CAPITULO IV

Durante una semana, Jasón Davis no pudo abandonar el lecho, no se lo permitieron. Eran cuatro contra él, ¡y qué cuatro! Aparte de que él no se había distinguido nunca por su energía.

Estaba sintiéndose a medias prisionero, a medias pavo. Aquellas mujeres tenían una idea brutal de lo que significaba alimentarse, lo atiborraban de comida como si buscaran reventarlo. Y no aceptaban excusas, de modo que se pasaba el tiempo eructando, agarrándose las tripas, haciendo la digestión y vaciando residuos. Otro lindo problema, aquél, por cierto.

Finalmente, la señora Casper decidió que ya se podía levantar. Y echando fuera a sus hijas, cerró la puerta y se le plantó delante con arrolladora decisión.

—Muchacho, he estado casada, he curado heridas y enfermedades a mi marido y a mis hijastros, no me voy a escandalizar y menos a asustar por verle desnudo. Así que fuera ese camisón y déjeme lavarle, en mi casa nadie lleva mugre.

—Pero señora Casper, compréndalo, se lo ruego, para mí es muy embarazoso…

—Tonterías y remilgos, hijo. Eso estará bien allá de donde viene; aquí, y conmigo, no sirve. ¿Qué, se la quita o se la quito yo?

Jasón tuvo que pasar por el aro. Y fue en verdad un trago, toda una experiencia…

Finalmente, aún inseguro y nervioso, salió a la habitación principal y se vio cara a cara, por vez primera, con las hermanas Casper.

Ellas se habían preparado cuidadosamente para la ceremonia, adornándose con sus mejores galas, y las pobrecillas estaban repletas de esa ilusión que suele ser el mejor tesoro de las de su sexo, totalmente convencidas de estar «guapas». De hecho, a Jasón le parecieron apabullantes. Jamás, en su sendereada vida de vagabundo por una docena de estados del Este, vio tres ejemplares femeninos tan… todo.

Las Casper le sacaban media cabeza y la que menos debía pesar una treintena de libras más que él. Aquellas valquirias mormonas tenían hermosos y robustos cuerpos sin duda aunque con sus galas femeninas se advirtiera bastante menos que con las usuales ropas masculinas. Pero un entendido habríase visto en buen brete para decidir cuál era la menos agraciada —por decirlo de un modo galante— de las tres. Y lo peor a juicio de Jasón, eran todos aquellos perifollos, que les sentaban como dos revólveres a un predicador.

La benemérita madre de los tres pimpollos no le quitaba ojo, entre suspicaz y ansiosa. Por suerte suya, Jasón tenía la cualidad de la diplomacia y la otra, no menos importante, de ser agradecido. Aquellas mujeres habíanle salvado la vida, lo menos que podía hacer para pagarles el favor era ser un poco galante

Fingió, pues, estar abrumado —lo cual era cierto— ante tal exhibición de gracia y encanto femenino —lo cual era una mentira como la copa de un pino y, sin embargo, fue acogido con clarísima satisfacción colectiva por las así engañadas—, rebuscó en las alforjas de su galantería una sarta de relamidas frases de manual barato recordadas de sus escarceos amorosos con muchachas de clase humilde —las únicas que había osado cortejar—, y se las lanzó como flores al rostro de las tres conmovidas y felicísimas hermanas, que a su vez encontraron dentro de sí reservas de sonrojos y dengues al menos tan forzados como las galanterías del caballero, El torneo floral duró su buena media hora y dejó extenuado a Jasón, pero en seguida sus cuatro anfitrionas pusiéronse al unísono a la tarea de reforzarlo, al modo que entendían era más adecuado, atiborrándolo de golosinas preparadas a consuno por sus manos, ni más ni menos que gallinas con gallo famélico e incapacitado para lanzar kikiriquíes.

Aquél fue el comienzo de una corta etapa de transición para Jasón Davis, en su insospechada aventura en la granja de las Casper. Gracias a la vigilancia de su madre, las tres fogosas amazonas se refrenaron durante otra semana, limitándose a mimos dentro de los límites, miraditas gachonas, risitas súbitas y cloqueantes, exhibiciones relativamente discretas de sus abundosos encantos… y dale que le das a embutirlo con toda clase de viandas, sin dejarle dar golpe, ni la menor tarea que pudiera provocarle fatiga. A decir verdad, jamás habíase visto Jasón tan bien tratado y, aparte algún que otro apurillo de poca monta, no tenía la menor razón para quejarse, sino todo lo contrario. Estaba poniéndose rápidamente lustroso, sus fuerzas iban en aumento y aún podía casi asegurar que superaban ya a las que tenía aquella malhadada noche en que aceptó sentarse a jugar la partida de naipes. Se pasaba los días a la sombra, a cuerpo de rey, viendo cómo las tres buenas mozas, unas veces con su atuendo viril, otras con el femenino, trabajaban cada una como dos hombres normales, incansables, vigorosas y sanas como mulas, mientras su sabia madre, siempre a tiro de lengua, le iba indicando, con habilidad suma, las indudables virtudes de sus retoños.

—Nunca han estado enfermas, son fuertes y trabajadoras, limpias, dóciles y se conforman con poco. El hombre que se case con ellas no necesitará preocuparse por nada… Parirán sus hijos como yo misma, sin ayuda de médicos y al día siguiente a la tarea, trabajarán doce o catorce horas diarias sin quejarse ni cansarse, se conformarán con un vestido sencillo y un par de zapatos, comerán cualquier cosa que haya…

Desde luego, allí no hacía falta ningún hombre, como no fuera para… lo que un caballero no debe nombrar, aunque lo piense. Las muchachas Casper lo mismo fregaban que cosían, cortaban leña que guiaban el arado. Además, fuera por naturaleza o porque su presencia las animaba, la mitad del día se la pasaban cantando. Déborah, su salvadora, no tenía mala voz Noemí desafinaba como una sierra, Abigail era la que le daba mejor a la melodía. Además, tenían un banjo una guitarra mexicana y una flauta. De noche, después de cenar, echaban mano a sus instrumentos y dábanle largas serenatas, incluso haciéndole cantar. Como a Jasón siempre le había gustado la música y presumía de buena voz, se dejó llevar por sus tendencias y entre los cuatro armaron cada coro que daba gusto. Una noche, Abigail, que era a no dudarlo la más audaz, se le plantó delante y, con una sonrisa peligrosa, le pidió que bailara con ella.

A sus hermanas no les gustó su iniciativa, pero Jasón no halló razones para negarse y bailó. Resultó que la bizarra moza saltaba y se movía como si no pesara más de lo que una esbelta damisela, y con unos movimientos garbosos que, sin poderlo evitar, le hicieron cosquillas al bueno de Jasón.

Naturalmente, Déborah y Noemí no pensaban quedarse sentadas. Y aquella noche, Jasón Davis hizo bastante aprisa la digestión de su cena. Tuvo que intervenir la señora Casper para poner coto al festejo y mandar a dormir a su huésped, cosa que Jasón le agradeció, pues estaba viendo que las tres mozas eran muy capaces de tenerle bailando hasta el alba.

—No le metáis prisas, no seáis ansiosas —la matrona sermoneó a sus hijas cuando quedaron solas—. El muchacho aún no está para esos trotes y puede tener una recaída. Tiempo al tiempo, que de aquí no escapa…

La señora Casper sabía lo que se decía. Y estaba escarmentada por anteriores fracasos, la edad y la experiencia le habían aplacado la sangre, no se encontraba en los apuros de sus hijas. Ella quería asegurar la pieza antes de engatillarla, como dijo gráficamente a las muchachas.

Y la fue asegurando.

—Cuando mi marido murió, sus otras mujeres y yo nos partimos sus bienes, de acuerdo con nuestras leyes y costumbres. Como yo era la más joven, y sólo le había dado hijas, me tocó el lote peor, esta granja, antes, cuando las minas estaban en su apogeo, ganábamos buen dinero vendiendo en el pueblo los productos de las huertas, pero cuando las minas se agotaron la cosa cambió, todo el mundo se marchó, el pueblo quedó vacío. Entonces fue cuando falleció mi marido, de una mala pulmonía. Tenía un almacén muy bueno en el pueblo, la herrería mejor y esta granja. Sus hijos varones, y sus otras mujeres, reclamaron y se quedaron todo; luego se marcharon, dejándonos solas, cuatro mujeres desvalidas… Pero no nos acobardamos, nos arremangamos y luchamos contra la adversidad. Ahora vivimos muy bien de los que produce la granja, de vez en cuan do pasan viajeros que nos compran a buen precio nuestros productos y, cuando hemos recogido las cosechas el sobrante lo llevamos a San Elías, el pueblo que está a veinte millas, al norte, al otro lado del desierto, con la carreta, vendemos y con lo que sacamos adquirimos lo que nos hace falta. Créame, muchachas no se vive nada mal aquí, sin vecinos molestos ni enemigos que le busquen a uno para llenarle el cuerpo de plomo…

No permitía que el recuerdo de los hermanos Tucker se fuera de la mente de Jasón ni un solo día.

—Esos hermanos del hombre que usted tuvo la desgracia de matar…, son unos engendros de Satanás, asesinos despiadados… Seguro que estas alturas andan buscándolo como lobos… Se dice que una vez ellos cuatro persiguieron a un desdichado hasta California, y que cuando lo atraparon le pusieron el cuerpo como un colador.

Con tales auspicios, la verdad era que Jasón Davis no sentía excesiva prisa por abandonar tan cómodo y tranquilo refugio. Él había mentido lo suyo a sus anfitrionas, movido por la pura necesidad. Por ejemplo todo aquel cuento de su honorable pasado en el Este…

Jasón Davis había nacido en una miserable choza de los barrios bajos de Filadelfia, hijo de un albañil y un: lavandera que no se molestaron en acudir a un juez pan que legalizara su coyunda. Se había criado en aquel antro junto con otros cuatro o cinco hermanos; su madre era una máquina de atizar alpargatazos y retorcer pellizcos, una arpía terriblemente malhablada; su padre un animal inculto y borrachín. Las peleas en aquella choza eran más frecuentes que los platos de comida diente y los enfrentamientos entre los, digamos, cónyuges, resultaban épicos. Cierto día, el albañil se mató en el trabajo. Hubo una muy negra temporada, que terminó con la entrada de otro hombre en la mísera choza Aquel hombre pronto dejó en mantillas al albañil en lo le pegar duro y por nada, tanto a la madre como a los hijos. Jasón decidió un día que ya estaba harto de palos que hambre se pasaba en todas partes, lo consultó con unos amigos del barrio y, convencido por sus afirmaciones, levantó el vuelo. Tenía entonces ocho años.

Durante los quince siguientes había tenido cincuenta oficios, en ninguno duró, en casi todos recibió malos ratos, nunca comió lo que se dice con exceso, recorrió una docena de estados… Una vez, el hambre le movió a endosarse un uniforme y sentar plaza, como tambor, seducido por los bélicos relatos y por los marciales desfiles. Le duraron los arrestos hasta su primera, y única, batalla, y eso que los suyos la ganaron. Después de sufrir un pánico atroz y recibir una soberana paliza de manos de un enfurecido sargento de tambores, se escabulló como pudo fuera del campamento y no paró hasta Nueva York. Desde entonces no podía oír un disparo sin sentir instantáneas ganas de correr y meterse en cualquier agujero.

No, nunca había sido una persona honorable. Sin embargo, había sabido aprender lo suficiente de la vida para lograr leer y escribir. Con ello y ciertas dotes personales había logrado mejorar un poco, pero nunca lo suficiente. Y su mala suerte quiso que cierto día, en San Luis de Missouri, conociera a un tipo que le convenció para que lo acompañara al abierto y prometedor Oeste, donde, por lo visto, uno daba una patada en tierra y salían pepitas de oro, o de plata, a surtidor abierto. Entre los dos habían desvalijado a un ingenuo tratante de ganado, al alimón con cierta señorita de conducta poco recomendable. Él, en realidad, no era que se dice un ladrón, se había limitado a una misión de ayuda y vigilancia. Los dos tomaron un tren para el Oeste, al Colorado, y en una estación de cruce done debieron detenerse unas horas por uno de los múltiples accidentes de todo género que entonces convertían el viaje en tren por el Oeste en una aventura fascinante, su amigo, que era un poco gallito, le dio por cortejar a una viajera. Muy poco, lo justo para que el acompañante de ella, momentáneamente separado para realizar una necesidad ineludible, regresara, montara en cólera y la emprendiera con él a golpes. Su amigo, además de gallito, era estúpido, estaba acostumbrado a los bajos fondos de las ciudades, llevaba un «cachorrillo» y lo sacó. El otro llevaba un 45 y lo sacó antes.

Total, que él, Jasón Davis, tuvo que encargarse de enterrar decorosamente a su amigo. Como era lógico, se quedó con sus bienes, pues ignoraba si tenía familia no era como para ponerse a buscarla. Como había perdido el tren entre unas y otras cosas, tomó el primer que llegó, uno que iba a Nuevo México. Y en Nuevo México le estaba esperando su destino…