CAPITULO VIII
El cálido sol de octubre caía sobre los álamos de hojas áureas en las laderas y las márgenes del río. Más arriba, los pinos ponían manchones verdes sobre la roja y blanca carne de los montes. Aún más arriba, las grandes nubes perezosas caminaban por el cielo...
Sol Lester estaba sentado sobre una roca, a la salida norte de Buckskin y a un lado del camino que llevaba a las minas y los montes. Sus labios sostenían con negligencia un cigarrillo y sus ojos contemplaban el paisaje con el regodeo puesto en su espíritu por siete años de prisión.
Prefería verse así, solo y en libertad, que andar paseando por la calle Mayor de Buckskin cambiando saludos con unos y otros. La gente no le gustaba. El era un lobo solitario, accidentalmente convertido en perro guardián.
Una fila de carretas de mineral bajaban al paso cansino de las mulas. Unos mineros retomaban a sus “placeres” de las montañas, cargados con abastecimientos. En las huertas roturadas junto al río, algunos hombres y mujeres mejicanos se afanaban en conseguir cosecha. Todo estaba en paz.
En los cinco días transcurridos desde su nombramiento, la paz se había mantenido bien en Buckskin. Apenas si un par de riñas de taberna, de pocas consecuencias, y un tiroteo absolutamente legal en la calle Mayor, entre dos tipos que se tenían ojeriza. Por lo demás, calma completa.
Se estaba bien en Buckskin, sobre todo después de comprobar que por allí no parecía haber ningún conocido de Sol Lester. Era grato, y dejaba una rara sensación, verse saludado por los ciudadanos respetables como al pilar de la Ley, él que pasó media vida conculcándola o pagando por haberlo hecho. Un hombre de la Ley, él...
Se quedó mirando las evoluciones de una pareja de cuervos sobre el valle. Luego suspiró, sacó la bolsa de tabaco y lió despacio un cigarrillo. Estaba encendiéndolo cuando sus ojos cayeron sobre la figura femenina que remontaba la opuesta ladera, hacia el cementerio de la población.
Se la quedó mirando con fijeza. Durante todos aquellos días fueron pocas las ocasiones que tuvo de hablar a solas pon Lois Duval. Ella parecía estar ahora esquivándolo. Por otra parte, era cierto que muchos hombres de peso en Buckskin andaban rondándola con propósitos matrimoniales. Hombres que no verían con buenos ojos su intromisión.
Se levantó pausadamente, dudó un poco y luego se encaminó hacia la opuesta ladera. Le movía un impulso instintivo, el mismo que le hiciera quedarse en Buckskin y aceptar la estrella de sheriff sólo porque aquellos ojos aterciopelados de sereno mirar lo habían contemplado con fijeza.
El era un hombre, al fin y al cabo. Mujeres como Lois Duval entraban pocas en la vida de un hombre. Penélope... ¿Por qué no? Ella pudo estar esperando por un fiero guerrero que le sirviera de apoyo contra aquella caterva de admiradores y le diera lo que toda mujer ansia poseer. Sólo que él, si podía adjudicarse el título de fiero guerrero con justeza, carecía de todas, esas dotes necesarias para hacer feliz a una mujer.
Atravesó el polvoriento camino y subió el repecho hada el cementerio. Alzábase éste sobre una lomita a corta distancia de la población y estaba bastante bien surtido de tumbas. Incluso, a un lado y algo apartadas del resto, las muy recientes de Coleman y su pandilla.
Lois Duval estaba parada junto a una de las tumbas. El, Lester, había oído algo acerca del hombre que yacía allí. El y ella llegaron juntos a Buckskin año y medio antes. Al parecer, eran hermanos o algo así. Como quiera que fuese, tres semanas después de su llegada él murió, alevosamente asesinado por un granuja que quería robarle la cartera. Lois Duval mató por su propia mano al asesino, veinticuatro horas más tarde, sin que le temblara la mano al empuñar el revólver vengador. El sheriff que entonces había en Buckskin era precisamente amigo del muerto. Cuando quiso detenerla hubo un motín, y el hombre terminó colgando delante de la puerta de su propia oficina. Un Comité de ciudadanos reunido a toda prisa en el local de Mac Donald decidió por unanimidad que Lois había obrado con entera justicia, la felicitó y anunció a los cuatro vientos que la joven quedaba en adelante protegida por ellos. Lois les agradeció cortésmente sus buenas intenciones, pero añadió que sabía protegerse perfectamente sin ayudas. Y nadie lo puso en duda.
Luego, ella se dedicó a jugar. Tenía suma habilidad, sangre fría y las otras condiciones necesarias; nadie pensó en Buckskin que ella acababa de escoger una extraña y arriesgada profesión. Desde el primer día, su mesa en el “Golden Vulture” se vio frecuentada por hombres que preferían perder su dinero contemplando sus hermosos ojos. Pronto algunos de entre ellos comenzaron a hacerle la corte, pero Lois se mostró a todos por igual de esquiva. Nadie sabía gran cosa acerca de su pasado, ni a nadie le preocupaba averiguarlo.
Lois le oyó llegar cuando ya estaba a pocos pasos, se volvió a mirar y al reconocerlo se le colorearon las mejillas. Lester notó que se ponía muy tiesa.
—Hola —saludó, llevándose la mano al sombrero y quitándoselo con gesto pausado—. La vi subir y pensé que era una buena ocasión para charlar un poco con usted.
—¿Está al acecho de las ocasiones?
—No siempre. Esta vez ha sido pura casualidad.
Los ojos femeninos estaban llenos de sombras. No sonreía en absoluto.
—Pudo pensar que yo no desearía hablarle,
—Lo pensé.
—Y vino. Es claro que usted siempre hace lo que le acomoda.
—No siempre.
Algo en su tono hizo que ella se mordiera los labios. Luego habló desviando la mirada:
—Ya terminé lo que vine a hacer. Regreso al pueblo.
—Bien.
Ella echó a andar. El la imitó. No hablaron hasta verse fuera de las tumbas.
—¿Qué tiene que decirme?
—¿Por qué me rehúye?
—No tengo ningún interés en su amistad.
—Nada le hice. ¿O acaso mi pasado?
—¿Por qué aceptó esa estrella?
—Por usted.
Lois se detuvo en seco y lo miró con fijeza, mientras apretaba la expresión.
—Escuche señor Lester...
El la interrumpió:
—Escuche usted. No quiero que equivoque el significado de mis palabras. Dije “por usted” y es la pura verdad. Usted me provocó con su actitud, con su mirada, con todo. Por algún motivo que ignoro, deseaba que me quedase aquí. Y me he quedado. No estoy enamorado de usted, en realidad, nunca lo, estuve de ninguna mujer. Hubo una que me llevó a creer lo estaba de ella, pero tuve tiempo de desengañarme. No soy hombre para vivir en una casa, cultivar su tierra y criar hijos. Soy un lobo, como tal he vivido e imagino que así moriré. He tomado en mis tiempos a las mujeres como al dinero, por la fuerza. Hoy pienso de otro modo, pero es muy tarde para desandar el viejo camino. Usted me gusta mucho, per9 ignoro por qué. Conozco su historia, al menos la que todos saben en Buckskin, sé de los hombres que la cortejan pidiéndola en matrimonio. Yo no lo haré, ¿comprende?
—Muy bien —ella se había quedado pálida y respiraba entrecortadamente—. Y le agradezco su sinceridad. Por lo que a mí respecta, sé qué clase de hombre es y lo que de usted se puede esperar, no lo provoqué para que se quedara, y si se marcha hoy mismo me dará una gran alegría. No tengo el menor interés en convertirme en loba y madre de lobeznos.
Quedaron mirándose en silencio. Lester alargó la diestra y la cogió por el brazo, apretando. Ella no hizo por desasirse, pero heló la expresión. Lentamente, él la soltó.
—Tiene temple —dijo roncamente—. Mucho. ¿A qué saben sus besos?
—No le importa ni nunca lo sabrá.
—Podría besarla ahora mismo, aquí, si se me antoja.
—Pruebe a hacerlo.
Lester tragó aire lentamente. Después denegó con la cabeza:
—No, Estoy seguro de que me mataría, si la forzara así. Y sospecho que robarle un beso con violencia no me alegraría el corazón.
Ella parpadeó. Aletearon sus largas pestañas con algo que podía ser desconcierto, y el busto sé le alzó fuertemente. Después respiró hondo, giró sobre sus pies y reanudó la marcha con nervioso paso.
Lester la siguió sin hablar, a poca distancia. Mientras lo hacía, contempló su cabello de color oró viejo, tan bien peinado, la gracia de su cabeza, la curva de sus hombros..., sintiendo palor en las venas. A seguir sus impulsos, ahora la habría detenido para estrujarla contra su pecho, acariciar su cabeza y macerar su cara con sus besos. Era algo instintivo, arrollador, brutal, que le obligó a un violento esfuerzo para contenerse.
Por su parte, la mujer pareció adivinar aquellos pensamientos, cual, si la mirada fija en su nuca se los transmitiera. Porque se estremeció, apretó los labios y se le encendieron las mejillas...
Al llegar al camino, él se le puso al lado.
—Espero que no les sepa mal a sus galanes —dijo rudamente. Ella le miró de soslayo.
—No creo que a usted le importe mucho eso.
—No. Nada me importa mucho..., ni siquiera usted.
—Gracias por el cumplido.
—¿Por qué iba a ser galante? No espera nada bueno de mi.
—Jamás dijo una verdad mayor.
Volvieron a callar. Pero el silencio era insoportable.
—¿Quiere que me marche?
—¿Lo haría, si se lo pidiera?
—¿Me lo pedirá?
—No.
—Ya. No quiere que le descubra el miedo.
—Yo no le temo.
—Eso lo dice. Pero no es cierto. Míreme a los ojos y repítalo.
Así lo hizo ella. Ahora estaba verdaderamente hermosa.
—No le creía fanfarrón. Veo que me equivoqué.
—No lo soy. Pero me crispa los nervios que trate de engañarme.
—¿Tiene nervios?
—Con usted, sí. Y no me gusta nada. Ahí tiene a uno de sus galanes.
Era un hombre alto, joven, bien vestido, que frunció el ceño al verles juntos. Se llamaba Hume y era ingeniero jefe en la mina “Homestead”, una de las dos principales de la ciudad. Vaciló un poco y luego vino a su encuentro.
—Un hombre joven, apuesto y pon brillante porvenir —estaba diciendo Lester—. ¿Por qué no se casa con él y regresa al Este a vivir una vida más de acuerdo con sus gustos y educación?
—¿Le importa a usted?
—No. O tal vez sí.
Hume llegó a su altura y saludó a la joven cordialmente, a Lester con frialdad:
—Buenos días, Lois. Hola, sheriff.
—Hola, Dick...
—Hola, Hume. Llega a tiempo. Estaba diciéndole a la señorita Duval que tengo trabajo en otra parte. Supongo que no le molestará hacerle compañía por un rato. Con su permiso.
Ellos se quedaron mirándolo marchar. Hume habló con cierta irritación:
—Vaya un tipo brusco y mal educado... ¿Dónde se lo encontró?
—En la colina. —Ella seguía mirando a Lester con una concentrada expresión—. En el cementerio.
—Estaría rezando por las almas de los bandidos que mató. Aunque, a decir verdad, él mismo tiene más traza de bandido que de otra cosa, y dudo mucho que sepa rezar.
Los ojos de la muchacha giraron para mirarlo con reproche.
—No es nada caritativo lo que ha dicho, Dick. Y es posible que el sheriff no sea tan viejo como para no aprender a rezar...
CAPITULO IX
El hombre había llegado de las montañas por la mañana, y desde entonces no hizo otra cosa que beber. Era, pues natural que al anochecer estuviese ya bastante borracho. Aunque no tanto que no supiera lo que se hacía.
Por eso cuando abofeteó a Criss Morlay, una de las chicas del saloon de Waldeck porque ella se negó a soportar más tiempo sus groserías, los allí presentes fruncieron el entrecejo y el propio Waldeck decidió intervenir.
Era un hombre que no se, asustaba por nada, pero el borracho debía medir casi dos metros y pesar más de doscientas libras de puro músculo. Además, todo Buckskin lo conocía bien como peligroso pendenciero. De ahí que el dueño del local tomara sus precauciones antes de acercársele a intimarle:
—Ya está bien, Hammer. Lárgate o tendremos un disgusto.
El hombrón lo miró con ojos inyectados de sangre y whisky. La muchacha golpeada, medio desvanecida y con las narices y la boca sangrando, estaba siendo atendida por dos compañeras; los dos guardaespaldas de Waldeck permanecían atentos, las manos en las culatas de sus armas.
—¿Que me vaya? ¿Un disgusto? ¡No me da la gana! Y el disgusto lo tendrás tú como trates de atacarme, Waldeck. Este es un local público, y yo soy un cliente que paga su gasto. Si tus muchachas no saben lo que deben hacer para divertir a tus clientes, búscalas más cariñosas.
—Estás borracho, Hammer. Tengamos la fiesta en paz.
—Te he dicho que no me voy. Y...
Se paró, mirando las bocas de los revólveres que le apuntaban. Waldeck le indicó la puerta con un gesto.
—Antes de que te saquen con los pies por delante, Hammer...
El hombrón entrecerró los ojos, pareció sopesar sus posibilidades, gruñó algo ininteligible y avanzó hacia la puerta. Los dos guardaespaldas se sonrieron, así como su jefe, despectivos.
Pero Hammer no estaba tan borracho como creían. Y al pasar junto al dueño del garito, alargó inesperadamente una manaza, atrapándolo por la chaqueta haciéndolo girar y levantándolo en vilo, para después lanzarlo, como si no pesara más que un gato, contra el más cercano de sus guardaespaldas. Su acción fue tan rápida e inesperada que ninguno de los dos hombres que empuñaban armas tuvo tiempo de disparar antes de que Waldeck, chillando y maldiciendo, fuera por el aire hasta chocar contra un hombre y caer junto con él hecho un revoltijo.
El otro hizo fuego, al tiempo que Hammer saltaba de lado con agilidad poco creíble en un hombre de su corpulencia. Aún así, fue alcanzado de refilón en el brazo izquierdo por la bala.
Gruñendo de dolor, asió una silla y la lanzó con violencia por encima de las cabezas de unos jugadores, que se agacharon instintivamente, contra el guardaespaldas. Para esquivar el golpe, éste tuvo que desviarse y desviar su puntería. Cuando quiso hacer fuego de nuevo ya tenía Hammer una de las mesas levantadas. La bala pegó contra el improvisado escudo, clavándose en la recia tabla, y la mesa voló hacia el guardaespaldas, pegándole en un hombro y en la cabeza, derribándolo y dejándolo fuera de combate.
En aquel mismo instante, Lester entró en el local. Iba casualmente por la calle, camino de su oficina, cuando sonaron los tiros y los chillidos asustados de las mujeres. En cuatro zancadas alcanzó la puerta del saloon y cuando empujaba las batientes su mano estaba ya empuñando el revólver. Le bastó una ojeada para hacerse cargo de la situación y alzó la voz en una orden seca:
—¡Tú, oso sucio, levanta esas zarpas!
Hammer lo miró hoscamente, sin obedecer. Los demás habían procurado alejarse de él, incluso las mujeres, que estaban escondidas por los rincones y tras el mostrador. Un camarero que había sacado una escopeta de cañón cortado prefirió dejar que el sheriff resolviera la situación.
Avanzando dos pasos, Lester repitió su orden:
—¿No me oíste? Dije que levantaras esas zarpas.
—Y yo digo que no me da la gana.
Lester apretó el gatillo. Y Hammer se llevó, veloz, la diestra a la cabeza, emitiendo un gruñido de dolor. Quedó tanteándose la oreja, de la cual había sido arrancado limpiamente el lóbulo.
—La próxima te la meteré en esa fea cabeza. ¡Vamos!
Lentamente, las dos manos de Hammer se alzaron. En sus ojillos verdosos se mezclaban el odio y el temor.
—Tú me pagarás esto, sheriff de los infiernos...
—Cierra el pico o te lo cierro de un balazo. Andando, vamos a alojarte donde no molestes a las personas con tu asquerosa presencia.
Cuando Hammer pasaba por su lado, las manos altas, intentó repetir la jugada que tan bien le saliera con Waldeck. Pero Lester no era Waldeck.
Saltó a un lado al ver bajarse la manaza, y pegó en ella con el cañón del revólver, cortando la piel y la carne hasta el hueso. Luego, cuando Hammer trataba, loco dé rabia y dolor, de alcanzarle con el puño izquierdo, alzó el arma y le golpeó la sien por encima del ojo, abriéndole una buena brecha. El gigantón frenó su ataque, aturdido. Y un nuevo y terrible golpe en el cráneo lo derribó como si fuera un toro apuntillado.
Mirándolo con frialdad, Lester se guardó el revólver. Waldeck y sus hombres se habían levantado entretanto; el golpeado por la mesa, sujetándose el hombro dislocado malamente. Los demás, incluso las mujeres, se acercaron con admirativa curiosidad.
—Buen trabajo, sheriff. Este animal borracho resultó peligroso en extremo...
—¿Qué ocurrió?
—Una de mis chicas se hartó de aguantarlo y lo mandó a paseo. Entonces la golpeó. Intervine, ordenándole salir, y me atacó por sorpresa, lanzándome por los aires. Menos mal que no me ha roto nada... Luego se1 puso a pelear y destrozar, como usted ve. Debió matarlo. ¿Qué va a hacer con él ahora?
—Llevarlo a una celda. Echenme ustedes una mano.
Se precisaron cuatro hombres para cargar con el caído. La procesión atrajo el interés general, al cruzar la calle hacía la cárcel. La vio Lois desde la puerta del “Golden Vulture”, donde estaba junto a Mac Donald, la vieron el banquero y el juez, que esperaban tumo para afeitarse. Y la vio también cierto jinete recién llegado a la ciudad, en busca de noticias.
—Vaya, nuestro nuevo sheriff está demostrando cumplidamente sus méritos —comentó Mac Donald con placidez—. Parece ser que la comunidad ha hecho una buena adquisición...
Ella le miró de soslayo, buscando la segunda intención de sus palabras. Y no dijo nada. Por eso él le preguntó:
—¿Usted qué cree, Lois? ¿Hombre honrado, forajido que cambia de aires o granuja arrepentido?
—Nunca me preocupó del pasado de nadie, Mark. Es una sana regla de conducta que le aconsejo seguir.
El entrecerró los ojos levemente.
—Gracias por el consejo... Son ustedes amigos, ¿verdad?
—No más que usted y él, o usted y yo.
Mae Donald aspiró lentamente. Y hubo un raro fulgor en sus ojos.
Los dos notables de Buckskin también comentaban lo ocurrido:
—Parece que Smith sabe dónde le apriete el zapato, ¿eh?
—Eso lo viraos desde el primer día.
—Sí... Pero ya no me siento tan satisfecho de haberle ofrecido ese empleo. No es que lo haga mal —añadió, veloz—. Al contrario, resulta inmejorable. Pero últimamente he pensado bastante en él. No sabemos quién es, de dónde vino y lo que ha hecho. Si mal no recuerdo, incluso dejó entrever que tuvo cuentas con la Justicia...
—Exacto. Y también aseguró haberlas saldado.
—Sí. Pero..., ¿y si un día le da por volver a las andadas? Figúrese que intenta alzarse, con el dinero de mi Banco, valido de su cargo y las posibilidades que le ofrece...
—Podría suceder, desde luego. Pero seamos sinceros, Walton. ¿Qué teme usted, que le asalte el Banco o que se lleve a Lois Duval?
—¿Cómo? ¡Por Dios, amigo Wilkes, qué ideas se le ocurren! ¿Quién le ha podido contar esa estupidez? ¡Lois Duval! Soy un hombre serio, amigo mío...
El, juez se limitó a esbozar una sonrisa,
El jinete se había echado el sombrero sobre los ojos, y no siguió al grupo que conducía al inconsciente Hammer a la cárcel. En vez de eso, retrocedió hacia el local donde se había librado la escaramuza y descabalgó, atando su caballo al palenque entrando y acercándose al mostrador, mientras contemplaba cómo los camareros arreglaban el estropicio.
—¿Qué va a ser? —inquirió uno de los camareros. El hombre sonrió.
—Whisky, amigo. Oiga, parece como si hubiera habido gresca aquí hace poco.
—La hubo. Un grandullón llamado Hammer Ketchum, un tipo bastante mal afamado y pendenciero, estuvo bebiendo por ahí todo el día y luego vino a armar bronca aquí. Vapuleó al jefe y a los encargados de guardar el orden, atacándolos por sorpresa, e hirió da un golpe a una de las chicas. Por fortuna, tenemos ahora un sheriff de pelo en pecho que le dio lo suyo...
—Algo he oído hablar de eso. Parece que hubo un atraco al Banco local, y un tipo se cargó a los forajidos cuando ya se escapaban.
El camarero explicó:
—No a todos, pero sí a dos, entre ellos el jefe. Además, fue él quien descubrió el pastel, impidiendo que se salieran con la suya. El sheriff que había entonces era bueno y murió como bueno, peleando sin armas contra los bandidos, dentro del Banco por sorpresa. Entonces se reunieron los notables de la ciudad y le ofrecieron el puesto a este Tom Smith, que lo está haciendo muy bien...
El recién llegado se mostró ávido de detalles de las hazañas de Lester, sobre todo de la del asalto al Banco. Y cuando se marchó del local hizo una serie de cosas raras.
Primeramente anduvo deambulando por la calle, buscando los sitios más oscuros. Luego, cuando todo el mundo, estaba cenando o en los locales de diversión, dio un rodeo y fue a colocarse en la parte trasera de la cárcel, allí donde estaban las celdas. Llegando allí, se pegó a la pared y miró arriba y abajo de la calleja.
La cárcel estaba construida de piedra y argamasa, siendo un sólido edificio capaz de resistir cualquier contingencia. A buena altura, cuatro ventanucos fuertemente enrejados daban luz y ventilación al interior. El tipo aquél se puso a silbar bastante fuerte y no tardó en oírse una voz ronca dentro.
—¿Quién rayos está haciendo ruido ahí fuera? ¡Vete a otra parte con tu música!
—Hola, Hammer. No pareces estar de muy buen humor...
—¿Y a ti qué te importa? ¿Se puede saber quién eres y qué quieres?
—Podría ser un amigo. Y echarte una mano, por ejemplo. ¿Estás solo?
Hubo un corto silencio. Luego, la voz del preso sonó distinta:
—Sí. Ese maldito hijo de perra del sheriff se fue a cenar, dejando a su ayudante en la oficina. ¿Cómo vas a ayudarme?
—Espera un poco y lo sabrás.
El hombre regresó presuroso a la calle Principal, desató a su caballo, lo montó y pareció que se dirigía en busca de una caballeriza. Pero poco después se encontraba de nuevo pegado a la pared trasera de la cárcel.
—¡Hammer!
—¿Qué hay?
—Voy a pasarte un revólver cardado. El resto es cosa tuya.
—¡Echamelo y no te preocupes! En cuanto lo tenga voy a...
El jinete estaba atando un cordel a la guarda del revólver propio. Luego se empinó sobre los estribos, se colocó de rodillas sobre la montura, después de pies e introdujo el arma por el ventanuco con pocas dificultades.
—Ahí va, Hammer. Escucha ahora. No cometas tonterías. Has de asegurar bien al sheriff, pero procura escapar. Si lo consigues, toma un caballo y vete derecho a Paraíso. Serás bien recibido allí, si traes la noticia de la muerte de ese hombre.
—¿Paraíso? Bueno, pero... ¡Aléjate, que vienen!
El de fuera no necesitó la advertencia porque estaban acercándose pasos por la calleja lateral. Dejándose caer sobre la montura se lanzó veloz por el otro lado, con una sonrisa satisfecha. Las gentes que lo habían enviado a Buckskin quedarían contentas de su trabajo...