CAPITULO VII
Lois Duval levantó la vista y descubrió al hombre que, acababa de entrar en el saloon. Su mirada se fijó en la estrella de plata que estaba prendida en su chaleco, después en su cara recién afeitada, y finalmente en sus ropas nuevas...
A su lado, un minero de rojas barbazas comentó, socarrón:
—¡Vaya, ya tenemos nuevo sheriff! Pronto comienza a recoger los frutos de su hazaña...
—Harás bien en guardarte en adelante tus comentarios, Baker —le dijo otro de los sentados a la mesa de juego—. Ese hombre ha demostrado cumplidamente que sabe manejar su revólver.
—Impidió con su intervención que los bandidos le dieran un disgusto, ¿verdad, Lois? —preguntó a la joven un tercero; Ella le miró fríamente antes de contestarle:
—Eso hizo. ¿Y si volviésemos al juego, señores?
Había cuatro hombres sentados a su mesa, todos tenían delante sendos montones de monedas y billetes de Banco. El de la joven no era menor.
Sol Lester se acercó despacio a aquella mesa, blanco de miradas e indiferente a los cuchicheos. Una hora antes había jurado el cargo de sheriff, y a partir de entonces muchas cosas habían cambiado. El barbero no quiso cobrarle sus servicios, alegando que ganaría dinero contando a sus clientes cómo se había frustrado el asalto al Banco, en el almacén de Durkin pudo escoger una camisa, unos pantalones, un chaleco, una muda interior, calcetines, pañuelo y sombrero, todo a crédito, también un flamante cinturón canana. Así vestido se sentía otro hombre. Más de siete años sin verse con ropa decente sobre la piel...
Se detuvo junto a la mesa, con las manos altas y los pulgares en el cinturón. Por añeja costumbre, su sombrero se le venía hacia delante, sombreándole, los ojos. Su mirada cayó sobre la cabeza castaña de Lois, resbaló por su cara y fue a detenerse en el blancor dé los hombros y el escote.
Ella alzó la vista y, al notar su expresión se mordió los labios. Luego volvió su atención a los naipes.
Sus manos, de dedos largos, blancas, suaves, bien cuidadas, se movieron veloces distribuyendo naipes a los jugadores. Luego reunió los que se había dado, los examinó en rápida ojeada y volvió a ponerlos boca abajo sobre la mesa. El silencio era grande en torno.
El pelirrojo miró de soslayo a Lester y luego alzó la voz:
—Deme tres cartas, Lois.
—Yo, una.
—Dos a mí.
—Voy servido.
Las voces eran un tanto tensas, como si la presencia allí del sheriff hubiera traído un aura de peligro
y violencia. Las manos de Lois se movieron de nuevo, sirviendo naipes. Se sirvió uno a sí misma, lo levantó un poco y volvió a dejarlo estar.
El pelirrojo gruñó con malhumor:
—Paso. Así no se puede jugar.
—Yo abro con veinte.
—Acepto.
—Diez más.
Bien.
—Subo a cincuenta.
—¡Hum! No voy.
—Yo tampoco.
—Han de ser ciento, Lois.
Ella vaciló un poco. Después tiró sus cartas.
—Suyo es el dinero, Colter. Lo mío era un farol.
Lentamente, Lester dio media vuelta y se alejó hacia el mostrador. Los que estaban allí le hicieron sitio. El camarero más cercano le envió un vaso e inquirió:
—¿Qué va a ser, sheriff?
—Agua.
—¿Cómo;? Se está chanceando, ¿verdad?
Lester lo miró fijo. Y el hombre tragó saliva.
—Perdón, sheriff. No quise molestarle...
Un hombre se acercó despacio. Era joven, vestía bien y habría podido pasar por elegante en una ciudad del Este. Tampoco era mal parecido.
—Buenas noches sheriff —saludó, tendiéndole la mano con una sonrisa—. Mi nombre es Mac Donald y éste local me pertenece. Mis felicitaciones por su hazaña de esta mañana.
—Mucho gusto, Mae Donald. El mío es Smith. Tiene un buen negocio.
—¡Psch! No está mal. ¿Nunca bebe licor?
—Nunca.
—Menos mal que todos no son como usted, si no estaba listo... ¿Un cigarro?
—Gracias.
—Me contaron su elección —siguió Mac Donald, tras encender los cigarros y mientras ambos observaban el salón—. A nosotros los propietarios de establecimientos nos interesa que se guarde el orden aquí, es claro. Pero nos agrada que haya un poco de mano alta con los muchachos. Usted ya me entiende...
—Muy bien.
—Eso me alegra. No queremos asesinatos ni robos, pero no se puede ser muy duro con los mineros que han estado dándole al pico y la batea a veces por semanas, y bajan a gastarse unos dólares a cambio de un poco de diversión. El pobre Judson lo entendía así.
—Yo no tengo ningún interés en convertir esta ciudad en un cementerio, Mac Donald, si es eso lo que le interesa.
—Más o menos... Bueno, siendo así nos llevaremos muy bien.
Mirándole fijamente a los ojos, Lester añadió con frialdad:
—Tampoco tengo ningún interés en llevarme bien o mal con nadie en especial. He aceptado este cargo comprometiéndome a servirlo lealmente. Puede que descubra que no sirvo para él, o no me guste. Entonces lo dejaré y me marcharé. Pero mientras lleve prendida esta estrella, obraré de acuerdo a mi criterio y no al de ningún otro. Añadiré que el dinero no me interesa demasiado, y mucho menos la opinión general.
Mac Donald palideció ligeramente, tragó saliva y tardó en contestar. Lo hizo con cierta sequedad:
—Entendido, Smith. De todos modos, me alegra haberle conocido. Si desea tomar algo que no sea agua, puede pedirlo con toda tranquilidad.
—Así lo haré, si lo deseo.
Sus miradas chocaron. Luego el dueño del local se encogió de hombros con un gesto ambiguo, dio vuelta y se alejó. Lester se movió también por entre las mesas, sin prisa. Hasta entonces no había encontrado ninguna cara conocida.
La puerta batiente dio paso al señor Walton, el dueño del Banco. Miró en torno, y al descubrirle le sirvió un saludo amistoso con la mano. Después, saludando acá y allá, fue a ocupar un sitio en la mesa de juego de Lois Duval.
—Es un asiduo a esa mesa. Pero jamás pierde arriba de cien dólares.
Lester se volvió lento para afrontar a quien así hablaba a sus espaldas. Un hombre alto, de tez cetrina y rasgos afilados, con lacio bigote negro y ojos de mirada oscura, inteligente, vestido con el clásico atuendo de los tahúres.
—¿Sí? —inquirió. El tahúr abrió una leve sonrisa,
—Me llamo Bliss, Ace Bliss. Esta mañana me encontraba dentro del Banco cuando comenzó la cosa.
—Ah...
—Todo fue muy hábil y rápido. Coleman era un tipo duro y peligroso, con más inteligencia de la común en esa clase de gente.
—¿Usted le conocía?
—De vista tan sólo. La primera vez, allá en Tejas. A propósito, usted también parece ser de por allí.
—Lo soy.
—Eso imaginé. Bien, acaso le interese saber que he contribuido con diez dólares a la colecta para su premio. Hombres como usted conviene tenerlos por amigos.
—¿Qué juego es el suyo, Bliss?
El tahúr abrió las manos en lento y amplio gesto. Sólo sus labios sonreían.
—Poker, faro, monte..., todo eso. Me gano bien la vida de ese modo, y no deseo buscarme complicaciones, sheriff. Soy un hombre sensato, ¿comprende?
—¿Qué está tratando de decirme, entonces?
—Lois Duval. Es una magnífica muchacha. Se necesita temple para mantenerse en nuestra profesión, y mucho más siendo mujer. Ella lo tiene. Y personalidad.. Tal vez por eso varios prominentes ciudadanos de Buckskin tratan de que acepte sus apellidos.
—¿Sí? ¿Quiénes?
—Walton, el banquero, por ejemplo. Y Mac Donald., el dueño de esto. Y otros. Hasta ahora ella no se ha decidido por ninguno.
—¿Entra usted en el juego también?
No. Soy sólo un jugador, y ella nos desprecia cordialmente. ¿No se extraña?
—Suelo extrañarme por muy pocas cosas, Bliss
—Ya lo veo... Bien, pues ella es algo así como Penélope. Es claro que usted ignora quién pueda ser esa señora...
—La mujer de Ulises.
—¡Vaya! Le pido mil perdones, sheriff, por mi grosería, Bien, tal vez será mejor que regrese a mi mesa. Espero me considerará como a un amigo.
Le tendió la diestra. Lester la tomó, sin quitarle ojo.
—Me acordaré de usted, Bliss, desde luego.
La sonrisa se cuajó en los labios del tahúr.
—Bueno...
—¿Qué trataba de insinuar con esa mención a Penélope?
—Pues..., que acaso ella esté esperando a su Ulises. Un peregrino astroso y de ojos ardientes..., que parece más viejo de lo que es. ¿Recuerda el poema?
—No lo he leído. Pero recuerdo que antes dijo que sólo le interesaban sus asuntos. Siga haciéndolo así, y creeré de verdad que es un hombre sensato, Bliss.
El tahúr ensombreció más la mirada. Asintió con la cabeza y se soltó.
—Entendido, sheriff. Buenas noches.
Lester lo estuvo observando hasta que llegó a su mesa y se sentó, poniéndose a barajar un mazo da naipes con gesto nervioso. Luego se volvió con gesto pensativo hacia la mesa ocupada por Lois y sus compañeros. La miró fijamente...
Una mujer joven y hermosa, que desentonaba en aquel ambiente. Penélope tejiendo y destejiendo su tapiz, en espera de Ulises, mientras mantenía a raya a los pretendientes...
Aquel tahúr, Bliss, tenía por lo visto extrañas ideas. Y demasiada sagacidad también.