CAPITULO IV

Sólo tres años atrás, Buckskin había sido un agujero en las montañas. Ahora era una floreciente población, gracias a las minas de oro descubiertas en las vertientes del monte Baldy, a menos de una milla de las primeras casas. Tenía más de mil habitantes fijos y otros tantos entre los mineros que vivían junto a las explotaciones y la población flotante e iba creciendo, porque el oro no llevaba trazas de acabarse aún.

La calle Principal era un arroyo fangoso entre dos hileras de desiguales edificios, algunos de ellos de dos pisos y bastante presuntuosos, la mayoría simples cabañas de tronco y adobes. A uno y otro lado, tiendas de lona y cabañas, formaban el resto de las viviendas. Por la calle Principal pasaban a toda hora los carros de mineral, pues éste tenía que llevarse desde las minas al río, pasando por fuera de la población. En las aceras siempre había gente, los niños escaseaban y también las mujeres, apenas una décima parte de la población total.

De éstas, más de la mitad pertenecían a una clase social muy definida y poco recomendable.

Una de las otras estaba entrando en el edificio del Banco. Era una mujer alta, esbelta, vestida de azul, tenía el cabello trigueño, muy bien peinado en torno a un rostro algo alargado, de facciones correctas y armónicas. Más que una belleza era una joven de manifiesta personalidad. Sus enormes ojos oscuros resultaban una sorpresa en aquella cara de mujer rubia. Su boca, grande, tenía firmeza a la par que femineidad.

Había un par de hombres cambiando oro por billetes en una ventanilla. Otro, de media edad y vestido con una levita “príncipe Alberto”, esperaba su turno. La saludó con la cabeza, obteniendo apenas una leve respuesta. La mujer se acercó a otra de las ventanillas, tras la cual el mismo director del Banco, individuo fornido y de aspecto saludable, la esperaba sonriente, y lo saludó con una voz de tono grave y musical:

—Buenos días, señor Walson.

—Buenos días, señorita Duval. ¿A sacar o a guardar?

—Lo segundo.

—Me dijeron que anoche estuvo muy afortunada en la partida...

—No se dio mal. Guardaré ochocientos.

—Muy bien, muy bien... Para usted, mi querida amiga, conserva Buckskin todos sus tesoros. Y aún tendría mucho más si aceptara considerar mi oferta...

—¿Otra vez, señor Walton? Ya le dije...

Un hombre alto, de unos cuarenta años, fuerte, vulgarmente vestido, cargando dos revólveres, entró en el Banco y se aproximó a ellos tras saludar con displicencia al jugador. Uno de los qué fueron a cambiar su oro se marchaba

—Buenos días, señorita Duval, Hola, señor Walton. ¿Molesto?

—¡Hum!

—Nada de eso, sheriff —la joven se volvió a mirarle y esbozó una sonrisa convencional—. Estábamos charlando mientras guardo mi dinero.

—Hace bien. Cuando se ganan más de mil dólares en una partida, conviene no conservarlos encima. Usted debería ser más prudente, señorita Duval.

—¿Imagina que alguien va a asaltarme?

—Hay gente de todas clases en Buckskin. Algunos, por mil dólares, no vacilarían en matar a su propia madre.

—¿Y por qué no los expulsa, si ésa es su obligación? —inquirió el banquero—. No se puede permitir que gentes así deambulen por la ciudad...

—Mientras nada hagan, no puedo expulsarlos, señor Walton.

Volvió a abrirse la puerta, dando paso a dos hombres. Uno era muy alto, delgado pero fuerte, moreno, de cara afilada y no mal parecida, con dos ojos de halcón y una boca de labios delgados. El otro, más bajo y ancho de espaldas, pelirrojo, con una cicatriz de bala sobre la mandíbula la inferior. Los dos iban completamente rasurados y parecían venir de la barbería. Cargaban sendos revólveres a los costados, y el más alto llevaba en la diestra un saco de cuero. Se detuvieron un instante en la entrada, cambiaron una mirada al distinguir al sheriff, y luego el pelirrojo se acercó a éste y a la joven, mientras el otro iba a colocarse detrás del que cambiaba su oro.

—Buenos días — saludó el pelirrojo cortésmente—. Me llamo Jones. Mi amigo y yo, sheriff, hemos estado cavando en las montañas y...

La puerta de la calle volvió a abrirse, dando paso a otro hombre. Este era de la misma edad que los recién llegados y parecida catadura, aunque vestía mucho mejor que ellos. Un hombre de ojos grises, aguileña nariz y labios sensuales, cuya vista hizo fruncir súbitamente el ceño al sheriff, al tiempo que bajaba las manos a sus armas.

Le cortó el movimiento una orden seca:

—No se mueva, sheriff, o tendrá que sentirlo. Levante las manos.

El pelirrojo había sacado velozmente su arma, metiéndole el cañón contra el estómago. El alto había hecho lo mismo, cambiándose el saco de mano. Y el que acababa de entrar sacó asimismo su revólver mientras sonreía aviesamente, cubriendo a todo el mundo.

—Así está bien, muchachos. Manos a la obra. Ha sido una suerte para nosotros que usted se encontrara aquí, Judson.

—De modo que se trata de un atraco... —el sheriff tenía la cara larga y sombría. Levantó ambas manos lentamente—. No te saldrás con la tuya, Coleman.

—¿Usted cree? Jim, desármalo. Tú, Long, cuida de ésos. Cuidado con las cosas raras, amigos. Tiraremos a matar si se nos obliga, y hay aquí dentro una señorita.

La así mencionada había palidecido levemente al ver aparecer las armas, pero no dio otras muestras de temor. Y ahora esbozó una mueca desdeñosa.

El pelirrojo desarmó prontamente al sheriff mientras el largo hacía lo mismo con el minero y lo apartaba de un empellón, metiendo el saco de cuero por la ventanilla. Siempre empuñando su revólver, Coleman avanzó, dando nuevas órdenes a los hombres:

—Jim, pon al sheriff y a la señorita junto a la pared, con ese minero. No les pierdas de vista. Tú, Long, a los empleados.

Entró detrás del mostrador enrejado, y se acercó al hombre tembloroso y al anonadado banquero, sacó del cinto el cuchillo y lo empuñó, apuntando a la garganta del banquero.

—No tenemos tiempo que perder. Abra la caja, sin chistar. Si vacila, lo degollaré y saldrá perdiendo más. ¡Vamos!

El banquero tragó saliva penosamente, miró a los fríos ojos del atracador y, dándose cuenta de que cumpliría su amenaza, cedió.

Podía escucharse el vuelo de una mosca. Los dos empleados estaban muy quietos, bajo la vigilancia de Long. El sheriff, la joven y el minero habían ido a un rincón y allí estaban, custodiados por el pelirrojo. El banquero abrió la caja fuerte con manos que temblaban fuertemente, mientras el sudor le corría abundantemente por la cara...

Coleman lo apartó de un empellón terminó de abrir la caja, miró los fajos de billetes listos para ser enviados a las minas, rió quedamente, se guardó las armas y tomó el saco de cuero, extrayendo de su interior otro doblado. Luego procedió a meter velozmente el dinero en ambos.

Un hombre entró entonces. Se quedó parado en seco, contemplando estupefacto lo que sucedía, luego levantó las manos velozmente al sentir el cañón de un arma contra sus riñones. El hombre que había penetrado tras él, le ordenó con sequedad:

—A la pared, pipiolo.

Y luego se acercó a las ventanillas.

Coleman ya había llenado uno de los sacos. Se lo echó y el otro recogió, marchándose de nuevo a la puerta. Era el más viejo del cuarteto, tipo bajo, de robusta complexión y cejas hirsutas. Nadie hablaba...

Coleman terminó de saquear la caja y se dispuso a salir, volviendo a empuñar uno de sus revólveres. Antes dio un empellón al banquero, echándolo contra la silla y la mesa donde solía estar.

—Ahora continúa siendo prudente, idiota, y nada te pasará. Muchachos, listos. Tú, Long, hacia atrás. Usted, señorita, acérquese.

La joven respiró fuerte, y frunció el ceño.

—¿Qué Se propone?

—Nada, preciosa Simplemente guardarnos las espaldas. Nos acompañará unas cuantas millas, y así obtendremos la seguridad que no se nos da caza. Porque si no sucede así, y nos atacan... —su voz se hizo delgada y ominosa—, la mataremos; pimpollo. ¿Entendido, sheriff?

—Si crees que vas a escapar, te equivocas, Coleman.

—Bueno, ya lo veremos... Andando. Long, hazte cargo de ella. Que monte en el caballo bayo que hay junto al tuyo. Vamos, señorita, ¿O prefiere salir a rastras?

—Es usted muy galante —salvo dos rosas de color en las mejillas, nada dejaba notar la excitación de la joven. Avanzó tranquila, despectiva, hacia la puerta y salió, seguida de Long, que se había guardado su revólver. Toda la escena, desde que entraron los primeros bandidos, no había durado diez minutos.

Fuera, bajo la brillante luz solar, reinaba la placidez, y nadie se había dado cuenta de nada. Una mujer miraba unas telas en la puerta del almacén frontero, un carro de mineral venía por la calle, tres o cuatro desocupados charlaban bajo el porche de uno de los saloons, dos mujeres jóvenes de gestos audaces cambiaron con ellos unas chanzas, un minero barbudo conversaba con el dueño de la talabartería...

Por detrás del carro de mineral venía un jinete, un tipo astroso montado en un feo caballo bayo. Hombre y animal parecían cansados. El compañero de Long que había quedado fuera no le dio la menor importancia a aquel jinete. Estaba fumando con toda calma un negro cigarro, recostado contra un poste, pero sus ojos se morían inquietos de un lado para otro de la calle y su diestra estaba engarfiada junto a la culata de su arma, que no se hallaba sujeta por la trabilla.

Al ver aparecer a la joven, seguida por su compañero, frunció el ceño.

—¿Y eso?

—Viene con nosotros, como rehén. Vigila. Usted, muchacha, subirá a ese caballo y no hará tonterías. Nos jugamos el pellejo, y no nos importará matarla, ¿se da cuenta?

—Perfectamente —fue la seca respuesta.

Ella avanzó y Long se adelantó a desatar el caballo que debía montar. Los de los forajidos apenas si estaban trabados...

El jinete que se acercaba pasó al carro de mineral y descubrió la escena. Sus agudos ojos captaron en el acto su anormalidad, y su rostro pareció hacerse más sombrío, porque el hombre que vigilaba le era conocido... y lo conocía.

Long cogió por la cintura a la joven y se dispuso a colocarla sobre el caballo. Así, no podía ver al jinete.

Pero su compañero sí le vio.

Al principio guiñó los ojos, como si no creyera su evidencia. Luego se pasó la mano por ellos, restregándoselos. Después emitió un juramento entre dientes.

—¡Por la carroña de un lobo! ¡No puede ser Sol Lester! ¡Maldi...!

Había visto el gesto de su mano y sacó su arma tan aprisa como pudo, en una sucesión de movimientos reflejos, mientras gritaba a su compañero:

—¡Cuidado, Long!

Lester estaba a cuarenta metros de distancia. Y tenía que disparar casi a la cabeza de la muchacha, que entonces estaba siendo alzada por Long, el cual había quedado paralizado al oír la exclamación de su compinche.

Disparó sin apenas apuntar. La joven sintió el estampido, la quemazón de la bala al rozarle la cara, llevándosele un bucle, y el grito de agonía del bandido, todo casi al mismo tiempo. Vio abrirse el negro y terrible agujero entre los ojos del forajido y cómo era proyectado hacia atrás, mientras su inútil arma enviaba una bala al cielo, en el último gesto consciente de la mano que la empuñaba. Sintióse soltada por Long, que juraba roncamente mientras echaba mano a su revólver y buscaba al inesperado atacante, le vio empuñarla y se le tiró encima, impidiéndole terminar de sacar, le vio empuñarla y se le tiró encima, impidiéndole terminar de sacar y haciéndole perder a medias el equilibrio. Entonces, él le pegó en la cabeza con saña, derribándola. Cuando estalló un disparo junto a su cabeza, asordándola...

Dentro del Banco, el primer disparo fue la señal para un cambio súbito de mutación. Los tres bandidos se miraron, palidecieron y juraron al unísono, Coleman gritó, a los otros dos:

—¡Afuera, pronto!

Y él mismo les dio el ejemplo echando a correr hacia la puerta. El banquero se tiro a tierra velozmente mientras uno de sus empleados trataba de alcanzar el arma que tenía bajo el mostrador. El pelirrojo le metió una bala en el cuello, enviándolo de cara contra el suelo. El sheriff se movió, veloz, atacando con las manos limpias, y pudo desviar su revólver, sujetándole el brazo con una mano y pegándole fuerte con la otra. Gritando, el pelirrojo forcejeó. Sus dos compinches dispararon contra el sheriff, pero éste, de un tirón, escudóse en el bandido, que recibió las dos balas, una de lleno y otro de refilón, para después herir al representante de la Ley. Mientras éste trataba de apoderarse del revólver, Coleman le pegó un tiro en la cabeza, y ambos, sheriff y forajido, cayeron junios para no levantarse más.

Coleman y el otro, cargados con los sacos del botín, estaban ya escapando. El primero llegó antes a la puerta, vio al que quedara de guardia fuera, caído boca arriba en la acera, con un tiro en la cara, a la muchacha tirada, hecha Un ovillo, sobre el barro, a los caballos relinchando y pateando, a Long que trataba de subirse a uno mientras disparaba contra alguien sito en la calle y a su izquierda...

Miró hacia allí y vio a un hombre que había saltado a tierra, pegando la espalda al carro dé mineral, detenido al comenzar el tiroteo, y empuñaba un revólver. En el mismo momento levantó su arma y le envió una bala, corriendo después hacia su caballo. Toda la calle era ya un pandemónium...

Long tenía un balazo en un costado y pocas ganas de enzarzarse en tiroteos. Apenas se vio sobre su montura, espoleó al animal, gritando a su compañero que se apresurara. Antes de así hacerlo, éste quiso liquidar al tirador de junto a la carreta. Disparó contra él, sin acertarle, porque su caballo se movió en aquel momento, juró y se agachó para presentar menos blanco mientras trataba de afianzar el saco del botín. Entonces le alcanzó una bala de rifle, disparada desde el almacén de ramos generales, y fue a parar al suelo donde, al intentar incorporarse, otra bala lo remató.

Lester había saltado a tierra después de matar al primer forajido. Creyó que el primer disparo de Long había sido contra la muchacha, al verla caer al suelo, y notó la ayuda que ella trató de prestarle. Entonces le pegó un tiro al largo bandido, que se escabulló por entré los caballos que estaban soltando las ligaduras. Lester saltó al suelo y, al ver que el carrero había detenido la carreta de mineral, buscando refugio tras ella, pegó contra el vehículo las espaldas y esperó. No le interesaban aquellos hombres, sino su jefe...

No tuvo que esperar mucho.

Vio salir al otro con el saco y cómo le disparaba.

Se limitó a contestarle, obligándolo a escapar, y dejó a los hombres de Buckskin la tarea de acabar con él y Long. Por su parte lanzóse hacia la puerta del Banco, en el mismo momento en que salía Coleman.

El cabecilla se detuvo un segundo, apenas, para acostumbrar los ojos a la luz exterior. Vio a la muchacha caída, a su hombre muerto, al otro que pugnaba por escapar, sujetando al mismo tiempo el saco del botín, y a Long, que ya galopaba calle abajo, disparando contra las casas. Vio y oyó los disparos que comenzaban a salir de los edificios, comprendiendo que todo había fracasado, y, apretando los dientes, corrió hacia su caballo, buscando salvar el pellejo, cuando menos.

Un grito resonó en sus oídos:

—¡Coleman!

La llamada le llegó como un clarinazo, frenando en seco su huida y haciéndole mirar hacia su izquierda con una expresión de incredulidad, trocada instantáneamente en temor y comprensión.

Había reconocido al hombre.

Alzó el revólver, disparando..., pero fue demasiado lento. Lester estaba a veinte yardas de distancia, parado sobre sus piernas y con el arma lista. Disparó una sola vez y la bala pegó en pleno costado del forajido, atravesándole de parte a parte y derribándole por tierra, al tiempo que hacía inofensivo su disparo.

Los tiros resonaban ahora por toda la calle Lester no se preocupó de ellos. En cuatro veloces zancadas llegó a la acera y junto al caído Coleman.

Este no había muerto, pero estaba muy mal herido, y no había perdido su revólver. Los fajos de billetes se habían desparramado por la acera y el barro de la calle. Intentó levantar el arma contra su enemigo, mientras miraba sus ojos, implacables...

El jinete dijo:

—Hola, Rod. No me esperabas, ¿verdad?

Coleman exclamó:

—¡Sol... Lester...!

E intentó disparar su arma.

Estalló un disparo y una bala se clavó entre las cejas del atracador, que estiróse violentamente, soltó su arma y quedó boca arriba, contraído el rostro por una mueca de odio, angustia y dolor.

Sol Lester respiró profundamente. Luego se volvió despacio, bajando el humeante cañón del revólver.

Y entonces sus ojos tropezaron con la mirada de la joven.