CAPITULO V
Aún estaban brillando las estrellas cuando los fugitivos reemprendieron la marcha. Baldy, que por lo visto apenas si dormía, guió a la carreta hacia un áspero collado de los montes que sólo gracias al refuerzo de los caballos de la gente de Lazard —por cierto nada satisfechos con su nueva condición de animales de tiro— se pudo remontar. A media mañana llegaron a lo alto y pudieron despedirse para siempre del gran valle que dejaban a sus espaldas. No se veía a nadie y tampoco señales de viajeros.
Durante todo el resto de aquel largo y caluroso día viajaron atravesando montes, dando tediosos rodeos por lo profundo de barrancas y vallejos pelados o, a lo sumo, abiertos por una rala vegetación xerófita. A media mañana, Baldy demostró su extraordinaria puntería cazando de un certero balazo a una liebre que saltó, sobresaltada, casi entre las patas de su caballo. Fue un sabroso refuerzo de la dieta alimentaria. Aparte aquél incidente, nada, absolutamente nada, les sucedió durante la jornada.
—Conoce esta región mucho mejor que yo —gruñó Tumbs hacia el mediodía, cuando avanzaba por lo hondo de una barranca bajo el tremendo sol—. Y está enredando bien nuestra pista.
—¿Qué se lo hace suponer?
—En vez de hacernos atravesar lisa y llanamente las montañas, hacia el valle abierto del San Pedro, nos lleva, zigzagueando, por lo hondo de barrancas como ésta, donde no dejamos ninguna huella. Para cuando Willard y sus amigos intenten buscarnos el rastro será como escribir en el viento. Cada vez me pregunto con más interés quién será ese hombre, Laura, y cada vez le doy gracias a Dios por habérnoslo enviado tan oportunamente.
La mujer nada contestó. No podía decir que también ella estaba comenzando a hacer lo mismo.
Finalmente, al atardecer, salieron de los montes a un amplio valle que se abría hacia el noreste. Por lo demás, era tan solitario y desolado como el que dejaron a su espalda.
—El San Pedro corre a unas ocho millas al este, pero en esta época apenas lleva agua. Hoy no podríamos llegar a él, de modo que acamparemos en un lugar como a dos millas y alcanzaremos el río a media mañana, sin prisas, quedándonos todo el día.
—¿No será peligroso?
—Esos hombres que nos perseguían se quedaron anoche sin caballos. Por muy pronto que consigan llegar a su rancho, y mucho que se esfuercen en seguirnos la huella, no van a poder encontrarnos. Pensarán, lógicamente, que nos encaminamos derechos a esa población, Hayden, ellos harán lo mismo y perderán su tiempo.
—¿Es que no vamos allí?
—No, por ahora.
No explicó más y tampoco la mujer insistió en preguntarle. Pero más tarde, cuando hubieron acampado en una hondonada rocosa, encendido la consabida pequeña hoguera y comido la parca cena, dando a los animales los restos de la provisión de agua que traían para ellos, tras comprobar que su hijita dormía plácidamente, Laura Barrett se acercó al hombre que fumaba reconcentrado, de pie a corta distancia, mirando hacia el desierto, y le habló:
—Señor Baldy…
El pareció sacudirse ligeramente, se volvió y a ella parecióle que sus ojos brillaban bajo el ala del sombrero como los de los animales nocturnos del desierto.
—Sí, señora Barrett.
—¿Cuáles son sus propósitos? Me refiero a nosotros.
—Me propongo conducirles, sanas y salvas, a su hijita y a usted a una población donde puedan quedarse, si lo desean, o seguir su camino, en paz y sin temor.
—¿Por qué?
—Ya se lo dije. No tengo verdaderas razones.
—Usted conoce muy bien toda esta región. Me he dado cuenta. Tumbs también.
—Y supongo que están pensando que soy un proscrito, o cosa parecida.
—Pues… sí.
—Gracias por su franqueza.
—¿Lo es, señor Baldy?
—Sí.
Hubo un breve silencio. Luego:
—Gracias por su franqueza. ¿Le persiguen?
—Sí. Pero no creo que me imaginen aquí.
—Va huyendo…
—No, exactamente. Voy a recoger algo. Luego volveré a México y me quedaré en ese país.
—No se llama Baldy…
—No.
—Y no quiere decirme su verdadero nombre.
—No serviría de nada el que lo hiciera. Así es mejor para todos. Les llevaré a lugar seguro, luego desapareceré. Para usted sólo habrá sido un breve paréntesis en su vida, si le preguntan no tendrá que mentir.
—¿Está seguro de que no sabe por qué lo hace? Un hombre como usted suele actuar siempre por motivos concretos, no se deja arrastrar por impulsos ni sentimentalismos.
—¿Ha conocido a muchos de mi clase?
—A muy pocos. Tratar íntimamente, a ninguno. Pero he vivido algunos años en la frontera, he oído hablar de ellos a hombres como Tumbs…
—No haga demasiado caso a las leyendas.
—No soy fantasiosa, la vida no me lo ha permitido, tampoco. Por eso trato siempre de ver claro, tanto en mis acciones como en las de los demás. Y llevo cuarenta y ocho horas tratando de comprender por qué usted está haciendo lo que hace. No lo consigo.
—No piense demasiado.
—Debo hacerlo. Me he quedado sin nada, usted ha podido comprobarlo. Mi hijita es lo único que me queda; deseo, por encima de todo, darle aquello que ahora no poseemos, aquello que su padre procuró desesperadamente conseguir para nosotras dos…
—¿Amaba a su esposo, señora Barrett?
Ella pareció quedar cortada por tal pregunta. Pero fue firme su respuesta:
—Lo amaba, sí.
—Yo tuve una esposa. Y también una hijita. Las amaba, pero no supe demostrárselo.
—¿Qué les ocurrió?
—Mi hija tenía tres años escasos cuando cogió el sarampión. Yo debía estar a su lado, pero me encontraba muy lejos. También estaba lejos cuando murió. Cuando volví, ya la habían enterrado. Y mi esposa había desaparecido. Ni siquiera me dejó una carta; estaba en su derecho. La busqué, no di con ella. Años más tarde supe que había muerto, también.
Hubo un silencio áspero, que puntearon los coyotes. Lo rompió la dura voz del hombre.
—Ya conoce el motivo por el que estoy ayudándola, señora Barrett. Pago a mi modo una vieja deuda.
—Yo no sé qué decir…
—No necesita decir nada. Nuestros destinos se han juntado momentáneamente, seguiremos juntos unos días, luego cada cual deberá continuar por su camino. Le agradeceré que no diga nada a Tumbs, tiene la lengua demasiado larga y conoce mucho el viejo Oeste.
—Nada le diré. Yo… Buenas noches, señor Baldy.
—Buenas noches, señora Barrett.
Ella fue al carro y subió a su interior, junto a su hijita dormida. Pero se le había ido todo el sueño. Se quedó sentada, mirando hacia el hombre alto que estaba liando un nuevo cigarrillo, una densa sombra repleta de sentido allí, en la noche del desierto…
Al alba, reanudaron su camino. Y una hora después de salir el sol desembocaron en el ancho valle del San Pedro.
Era una tierra áspera, cubierta por la característica vegetación del desierto arizoniano; pero también había verdaderos árboles, acacias, paloverdes; en los cauces, algún que otro álamo resistente. Y buena parte de aquella tierra, con agua, rendiría cosechas abundantes. Sólo que permanecía yerma y solitaria, lo cual tenía su justificación. Apenas unos años atrás, aquella era tierra apache y ningún colono blanco, en sus cabales, hubiera osado afincarse en el valle.
Alcanzaron el río a media mañana, en un punto donde el cauce corría flanqueado por una vegetación bastante densa, donde abundaban los copudos álamos indicadores de humedad, al menos subterránea. De hecho, el San Pedro traía agua, un caudal irrisorio, pero más que suficiente para calmar la sed de hombres y animales. Baldy hizo acampar al pie de los álamos centenarios, en una terraza baja y arenosa, rodeada por matorrales de un color verde-gris. Tenían sombra y agua, las dos bendiciones del desierto.
—Daré una batida, tal vez consiga algo de carne fresca.
Les dejó solos, alejándose por la orilla con su rifle, tras descalzarse las espuelas. Y como siempre que les dejaba solos, la mujer sintió opresión. El viejo Tumbs hizo uno de sus comentarios cargados de sentido.
—Encontrará caza, seguro. Es de los que siempre encuentran lo que buscan.
La mujer prefirió eludir la conversación. Y Tumbs lo notó.
Baldy estuvo de regreso al mediodía. Traía un corzo pequeño a la espalda, que tiró sobre la arena mientras hablaba.
—Estaba encamado cerca del agua, como a una milla río abajo. No hay nadie por aquí, al menos en esa dirección.
El corzo significaba alimento para varios días. La mujer, y el viejo Tumbs, pusieron manos a la obra, ayudando a Baldy a despellejar y descarnar el corzo. Había que asar parte de la carne, hervir otra y el resto secarla al sol de acuerdo con los métodos apaches, para que resistiera el calor sin pudrirse. La niñita, mientras jugaba en la arena, cuidadosamente examinada por Tumbs y libre de huéspedes peligrosos.
Nadie hablaba sino lo indispensable, como si todos hubieran aceptado de un modo tácito que era lo mejor. Y probablemente nadie habría hablado si la mujer no hubiera hecho, por pura casualidad, a media tarde un terrible descubrimiento. El de una tumba.
Era una tumba muy antigua y estaba cubierta por la arena y la tierra volandera casi totalmente, oculta también por unos matorrales que, sin duda, debieron crecer y nutrirse, al principio, con la carroña del allí enterrado. Pero las alimañas, el viento y el río habían respetado aquella tosca cruz, curiosamente.
La mujer hizo el descubrimiento al separarse un poco y su femenina curiosidad llevóla a acercarse. Así pudo leer la borrosa inscripción, que alguien trazó un día con la punta de un clavo puesto al rojo…
Cuando volvió a la acampada lo dijo, sin mirar a nadie.
—Ahí hay una vieja tumba solitaria.
Tumbs la miró con cierto interés. Baldy se movió apenas, para mirarla de soslayo. Ella añadió:
—Está casi tapada por las arenas y la maleza, pero queda en pie una cruz hecha con dos ramas clavadas con clavos de herradura. Hay un nombre y una fecha doble. El muerto se llamaba Frank Mac Laine, murió en 1877, hace doce años.
Tumbs emitió una exclamación sobresaltada.
—¿Ha dicho Mac Laine? ¡Truenos del infierno, es de lo más interesante!
—¿Por qué? ¿Conoció a ese hombre, Tumbs?
—¡Hum! Al menos le vi en acción un par de veces. Él y su hermano Pete eran de lo peorcito que andaba por aquí en aquella época; pero antes operaron en Nuevo México y Colorado durante algunos años, incluso en Kansas y Texas alguna vez… Se dijo que Frank había resultado malherido cuando la banda falló en su asalto a la diligencia que trasportaba aquel bonito cargamento de oro… Debió ser así y, sin duda, su hermano tuvo que enterrarlo en este rincón perdido del desierto. Se querían mucho. Pete se pudre ahora en Yuma, con cadena perpetua. Tengo que echarle un vistazo a esa tumba… ¿No viene, Baldy?
—No me gustan las tumbas.
Era una respuesta. El viejo se levantó y se alejó, en la dirección señalada por la mujer. Ella sentóse, frente al jinete, y su hijita vino a subírsele al regazo.
Así, formaban un grupo capaz de conmover el corazón de cualquier solitario. Baldy las miró un instante, tropezando con la mirada interrogativa de la mujer. Sacando tabaco y papel, se puso a preparar un cigarrillo con sus dedos largos, morenos.
—Pensé que al cabo de tanto tiempo la tumba de Frank estaría borrada por la arena y la maleza.
—¿Es usted su hermano?
—No. Pete murió hace unos meses, en Yuma. Poco antes de que yo me escapara de allí.
La mujer respiró hondo. Había muchas cosas en sus ojos.
—¿Cumplía condena?
—Cadena perpetua. Por robos, asaltos y homicidios. Me salvé por milagro de la horca.