CAPITULO II

El garito de “Snackie” Holloway era el mayor de Paraíso. Y también el que cerraba más tarde. En ocasiones, no lo hacía eh toda la noche.

Ahora estaba ocupado por docenas de clientes, sin contar a las mujeres y los camareros. Entre los primeros los había para todos los gustos, desde un barbudo y extraordinariamente sucio gigantón hasta un delgado y cetrino mejicano, no menos sucio y de cara lampiña. Sin excepción, todos lucían revólveres y cuchillos. Las mujeres eran ocho, todas jóvenes, muy escotadas, muy pintadas, con los ojos ahondados por el vicio y las noches en vela. Los camareros, dos; uno mejicano y otro americano.

Holloway resultaba un hombre apuesto, de unos, cuarenta años de edad, que gustaba de vestir bien. Allá en las praderas de Kansas había dejado fama de crueldad y astucia, teniendo que escapar a uña de caballo para evitar la soga. Desde que montara en Paraíso su negocio, había tenido ocasión de dar muerte a media docena de individuos. Y como los hombres de Paraíso no eran fáciles de matar, se había ganado su respeto. Ahora estaba jugando a los naipes con dos de sus clientes, cerca del mostrador. En otras mesas también había partidas de juego, y dos o tres hombres bebían y charlaban junto al mostrador, en compañía de unas mujeres. Casi todas éstas hacían compañía a los bebedores.

La entrada del jinete fue advertida al instante, como era natural.. Y no hubo par de ojos que no le examinara rápidamente de pies a cabeza. Todos los cerebros, incluso los más obtusos, llegaron de inmediato a una conclusión; tipo peligroso.

El recién llegado, por su parte, envolvió en la misma lenta ojeada el local y sus ocupantes,, sin perder detalle de sus caras. Luego avanzó despacio hacia la parte más despejada del mostrador, con ademán de fatiga; al llegar allí apoyó los codos sobre la nada limpia superficie, miró a los ojos del camarero mejicano y dijo una sola palabra:

—Agua.

El mejicano parpadeó, aturdido. El que alguien llegara allí pidiendo agua clara resultaba tan insólito como podría haberlo sido la aparición de un sheriff.

—¿Agua? —repitió, llamando la atención de los que estaban más cerca.

—Eso dije.

—Hay una fuente fuera, en... —tragó saliva al distinguir el fiero destello en la mirada del forastero y no siguió. También él conocía a los hombres—. Bueno, por una vez...

Le llenó un vaso grande, poniéndoselo delante. El recién llegado lo tomó y bebió largamente, con el gesto de quién de veras tiene sed.

Holloway echó atrás su silla y se levantó, acercándosele despacio. Era casi tan alto como el forastero, y su expresión resultaba impenetrable. Los demás esperaron. El recién llegado no pareció notar su acercamiento.

—Hola, hombre.

El jinete se volvió lentamente para darle cara.

—Hola —contestó seco.

—No voy a ganar gran cosa si todo el que llega a mi negocio pide vasos de agua, ¿no te parece?

—Probablemente.

—¿Es que no vas a pedir otra cosa?

—No tengo dinero para pagar.

—¡Hum! Ya... Es la primera vez que caes por aquí, ¿verdad?

—Tú lo has dicho.

—¿Cómo te llamas?

—Supongo que eres Holloway...

El dueño del garito frunció el ceño. No le gustaba aquella fría calma, menos la mirada de acero que permanecía clavada en sus ojos.

—Ese es mi nombre. ¿Quién te lo dijo?

—Uno que murió.

—¿Sí? ¿Cómo se llamaba?

—Parker. Al Parker.

Uno de los que escuchaban emitió una violenta interjección:

—¿Que Parker ha muerto? ¡Por to...!

—¡Cállate! — Holloway parecía haberse encorvado largamente—, ¿Dónde, cómo y cuándo murió?

—En Alburquerque, hace cinco semanas, en la taberna de Chico Morales, de una cuchillada, por culpa de una mujer.

—Vaya... Tenía que acabar así —comentó una de las mujeres.

Holloway siguió preguntando:

—¿Quién lo mató?

—Otro hombre.

—¿Tienes ganas de broma?

—No. Hiciste una pregunta y te la he contestado. Añadiré que para un vaso de agua me parecen ya demasiadas.

En otra ocasión, Holloway habría echado mano a su “Derringer” descerrajándole un tiro a bocajarro. Algo, ahora, le previno contra el impulso de hacerlo así. Tal vez la intuición de que aquellos ojos estaban leyéndole el pensamiento.

—Aún no dijiste a qué has venido aquí.

—¿Debo hacerlo?

—No nos gustan los desconocidos misteriosos.

—Parker y otros me dijeron que en esta población, un hombre no tenía que dar a nadie explicaciones.

—Exacto..., cuando se le conoce. ¿Hay alguien en Paraíso que pueda decir quién eres?

—Posiblemente.

—Nómbralos.

—Un hombre llamado Fess Burke. Una mujer que se llama Cora Grant.

Cambió ligeramente la expresión de Holloway. También las de muchos de los presentes.

—Podías haber comenzado por ahí. Jud, acércate a casa de Didie y diles a Fess y a Cora...

—Un momento. Esa visita vine a hacerla yo.

De nuevo se heló el ambiente. Y las pupilas de Holloway.

—Oye, tú eres demasiado gallito —dijo secamente—. Y aquí a los gallitos solemos cortarles el pescuezo.

—Eso tengo entendido. Cuida el tuyo. Y apártate, a un lado. Tengo que hacer en otra parte.

A su pesar, Holloway obedeció. Podía cortarse la atmósfera del garito con un cuchillo y la muerte se mascaba allí.

La mirada del forastero paseó por las caras tensas y amenazantes. Sabía que todos ellos estaban esperando una oportunidad para matarlo, y que no podría esperar piedad en aquella guarida de fieras.

Pero cada uno de los que tropezaron su mirada, supo instintivamente que estaba ante un hombre al que no le importaba en absoluto morir y sabía matar. Aquella seguridad frenó muchas manos.

A las restantes las frenó su voz:

—Antes me preguntaste mi nombre, Holloway. Te lo diré ahora, por si tú o cualquiera de éstos queréis tentar la suerte. Me llamo Sol Lester.

—¿Sol... Lester? —la voz de Holloway sonó delgada en medio del intenso silencio, y había en ella una nota incrédula, ronca. Muchas caras habían, también, cambiado la expresión.

—Sí —ni la voz del forastero ni su mirada variaron—. Hasta luego.

Llegó a la puerta y desapareció al otro lado de la misma, sin que nadie hubiera intentado cortarle el paso, hacer fuego o lanzar un cuchillo contra su espalda. En Paraíso muchos habían oído hablar de Sol Lester, el proscrito de Tejas. Lo bastante para que nadie se moviera.

Lester salió a la calle, respiró anchamente el aire frío y cortante, esbozó una dura sonrisa y luego avanzó por la acera de lascas volcánicas hasta el más próximo garito. Al llegar allí volvió a respirar hondo. Después empujó las batientes con la mano izquierda.

Allí dentro había algunos hombres menos que en el de Holloway, y algunas mujeres también. El negocio era más pequeño y muy parecido en todo. Techo bajo, mesas de pino, sillas y banquetas, un largo mostrador de madera oscura, un espejo grande no demasiado limpio, con una pintura obscena encima, muchas botellas y dos lámparas de Kerosene.

Una mujer alta, rubia, joven, bien formada, vestida de verde, estaba de espaldas a la entrada hablando con un hombre también alto, de unos treinta y tantos años, facciones afiladas y cabellos rubio oscuro pegados al cráneo con gomina, que cargaba dos revólveres y vestía con bastante chillona elegancia, junto al escuro mostrador y hacia la izquierda de la entrada.

Al abrir Lester la puerta, todo el mundo se volvió a mirar, excepción hecha de aquella pareja, que estaban conversando animadamente. No fue hasta que ya Lester había avanzado tres pasos en el interior que el hombre alzó la mirada y lo descubrió.

Su reacción fue tan súbita como violenta. Se le vio dilatar la mirada, palidecer intensamente y emitir una ronca interjección de incredulidad, Un segundo más tarde estaba sacando el revólver derecho y alzándolo contra el recién llegado, al tiempo que asía por el brazo a la ya alarmada mujer.

Sol Lester había buscado a ambos en su primera ojeada. Y al descubrirlos juntos, una amarga sonrisa entreabrió sus labios. Cuando el otro echó mano a su arma, movió la diestra con tal velocidad que no fue nadie capaz de seguirla, sonó un estampido atronador, y una roja llamarada pareció surgir de su cadera.

El rubio del cabello engomado abrió la boca, lanzando un grito ronco, se estremeció, soltó a la mujer y quedó al descubierto, encogido y venciéndose a la derecha. De su propio revólver brotó una lengua de fuego, al mismo tiempo que el de Lester tornaba a disparar.

El rubio pareció recibir la bofetada de un gigante. Se estiró sobre sus pies, lanzándose hacia atrás, abrió ambos brazos, soltó la ya inútil arma, engarfió sus manos llevándoselas a la cabeza, y se derrumbó con un gemido ronco, escalofriante.

Tan rápido fue todo que nadie tuvo tiempo a intervenir. Entonces unos miraron con incredulidad al muerto y otros al matador, cuya diestra empuñaba, firme, el largo revólver humeante.

La mujer que estuviera conversando con el muerto había ido a apoyar su espalda contra el mostrador. Y estaba ahora, las manos apretadas contra su borde, abierta la boca y los ojos dilatados por el miedo y la incredulidad, mirando a Lester.

Era todavía una hermosa mujer, de unos veintitantos años. Lester la miró con fijeza y ella se estremeció. Cuando él inició su avance, la joven pareció irse encogiendo poco a poco...

A un paso de ella, Lester se detuvo. Sus ojos semejaban dos placas de hielo.

—Hola, Sue.

Ella pareció hallar dificultad para contestarle.

—Ho... hola..., Sol...

—¿Sorprendida?

—Te..., te echaron diez años...

—Fui buen chico.

Entonces, con lento y deliberado gesto, alzó la mano izquierda y le cruzó la cara a la mujer.

Ella gimió, echando la cabeza atrás, pero no trató de defenderse o protegerse. Lester movió la cabeza hacia la puerta.

—Andando. Afuera.

El miedo llenaba los ojos femeninos.

< —¿Qué..., qué te propones?

—Tú y yo tenemos que hablar. Vamos.

Hasta entonces nadie se había movido, contemplando la rápida sucesión de acontecimientos. “Dixie” Talbot, dueño del local, un hombre de Alabama, delgado y nervioso como una espada bien templada, se encontraba en su despacho al sonar los tiros y había salido velozmente, empuñando un revólver. Echó una ojeada, vio caído al rubio en medio del local y cómo Lester abofeteaba a la mujer. Por un instante dudó entre disparar contra el forastero y esperar a ver qué sucedía. Lester le vio por el rabillo del ojo y desvió la mirada hacia él.

—Guárdate ese cacharro, Dixie —le ordenó secamente—. No vine por ti.

—¿Quién diablos eres tú? ¿Le conoces, Cora?

La mujer asintió con temblorosa voz:

—Es... Sol Lester, Dixie...

—¿Lester? —cambió de repente la expresión del dueño del garito—. Pero..., ¿no lo habían encerrado para diez años?

—Tuve suerte, Dixie. ¿Te guardas tu arma, o qué?

En silencio, Talbot se lo guardó.

Lester volvió a mirar a la mujer. No dijo nada. Ella se pasó la lengua por los labios resecos y avanzó con pasos de autómata hacia la puerta. El recién llegado la siguió en apariencia sin fijarse en los demás ocupantes del local. Estos permanecían silenciosos, hoscos unos, admirativos muchos...