CAPITULO XV

Con un relincho y un grito de dolor idéntico, hombre y caballo cayeron conjuntamente de modo aparatoso. El caballo pataleó unos instantes su agonía, el hombre quedó atrapado bajo el moribundo animal por una pierna y no se movió.

Allí atrás, Buck Tucker vio el desastre y enloqueció de rabia salvaje. Unas malditas mujeres, nada más que unas malditas mujeres, habían malherido a su hermano Luck, y acababan de matar a su hermano Chuck…

Tirándose a tierra a su vez, se parapetó tras un saguaro grande y disparó sobre las dos hermanas, que estaban plenamente al descubierto a unas cuatrocientas cincuenta yardas de distancia. Su primer disparo le sacó una tira de piel del hombro a Noemí, haciéndola gritar y tambalearse. Pero inmediatamente se tiró de cara, avisándole a Déborah:

—¡No ha sido nada, corre a ayudar a Abigail, yo te cubro!

Y efectivamente, disparó, pegada al suelo, contra el rabioso Buck pegándole al saguaro y forzándolo a errar su segundo disparo a Déborah y buscar mejor refugio del que tenía.

Déborah corrió agachada, sin soltar el rifle, hacia donde Abigail había caído, mientras Noemí hacía fuego con muy buena puntería sobre Buck, impidiéndole a su vez precisar el tiro. Había un centenar de yardas de carrera, pero las fuertes piernas de la moza las recorrieron en diez segundos.

Abigail había recibido un serio balazo en pleno pecho, al lado derecho, casi en el centro y alto. Uno de esos balazos que en aquello tiempos podían ser mortales… y podían no serlo, dependía de la suerte del que los recibiera, de su fortaleza y, en último término, de Dios. Estaba caída algo de costado, pero casi boca arriba, y la sangre empapaba ya su camisa, un siniestro reguero le corría del orificio de entrada hacia el cuello y el hombro. Sin embargo, no había perdido los sentidos, jadeaba espasmódicamente y tenía la mirada ensombrecida. Al ver a su hermana quiso sonreír.

—Mala… suerte…

—¡No hables! ¿Cómo te sientes?

—Mal… ¿Y… Noemí?

—Cazamos al que te dio, debe estar muerto, ojalá sea así. El otro nos está disparando, pero Noemí le tiene a raya. Voy a curarte, luego te llevaremos a casa.

—Es mejor… dejarme aquí… Me estoy sin…tiendo… bastante mal…

Se desmayó. Y creyéndola muerta, Déborah rompió a llorar.

Pero cortó el llanto de inmediato, recogió el rifle y, sin dejar los sollozos, se parapetó detrás de la roca y comenzó a disparar, rabiosamente, sobre Buck Tucker.

Cuando Buck acabó la carga de su rifle descubrió cuál era su verdadera situación. Su hermano Luck estaba seriamente herido, su hermano Chuck estaba muerto, aquellas arpías les robaron sus provisiones y a él le quedaban la carga de su revólver y una veintena de proyectiles en el cinto. Dos de las tres malditas mozas estaban allí delante disparándole, podía salir el que mató a Luck y sorprenderlo por la espalda, no le quedaba sino un caballo cojo y herido…

Curiosamente, no se engañaba con respecta a Jasón.

Este había caído en un fuerte abatimiento al ver que su impremeditada y torpe acción acababa de costarle un balazo a la viuda Casper. Atribulado, inició unas disculpas que ella cortó mientras comenzaba a desabrocharse el vestido con manos firmes, aunque con una mueca de dolor.

—Las lamentaciones no resuelven nada, señor Davis. Saque el material de curas de la alacena, tiene que ayudarme a curar esta herida.

Nerviosísimo, auto acusándose mentalmente, Jasón obedecióla, sacando de aquel lugar lo que ella le decía con voz firme.

Un tiro de suerte… porque era una rolliza matrona. El proyectil le había entrado por el lado derecho del tórax, sin lesionar las costillas, y le salió hacia la parte de atrás, sin atravesar otra cosa sino magras y grasas. Había un buen boquete de entrada y otro mayor de salida, ambos limpios, por los cuales la sangre se escapaba de modo escandaloso, manchando de rojo brillante la carne y las ropas.

—Vamos, hombre, dese prisa, no se me vaya a desmayar ahora.

—Yo…, yo… Es que… La verdad… Discúlpeme, pero…

—Pero muchacho, tenga más ánimos. Ande, dese prisa que me estoy desangrando, no es ocasión para andarse con remilgos.

No, no lo era. Estaban en la guerra, por su culpa aquellas mujeres andaban a tiros con los feroces hermanos Tucker, por su sola culpa la señora Casper acababa de recibir aquel terrible balazo…

Y él era un hombre, caramba, un hombre, no un conejo asustadizo. De acuerdo, era un hombre de paz, en su vida empuñó un arma, no sabía cómo usarlas, abominaba de toda violencia, la sangre le provocaba náuseas…, pero era un hombre, no un conejo. Y al menos tenía que tener agallas para curar la herida que con su nerviosismo provocó.

Así fue cómo, haciendo de tripas corazón, Jasón Davis curó, como Dios le dio a entender y siguiendo las detalladas instrucciones de la viuda Casper, que no se atrevía a desmayarse por miedo a quedar a medio curar, la herida, vendando el voluminoso torso de la matrona con unas cuantas yardas de tela cortada a tijera al ancho

adecuado y una gran cantidad de algodones y gasas. Finalmente, la obra de arte quedó terminada.

—Lléneme un vaso de whisky… No, mejor será que se lo llene usted, a mi deme la botella.

Aturdido, tambaleándose, con las manos ensangrentadas y sintiendo la muchísima necesidad de un trago, Jasón Davis cogió la botella de whisky de Kentucky que las Casper tenían para casos extremos, según la viuda —de hecho la señora Casper se atizaba una botella cada semana, como tónico—, y un vaso que medió de licor, tendiéndole la botella a la matrona, que se la empinó sin empacho, tragando ansiosamente mientras él bebía con no menos ansia, mirándola de reojo porque, a decir verdad, en aquel estado la viuda Casper era todo un espectáculo.

Cuando ella se sintió más reconfortada, le pidió ayuda.

—Ponga una silla junto a la entrada y ayúdeme a sentarme en ella. Vamos, hombre, no tenga empacho, que no está el horno para bollos y ya soy muy vieja.

Sus rudas chanzas de campesina sirvieron para lo que ella deseaba, sacarle los colores, y los ánimos, a Jasón. La ayudó cuidadosamente a sentarse en la silla junto a la puerta y le dejó el rifle sobre la falda, la botella en la mano.

—Traiga el vaso, volveré a llenárselo. No es la primera herida que recibo, además he parido a cuatro hijas. Usted está temblando, muchacho. Hay que tener más coraje, o se lo comen a uno… Beba y anímese. Las chicas seguro que habrán libertado a su hermana y no tardarán.

Así fue cómo Jasón Davis y la viuda Casper alcanzaron una verdadera intimidad, ésa que suele unir a un hombre y a una mujer durante el resto de sus vidas.

—Vaya, no quiero que siga poniéndose nervioso. Muchacho, pues si me hubiera conocido a mis veinte años… No es por decirlo, pero valía más que mis hijas.

Condenada mujer, y aún tenía ganas de chanzas con un balazo de todos los demonios en el cuerpo, habiendo perdido lo menos un litro de sangre…

La ayudó a disponer el rifle, de modo que pudiera manejarlo si fuera necesario y se sintió mucho más aliviado. O tal vez fueran los dos vasazos de whisky trasegados, cantidad de licor que él normalmente nunca tomó tan seguida. El caso fue que, poco a poco, Jasón Davis se sintió valiente, dispuesto a cualquier hazaña para demostrarles a aquellas estupendas y magníficas mujeres que él no era un conejo.

Entonces comenzaron a sonar los disparos allí fuera. Y buena parte de su arrojo se fundió como nieve al sol. No toda.

La viuda se puso seria en el acto.

—Esas son las chicas. Deben estar persiguiéndolas esos buharros. Vaya a ver qué sucede, Jasón, yo no puedo, ya lo sabe.

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y pidiéndole que hiciera algo digno de un hombre. Él, Jasón Davis, que hasta entonces sólo había estado dejándose mimar y proteger…

Sería el whisky… o sería otra cosa. Jasón Davis echó mano al rifle que no sabía apenas manejar y miró a los ojos ahora atentos y serios, de la matrona.

—Voy a ver qué sucede, señora Casper. Y si es preciso, a echarles una mano a sus hijas. Ojalá pueda pegarle un tiro a uno de esos Tucker.

—Así se habla, muchacho. Ande, no pierda más el tiempo.

Jasón Davis salió al combate con un ímpetu que a él mismo asombraba, con un desagradable nudo en la boca del estómago que se fue haciendo mayor y más desagradable a cada paso que daba, con un comienzo de sudores fríos que no tardaron en ser copiosos…, pero salió. Sabía que era un cobarde, que lo sería siempre, ¡qué diablos!, del mismo modo como era rubio y delgado, sin poderlo evitar. Pero también sabía que aquél era su deber, por mucho miedo que tuviera, por mucho que deseara estar a mil millas de allí ahora mismo…

Salió a terreno despejado y descubrió a dos caballos en la linde de las tierras cultivadas, comiendo unos tallos de maíz tranquilamente. Más lejos, bastante, estaban dos personas disparando. Más lejos aún, les contestaba una sola.

No necesitó demasiada imaginación. Las dos que estaban disparando desde más cerca debían ser Déborah y Abigail, sin duda fracasaron en su intentona. O tal vez no, pero Noemí había sido asesinada por los Tucker, o torturada…, tal vez fuera aquel bulto encima de uno de los caballos del maizal. El que les disparaba era uno de los Tucker. Al otro tal vez le acertaron con una bala…

Él tenía sólo una cosa que hacer, demostrar que era un hombre, no un conejo.

Corrió hacia los caballos, que apenas si le hicieron caso al verle llegar. Con cierto alivio relativo comprobó que la carga no era el cuerpo de Noemí, se acercó al caballo de silla y, como pudo, que no le fue fácil, lo cogió y lo montó.

Ya montado, comprobó que seguía el tiroteo, pero que allá delante Tucker parecía haber sido tocado, o haberse quedado sin municiones. Eso le dio más ánimos… Espoleó al caballo y se lanzó contra su enemigo, en defensa y ayuda de las generosas mujeres que tanto le habían ayudado a él ya.

Noemí y Déborah no vieron su gallardo ataque. Ambas estaban demasiado ocupadas disparándole a Buck Tucker. Fue éste quien, mientras recargaba su rifle velozmente, descubrió al jinete que venía desde los terrenos de la granja en su dirección.

Supo en el acto que era el matador de su hermano Tuck, el causante único de todo aquel desaguisado, el maldito «pies blandos» del Este. Y revolviéndose detrás del saguaro, comenzó a enviarle proyectiles.

Al sentir silbar al primero, Jasón Davis sintió como si todo el miedo que le llenaba el cuerpo se le volviera tiritona. Pero apretó los dientes y avanzó hacia adelante, disparando su propio rifle como un energúmeno, al buen tun-tun, cerrando los ojos, seguro de que iba a morir…

Noemí y Déborah oyeron aquellos disparos, notaron el giro de Buck y se volvieron, sobresaltadas, para descubrir lo más inesperado. El hombre por el que habíanse metido en aquella guerra, el delicado, guapo y nada belicoso caballero del Este del que ambas estaban enamoradas como potrancas en celo, venía en su ayuda tan gallarda y valerosamente como pudiera hacerlo el más valiente de los jinetes de la frontera.

Por un momento quedaron estupefactas, contemplando la espléndida estampa bélica de Jasón Davis, erguido y bamboleante sobre el caballo, empuñando el rifle, que a cada disparo casi amenazaba sacarlo de la silla, cargando sin pavor sobre su peligroso enemigo. Una estampa que nunca ellas iban a olvidar.

Buck Tucker no tenía ninguna razón para sentir aquella admiración. Afinó la puntería, mientras los proyectiles que disparaba Jasón volaban raudos a muchos metros de su cuerpo…

Y le metió una bala al caballo porque el noble animal, en aquel mismo instante, decidió ya tenía suficiente de llevar encima a un novato idiota, que estaba llevándolo a mal fin. Un error que le costó la vida, porque al encabritarse fue para él la bala destinada a Jasón.

Este se vio por los aires antes de comprender qué le ocurría, perdió el rifle y cayó como una rana al suelo, quedando atontado por el golpetazo, que fue de aúpa. Pero aquel golpe le devolvió el buen sentido, dejándolo pegado a tierra y comiendo polvo, tiritando y rogando por su vida al Altísimo.

Déborah había visto, creía, morir a su hermana menor. Creyó acabar de ver la muerte de su amado. De un salto, se puso en pie tras de la peña y, sin molestarse en cubrirse, apuntó y disparó.

Pegándole a Buck Tucker un balazo que acabó con todas sus ganas de pelea. Palabra.