CAPITULO III

La verdad era que padecía una bonita insolación, aparte un profundo agotamiento. No lo notaba, pero más se encontraba allá que acá. Y volvió a desmayarse apenas iniciaron la marcha por la solitaria calle del poblado.

La voz de la amazona, sonando alegre y alta, le despertó de su desmayo:

—¡Noemí, Abigail, madre! ¡Mirad lo que traigo!

Despabilándose, Jasón abrió los ojos y miró.

Vio un vergel, un oasis. Una casa, una granja, árboles, huertas… y mujeres. Y no era un espejismo.

Tres mujeres venían hacia ellos a través del patio delantero de una recia casa de piedra pura, de una sola planta, pero bastante grande, con una serie de edificaciones auxiliares, sombreada por dos corpulentos olmos. En aquel patio habla gallinas y un cerdo grande, con varios más pequeños, pequeñitos. También había dos mulos atalajados, con un arado. Y una carreta a un lado. Una buena granja…

Dos de las mujeres venían corriendo. Eran mujeres, pero vestían como hombres y al tenerlas más cerca Jasón supo que eran las hermanas de su benefactora. Idénticas a ella, una algo mayor, la otra algo más joven. Fornidas, rollizas… y feas con ganas. La que venía más despacio era una mujerona no menos recia, vestía de mujer y tenía los caballos algo grises, aparentaba unos cincuenta años. La madre. ¿Por dónde andarían los hombres de la casa?

—¡Un hombre!

—¡Y joven! ¡Y guapo, aunque parece bastante estropeado! Ayudadme a bajarlo.

—¿Dónde lo has encontrado, Deborah? ¡Por todos los profetas, sí que es guapo!

—Me lo encontré en el pueblo minero. Había ido hasta allí a por alguna madera, como sabéis. De pronto escuché voces pidiendo auxilio y vi venir por el camino a un hombre tambaleándose, que se cayó de bruces a corta distancia de las primeras casas. Corrí tan aprisa como pude y me lo encontré. Ha debido venir lo menos desde la vía, o quién sabe, tenía la lengua hinchada por la sed y debe haber cogido una insolación porque no vuelve en sí, aunque traga el agua y de cuando en cuando desvaría. Creo que anda huyendo de alguien.

—No es un oesteño. No lleva armas, ni cinto, y estas ropas son de ciudad. ¿No viste a nadie más?

—A nadie. Pero, por si acaso, me lo he traído. Hice bien, ¿verdad, madre?

—Sí que lo hiciste. Es un buen mozo, demasiado flaco, pero eso se podrá ' arreglar. Ahora hay que llevarlo a la casa, meterlo en la cama y cuidarlo; las insolaciones son malas. Vosotras, cogedlo y entradlo.

A pesar de todo, Jasón aún creía estar en una pesadilla. No era posible que en ninguna parte del mundo existieran mujeres así…

Antes de que pudiera reaccionar, una de aquellas amazonas lo agarró por los sobacos, la otra por las rodillas, y se lo llevaron a su casa como si no pesara apenas. La madre las precedía y la que lo descubriera se quedó a meter su mulo en la cuadra.

Lo entraron en una gran habitación sorprendentemente fresca, limpia y confortable, pero no le dejaron allí, sino que la madre ordenó:

—Metedlo en el cuarto de vuestra hermana.

—¿Y por qué ahí?

—Ella se lo ha encontrado.

Era un cuarto amplio y confortable, con una cama sólida, limpia. Lo dejaron boca arriba, con cuidado.

—Es guapo de veras, madre. ¿Quién será?

—Ya lo sabremos cuando despierte. Id a traer agua y una toalla, para lavarlo.

—Te ayudaremos.

—Eres una desvergonzada, Deborah Casper. Una mujer no lava a un hombre si no está casada con él.

—Pero tampoco tú estas casada con él.

—Estuve casada con vuestro padre, no me va a asustar este muchacho.

—Ni a nosotras tampoco madre, de veras. Además, está desvanecido, no se enterará. Anda, déjanos.

¿Qué hacer, despertar y dejar sentado que no necesitaba ayudas de tal índole?, Aquellas mujeres parecían de armas tomar; estaba muy débil, mareado, a su merced… Lo mejor sería callar la boca, cerrar los ojos y esperar, a ver…

Jasón Davis había vivido muchas aventuras ciertamente, pero ninguna como aquella. Cuatro amazonas, tres de ellas jóvenes, sirviéndole de camareras con gran solicitud…

Y no, desde luego no era una pesadilla.

Era una bonita insolación. Estuvo setenta y dos horas delirando, más tiempo inconsciente que semi-inconsciente. Cuando por fin recuperó de veras la lucidez, lucía una mañana clara, espléndida, allí fuera, y una de las hermanas —no podía saber quién— entraba en el cuarto con un tazón de leche humeante. Al verle con los ojos abiertos y aire de haber recuperado la normalidad mental, aquella moza sufrió una transformación súbita que mucho habría preocupado a Jasón de haber estado realmente en sus cabales.

—¡Madre, se ha despertado!

Luego corrió a dejar el tazón sobre la mesa y se le vino encima literalmente. Jasón inquirió, nervioso:

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?

—Abigail Casper. Mi hermana lo encontró hace tres días en el pueblo minero y nos lo trajo a casa. ¿Cómo se encuentra?

—Apártate, Abigail. Buenos días, muchacho. Ha estado usted muy mal, pero Dios no ha querido que muriera. Atrapó una buena insolación.

—Sí, señora…

—Abigail, ve a avisar a tus hermanas. ¿Qué tal esos ánimos, muchacho?

—Pues… bien. Supongo que debo agradecerles…

—Nada nos tiene que agradecer, olvídelo. ¿Cómo se llama?

—Jasón… Jasón Davis…

—Es un «pies blandos», ¿verdad?

—¿Cómo?

—Quiero decir que no es de por aquí. Su ropa lo delata.

—Sí, sí, señora. Soy del Este, de Connecticut. Yo…, yo vine al Oeste a trabajar como contable…, contable en unas minas…

—Y ha matado a un hombre. No se sobresalte, ha estado hablando mucho, desvariando, estos días, pero no tiene nada que temer en nuestra casa. Parece ser que no quería matarlo.

—¡Oh, no, no, señora! Yo…

Se detuvo, porque las tres hermanas Casper entraban en tromba por la puerta y, con su madre, parecieron llenar la habitación. Venían por igual ansiosas, sonrientes, nerviosas y opulentas. En un instante lo aturdieron con sus preguntas, hasta que su madre las mandó callar.

—El señor se llama Jasón Davis. Esta es Deborah, la que lo encontró, y esta Noemí, la mayor. Ahora puede hacernos su relato, pero antes se tomará este tazón de leche, necesita alimentarse, hijo, está en los puros huesos.

Sólo entonces advirtió Jasón que estaba vestido con un camisón de mujer por toda prenda. La constatación le hizo quedarse sin aliento y tragar saliva penosamente. La señora Casper era gallina vieja, captó de inmediato sus pensamientos y le dijo con picardía sin pizca de remilgos ni malas intenciones:

—Esa camisa es de Deborah, pero fui yo quien se la puso. No tiene que preocuparse por tan poca cosa.

No, claro que no, no faltaba más… Haciendo de tripas corazón, Jasón Davis contó a su atento auditorio el encadenamiento de desgracias que lo habían conducido hasta allí.

—Les juro que no hice trampas, nunca lo he hecho… Tuve que esperar en aquel pueblo a la diligencia que debía llevarme a mi punto de destino, pero se retrasó. Entré en aquella partida precisamente porque me lo pidió aquel energúmeno…

Cuando hubo terminado, la señora Casper tenía una mirada que, de haber estado él más normal, sin duda lo habría puesto en guardia.

—Muchacho, le voy a decir una cosa. Dios encaminó sus pasos hasta mi casa, para salvar su vida y enseñarle un nuevo y hermoso camino. Sí, porque esos hermanos Tucker son la peor gente del mundo, pistoleros, matones, asesinos sin entrañas. Seguro que estarán ya buscándolo como lobos, para darle muerte sin atender a razones. Y también ese primo suyo, tan malo como ellos y además alguacil.

Era lo que faltaba al atribulado Jasón.

—¿Cuántos años tiene, muchacho? ¿Tiene familia?

—Acabo de cumplir veintitrés años, señora Casper. Y sólo tengo unos tíos, allá en Connecticut; soy huérfano…

—También mis hijas son huérfanas. Nosotras vivimos aquí, solas, aisladas del mundo, desde que se agotaron los filones en las colinas y la gente abandonó el pueblo minero. Nadie viene por aquí, nos rodea el desierto, el pueblo más cercano está a veinte millas. Pero esta es nuestra casa y éstas son nuestras tierras, aquí está enterrado mi marido, el padre de las niñas, por eso nos hemos quedado. Lo que deseo decirle es que aquí está a salvo de esos Tucker; no se atreverán a venir y si vienen les daremos su merecido. Usted, ahora, se quedará quietecito en la cama, reponiéndose; ya veremos después lo que se hace…

Hablaba como una madre bondadosa, su mirada y sus palabras eran miel pura. Y Jasón estaba demasiado débil, había sufrido últimamente demasiados sobresaltos. Cualquier refugio le valía, con tal de no ser encontrado por los hermanos Tucker y su primo, el alguacil…

La señora Casper sacó a sus hijas de la casa, al patio, para que él no pudiera escuchar sus palabras.

—Escuchadme bien. Este «pies blandos» es un buen muchacho, de eso no cabe duda, y también de que no es hombre de empuje. Pero vosotras no necesitáis a un hombre de empuje, sino a uno que sea cariñoso, para plantar cara a las dificultades nos bastamos y sobramos. Ahora lo que hay que pensar es en cómo lograremos que acepte quedarse y casarse con una de las tres.

—Conmigo, que me lo encontré.

—¡Yo soy la mayor!

—¿Y eso qué importa? También a mí me gusta.

Se armó la zaragata fraternal. Pero la madre la cortó en seco.

—¡A callar! Se casará con quien yo diga. Pero antes hay que convencerle. Y tengo un plan. Escuchadme atentamente.

Habló, y sus hijas escucharon. Luego, Noemí expuso sus dudas.

—¿Y si hace como los otros, madre? Sabe que escapan en cuanto les hablamos de eso.

—Este no podrá escaparse, tonta. Ya le habéis oído, mató a un tipo de pelo en pecho que tiene tres hermanos famosos por sus malas pulgas y a un primo alguacil.

—Pero fue por accidente…

—También tú eres lerda, Deborah. Basta con verle para darse cuenta de que ese muchacho no sería capaz de matar a una mosca. Además, es un «pies blandos», un recién llegado. Si le metemos el resuello en el cuerpo, antes que arriesgarse a salir de aquí y tropezarse con esos Tucker, será capaz hasta de casarse con vosotras tres.

—¡Hum! ¿Sabe, madre? No sería mala idea…

—No os duraría ni seis meses, el pobre. Aunque, no sé, esos alfeñiques engañan; vuestro padre no me llegaba al hombro y pesaba ciento sesenta libras, pero supo tenernos contentas a sus tres esposas y engendrar en nosotras catorce hijos. Si no hubiera sido por aquella malhadada pulmonía que se lo llevó en plena juventud…

—De todos modos, no estoy conforme. Lo quiero para mí sola, vosotras os buscáis otros.

—¡Eres una mala hermana y una ansiosa, Deborah Casper!

—¡A callar! Ya he dicho que yo decidiré lo que ha de ser. Y vosotras me obedeceréis a rajatabla, recordad que por andar cada cual a lo suyo y acosarlos demasiado, se os han escapado ya muchos hombres. Este no se va a escapar así como así, pero para ello necesitamos actuar con astucia y con tacto. Os diré una cosa. Cuando venga el obispo, dentro de unas semanas, Jasón Davis se casará con una de vosotras, o no me llamo Elizabeth.

Ignorante de tamaña conspiración contra su persona, Jasón se había dormido profundamente. Cuando despertó ya era pasado el mediodía. Y no tardó en ver aparecer a Noemí Casper.

Sin ropas masculinas, vestida con un traje amarillo, de mangas cortas y ajustado corpiño. Era la de busto menos voluminoso de las hermanas. Pero a fuerza de justos, tanto ella como Deborah y Abigail tenían cuerpos bien proporcionados, nada desagradables. Eran sus caras, sobre todo, aquellas narices chatas y respingonas, aquellos ojos azules brillantes y pequeños, aquellas caras pecosas y aquellas bocas abultadas, reveladoras de un temperamento de lo más repleto de iniciativas en determinado sentido. Feas con ganas, sí. Mal formadas, no.

Y tampoco unos marimachos, sino todo lo contrario, de lo más femeninas, aparte de no tener ni idea de lo que significaba la gazmoñería coqueta y astuta. Con una sonrisa cálida, promisoria y abierta, Noemí le preguntó qué tal se sentía, si tenía apetito, y acto seguido le metió tal cantidad de comida, por cierto sustanciosa y muy bien guisada, encima de la mesa que habría bastado para saciar a tres tipos de buen apetito.

—Nada, nada, tiene que alimentarse para recuperar fuerzas, parece un pincho de cacto…

Sinceramente, estaba mucho mejor vestida de hombre, con el cabello recogido en gruesa y medio despeinada trenza, algún que otro manchón en cara y brazos. Pero no lo sabía y, como todas las mujeres normales, creía a pies juntillas que el vestido que llevaba puesto la favorecía. Habíase mirado treinta veces al espejo, lo que no hacía nunca, antes de entrar a ver si Jasón se había despertado.

—Estese quietecito, tonto, si no puede con su alma, de flojo que está. Yo le ayudo, no tengo ninguna prisa, ni otra cosa que hacer.

¿Había modo de negarse? Jasón no lo halló. Además, comenzaba a sentirse abrumado por la cariñosa solicitud de las hermanas Casper…, y por la abundancia de su anatomía. Con idéntica despreocupación que sus hermanas por los posibles malentendidos, o consecuencias de su actitud, Noemí sentóse en el borde del lecho —que crujió de manera quejumbrosa—, levantó a Jasón, echándoselo para ello encima con mucha calma, teniéndolo así abrazado le acomodó los almohadones… y cuando lo dejó reclinado en ellos ya Jasón sudaba frío, necesitaba el alimento. Ella se lo fue dando con tanto mimo como si se tratara de su hijito enfermo. Le troceaba el excelente pan, recién horneado, le daba a cucharadas el sustancioso caldo de gallina, le despiezaba y desmenuzaba la carne…

Jasón Davis nunca había sido de damas tan bien servido. De un lado, todo aquel mimo le placía mucho, del otro lo ponía muy nervioso. Y además, la absoluta precisión de mirar incesantemente a los abundosos encantos físicos de su enfermera, porque ella no le dejaba otra salida…

—Mis hermanas están en las huertas y en lo demás. Nosotras cuatro nos cuidamos de todo, no tenemos hombre que nos ayude desde que nuestro padre falleció… Yo soy la mayor, tengo veintidós años. Deborah tiene veinte y Abigail dieciocho, casi diecinueve… Nosotras somos mormonas, nuestra madre fue la tercera esposa de nuestro padre, tenemos diez medio hermanos, todos ya casados, pero la mayoría viven bastante lejos… No nacimos aquí, sino en Utah, pero vinimos hace quince años, antes de la guerra civil. Fueron duros tiempos, los apaches eran los amos de toda la región, a menudo tuvimos mis hermanas y yo que coger las armas para ayudar en la pelea…

Jasón escuchaba y trataba de hacerse una composición de lugar. AI parecer había ido a caer en el último rincón del mundo, en manos de la gente más extraña y misteriosa, los mormones. Él había oído algo sobre los mormones y sus descabelladas costumbres, por ejemplo aquella de la poligamia, tomándolo siempre por exageraciones. Y ahora estaba en una granja perdida en mitad del salvaje desierto, con cuatro mujeres y ningún hombre. Y tanto aquella que ahora lo alimentaba como sus hermanas, sin lugar a dudas, sentirían las mismas necesidades que cualesquiera otras muchachas de su edad. Demontres, como se les ocurriera ir a enamorarse de él estaba listo…

Casi resultaba mejor afrontar a los hermanos Tucker.