CAPITULO X
—Eran los hermanos Tucker, han debido encontrar su rastro. Y si puedo decirlo, me han parecido aún peores que su fama.
Pálido y nervioso, Jasón estaba ahora escuchando el relato de lo sucedido. Noemí y Déborah completaban el grupo, Abigail montaba guardia fuera.
—Tengo que marcharme…
—No irá a ninguna parte, muchacho, no llegaría lejos. Hay un premio de mil dólares por usted, vivo o muerto, carteles por todo el territorio. Y esos hermanos no tardarán en descubrir que les he engañado.
—Pero entonces vendrán…
—Y les estaremos esperando. Si quieren guerra tendrán guerra.
—Pero… Pueden herir… a alguna de ustedes…
—Puede. También nosotros tenemos armas y sabemos usarlas. Hijo, no será la primera vez que nos veamos atacadas y aquí estamos.
—Pero… Todo eso por mí…, un desconocido…
—Ya no es un desconocido, le hemos tomado cariño, hemos salvado su vida, está bajo nuestra protección. Y… bueno, siempre me gustó hablar claro, no me disgustaría que se quedara con nosotras para siempre, tenerle como hijo.
Jasón respingó. De modo que era aquello… No podía llamarse a engaño, nadie da nada por nada. Quedarse allí significaba convertirse en marido de una de aquellas buenas mozas tan hambrientas de juerga… eso si no tenía que casarse con las tres, al uso mormón. ¿Qué resultaba más temible, los Tucker o las Casper?
Las mujeres equivocaron la índole de su sobresalto, empalidecimiento y nerviosismo. Las dos hermanas le pusieron ojos tiernos y sonrisas gachonas mientras la madre añadía, astuta y convincente:
—No tiene que contestar nada ahora, muchacho, esas cosas conviene pensarlas bien; además, es usted quien deberá elegir, para eso es el hombre. Pero créame, aquí estará como un rey siempre, vivirá sin sobresaltos ni problemas, bien cuidado y bien protegido. El mundo exterior, en cambio, sólo tiene para usted una soga, eso si no lo atrapan antes los Tucker.
Eran razones de mucho peso, pero, caramba, el dilema que se le presentaba era de aúpa…
Las Casper sabían mucho mejor que él cómo estaba el juego planteado, y la viuda mejor que sus hijas. Envió al poco a Noemí afuera, a realizar una serie de tareas necesarias, mientras Abigail continuaba vigilando el terreno circundante; y poco después, con un pretexto hábil, dejó solos a Jasón y a Déborah.
Esta, bien aleccionada y en vísperas de combate, enamorada y habituada a no andarse por las ramas, fue derecha al grano, de acuerdo con su temperamento y sentimientos.
—Yo seré la mujer más feliz del mundo si me escoge, señor Davis. Desde el día que me lo encontré casi muerto en el poblado y le traje a casa, no dejo de pensar en usted, le he cogido un gran cariño. Y si usted quisiera ser un poco cariñoso conmigo…
—Pero, Déborah, yo…, yo no sé qué contestar…
—Diga sólo que me quiere un poco, aunque sea muy poco…
La escena era totalmente normal…, con los papeles trastocados. Cualquiera con un poco de imaginación puede imaginársela y eso ahorra descripciones un tanto escabrosas. Después de todo, el corazón de Déborah Casper rebosaba amor y la situación no era como para andarse con bobaditas. En cuanto a Jasón Davis, el hecho de que fuera intrínsecamente pacífico, más bien tímido, no implicaba ningún desmérito para su virilidad. Por otra parte, debíale la vida a su interlocutora y eso siempre cuenta. Además… bueno, quedamos en no especificar demasiado.
La viuda Casper estaba en el plato y las tajadas, a la buena manera de las madres discretas. Dejó la suficíente cuerda a la pareja para que entraran en contactos digamos de tanteo, utilizando un símil castrense, pero antes de que las escaramuzas se convirtieran en batalla formal apareció con cara de no saber de qué iba la cosa, cortando en seco el correr de la pólvora. Mandó a su hija a relevar a Abigail en el puesto de vigilancia y tomó por su cuenta a su huésped.
—Déborah es mi preferida. Un magnífica muchacha, ya usted se habrá podido dar cuenta, no me ciega el cariño maternal. Claro que tampoco sus hermanas son cojas, ni mancas… Como le digo, muchacho, usted tiene todo el tiempo que quiera para decidirse y escoger. Si perteneciera a nuestra religión no habría demasiados problemas, pero siendo un gentil…
Abigail se dio cuenta de que las cosas le iban bien a su hermana en cuanto se la echó a la cara. No dijo nada, naturalmente, pero se dispuso a no dejarse tomar la delantera. En cuanto su madre se descuidó, cayóle encima al atribulado Jasón y utilizó todas sus armas de asalto para acorralarlo y convencerlo de que era a ella a quien debía elegir como esposa. Sin duda estaba en su derecho. Y la viuda Casper, que deseaba ser lo más objetiva posible, le dejó diez minutos para su labor de propaganda personal; luego intervino. El hecho de que a Déborah le hubiese dejado media hora simplemente obedecía a que estaba muy al corriente de los distintos temperamentos de sus hijas.
Noemí era la primogénita. La primogenitura confiere derechos. Era, también, la más estólida, no mucho, de las hermanas. Puestos a decirlo todo, era la única que había tenido contactos directos con hombres, lastimosamente frustrados por una especie de tendencia de ellos a tomar las de Villadiego en cuanto el asunto se ponía serio. A decir verdad, eso le había creado a la moza cierto complejo de inferioridad, aunque sin tener la menor idea de sentirlo. Sea como fuere, tuvo que oír la segunda filípica de su madre a su hermana menor para comprender que allí alguien estaba haciendo la lila. Y eso sí que no…
—Madre, yo soy la mayor y la que tiene que casarse con él.
—Eso díselo a él, no a mí.
—Usted ha dicho que se casará con la que usted ordene. Pues dígale que lo haga conmigo.
—No sé cómo te lo voy a meter en la cabeza. A los hombres hay que dejarles el derecho a escoger, incluso cuando son tan apocados como el señor Davis.
—A mí me gusta que sea así. No me casaré nunca con un patán malcarado como esos hermanos Tucker. En cambio, estoy segura de que Jasón debe besar y acariciar tan dulcemente…
—Vete a comprobarlo. Pero mucho ojo con lo que haces y, sobre todo, no hagas que tus hermanas se den cuenta, o habrá un gran disgusto.
—Abigail se está comportando como una desvergonzada. Sabe muy bien que ella debe esperar hasta que Déborah y yo nos hayamos casado.
—Tu hermana déjamela a mí. Tú, a lo tuyo. Pero mucho ojo con propasarte, o te rompo un hueso. No olvides que esos Tucker andan como lobos por ahí fuera.
Así fue cómo Jasón Davis descubrió cuál era, exactamente, su situación. Si se marchaba de la granja, en el desierto implacable lo esperaban los feroces hermanos Tucker, dispuestos a hacerle tiras el pellejo. Si se quedaba en la granja, debería dejarse cortejar por las tres potentes y fogosas hermanas Casper, convirtiéndose más tarde en marido de una de ellas, a elegir. Todo un programa para quien, como él, nunca había roto un plato y jamás se comió una verdadera rosca. Pero así es la vida.
Mientras tales acontecimientos acontecían en la granja, en las colinas los hermanos Tucker montaban su campamento a media milla de distancia, y se disponían a esperar.
—Uno estará de guardia todo el tiempo. No hay modo de acercarse a esa granja durante el día, iban a descubrimos en seguida. Lástima no haberme traído el anteojo, así habríamos visto si ese tipo anda entre ellas.
—Como gallo en el corral, tenlo por seguro. Si lo atraparon, no lo habrán soltado, él es demasiado cobarde para hacerles cara y salir corriendo. Yo, en su lugar, lo habría hecho; ahí es nada, quedarse uno solo con esas cuatro.
—Mira que si a la madre también le da por entrar en el juego…
Eran hombres brutales, no se les podían pedir florilegios verbales. Eran un tiempo y una frontera salvajes, en todos los sentidos. Tanto sitiadores como sitiadas actuaban de acuerdo a unos postulados mentales y morales radicalmente distintos a los de la relamida civilización. Además, cuando se está en guerra, hay que luchar.
Al atardecer, la viuda Casper dio sus instrucciones:
—Esos están ahí fuera. Van a venir en cuanto caiga la noche, hay que escarmentarlos. Cada una se apostará en un lugar diferente, cubriendo todas las entradas. Nada de remilgos, en cuanto notéis que algo se mueve delante de vosotras le metéis una bala.
Jasón trató de hacer pinitos, impulsado por su amor propio:
—Yo voy a montar guardia también. Si me dan un arma…
Recibió cuatro miradas compasivas y tres de ellas, además, cariñosas, a más de la dulce pregunta de la viuda Casper:
—¿Ha disparado alguna vez contra un hombre, muchacho? De verdad, queriendo hacerlo.
—Pues… Yo… Bueno, la verdad… Estuve en la guerra…
—No me diga. ¿Y qué hizo usted en la guerra? Sería un niño.
—Tenía doce años, era tambor…
—Ya. Pero aquí no tenemos ninguno. ¿Qué tal se le da tirar con rifle, o con revólver?
—Confieso que nunca lo he hecho…
—Lo imaginaba. Déjenos esa tarea, hijo, estamos acostumbradas. De todos modos, le daré el revólver de mi marido, por si acaso llegara a ser preciso que nos echase una mano. De momento, las muchachas se bastan y sobran para la tarea; usted tranquilo, se acuesta y duerme.
Resultaba de lo más humillante verse tratado como una frágil y tímida doncella por aquellas amazonas a las que en justicia no podía denominar «de pelo en pecho», entre otras razones porque abrigaba la certeza de que en sus espléndidas ubres no debía haber ninguna excrecencia pilosa. Ni siquiera tenían bigote, caramba, aunque a no dudarlo eran unas hembras «de bigote». Y él, con pectorales velludos, con poblado bigote… a la camita, mientras ellas tomaban sus rifles y revólveres, de nuevo trajeadas hombrunamente, y se iban a montar guardia contra los Tucker para protegerle el sueño y la integridad. ¿No era como para echarse a llorar? Y había que resignarse, después de todo él se lo buscó aceptando unirse a aquella malhadada partida de naipes.
Tuvo que quedarse solo con la señora Casper, mientras las hermanas abandonaban la habitación grande e iban a situarse estratégicamente, una en el henil, otra tras la ventana de la habitación que ocupaban las tres, la tercera en la de su madre. Ninguna sentía pizca de miedo, antes bien se encontraban poseídas por la magnífica fiebre del combate. Para ellas, aquello era no sólo una pugna de poder, una prueba de fuerza, sino también el espaldarazo de su derecho a usufructuar los múltiples encantos del mozo que ahora tenían a buen recaudo dentro de casa. Algo así como los troyanos con respecto a Helena…, sólo que al revés.
Allí fuera, los Tucker terminaron de cenar, cogieron sus rifles y se descalzaron las espuelas. Buck tomó la palabra:
—Primero hay que averiguar dónde tienen a la que esté de centinela; si podemos, la atrapamos y nos la llevamos como rehén. Estoy seguro de que la madre y las hermanas van a mostrarse muy dóciles cuando les digamos que o nos entregan a ese tipo o a ella le rebanamos el pescuezo. Andando.
Eran hombres avezados a la lucha, no conocían el miedo, tampoco la piedad. Para ellos, las Casper sólo eran enemigos, su sexo no contaba. Además, no se trataba de verdaderas mujeres, según su criterio personal.