CAPITULO PRIMERO

El aire reverberaba formando conatos de espejismo y haciendo bailotear los objetos en la distancia. Por eso aquella granja bien podía ser un espejismo, máxime cuando a todo alrededor no se divisaba nada semejante a terrenos cultivados. Pero el caminante tenía ojos de halcón —también la cara—, y supo que, en efecto, era una casa. Cómo diablos pudo a alguien ocurrírsele edificarla en aquel agujero ardiente, ya era algo como para preguntárselo; pero tampoco a él le importaba gran cosa. Necesitaba agua, sobre todo, y algunas, pocas, provisiones; si allí las conseguía, tanto mejor.

Encaminó a su caballo —un bayo grande, resistente y de ancho pecho, con patas nudosas, un animal feo, pero de lo más adecuado para un jinete que quisiera atravesar el desierto arizoniano— despacio hacia la casa, como si ni a él ni al animal les afectara demasiado el duro sol.

Cuando ya estaban más cerca, una fina red de arrugas se ahondó a cada lado de los ojos del jinete y otra, mucho mayor en su frente. Porque la casa parecía abandonada, pero no lo estaba; un par de detalles pequeños, para él significativos, lo indicaban:

Lenta, pero firme, la mano derecha del jinete se llegó a la culata del rifle que asomaba por el borde de su funda de silla.

Y en el mismo instante estalló un disparo allí, en la casa.

El proyectil pasó silbando peligrosamente cerca de la cabeza del jinete, pero a distancia razonable. El hombre apenas si apretó más la mirada y la boca. No se detuvo, tampoco sacó el rifle, aunque mantuvo la mano sobre su culata. Sus ojos mantenían la mirada fija en la choza.

Porque era una choza y no de muy buen aspecto. Una choza de adobes recocidos al sol, con un cobertizo para animales, un pequeño cercado, un destartalado henil y el brocal de un pozo delante de la puerta. Del interior había salido el disparo, de allí llegó la voz:

—¡De media vuelta y aléjese por donde vino, si no quiere que lo mate, hombre!

Entonces el jinete contestó, alto, fuerte, sereno:

—¡Sólo busco un poco de agua! ¿Es motivo para matar a un hombre?

Hubo un breve silencio. Y otra vez la voz:

—¿Quién es, y de dónde viene, adónde va?

—Soy un viajero, voy de paso, vengo del Sur y me encamino al Norte. Y le repito que sólo busco un poco de agua, también, si me la puede vender, algo de comida.

—¡No hay comida aquí, hombre! ¡Y tampoco agua! El pozo se ha secado. Todo está reseco en este maldito agujero del infierno. Así que siga su camino.

El forastero pareció sopesar sus palabras. Luego, con un encogimiento de hombros, hizo girar a su caballo y se desvió, para seguir dejando a su derecha, adrede, la choza.

Entonces, allí dentro sonó otra voz, ahora de mujer.

—¡Si quiere agua, desmonte, deje su rifle y vaya a sacarla, pero no haga movimientos agresivos o le dispararemos!

El jinete respiró hondo. Luego derivó, sin prisas, hacia el pozo. A corta distancia del mismo, desmontó y caminó despacio, hacia el pozo. De la casa no salió nadie, tampoco le hablaron.

El jinete era alto, delgado, pero sin duda fuerte, tenía patillas y aladares grises, pero el cabello, como el poblado bigote, eran castaños, con pocas canas. Podía tener sobre cuarenta años, sus ropas no eran buenas ni malas, llevaba un cinto repleto de proyectiles, un «Colt» del 44 y un cuchillo de caza, usaba excelentes botas de montar, no muy gastadas, con espuelas de acero pulido, se tocaba con un sombrero de ala dura, azul, gris, con cinta negra y barboquejo de cordón. A simple vista, nada le diferenciaba de cualquier otro de los muchos caballistas de la frontera.

Pero sus ojos, también castaños, no perdían detalle. Vio, en la sombra de la cuadra, un par de mulos bastante flacos. Había una pequeña carreta arrimada a la casa y sobre ella algunos pocos enseres domésticos, muy pobres. Todo el conjunto respiraba miseria pura, dramática. Y al otro lado de la cabaña había unos campos resecos, en uno de los cuales se abrasaban desmedradas matas de maíz.

Llegando al pozo, tomó el viejo cubo y lo echó al fondo. Casi terminó toda la larga cuerda antes de que el cubo tocara agua. Cuando lo sacó, y se amorró a beberla, descubrió que tenía un ligero regusto alcalino. Si eso era todo lo que tenían aquellas gentes, lógico que quisieran marcharse…

Tras aplacar, con lentos buches, su sed y lavarse la cara y manos cuidadosamente, para refrescarse, tiró el agua sucia y llenó otro cubo. Soltándolo del garfio, caminó con él hacia su caballo y le dio de beber. El animal se tragó toda el agua ansiosamente, aunque su amo procuró que no se atracara de modo peligroso. Luego le trajo un segundo cubo de agua. Y estaba terminando de dárselo, cuando descubrió a los otros visitantes.

Sólo una mirada de águila podía haber advertido aquella nubecilla de polvo que semejaba movida por el viento… en dirección que no podía llevar el viento. Él lo notó, quedó un momento avizorándola, terminó de saciar la sed de su caballo, retomó sin prisas al pozo, colgó el cubo y habló.

—¡Gracias por permitirme abrevar! ¿Esperan alguna visita?

Tras breve pausa, sonó, con una nota alterada, la voz femenina.

—¿Por qué lo pregunta?

—Llegan dos jinetes desde el Noreste. Y traen prisa. Están a más de media milla aún.

Otra pausa de silencio. Luego:

—¡Largo de aquí! ¡Hemos sido demasiado buenos con usted! ¡Váyase o le pego un tiro!

Había demasiadas cosas en aquella conminación, cosas que hicieron fruncir el ceño al forastero. No obstante, él nada contestó, fue a su caballo de nuevo y lo montó y, sin más que un gesto de saludo con la diestra, alejóse, pero hacia la parte opuesta por dónde venían los dos jinetes. Y cuando la cuadra le tapó tanto a aquéllos como a los ocupantes de la casa, aquel hombre desmontó, llevó al caballo al amparo de la pared de adobes, lo trabó ligeramente a un pedrusco y, sacando el rifle de su funda, lo amartilló, yendo después a apostarse al amparo de la edificación. Tenía una expresión reconcentrada y dura…

En efecto, eran dos los que venían a la aislada granja. Dos típicos jinetes vaqueros de los que por entonces tanto abundaban en el Suroeste. Más bien jóvenes, hirsutos, de aire agresivo, montaban buenos caballos y no se apresuraron más una vez llegaron a tiro de rifle. De hecho, una ligera depresión del terreno que atravesaron habíales hecho no advertir la presencia del otro jinete delante de la casa y eso les traía más descuidados.

No mucho. Debían esperar, sin duda, no ser bien recibidos, ya que a razonable distancia detuviéronse y uno de ellos alzó la voz, conminativo:

—¡Oiga, Laura Barrett! ¡Queremos hablar con usted, de parte del señor Lazard!

Dentro de la casa hubo unos ruidos. Luego la puerta se abrió y una mujer salió, despacio, empuñando un rifle no demasiado bueno, ni moderno, pero sin duda efectivo a aquella distancia. Lo empuñaba con mucha decisión y apuntó a los recién llegados, avisándoles con gran dureza:

—¡Digan lo que quieran y largo de aquí!

Los dos vaqueros no parecieron tomarla muy en serio. El que hablara, puso las manos sobre el pomo de la montura y se inclinó un poco hacia adelante.

—¡Tranquila, mujer! ¡Es mejor para usted! Ese carcamal que tiene dentro de la casa no vale nada y su hijito podría pasarlo mal si usted se pone brava.

Ella se estremeció. Era más bien alta, de unos veintiocho años de edad y no podía llamársele guapa, tampoco fea. Sin embargo, tenía unos ojos preciosos azul oscuro, muy expresivos, ahora llenos de odio y de aprensión.

—¡Son muy valientes todos ustedes, los hombres de Lazard! ¡Asesinan a los hombres y después van a insultar a mujeres y viejos!

—Su marido era un maldito ladrón de ganado, señora Barrett, de modo que le dimos su merecido. Y no hemos venido a discutir con usted, sino a darle órdenes. El señor Lazard le ordena abandonar esta casa y estas tierras dentro de veinticuatro horas, alejándose para siempre de aquí; no quiere, afirma, gentuza en la región. De modo que hará bien en obedecerle y pronto, porque de lo contrario hemos de venir a echarles y le aseguro que no le gustará el modo como lo hagamos. Y sabe cómo las gasta Scott Willard, nuestro capataz.

—Sé qué clase de criminal y matón es, sí. Y ahora que trajeron su mensaje, den media vuelta y márchense.

—No tan aprisa, mujer. Cabalgamos algunas millas y ahora vamos a abrevar los caballos y a descansar…

—¡He dicho que se marchen!

—Si aprieta el gatillo, señora Barrett, nosotros no vamos a preocuparnos por su condición de mujer. Piense en su hijo, podría ocurrirle algo grave.

—¡Canallas!

—Así que vamos a descansar un rato. Puede prepararnos una taza de café mientras abrevamos a los caballos.

Ella no les contestó. Estaba rabiosa, pero también atemorizada por algo claramente implicado en las palabras del prepotente hombre de Lazard. No disparó, pues, limitándose a permanecer ante la entrada de su casa mientras los dos vaqueros, sin preocuparse mucho, seguros sin duda de que no osaría agredirles, ni tampoco el viejo que se mantenía oculto dentro de la choza, llegáronse al brocal del pozo y se dispusieron a abrevar a sus caballos.

Entonces intervino el jinete solitario.

Había escuchado toda la breve y significativa conversación pegado a la pared de la cuadra. Ahora, la rodeó sin ninguna prisa, de tal modo que la escueta sombra de la pared le protegía cuando asomó ligeramente por la esquina, con el rifle sostenido a la altura de la cadera, el dedo en el gatillo, y avisó, con su voz dura y lenta:

—¡Ella dijo que se marcharan, hombres!