CAPITULO XII

Deadrock era uno de aquellos «marklands» del viejo Arizona, con una historia sangrienta que unir al acervo de la frontera. Poco después de la guerra civil, los apaches habían aniquilado allí a tres mujeres, ocho hombres y cuatro niños, que viajaban en tres carretas de bueyes buscando la Tierra Prometida. Se llevaron a una mujer joven y a tres niños, supervivientes. Dos hombres y dos mujeres habían logrado llegar a lo alto del refugio rocoso a cuyo pie perecieron los demás, pero no les sirvió de nada. Tras un par de días y una noche de asedio, sin agua ni comida, una de las mujeres enloqueció y bajó, ululando, riendo, por la ladera hacia los apaches, que, supersticiosos, la dejaron tranquila. Al ver aquello, uno de los hombres se saltó los sesos con su propio revólver. La pareja restante, alucinados, intentaron la huida imposible. Él fue acribillado por las flechas y, moribundo, vio cómo ella, herida, era cazada igual que una cierva por los lobos. Lo que los apaches le hicieron es mejor no contarlo. Meses más tarde, los soldados lograron liberar a uno de los niños capturados y luego a la muchacha. Por ellos, y por un par de apaches prisioneros, se conocieron los detalles de la tragedia. Desde entonces, aquella roca erosionada, surgiente al pie de la ladera más occidental de los contrafuertes del monte Saddle, había sido esquivada por los indios y blancos igualmente. Era un lugar maldito… Cuando la población de Hayden fue fundada a pocas millas, años después, sus habitantes también evitaron acercarse a la Deadrock.

Eso lo sabía Lester y por eso estaba allí desde la salida del sol, tras una buena cabalgada nocturna. Ahora el sol declinaba hacia el Oeste y desde su observatorio, en una melladura de las rocas, podía contemplar todo el amplio valle del bajo San Pedro, también el más amplio de Salt River, hasta Ripsey Hill y el Holy Jo Peak, envueltos en dorada bruma de un cálido día de verano.

Hayden se encontraba a unas cuatro millas a vuelo de pájaro, junto a la confluencia de ambos ríos, una mancha verde en la distancia. También a lo lejos podían distinguirse algunas granjas aisladas y, al Sur, una polvareda lenta a ras del suelo señalaba el movimiento del rebaño de vacunos que todo el día anduvo por allí. Poca gente, sólo dos jinetes, pasaron a relativa distancia de la roca.

Ahora, una mota negra, como un escarabajo, estaba acercándose despacio por el valle. Cuando se dividió en tres, Lester abandonó su observatorio, retrocedió hacia su acampada, tomó de la rienda a su caballo, bastante repuesto de las heridas que recibiera en Redington, tras ensillar al otro que traía, y descendió sin prisas, por el lado de sombra, hacia el pelado valle al pie de la roca. Luego, también en prisas, y alerta, salió al encuentro de Goldstrike.

El viejo buscador de oro venía repleto de noticias. Las soltó al pie de una acacia achaparrada, mientras Lester saciaba su sed de agua dulce en la cantimplora que le traía llena.

—Tenías toda la razón del mundo. Ese par de coyotes asquerosos están en Hayden y por lo que he podido husmear parecen bastante nerviosos. El alguacil local es un tal Bulwer, no demasiado de fiar, pero muy poca cosa para ti. Desde luego, es uña y carne de Sturm y de Mac Alloran. El y su ayudante no hacen sino patear las aceras, cargados con un rifle y una escopeta. Además he contado a casi una docena de tipos peligrosos que no parecen tener otra cosa que hacer sino vigilar todas las entradas del pueblo o beber en las tabernas. Si eso no es la más cochina de las trampas yo no he visto un «placer» en mi vida,

—¿Viste a la señora Barrett?

—Sí. Por cierto, es una buena moza. Ella, con su hija y ese viejo rengo, se han alojado en uno de los cuartos de Mac Clure, bueno, el viejo duerme en la carreta que trajeron. Contaron simplemente que su marido murió y ellos se encaminan al Norte, nadie se ha metido con sus personas, al menos que yo sepa. La población husmea algo, no saben qué es pero no les gusta, están en vilo. ¿Qué vas a hacer, muchacho? La verdad, en tu lugar lo pensaría antes de meterme solo en ese avispero; y luego de pensarlo, lo dejaría.

—Olvidas algo, Goldstrike, y es que ellos ignoran que por ti conozco la verdadera identidad del honorable ranchero Colman. Me esperan en Hayden, pero no en ese rancho.

—Es igual. Estará lleno de gente…

—Yo sacaré a Mac Alloran de su cubil, descuida. ¿Han tomado nota de tu partida del pueblo?

—Bueno, me conocen. Estoy seguro de no haberles despertado sospechas. Al menos la mitad de esos buitres me han visto llegar, beber, conversar, comprar algunas cosas y volver a marcharme, sin meterme con nadie. No pueden imaginarse que estoy conchabado contigo.

—¿Sigues queriendo ayudarme?

—Pues claro que sí. ¿De qué se trata ahora?

—Quiero que vayas a acampar al vado de Salt, ya sabes, aguas arriba de la desembocadura del San Pedro. Y que allí me esperes.

—Si no es más que eso…

—Nada más. Hasta luego.

—Cuídate, muchacho…

Jack Lester pensaba cuidarse lo justo. Había venido a buscar las respuestas a una serie de incógnitas que le habían desvelado miles de noches, ahora ya las tenía. Tenía, también, en la mano la posibilidad de cobrarse una vieja deuda, dando a unos traidores cobardes y astutos su merecido. Ellos estaban esperándolo, con una trampa muy bien montada y los nervios de punta. Pero ignoraban que su suerte le llevó cierto día a una choza mísera en pleno desierto, donde halló a una mujer recién enviudada, a una niñita de dos años… y, tal vez, un destino muy diferente al que normalmente podía esperar dadas las características de su pasado. Ahora todo el juego estaba cambiado, las bazas en su mano eran de triunfo, pero dependía de cómo las fuera jugando…

Alcanzó el Salt cuando ya se tendía la oscuridad sobre la tierra. El río, allí, era una sábana plateada, deslizándose despacio sobre arcillas y arenas. En ningún momento los caballos perdieron pie y, por donde cruzó, no quedaron las huellas de los cascos.

Luego se lanzó al galope, hacia el noroeste.

Habría tal vez recorrido así unas tres millas cuando el viento, de cara casi, trájole un no muy lejano relincho de caballo. Rápido, refrenó al suyo y aguzó el oído.

No escuchando nada, saltó a tierra, sacó su cuchillo y lo clavó en el suelo, tendiéndose y pegando el oído a la hoja. Así pudo captar el avance, al trote, de varios caballos. Venían casi en su dirección.

La oscuridad era completa. Pero Jack Lester veía como los gatos, habituado por una vida al aire libre, primero, y más tarde por doce años de celda totalmente a oscuras en el penal de Yuma. Trabó a sus caballos a unas matas y caminó, aprisa, un centenar de yardas, hasta llegar al borde de un camino bastante bien trazado. A tiempo de ver llegar a los jinetes.

Cinco jinetes. Venían sin prisas, pero hablaban alto. Y lo que dijeron puso una sonrisa dura en la boca de Lester…

Cuando hubieron pasado, retornó junto a sus caballos, que colocados a contraviento no habíanse delatado relinchando, montó de nuevo, se puso al trote largo y se metió en el camino, siguiéndolo tranquilamente.

Tres millas más allá descubrió las edificaciones de un rancho, claramente recortadas contra el añil estrellado del cielo en lo alto de una lomilla.

Dejando nuevamente a sus caballos, y descalzándose las espuelas, Lester tomó su rifle y echó a andar hacia el rancho. Hacía tanto ruido como un apache.

En aquel rancho había centinelas, cosa poco natural ya, puesto que los apaches estaban domados y muy lejos, en «reservas-prisión» de Texas y Nuevo México, los abigeos no solían atacar a los ranchos. Pero había centinelas, dos, concretamente. Ninguno de los dos advirtió cómo Lester se deslizaba por entre las construcciones auxiliares hacia la casa principal.

Después de todo, ellos se estaban limitando a cumplir una rutina por la cual cobraban, sin saber a ciencia cierta por qué su patrón había decidido últimamente montar aquella guardia. Mientras que el hombre que intentaba penetrar en el rancho sabía que estaba jugándose, entre otras cosas, el futuro y la vida a cara o cruz. Por eso pudo llegar hasta la casa ranchera sin ser percibido por nadie.

Una vez allí, sus movimientos hiciéronse aún más cautelosos. Pero era verano y no todo el mundo estaba sintiendo un gran temor personal. De ahí que encontrara entreabierto un ventanuco lo bastante grande como para permitirle introducirse en el edificio, cosa que realizó con sorprendente agilidad y en el silencio más absoluto, favorecido por hallarse aquella ventana en la parte más oscura de la casa.

Se encontró dentro de un cuarto al parecer destinado a guardar aperos de labranza y sacos de grano. Una cerilla encendida diole una visión aceptable del mismo. Sigilosamente, llegóse a la puerta y, tras alumbrarse con otra cerilla adecuadamente, logró abrir la puerta, bastante recia. Ya a oscuras, empujó la pesada hoja de tablones centímetro a centímetro hasta lograr un hueco suficiente para dejar paso a su cuerpo. Calculaba que en la casa, además del hombre que venía a buscar, debía haber algunos criados de uno y otro sexo, pero también que éstos ignorarían los motivos de su patrón para reforzar la guardia nocturna y, tras la larga jornada de trabajo, lo más seguro sería que ya durmieran a pierna suelta, o al menos se sentirían demasiado perezosos para levantarse a investigar un chirrido de puerta.

Así fue. Salió sin novedad a un pasillo del todo oscuro y, tanteando cuidadosamente, llegó a la gran habitación delantera.

Justo cuando llegaba a ella, una puerta se abrió hacia su izquierda, con un ruido característico. Un hombre bastante alto, de unos cuarenta años, completamente rasurado, con el ojo izquierdo emparchado y todo aquel lado de la cara roído por una terrible quemadura, salió de la otra habitación. Aquel hombre venía en mangas de camisa, llevaba un quinqué encendido en su mano derecha y colgaba un revólver de su cinto de balas, pero vestía como un ranchero acomodado. Avanzó despacio, con reconcentrada expresión, hacia la escalera que daba acceso al piso superior, sin descubrir al otro hombre pegado literalmente a la pared del pasillo del fondo. Ya estaba alcanzando la escalera cuando la voz de Lester sonó, queda y fría, a su costado.

—Hola, Bill.