CAPITULO II

El sol del mediodía era un ascua implacable. Ni una maldita nube empañaba el cielo. Un maldito viento reseco levantaba turbonadas de polvo amarillo sin cesar y lo metía por la boca, las narices, las orejas, hasta los poros de la piel.

Jasón iba caminando como un sonámbulo, a trompicones, loco de sed y con la lengua hinchada, rebozada en polvo amarillo que también debía tapizarle las paredes del gaznate y los pulmones, a juzgar por sus sensaciones. Le ardía la cabeza, también los pies. Se sentó sobre un peñasco, se descalzó penosamente y comprobó que le habían salido unas ampollas como habones. Lo que le faltaba, para ser el más desdichado hombre de la tierra.

Ni siquiera sabía dónde estaba, pero debía hallarse sin duda muy cerca del mismísimo infierno. Había encontrado aquel medio borrado sendero y lo tomó en la creencia de que le conduciría a un pueblo, al menos a una granja o un rancho, a algún lugar habitado donde pudieran ayudarle. Cinco horas de caminata bajo aquel maldito sol, por aquel condenado desierto, le habían quitado todas las esperanzas.

Pero no podía quedarse allí, o moriría de sed. Se rasgó el faldón de la camisa para hacerse una especie de vendaje en los pies, volvió a ponerse sus botas de ciudad y retomó la chaqueta, reanudando como pudo su avance. El maldito sendero medio borrado iba directo hacia unas colinas peladas, amarillo-rojizas, ásperas como el trato de las malditas gentes de la maldita frontera. Tenía que conducir a alguna parte…

Dos horas después, Jasón Davis habla llegado al límite de su energía. Casi no le cabía la hinchada lengua en la boca, sus pies eran una doble llaga y le producían intensos dolores que le subían hasta las caderas. Él era hombre de ciudad, o al menos de pueblo. Aun el campo civilizado podía afrontarlo, pero este desierto donde sin duda habitaba Satanás con todas sus legiones, excedía a sus fuerzas.

Entonces vio el espejismo. O tal vez no lo fuera. Se detuvo, vacilante, se refregó los inflamados ojos y volvió a mirar.

No, no era un espejismo. ¡Era un pueblo! Allí, en el collado entre las colinas, a corta distancia. ¡Un pueblo!

Jasón echó a correr, mientras pedía ayuda a roncas voces. Corría a trompicones, jadeando como un animal, tratando de llamar la atención a los habitantes de aquel pueblo para que le ayudaran. Pero allí no aparecía nadie…

Y él había pedido demasiado a sus fuerzas. De repente le dio un vahído, lo vio todo negro y se derrumbó sobre el camino polvoriento, inconsciente.

Cuando volvió en sí descubrió, más que con la mente con los sentidos, que estaba tendido boca arriba en un lugar más bien oscuro y, aunque cálido, no con exceso. Además, alguien estaba moviéndose a su lado. ¿Lo habrían atrapado ya los Tucker?

Abrió un ojo penosamente, con más miedo que otra cosa. Y casi estuvo a punto de gritar, de la impresión.

Quien estaba con él vestía ropas varoniles, pero no tenía nada de varón. Al menos, ningún hombre de él conocido presentaba tamañas protuberancias pectorales ni un dorso tan generoso. Una mujer…

Y qué mujer. Bueno, qué muchacha, porque era, a juzgar por su cara, bastante joven. Fornida, rolliza… y fea con ganas, de rojizos cabellos, la cara manchada de pecas, la nariz y el labio superior arremangados, un par de ojos azules pequeños, vivos y brillantes, unos antebrazos blancos, con pecas, pero las manos morenas y fuertes, como las de un hombre. Sus ubres habrían podido servirle de almohada bien mullida a un Hércules y su grupa… mejor no describirla. Vestía una despechugada camisa hombruna, a cuadros rojos, pardos y verdes, unos pantalones de pana con las perneras embutidas en las cañas de unas botas de cuero crudo, y se acabó. Además, llevaba un cinto de balas con un hermoso «Colt» del 44 y un recio cuchillo de caza.

Aquéllas eran las mujeres de la frontera… Jasón sintió a su pesar un escalofrío mientras se preguntaba qué le habría pasado desde el momento en que se desmayó. Se dijo que, dadas las circunstancias, lo mejor sería seguir haciéndose el desmayado, a ver si entraba alguien más y de ese modo averiguaba algo…

Pero las cosas ocurrieron de modo sorprendente. La garrida moza que estaba atendiéndole volvió a acercársele, se inclinó sobre él de modo tal que Jasón pudo sentir su aliento en la cara. Luego ella le dejó, tomó una gran cantimplora, agarró a Jasón, lo alzó sin ninguna dificultad, se lo echó al hombro y el pecho, le metió el gollete de la cantimplora entre los labios y le hizo beber un agua dulce bastante fresca. Una delicia… Estaba salvado, bebiendo dulce agua fresca.

Siguió haciéndose el inconsciente. A uno que está sin sentido no le pega nadie y estaba demasiado escarmentado.

No tuvo tiempo para adoptar una decisión. La moza volvió a soltarlo, tapó la cantimplora, la dejó a un lado, se inclinó sobre él, lo agarró por los sobacos, se arrodilló y se lo cargó a la espalda, levantándose y alzándolo como si fuera un chiquillo. Jasón conocía su propio peso, ciento cincuenta y cinco libras normalmente. Que aquella buena moza pudiera transportarlo así no dejó de provocarle asombro. Pero, además, la acción de ella era muy extraña.

Podía verle la tostada y no muy limpia piel de la cara. Era una muchacha acaso de veinte años o veintidós, a lo sumo. Una campesina, sin duda, habituada a trabajar. El revólver y el cuchillo no debía llevarlos como otras los pendientes, seguro que sabía utilizarlos. Mejor esperar y ver…

Vio que atravesaban una casa totalmente vacía de muebles, luego salieron a pleno sol. Y después, la moza lo echó encima de un mulo, montándolo a horcajadas y dejándolo caer sobre el cuello del mismo. Sudaba y resoplaba, se congestionó un poco, pero ponía un curioso ímpetu en su tarea. El cada vez más sorprendido Jasón no sabía qué pensar.

Sin embargo, pudo advertir que estaban en la calle de un pueblo. Un pueblo extrañamente vacío, solitario, sin nadie más que ellos en todo lo que él podía abarcar. ¿Dónde estarían los habitantes de aquel pueblo?

La amazona montó a la grupa, a horcajadas, le cogió con un brazo pasándoselo por el pecho, se lo echó encima, tomó las riendas y habló por primera vez:

—A casa, «Lindo», y con cuidado, que llevamos una estupenda carga.

Tenía una voz recia, pero joven y no desagradable. Tampoco resultaba desagradable, mirándolo bien, el contacto de su rotundo cuerpo. ¿No estaría él teniendo otra pesadilla?