CAPITULO III
Una vez en la calle, Lester cogió por un brazo a la mujer. Su mano poseía la fuerza del acero.
—Tienes una cabaña aquí cerca. Vamos a ella.
La mujer obedeció. Tiritó cuando una racha de viento chocó contra su carne desnuda, Luego rompió a hablar roncamente:
—Tienes que creerme, Sol. Yo creí que no saldrías en diez años...
—Y por eso no perdiste tiempo en marcharte con ese cochino de Fess, ¿verdad? Ahora me dirás que ignorabas su participación en el asunto de Bakersville.
—¿Qué quieres decir?
—El y Coleman fueron los traidores que denunciaron mi escondite a los rurales. Lo supe en la prisión. Me tenían envidia, simplemente. Y tú, mi novia tardaste tres semanas escasas en hacerle cara a ese traidor.
—No... no sabía nada de eso, Sol. Te lo juro... Tienes que creerme...
—Basta de lloriqueos.
—¿Qué intentas hacer?
—No te importa. De momento, tú y yo tenemos que hablar. ¿Sabes que he estado pensando mucho en ti? Todos estos años en el, presidio, mientras rompíamos piedra bajo el sol, o tendido en el camastro y escuchando el viento nocturno... Me preguntaba por dónde andarías, y con quién. También si alguna vez te acordarías de mí.
—Seguro que sí, Sol... Tú sabes que...
—¡Cállate! Estoy hablando yo. Durante siete años he vivido dentro del infierno. Tú no puedes saber lo que es Amargosa. Una fortaleza de roca con celdas de dos metros por uno y medio donde te meten al caer el sol y te tienen encerrado hasta el alba. Allí uno no puede moverse apenas ni estar de pie, si es alto como yo. No tienes nada para entretenerte, ni siquiera un mazo de naipes con que hacer solitarios. Un agujero cruzado de rejas te permite ver el cielo y te hace así más odiosa la prisión. Es como si te enterraran en vida... Y luego las canteras. Te dan un pico de diez libras, te atan las piernas con cadenas sujetas a una bola de hierro, y a romper piedras durante horas y horas, sin otra protección contra el sol que un sombrero de paja. Para beber, agua amarga, un litro por cabeza y jornada de trabajo. Así un día y otro, sin festivos. Los hombres terminan por enloquecer. Entonces atacan a los centinelas. Ríete de los hombres duros que has conocido, los guardianes de Amargosa los dejan a todos en mantillas. Son lobos sádicos, y nada más. Esperan con la sonrisa en los labios a que
uno se rebele, y entonces lo matan a tiros, fríamente, como a un perro rabioso... Si uno les cae mal, lo pinchan sin cesar, hasta salirse con la suya. Hay una enfermería, pero uno tiene que estar agonizando para que lo lleven allí. Muchos tratan de suicidarse, hartos de sufrir. Algunos lo logran. Lo que nadie ha logrado nunca es escapar. Además de los muros, las celdas, las rejas y los vigilantes, hay quince o veinte millas de desierto sin agua a todo alrededor. No se pueden robar caballos, porque son pocos y están bien guardados. Además, tienen a los mastines. Una vez un hombre llamado Bart Taunton tuvo suficiente habilidad para eludir todas las barreras y escapar. Le dieron caza con los perros. Lo que quedó de él nos lo enseñaron al día siguiente... Sí, he pasado siete años de infierno en Amargosa, Cora. Mientras tú, Fess y Coleman os divertíais en plena libertad.
Habían llegado junto a la cabaña de la mujer, que no despegó les labios en todo el tiempo, escuchando la terrible historia. Al verla detenerse, Lester inquirió:
—¿Esta es tu cabaña?
—Sí...
—Abre.
Ella obedeció con mano temblorosa. Una vez dentro, encendió un quinqué y se volvió a mirarlo.
Lester había cerrado la puerta y estaba parado en medio, de la habitación, contemplándolo todo con fijeza.
—Vivías aquí con Fess, ¿verdad?
—Sí...
—Deja ahí esa luz. ¿No quieres saber cómo descubrí vuestro paradero?
—Yo... Como tú quieras...
—Un hombre llegó a Amargosa hace años. Me contó que te habías ido con Fess. Otro, que Coleman había formado banda propia. Yo ya sabía que ambos me traicionaron. Entonces me propuse salir antes de tiempo. Aguanté... y no sabes lo que tuve que aguantar. Tuve suerte también. Hice un día un favor al jefe de los guardianes y me sirvió para verme libre de insultos y vejámenes. Poco a poco les fui convenciendo de mi cambio, hasta que un día me llamó el alcaide y me prometió aminorar mi pena si continuaba dando pruebas de tanta mansedumbre. Redobléla y conseguí al fin la libertad. Me conmutaron tres años, pero no habría podido resistir ni uno más allí dentro. Una condena de diez años en Amargosa es lo mismo que la muerte, porque nadie los alcanza a cumplir. Fess y Coleman lo sabían muy bien, los malditos...
Se sentó en una silla y puso los pies sobre otra, abriendo el revólver y sacando los cartuchos disparados, que cambió por otros nuevos, guardándose el arma. La mujer, frente a él y de pie, se mantenía callada, tensa, atemorizada.
—Cuando salí, rezumba odio por todos los poros — prosiguió Lester con el mismo tono lento y frío—. Odio a ellos y a ti.... Necesité tiempo para rastrear vuestro paradero. Tú y Fess habíais vagabundeado por muchos lugares, siempre juntos, pero desde hacía cosa de un año os esfumasteis. En cuanto a Coleman, había marchado al Oeste, viniendo aquí, al Arizona. Tuve el presentimiento de que aquí os encontraría a los tres. Y una noche, un hombre al que yo había conocido hace muchos años me lo confirmó, hablándome de Paraíso. Hicimos el camino juntos durante varios días y de su boca conocí muchos detalles acerca de este pueblo y sus habitantes. Una noche, en Albukerque, mi compañero fue muerto en duelo a cuchillo por un mejicano al que trataba de quitar la novia. Yo seguí solo mi camino, seguro de no. perderme. Y aquí estoy.
Se hizo el silencio. Un silencio imposible...
Lo rompió la voz angustiada de la mujer:
—Has matado a Fess... Coleman no está ahora en Paraíso... Marchó con sus hombres a un negocio... precisamente esta mañana... Yo te juro que nada sabía... ¿Qué..., qué me vas a hacer...?
Lester se había levantado, acercándosele despacio. Ella retrocedió hasta tocar la pared con su espalda desnuda. La luz del quinqué resaltó el loco terror en sus pupilas.
Cuando ya no pudo retroceder más, apretó las manos contra los adobes. Su garganta se movía espasmódicamente y su pecho también. Lester no sonreía. Sus ojos tenían una dureza implacable.
—Eres una embustera, Cora. Tú sabías que Fess y Coleman pensaban traicionarme.
—¡No! ¡Me tienes que creer...! ¡Tú..., tú eras mi hombre! ¡Les habría matado..., te lo habría dicho...!
La diestra de Lester se alzó y le rodeó la garganta, apretándola levemente al tiempo que casi se la acariciaba.
—Pero te fuiste con Fess a las pocas semanas de mi captura, Y te llevaste mi dinero.
—¡No..., no podía hacer otra cosa...! Te condenaron a diez años... Me quedé sin protección... Fess me la brindó... ¡Pero yo nunca he dejado de pensar en ti, Sol, te lo juro! ¡Siempre te he seguido queriendo...! Tienes que creerme, por lo avie...
—¿Dónde ha ido Coleman?
—A Buckskin. Piensan dar un golpe contra el Banco, dentro de cuatro días. Hay allí una mina, y cada quincena se junta en la caja fuerte una gran cantidad de dinero.
—¿A qué distancia está esa población?
—Ochenta millas, al Norte, en las montañas... Si quieres, te diré el camino...
—Seguro que me lo dirás. Y con todo detalle. ¿Cómo han partido con tanto tiempo para dar ese golpe?
—No querían cansar a los caballos. Su plan es dar el asalto y galopar luego directamente hacia aquí. Nunca se atreverán a perseguirlos hasta Paraíso. Ningún sheriff...
—¿Cuántos hombres van con Coleman?
—Cuatro. Tú no los conoces, fuera de Butch Orwell... Los otros son gente de por aquí. ¿Piensas ir a buscarle en el camino? Puedo decirte...
—Me dirás lo que sea cuando te lo pregunte. ¿Dónde está el dinero de Fess? Y el tuyo. Vamos.
—Yo... Está ahí, en el fondo de ese baúl...
—Sácalo.
La saltó, haciéndose un paso atrás. Ella se apresuró a obedecerle, temblorosa y mirándole de soslayo. Abriendo el baúl, hurgó entre las ropas que lo llenaban.
—Ten cuidado con tus tretas. Estoy vigilándote.
—¿Cómo puedes pensar...? Yo estoy muy contenta de ver que has vuelto, Sol, te lo juro, querido.
—Cierra el pico. ¿Y el dinero?
Ella se enderezó, con una cartera de cuero en las manos. Se la tendió, en silencio. Abriéndola, él echó una ojeada a los billetes de banco que la llenaban.
—Hay casi dos mil dólares. Es todo lo que teníamos...
Lester echó encima de la mesa la cartera y se le acercó de nuevo. Otra vez ella hizo mención de retroceder, pero se detuvo, tensa, aguantándole la mirada con la suya ensombrecida por el temor.
Lester tenía ahora los labios apretados y había fuego en su mirada. Alargó ambas manos, asiendo por un hombro y el cuello a la mujer, que alentó.
—Eres una maldita embustera, Cora, pero ya no me vas a engañar, ¿comprendes? No vas a conseguirlo, como entonces. ¿Notas en mis dedos el ansia de apretar y estrangularte? Estás a dos dedos de morir.
—¡No, Sol...! ¡No me...!
Bruscamente, la mano que estaba sobre su hombro dio un tirón de la hombrera del vestido y la rompió. La otra mano asió con violencia el cabello de la mujer y le tiró atrás la cabeza, de modo que la cara casi quedó mirando al techo. Ella intentó gritar y no pudo, porque los labios de Lester le mordieron la boca con fiereza. Siete años metido en Amargosa, sin ver a una mujer...