata de esos abigeos que últimamente me roban ganado. Descríbamelos bien… Daré esa descripción a los muchachos, para que estén alerta, también voy a enviar aviso al alguacil de Redington. Aunque, si van ustedes en esa dirección tal vez pudieran hacerse cargo de dárselo. Es un buen hombre, pero algo tardo en tomar sus decisiones…
Desde luego, se mostró hospitalario. Su hija era flaca, fea y desgarbada, como él, pero simpática. Al parecer tenía una docena de vaqueros a sus órdenes y un par de miles de vacunos. Padre e hija, mostráronse locuaces durante la comida del anochecer, menos el hijo, un mozo alto y taciturno. Tampoco el capataz, llamado Seldon, un tejano de corta estatura y piernas arqueadas, ancho de hombros, habló mucho. Por su parte, tanto Baldy como la señora Barrett se limitaron a sostener la conversación de modo razonable, explicaron con bastantes detalles las dificultades de ella y su esposo, la muerte de éste mordido por una serpiente venenosa, la decisión de abandonar la tierra hostil donde lo habían perdido todo… Baldy dejó entrever que tenía una propiedad lejos, en Nuevo México. Por su parte, Tumbs se mostró muy locuaz, pero sorprendentemente discreto. Su naturalidad al dirigirse a Baldy como «cuñado» de «su hija» y a ésta como a tal, no dejó resquicio a la menor desconfianza.
Tucker insistió en que Laura Barrett y su hija ocuparan una habitación de huéspedes. Baldy afirmó que podía dormir en cualquier parte y lo mismo hizo Tumbs. De hecho, al viejo se alistó su cama como de costumbre, bajo la carreta, en el patio. Al jinete le prepararon una en la sala grande.
Tras acostar a su hijita, Laura Barrett había quedado libre de cuidados momentáneamente. Ayudó a la hija de Tucker a quitar la mesa y servir a los hombres el café. Más tarde, cuando Baldy salió al porche a fumarse un cigarrillo, a solas, ella se quedó con la muchacha, contestando a sus preguntas curiosas. En cuanto al ranchero, tuvo un aparte con su capataz.
—¿Qué te parece Baldy?
—Lo mismo que a usted. Un hombre con el que hay que contar.
—Sí… Juraría que no siempre fue un pacífico ranchero… si ahora lo es. Esa historia de los tres de anoche… Su modo de acogotarlos revela mucha sangre fría, más seguridad en sí mismo y experiencia en dominar tales situaciones.
—Ha contado muy poco de sí mismo.
—Ya lo noté. Pero nos hace un favor indicándonos cómo son esos tres buharros que merodean por aquí. Tuvieron que llevarse un buen sobresalto. Y si les dejó sin munición, tendrán que ir a comprarla a Redington. Tal vez convenga que mañana te acerques allí y hables con el alguacil…
Baldy estaba fumando tan abstraído como siempre cuando la mujer se le acercó. Volvióse a mirarla llegar, sin prisa, y ella no habló hasta encontrarse a su lado.
—No debimos venir. Creo que Tucker y su capataz no se han tragado del todo nuestras explicaciones.
—Posiblemente. Pero no pueden imaginarse la verdad. Y nos hacían falta una serie de datos que gracias a ellos hemos obtenido.
—¿Cuáles?
—Ese pueblo, por ejemplo. Redington. Tampoco existía en mis tiempos. Yo estoy caminando un poco a ciegas ahora. Pero mañana llegaremos allí y ustedes podrán quedarse.
—¿Nos dejará solos ahora? Entonces todo el mundo se pondrá a hacerme preguntas. Un cuñado que obra así se hace de lo más sospechoso.
—No quiero forzarla a soportar mi compañía más tiempo del imprescindible.
—Ni yo deseo colocarle a usted en peligro de ser reconocido por ayudarnos más de lo necesario. Pero no fui quien pensó en esa historia de nuestro parentesco, ahora creo que no nos conviene a ninguno de los dos hacernos notar.
El fumó sin mirarla. Luego dijo, seco:
—No nos detendremos en Redington. Después de todo, no creo que sea lo más adecuado para usted y su hija.
—Gracias. Una vez nos hayamos alejado de esa población, si lo desea puede seguir su camino, nosotros ya nos las arreglaremos.
De nuevo él le dio la callada por respuesta. Laura Barrett aguardó un largo minuto, después, secamente, le dio las buenas noches y se metió en la casa.
Tucker vino poco después a reunirse con Baldy en el porche. Primero habló de trivialidades, luego lanzó una sonda.
—Redington es aún un pequeño pueblo, pero no carece de posibilidades. Si lo desean, puedo darles unas letras para un par de amigos allí.
—Es usted muy amable, Tucker. Pero seguiremos a Nuevo México.
—Ya. ¿Es usted casado, Baldy?
—Lo fui.
—Yo también. Hace siete años que enviudé, con la muerte de mi esposa perdí muchas cosas que ya no he recuperado… Nosotros vivíamos en la región de Amarillo, en Texas. ¿La conoce?
—No.
—Se parece bastante a ésta. Por entonces no dejaba de ser algo salvaje… Además, vinieron un par de años muy malos para el ganado. Me desmoralicé y vendí por lo que me dieron, reuní algún ganado y me vine a Arizona… Dijo que tenía un rancho, ¿verdad?
—No lo dije. Pero sí, tengo una casa, un poco de tierra y algún ganado.
—Y ahora la responsabilidad de su cuñada y su sobrina… Me ha gustado su cuñada, Baldy, y tómelo en el mejor sentido. Me ha dado la impresión de que es muy mujer.
Baldy le dio la callada por respuesta. Tucker aguardó un poco antes de añadir:
—En cierto modo me ha recordado a mi esposa. No era una belleza detonante, ni falta que le hacía. Me enamoró despacio y no me enteré de cuánto la quería hasta que la perdí… Un hombre puede sentirse muy solo, como perro sin amo, cuando pierde a su compañera. Y algunas mujeres tienen la rara cualidad de convertir una simple acampada de viaje en un hogar con su sola presencia…
Era algo que ya había notado el hombre que fumaba silencioso.
Partieron a la salida del sol, tras aceptar unas pocas provisiones que Tucker se empeñó en regalarles. Y cuando se alejaban lentamente hacia el río, el ganadero gruñó para sí:
—Nunca vi dos cuñados más raros que éstos…, pero que me maten si no son dos personas a las que me habría gustado tratarles más.
Desde el rancho hasta la población de Redington había exactamente ocho millas y media, a través del ancho y solitario valle. En un principio aún vieron algún ganado, pequeñas puntas aprovechando ya la rala hierba casi seca y todo lo comestible. Luego, durante cosa de una hora y media, ni rastros de presencia humana. Después, una pequeña granja solitaria, cerca del río. Un hombre que araba un campo con dos asnos detuvo su tarea para verles pasar y una mujer, apenas una leve mancha de color, salió a la puerta de su casa a lo mismo.
Encontraron otras dos granjas antes de llegar a la población. No parecían gran cosa, tampoco Redington.
De hecho, la población apenas si constaba de docena y media de edificios medio decentes y otras tantas chozas de adobes habitadas por mestizos y mexicanos. Fuera de los consabidos almacén, taberna y cárcel, no había nada. La única calle, por así llamarla, era un surco polvoriento flanqueado por las edificaciones, todas separadas entre sí, en una longitud de unas trescientas yardas. Por un lado, los corrales daban al río, mejor dicho al talud alto del mismo. Por el Norte, la propia calle iba a desembocar en el río, que hacía un brusco recodo. Al lado opuesto había algunos campos cultivados, entre espacios yermos.
El duro sol del mediodía golpeaba la tierra, el reseco viento del desierto alzaba constantes polvaredas amarillo-rojizas de la única calle. Un par de burros veíanse atados en ella, eso era todo. Bueno, también había dos o tres vagos y harapientos mestizos dormitando en los porches. Los ojos de halcón de Baldy no descubrieron el menor detalle sospechoso mientras avanzaba junto a la carreta. Redington semejaba de lo más apacible.
Cuando se detuvieron delante del almacén de ramos generales, de la taberna, sita casi enfrente, salieron dos hombres, que se detuvieron en el porche. Baldy les reconoció en el acto, también la mujer. El habló, seco.
—Vaya ahí dentro y adquiera lo que crea necesario para seguir hasta el próximo pueblo.
—No puedo. No tengo dinero, sólo tres dólares y unos centavos.
Metiendo mano a uno de sus bolsillos, Baldy sacó cuatro monedas de cinco dólares.
—Tome.
Ella miró las monedas de oro, a él, a los dos parados ante la taberna.
—No puedo…
—Tómelas y compre lo que necesite.
Cuando ella hubo obedecido, desmontó y la ayudó a bajar. Una vez más, al hacerlo, comprobó que tenía brazos redondos, duros y suaves. Ella, que sus manos eran fuertes, suaves…
—Espéreme ahí dentro, Tumbs. Lleve la carreta junto a la cuadra, que le ayuden a meter a los animales dentro.
Esperó a que la mujer y la niña hubieran entrado en el almacén y el viejo guió más allá la carreta, para atravesar la calzada con su caballo de la brida, hacia el palenque de la taberna. Una vez allí, trabó despacio al animal, sacó el rifle de su funda y subió al porche, encarándose con los dos que estaban allí, un poco rígidos.
—Hola, Seldon. Creí que andaría por el campo, con las reses de Tucker.
—Me envió a contarle al alguacil lo que usted nos dijo de esos tres vagabundos. Ya nos íbamos.
Baldy asintió con la cabeza despacio, luego siguió adelante y entró en la taberna. Cambiando una mirada, los otros fueron tras él.
La taberna era pequeña, sórdida, típica. El tabernero también. Y los cuatro clientes, tres de ellos mestizos, simples gandules que hacían durar horas y horas un vaso de pulque. El otro era un vaquero de Tucker. Todos miraron a Baldy con distintos grados de interés, pero él apenas si pareció verles. Llegándose al mostrador, pidió secamente una cerveza, luego dejó el rifle encima y se volvió a Seldon y su acompañante, que fueron a acomodarse cerca.
—El alguacil no está. Parece ser que salió temprano, a investigar una denuncia. No pudimos hablarle.
La voz de Seldon era calmosa. Más, y más fría, fue la de Baldy.
—Lástima que perdieran el viaje.
—No del todo. Averiguamos que esos tres tipos estuvieron aquí. Llegaron ayer, a última hora, y adquirieron tres cajas de cartuchos en el almacén. Luego tomaron unos tragos en este mismo lugar, contestaron a unas preguntas del alguacil y se marcharon al poco. A primera hora, un granjero llamado Briggs vino a denunciar que dos tipos descarados le habían asaltado la casa, le dieron una soberana paliza, robaron sus provisiones y encima se divirtieron con su mujer. Aunque iban enmascarados, y para divertirse con la mujer de Briggs apagaron las luces, cosa bastante comprensible porque ella no es lo que se dice una belleza, el pobre Briggs jura que eran jóvenes. De modo que Clem Dolman, el alguacil, se fue con él a investigar.
Baldy tomó la cerveza que le servía el tabernero y bebió un lento trago. Estaba muy poco fría, pero algo quitaba el polvo de la garganta. Como nada dijo, Seldon añadió:
—Decidí esperar su llegada para informarle. Por pronto que regrese, Dolman no llegará antes del anochecer.
Nosotros tenemos mucho trabajo en el rancho. En su lugar, me mantendría alerta.
—Gracias por el aviso.
—De nada. Nosotros ya nos vamos. Andando, muchachos. Hasta la vista, Seldon.
Los tres vaqueros de Tucker salieron juntos a la calle. Baldy apuró sin prisa su cerveza, luego puso una moneda de medio dólar sobre el mostrador, recogió su cambio, se lo guardó, tomó de nuevo el rifle y retornó a la calle.
Continuaba solitaria. Tras recorrerla en lenta ojeada, Baldy bajó a desatar al caballo.
Estaba haciéndolo cuando, desde la parte superior de uno de los edificios fronteros, ladró un rifle.
Sólo había cuarenta yardas, en línea recta, entre el tirador emboscado y el hombre que destrababa a su caballo, el primero no podía fallar. Pero el segundo pareció tener un sexto sentido, ya que, en la fracción de segundo inmediatamente anterior al disparo, hizo un extraño brusco, colocándose de pronto al caballo casi delante, y el proyectil que debía pegarle en plena cabeza, le pasó rozando el cuero cabelludo con un zumbido escalofriante, tras ser desviado en su trayectoria al chocar de refilón contra el pecho del bayo.
Por eso, y porque el animal, al sentirse herido, botó y relinchó, el otro tirador que, apostado encima del cobertizo de la herrería, tendido a la sombra de la pared de adobes, debía rematar a Baldy, tampoco le acertó debidamente. Un doble fallo espectacular.