CAPITULO PRIMERO

Arriba, en el cielo, sólo había tres cosas. El rojo sol poniente, una nube y un buitre. El primero lanzaba, oblicuos, sus rayos asaeteando con ellos la vasta desolación del desierto. La segunda bogaba perezosamente, cambiando de formas Como la fantasmagoría de un prestidigitador. Era blanca y purpúrea, de bordes llameantes, grises concavidades y formas ampulosas. El tercero planeaba lentamente, semejando úna mota sucia sobre el brillante azul dorado.

Abajo, en la tierra, había tres cosas también. Un palo verde solitario, de ramas descarnadas como brazos de muerto que sé tendieran patéticamente hacia lo alto en demanda de algo incognoscible; el esqueleto medio quemado de una galera, y un jinete. Alrededor de aquellas tres cosas que destacaban con fuerza, nada. O mejor dicho, la inmensidad de tierra roja y amarilla del valle de Antar, sin una mata, sin una brizna verde, rodeada de duras montañas cuyas crestas semejaban reliquias de un cataclismo geológico.

El jinete avanzaba ligeramente, encorvado, con el sombrero echado sobre los ojos, manteniendo su caballo a una marcha pausada e igual. El sol le daba en la espalda, lanzando su deforme silueta hacia delante. Semejaba un fantasma avanzando por medio de la antesala del infierno.

Era un hombre alto, de anchos hombros y delgadas caderas. Una barba de tres o cuatro días le sombreaba el rostro, haciendo aparecer chupadas sus mejillas y afilado su perfil. Bajo el borde del ala del sombrero, sus ojos brillaban cómo los de un lobo que va de caza. La boca era grande y tenía los labios resecos. Vestía ropas vulgares, muy usadas, calzaba viejas botas de media caña y su cinturón-canana no lo habría querido un mendigo. Pero estaba lleno de proyectiles y de él colgaba, a su costado, un “Colt” de reglamento de la Marina. También, en una funda, iba metido un cuchillo de mango de cuerno.

La silla hacía juego con el resto de su equipo. Vieja, deshilachada, recosida, con sogas sosteniendo los mohosos estribos de hierro. De una funda rota salía la culata de un rifle 30-30. El petate atado a la grupa era reducido a más no poder. En cuanto al caballo, en toda tierra de jinetes habría sido mirado con desprecio, después con interés y finalmente con atención suma. Peo como un diablo, sucio, de gran cabeza y amplio pecho, se le marcaban las costillas y los huesos de las ancas. Las rodillas eran nudosas, las patas, delgadas, y grande la pezuña, la cola corta y áspera, así como la crin. Su color era bayo.

Caballo y jinete avanzaban como si no tuvieran prisa por llegar a ningún sitio. El buitre volaba alto sobre ellos, como esperando a que se desplomasen para darse un banquete con su carne. Desde la mañana había mantenido tal esperanza, pero ya debía comenzar a desconfiar...

De todos los lugares áridos y malditos de Dios que hay en el mundo, el valle de Antar es, acaso, uno de los escogidos. Al otro lado de él no había nada. Nada al norte, nada al oeste, nada al sur. Nada, excepto apaches sanguinarios, bandidos mejicanos y blancos más sanguinarios todavía, muerte, sed y soledad.

Hacia el este, muy lejos, más allá de las montañas, había establecimientos de colonos y una sombra de civilización, ciudades mineras, uno o dos fuertes del Ejército...

Bueno, hacia el noroeste había algo también. Estaba Paraíso.

Paraíso era un sangriento sarcasmo. Un agujero verde entre las montañas salvajes y estériles, con agua abundante, árboles, casas, garitos y gente. Gente...

Ni uno sólo de los doscientos hombres y mujeres que constituían más o menos su población normal, era honrado. Ni siquiera un poco. Allí no había moral, ni dignidad, ni nada de eso que en mayor o menor cantidad suele hallarse entre personas civilizadas. La vida y la muerte carecían de importancia en Paraíso; la Ley era algo mucho más odiado que temido, el vicio en todas sus formas constituía la base de la existencia común. Ningún sheriff osaba acercarse a Paraíso. Ni siquiera los soldados lo hacían. Hasta los apaches lo dejaban en paz. Aquél era un nido de lobos rabiosos y serpientes de cascabel, donde nada bueno podía nadie esperar. Y se llamaba Paraíso...

Hacia Paraíso iba el jinete.

Avanzaba sin prisa, pero también sin pausas. Durante muchos días había cabalgando de tal modo a través de medio país. Ignoraba el exacto emplazamiento de la población más virulentamente peligrosa que jamás existiera en el Oeste, pero sabía que la iba a encontrar. Ahora, con absoluta certeza...

Era un hombre aún joven. Quizá treinta años, acaso alguno más. ¿Un bandido? Muy probable. Una veintena de sheriffs a lo largo de su ruta le habían visto marchar de sus poblaciones con alivio y diciéndose que preferían fuera a otra parte a hacerse matar. No obstante, sólo en dos ocasiones había disparado contra hombres, y ambas fue provocado por ellos...

Ahora se acercaba al final de su camino. Y el buitre continuaba siguiéndole, como si sospechara que tarde o temprano aquel hombre le proporcionaría comida...

Se puso el sol y las sombras de la noche abatiéronse sobre el desierto. Con las últimas luces del crepúsculo, el jinete alcanzó las estribaciones de las montañas, dejando atrás el terrible valle de Antar. No se detuvo, a pesar de que ni él ni su caballo habían comido en absoluto desde el amanecer, y entonces sólo parcamente.

Cerca de la media noche, al doblar un espolón rocoso, sus ojos distinguieron, lejanos, unos puntos de luz. Entonces detuvo a su caballo, le palmeó el cuello y le habló lentamente:

—Parece que hemos llegado, “Bronco”. Animo, buen amigo; dentro de una hora estarás en un establo y delante de una buena ración de heno fresco.

El animal le contestó con un sordo relincho y pareció avivar el paso. El jinete se sumió de nuevo en el silencio.

Una hora después llegaban a las afueras de Paraíso. La noche era hermosa y fría, aullaban lejanos los coyotes y ululaba un búho cerca. El viento del desierto cantaba lúgubremente entre las casas y los árboles de las huertas que rodeaban a la población.

El jinete se detuvo junto a uno de aquellos árboles, extrajo su revólver y le limpió el polvo cuidadosamente con un pañuelo que sacó del bolsillo del pantalón. Luego extrajo del petate una lata pequeña, la destapó, enrolló una punta del pañuelo, la mojó en aceite y lubricó el tambor del arma y el percutor. Hecho esto movió en una sucesión de veloces movimientos el revólver hasta sentirse satisfecho, limpió media docena de cartuchos y los metió en los alvéolos del tambor, guardándose el revólver en la funda. Lo hizo todo alumbrado por la luz de la luna en creciente...

La calle principal de Paraíso estaba flanqueada por un tercio largo de los edificios de la población y allí se hallaban todos los de más importancia. Tres garitos, y una barbería, una talabartería, dos caballerizas, dos herrerías, una carpintería... La inmensa mayoría de las construcciones eran simples chozas de adobes y estaban a oscuras. Pero salían luces de los garitos, porque los habitantes de Paraíso eran trasnochadores en su mayoría.

El jinete prosiguió su avance.

El encargado de una de las caballerizas, la más cercana a la parte oriental de la población, fumaba calmosamente en una pipa de maíz, sentado en una tosca silla y con la espalda recostada contra uno de los pilares que sostenían él tejado. Junto a él y a mano estaba una escopeta de dos cañones, bien cargada de perdigón grueso. En Paraíso nadie se fiaba de nadie más de lo justo...

Al oír acercarse a un jinete, el hombre se enderezó en su asiento y echó mano a la escopeta. No era nada extraordinario la llegada de un viajero a Paraíso a media noche. Por lo común, tanto sus habitantes cómo aquéllos que venían por vez primera, atraídos por, su fama, llegaban de noche. De todos modos, el hombre medio se parapetó tras el pilar, empuñando la escopeta, y sus ojos escrutaron atentamente la sombría figura que se acercaba, encuadrada por la luz lunar.

El jinete se detuvo al lado de la entrada y alzó su voz:

—Imagino que estarás oculto ahí dentro, Goose. Deja la escopeta tranquila y enseña las narices, ¿quieres?,

El caballerizo torció el gesto. No reconocía aquella voz. Pero quien de tal modo conocía sus costumbres y sus nombres, era de fiar..., en cierto modo. Así es que depuso su actitud de recelo y habló a su vez:

—¿Quién diablos eres tú?

—Maldito si te importa —el jinete reanudó su avance hasta que la débil luz del farol colgado de una escarpia le dio de lleno—. Buenas noches. Quiero un lugar para mi caballo y una buena comida que lo resarza del hambre pasada hasta llegar a este agujero.

Goose hizo una nueva mueca. Desde luego, estaba seguro de no conocer al recién llegado, tan seguro como de que se trataba de un tipo de cuidado. Desde luego, ningún misionero vendría a Paraíso...

—Hablas muy fuerte, forastero —gruñó—. Y no me gusta tu tono, ¿sabes?

—Es cosa que me tiene Sin cuidado —no cabía duda de que estaba diciendo la verdad—. Tú haz lo que te he dicho, y no te preocupes de nada más.

Echó pie a tierra con cierto envaramiento y miró al caballerizo fijamente. Este comprobó que se trataba de un hombre alto y musculoso, aunque no parecía tener apenas carne sobre el esqueleto. Se pasó la lengua por los labios bajo su fría mirada, antes de gruñir:

—Está bien... Pero tendrás que pagar el gasto.

—Lo pagaré. ¿Dónde pongo el caballo?

—Puedes meterlo ahí dentro, a la derecha, detrás de ese negro.

Se lo quedó mirando mientras acomodaba a su montura. La luz del farol agigantaba su sombra, dándole un raro aspecto de ultratumba. El caballerizo no era ningún pazguato, pero sintió un ligero escalofrío correrle la espalda. ¿Quién sería aquel extraño tipo?

El jinete regresó a su lado y volvió a hablar:

—¿Dónde está el heno?

—Ahí lo tienes.

El caballo relinchó satisfecho al ver el pasto, y se lanzó inmediatamente sobre él. Tras palmearle afectuoso en el cuello, su dueño volvió a hablar al caballerizo:

—Le das de beber sólo un cubo ahora. Otro dentro de una hora. Una vez termine de comer, lo limpias concienzudamente. Vendré más tarde a ver cómo lo has hecho.

—¿Sabes que te puedes ir al infierno con tus órdenes, hombre?

El jinete pareció hacerse más alto. Levantó despacio su mano izquierda y le pegó en medio del pecho con el índice, sin violencia ninguna.

—Harás lo que te digo, Goose —habló, calmoso—. Es por tu bien.

Al aludido se le secó de golpe la garganta. Y no pudo recuperar la voz hasta que ya el jinete se hallaba fuera de la cuadra, avanzando por la calle hacia los garitos. Entonces se desató en un torrente de juramentos malhumorados:

—¡Maldita sea su cochina estampa! ¿Quién, rayos, se habrá creído que es? ¿Y..., quién, rayos, será? No me gusta nada en absoluto. Y menos que nada, su manera de mirarle a uno a los ojos... ¿Qué le habrá traído a Paraíso?