CAPITULO VI
Mientras todo eso acontecía en el mundo exterior, en su actual limbo Jasón comenzaba a verse en aprietos.
Las hermanas Casper habían decidido levantar la veda por propia voluntad. Comenzó Abigail, la más audaz de todas, la más joven, la que por lo mismo tenía que darse aire si quería acapararlo. Ella respetaba y obedecía a su madre, pero no estaba dispuesta a quedarse sin galán. Después de todo, era mujer y ya se sabe cómo son las mujeres.
Jasón tuvo su primera escaramuza la mañana del duodécimo día después de su llegada a la granja en brazos de Déborah. Había salido de la casa a estirar un poco las piernas, pudo ver a Déborah con un azadón en la mano, tapando bancales recién regados con agua del pozo-noria que les permitía sostener el pequeño oasis, también vio cómo Noemí andaba atareada recogiendo peras y melocotones en un gran cesto. A quien no vio, al pronto, fue a Abigail, que tenía aquella mañana a su cargo, entre otras cosas, la tarea de atender cerdos, gallinas y animales de labor, a la vaca de leche…
Fue ella quien lo descubrió y en el acto la asaltaron los impulsos. Ni corta ni perezosa, le chistó, llamándolé. Sin imaginarse lo que le esperaba, Jasón acudió, dócil, pensando que ella iba a pedirle alguna pequeña ayuda.
—Usted dirá, Abigail…
—Tengo mucho trabajo aquí, en el establo. Si quisiera echarme una mano se lo agradeceré mucho, señor Davis.
—No faltaba más…
Los conocimientos granjeríles de Jasón eran ciertamente muy escasos, pero no su buena voluntad. Entró, pues, en la cuadra y miró alrededor.
—¿Qué hago…?
—¿Cuántas novias ha tenido, señor Davis?
—¿Qué? ¿Cómo? ¿No… novias?
—Sí, hombre, novias. No irá a decirme que nunca abrazó a una muchacha y la besó.
—¡Ejem! Pues…, pues yo… Verá, señorita Casper, yo… Es una pregunta muy embarazosa…
—No me diga. ¿Y por qué me llama señorita Casper? Llámeme Abigail y yo le llamaré Jasón.
—Sí… Bueno, sí…
Aquello comenzaba a pasarse de castaño oscuro, pensó Jasón notando la mirada, la sonrisa y la expresión de la moza, que por cierto le bloqueaba la salida. Comenzó, mientras hablaba, a retroceder hacia la pared del establo, al tiempo que su cerebro se ponía a buscar una vía de escape decorosa.
Pero Abigail estaba lanzada. Y cuando una mujer se lanza, pues eso.
—Yo nunca he tenido novio. Como soy la más joven de las tres, cuando algún hombre viene les toca a mis hermanas, de modo que me quedo siempre sin probarlo.
—¿Sin… probarlo?
—Quiero decir que es a ellas a quienes besan, nunca a mí. ¿Le parece a usted bien eso, Jasón? Ya soy una mujer, ¿no cree?
Seguro. Y qué mujer… Sudando ya, Jasón graznó:
—Claro…, claro que sí…
—Y tengo derecho a ser tratada en pie de igualdad con mis hermanas. Usted es un caballero, sin duda tiene mucha experiencia, Jasón. Dígame, ¿acaso es malo que una chica de dieciocho años quiera ser besada y abrazada, para saber qué es el amor?
—Pues… Yo… La verdad, yo…
—¿Por qué no me da un beso, Jasón?
-¿Yo…?
—Naturalmente. Ande, no sea tímido. Yo le dejo, de veras.
Avanzó. Y Jasón retrocedió. ¡Demontres con la moza, qué ideas se le ocurrían! Besarla…
Su espalda chocó con la pared, dándole la medida exacta de sus posibilidades. Trasudando, temblando, y no metafóricamente, porque intuía de repente lo que se le echaba encima, balbució:
—Por favor, Abigail, sea sensata… Eso no está bien… No sería honesto por mi parte… Usted es una señorita… Una doncella… Sería pagar su hos… ¡Señorita Cas…! ¡Mmmm…, mmmmm…!
Abigail se había lanzado al ataque con todo el fogoso ímpetu de dieciocho años sanísimos, fortísimos y repletos de inocentes fantasías. Medía un metro con setenta y ocho centímetros de estatura, pesaba sus buenos ochenta quilos, ya se ha dicho que muy bien repartidos, carnes duras y prietas, de campesina avezada a toda suerte de trabajos rudos. Agarró a Jasón Davis como si fuera un dulce, lo inmovilizó con sus potentes manos, lo aplastó contra su abundoso pecho y lo besó con tanto ímpetu, tan escasa habilidad y tantas ganas, que el apabullado galán se sintió como si lo hubiera atrapado una estampida de cornilargos, valga la metáfora. Arrollado, descabalado, demolido.
Cuando Abigail se cansó, momentáneamente, de achucharlo, Jasón no tenía una pizca de aire en los pulmones, le dolían las costillas de los apretones y estaba mareado. Por lo pronto, pidió gracia de modo lastimoso, buscando rellenar los pulmones y recobrar algo de la perdida estabilidad. Aquello no se parecía absolutamente en nada a sus otras experiencias amorosas; comparadas con Abigail Casper, las mujeres que trató a fondo en el lejano Este eran delicadas flores, suaves brisas, infelices convencidas de dominar a un hombre con sus arrumacos… Esta amazona, esta campesina, atacaba con el ímpetu de un escuadrón de jinetes veteranos, no besaba, demontres, devoraba, succionaba, mordía; no abrazaba, aplastaba. Y sólo había sido el principio…
—Estoy enamorada de usted, Jasón. Sueño con usted todas las noches, Jasón. Quiero que me quiera, Jasón. Béseme, Jasón.
No eran suspiros, ni dengues, ni mimos. De eso, nada. Era un tornado del desierto envolviéndolo. Ni el varón más pintado habría podido poner freno a los ímpetus de la garrida moza.
—¡Pero, hombre, haga algo!
Hacer algo… Claro que lo haría, si pudiera. Correr, poner tierra por medio. Y no era que él fuese un gallina en tales lides, no, ni tampoco que las mujeres le disgustaran. Además, dejando aparte su cara…, cerrando los ojos…
Pero él siempre tomó la iniciativa en tales juegos, al menos se lo permitían creer. Abigail Casper le había dado la vuelta a la tortilla pura y simplemente; allí, era ella quien llevaba los pantalones, de hecho y de derecho. Francamente, sentirse como una tímida doncella acosada por los ímpetus de un prepotente galán era una experiencia de lo más nuevo para Jasón Davis.
Por fortuna suya, la señora Casper conocía a sus hijas. Y apareció en el momento más oportuno, cuando el atribulado Jasón veíase al borde mismo de algo que, en todos los tiempos, se supone, incluso por los legisladores, que sólo puede ocurrirles a las castas y tímidas doncellas.
—¡Abigail Casper!
La desatentada moza oyó a su madre, respingó y soltó a Jasón, para volverse entre enrabietada y compungida. Presentaba un aspecto de lo más sugestivo para unos ojos imparciales, caramba.
—¡Venga usted aquí, desvergonzada!
Dócil, tragándose el mal humor, la muchacha obedeció mientras Jasón procuraba reponer fuerzas y recomponer su atuendo con nerviosas manos.
—Sí, madre, lo sé, me he portado mal, desobedecí…
¡Plaf!
Fue un bofetón que, de recibirlo Jasón, habría ido al suelo. Abigail no se movió, ni tampoco lloró. Sólo se le amorató un poco más aquel lado de la cara, ya de por sí sofocada por los ímpetus de su sangre joven y fogosa.
—¡Ve a la casa y espérame allí!
Agachando la cara… y mirando furtivamente con avidez a Jasón, la muchacha obedeció la orden. Entonces la señora Casper dulcificó de modo notable su expresión y su voz, acercándose al ahora algo nerviosillo Jasón.
—Perdónela, señor Davis, es una descarada y una salvaje esta hija mía. La falta de su padre, soy demasiado blanda… Pero es que las pobres ven hombres tan poco a menudo, y sobre todo hombres como usted… Muchas veces me lo digo, tengo que encontrarles un buen marido antes de que pierdan la cabeza y cometan una tontería irreparable… ¿Se siente bien? Esa locuela…
Eran palabras, y era una actitud, asombrosas, pero Jasón se dijo que no era él quién para juzgar a la señora Casper. Después de todo, las costumbres de la frontera no se parecían mucho a las de las poblaciones civilizadas, precisamente por eso él estaba ahora allí. Procurando hacer de tripas corazón y ponerse a sotavento, balbuceó unas explicaciones que la señora Casper cortó y completó de manera no menos curiosa:
—No necesita decirme nada, muchacho, yo me hago cargo, también fui joven y me puede creer, no me faltaban pretendientes… Dos semanas aquí, sin hacer otra cosa sino comer y descansar, alborotan la sangre; Abigail es una muchacha muy agradable… Pero tiene que prometerme ser más comedido, muchacho, no dejarse llevar por sus impulsos. Sería tremendo que hiciera perder la cabeza a una de mis niñas…
Y eso se lo decía como si él fuera su hijo bien amado y ellas unas picaras atolondradas. ¿Sería aquélla la filosofía de los mormones? Se parecía un poco a la conducta de las madres civilizadas con gran interés en «colocar» a sus hijas casaderas, pero si de algo estaba seguro Jasón después de dos semanas viviendo con las Casper era de que aquellas mujeres no utilizaban en ningún caso la hipocresía. De hecho, los modales de las hijas eran totalmente masculinos; también, hasta cierto punto, su mentalidad, lo demostraba cumplidamente el trato que le daban. Allí, él era la doncella, no cabían dudas.
Prometió, nervioso, a su anfitriona que no volvería a dar ocasión a Abigail para que repitiera su intentona y la señora Casper pareció quedarse satisfecha, le dejó solo.
Solo… y pensando, por una de esas jugarretas de la mente, en que, del cuello para abajo y en grandes proporciones, la anatomía de Abigail Casper no era, ni muchísimo menos, despreciable. Si uno cerraba los ojos…
Pero ésos eran pensamientos demasiado pecaminosos para expresadlos con detalle.
Fueron demasiado gráficas las expresiones de la viuda Casper a su hija menor para trasladarlas a la letra impresa, que debe ser, dique por «divino» deseo, únicamente representante gráfica de aquello que las gentes del orden consideran digno de ser transmitido a la posteridad. Sin discursos, sus pensamientos cara al público, sus normas de moral, por ejemplo.
Lamentablemente, si hay que ceñirse algo a la verdad es fuerza repetir que las hermanas Casper habían nacido, y se habían criado, en la salvaje Arizona, vivían en mitad del desierto y la presencia de un hombre joven era para ellas algo así como maná, como un pozo de agua dulce, como una ternerita de seis meses para un lobo famélico. Abigail escuchó el maternal rapapolvo con mucho respeto, pero sin pizca de arrepentimiento.
—Pero madre, Jasón me gusta mucho y besarlo y acariciarlo es de lo más agradable. ¿Qué de malo hay en eso?
Su madre sabía mucho mejor que ella, y que cualquier trasnochado moralista, lo que de bueno y de malo había en tales juegos.
—Os dije a las tres que no deberíais espantarlo, y tú casi lo has hecho. Al muchacho no hay que forzarle la voluntad, que se aficione a vivir entre nosotras como Dios manda, y luego, aquella a quien yo decida, se casará con él.
—¿Y a las otras que nos parta un rayo?
—Eres la menor y la que más puede esperar. Ya se pondrán otros a tiro.
—Y saldrán huyendo en cuanto les digamos lo que queremos. Los hombres son cobardes, madre, usted lo sabe. No les gusta tener responsabilidades, atarse a una mujer y criar a unos cuantos hijos. Hay que acorralarlos, obligarles, y aun así no resulta fácil. Pero a mí Jasón me gusta mucho y estoy segura de gustarle; en cuanto se le pasó el primer susto comenzó a perder la timidez…
Sí, las Casper tenían un lenguaje de lo menos diplomático posible. Mejor dejarlo, no se vaya alguno a escandalizar. Pero conviene remachar que ni Abigail ni sus hermanas ponían pizca de malas intenciones, de retorcimiento o turbiedad en sus palabras y sus acciones. Ellas eran como fuerzas de la Naturaleza, respondían a las llamadas del instinto tal y como lo hacen todas las primaveras las hembras de todas las especies. Eso tan bonito que los biólogos denominan, creo, «instinto de continuidad».
Una buena definición, caramba, para expresar lo oficialmente inexpresable. Es científica…