CAPITULO XIII
Aquella misma noche hubo una reunión en casa del alcalde Miller. Asistieron a ella no menos de una veintena de hombres prominentes de Buckskin y no faltó ninguno de los que debían estar.
Porqué la noticia había corrido veloz por el pueblo, llegando incluso a las minas, y todo Buckskin era un hervidero de comentarios excitados. Se habían formado instantáneamente dos bandos, uno en pro y otro en contra de la permanencia de Sol Lester, el famoso proscrito, en el cargo de sheriff. Y ya había habido algunas peleas por ello.
El propio alcalde tenía la palabra.
Tosió aclarándose la voz y prosiguió:
—Ese hombre llegó a Buckskin una mañana, en el momento en que se estaba realizando una audaz atraco al Banco local, atraco que, hemos de reconocerlo, habría tenido éxito a no ser por su intervención. Mató a dos de los forajidos, uno el jefe, hirió a otro e impidió la huida de todos...
—Tengamos en cuenta que Coleman había estado en. su banda, allá en Texas, y parece ser que lo traicionó —le cortó Mac Donald—. Probablemente vino a la ciudad Conociendo el atraco, y lo único que hizo fue ajustar cuentas con su compinche.
—Admitida la objeción. Lo que no obsta para reconozcamos el beneficio de su gesto. Pasemos adelante. El cargo le fue ofrecido por unanimidad y nos advirtió antes de aceptar que no era trigo limpio.
—¡No dijo nada de eso!
—No negó que había tenido cuentas con la justicia. Todos los allí presentes lo oímos bien.
—Eso es verdad.
—Pero es un fugitivo...
—Un momento. Hace muchos años que fue a prisión, si mal no recuerdo siete u ocho. Y le condenaron...
—A diez, en Amargosa. Esta tarde me lo ha dicho Pat Atkins, que por entonces vivía en la región del Brazos, cerca de donde le juzgaron.
—Amargosa... Que yo sepa, nadie ha escapado jamás de allí. Y pudo ser libertado antes, por buena conducta.
—¿A dónde va a parar, juez?
—A poner las cosas en su sitio. Si un hombre ha cometido crímenes, ha pagado por ellos a la Justicia y ha sido puesto en libertad, su pasado ya no cuenta, y es libre como cualquier otro para seguir el rumbo que le parezca. Si ese hombre decide regenerarse no se le debe rechazar, sino ayudar. Y si muestra su buen deseo con hechos tan patentes como los realizados por Sol Lester, hay que darle un margen de confianza...
—No estoy conforme con usted.
—Ni yo.
—Yo tampoco.
—Pues yo sí.
—Lo mismo digo. Alguno de ustedes no declaran el verdadero ¡motivo de su oposición...
—¿Qué está insinuando, doctor?
—¡Oiga...!
Comenzaron todos a hablar alto y acalorarse. El juez golpeó fuerte la mesa, demandando silencio.
—¡Basta, señores! Con disputas nada vamos a resolver. Propongo que se ponga el asunto a votación. Lo que decida la mayoría, eso se hará. ¿Conformes?
Hubo algunos disidentes, pero como los más hallaron acertada la propuesta, así se acordó.
Doscientas yardas más lejos, Sol Lester estaba fumando con la espalda pegada a la pared de la casa prisión. Estaba solo. Lo había estado toda la tarde, aunque la curiosidad general lo rodeaba. Pero las gentes no se atrevían a acercársele, cual si la aureola sangrienta de su nombre les impusiera. Y pensando en ello, una sonrisa amarga curvaba sus labios...
Jim Prince vino pausadamente desde la plaza. Había estado muy reservado desde que ocurrió el incidente en el “Nugget”. Ahora se detuvo a un paso de Sol y carraspeó, mojándose la lengua. Lester lo miró con fijeza.
—Di lo que tengas que decir.
—¡Ejem! Este..., bueno, yo... La verdad es que he estado pensando acerca de esto, Smith..., Lester...
—¿Sí? ¿Y no te duele la cabeza del esfuerzo?
Prince se sonrojó.
—No se burle. Estoy hablando en serio. Y quisiera hacerle una sola pregunta.
—Hazla.
—Usted..,, ¿escapó de la prisión?
—Si eso ha de tranquilizarte, te diré que me abrieron la puerta. Puedes poner un telegrama a Amargosa, en Texas, preguntándolo.
Prince suspiró con fuerza.
—Entonces..., no tiene cuentas pendientes con la Ley...
—No, por ahora.
—Bien. Yo..., bueno, lo que tenía que decir es que si decide quedarse en Buckskin me gustará echarle una mano en lo que sea. No valgo gran cosa con un arma, pero...
Lester sintió que algo le apretaba la garganta de repente. Tragó aire con fuerza antes de decir:
—¿Quieres decir que no te preocupa lo que diga la gente?
—Más o menos. Siempre aseguré que un hombre vale lo que sus hechos. Y los de usted desde que llegó aquí, honran a cualquiera, haya sido lo que haya sido. De modo que..., aquí está mi mano.
Era la primera vez que un hombre honrado tendía su mano abiertamente a Sol Lester, desde los dieciséis años... Volvió a apretársele el nudo en la garganta y el corazón se le encogió. Alargando la suya, oprimió con fuerza la de Prince.
—Gracias, Jim —dijo roncamente—. Tú no sabes lo que eso representa para mí.
—Tengo una idea. Y..., bueno, me parece que no, seré yo el único amigo que hallará en Buckskin.
—¿Tú crees? Esos de ahí dentro...
Señaló hacia la casa del alcalde. Prince asintió:
—Hay algunos que piensan como yo, lo sé por ellos mismos. El doctor, el juez, el hotelero, Masterson..., su buena media docena.
—¿Y cuántos enemigos?
—Algunos, también. Pero eso no debe preocuparle. Mire quién viene.
Lois Duval había salido del hotel. Les vio y se acercó pon paso nervioso. Prince siguió hablando:
—Me estoy metiendo donde no debo, Lester. Pero ella vale la pena de que un hombre mire abiertamente a su pasado y trate de enderezar su porvenir. Les dejo solos.
Se alejó lentamente, calle abajo.
Lois llegó junto a Sol. Estaba pálida y tensa.
—Hola.
—Hola.
—Están reunidos para decidir qué se hace contigo...
—Lo sé.
—La mayoría están en tu contra...
—También lo sé.
—¿Te marcharás?
—Si me lo piden, sí.
—Yo iré contigo.
—¿Por qué?
—Porque no te quiero dejar solo ahora. Intuyo que no debo.
—¿Sólo por eso?
—No. Pero no me preguntes más.
El la cogió con fuerza por un brazo. Ardía su mirada como nunca ella se le viera.
—Tenemos que poner las cartas boca arriba, Lois. Ahora mismo. Yo sé lo que quiero. ¿Tú no?
Sosteniéndole la mirada, ella repuso con voz delgada:
—Ya hace muchos días que lo sé...
Hubo un corto silencio. Luego, Sol señaló con la cabeza hacia Prince, parado algo más abajo..
—Le viste marchar cuando te acercabas. Me dijo que valías la pena de que un hombre tratara de olvidar su pasado y emprender una nueva existencia.
—¿Dijo eso? Le daré las gracias. ¿Cuál es tu opinión?
—Supe que era así la misma mañana en que besé tus labios. Pero él hizo más. Me tendió su mano, asegurándome que podía contar con su ayuda, en adelante. La primera mano de hombre honrado que se le tiende a Sol Lester, ¿comprendes?
Su voz tenía acentos metálicos. La mujer alentó y le apretó la mano que tenía sobre su brazo con la otra.
—Sí, Sol, comprendo. Y hay otros hombres honrados aquí que harán lo mismo, sin importarles cuál fue tu pasado.
—Eso dijo Jim Prince. Y eso es algo grande, Lois..., grande para mí. Desde que acepté este cargo, me he estado preguntando por qué lo hice, por qué me empeñaba en seguir aquí, jugándome el pellejo, en vez de marcharme bien lejos. Ahora lo sé. Aquí hago falta, Lois, aquí está mi puesto. Lo que haya de ser Sol Lester en adelante lo será aquí, en Buckskin.
Un hombre había salido de casa del alcalde. Se les acercó pausadamente, cortando su conversación. Al verle llegar se desasieron, afrontándolo. Era Rankin, el almacenero. Venía serio, pero no inamistoso.
—Hola, Lois. Sheriff, lo están esperando en casa del alcalde. ¿Puede venir?
Lester y Lois se miraron. Ella hizo un gesto afirmativo, con la mirada brillante. El apretó las mandíbulas y se volvió a Rankin:
—Andando, Rankin. Hasta luego, Lois.
—Te esperaré...
No hablaron los dos hombres en todo el trayecto,
Cuando entraron en la estancia donde se hallaban reunidos los notables, la atmósfera se cargó dé tensión.
Lester paseó lentamente su mirada de uno a otro rostro. Unos pocos sonrieron, otros permanecieron serios, algunos mostraron nerviosismo. Sólo Mac Donald le sostuvo fríamente la mirada.
El juez carraspeó y tomó la palabra:
—Bien, sheriff. Usted sabe para qué le llamamos, imagino.
—Tengo una idea.
—Hoy hemos ^conocido su verdadera identidad, y esto nos movió a reunimos para tomar una decisión respecto a usted. Ha habido opiniones en pro y en contra, de su permanencia en el cargo que ocupa. No debe tomar las cosas...
—No siga, juez. Lo estoy tomando con toda calma. No espero más de ustedes.
Hubo suspiros de alivio. El juez siguió:
—Me alegro. Bien Hubo una fuerte discusión, y como no pudimos llegar a un entendimiento, se decidió someterlo a votación. Si la mayoría decide que siga en su puesto, seguirá, con una pequeña formalidad legal. Si decide que lo dejé..., bueno, nos agradaría saber desde ahora que obedecerá sin tomar represalias.
Una dura sonrisa abrió levemente los labios de Lester:
—Denlo por seguro. Que se tranquilicen aquellos que votaron en mi contra. No pienso matar a nadie por eso.
Volvieron a suspirar algunos con disimulo. El juez habló otra vez:
—En tal caso, procederemos en su presencia a abrir las papeletas, para que no quede ninguna duda acerca de la legalidad de la votación. Usted mismo, doctor.
El aludido se levantó, acercándose a una caja de cigarros que tenía el juez en la mesa, delante de él. Tomándola, la abrió y sacó un papel doblado.
—Sí, es afirmativo. No, contra su permanencia —advirtió lentamente. Desdobló el papel y leyó, en medio del tenso silencio—. Este es “no”...
Uno tras otro salieron de la caja todos los votos, yendo a parar a dos montones diferentes. Al terminar, podía escucharse el vuelo de una mosca. Lentamente, contó los de uno de los montones. Luego alzó la vista, respiró hondo...
—Hay empate, señores. Diez que no y diez que sí. Pueden examinarlos, si gustan.
Se alzaron murmullos, carraspeos... Walton inició un gesto para hablar, y Hume otro. Pero el juez los cortó.
—Un momento. Ya ven, y usted también, Lester, que la solución se ha puesto muy difícil. Antes de continuar quiero pedirle que conteste a una pregunta, jurando ser veraz.
Lester lo miró a los ojos.
—Adelante.
—Usted fue condenado a diez años de prisión en Amargosa, De esto hace siete u ocho. ¿Cómo salió de allí?
—Me fue indultado el resto de la pena, por buena conducta. Pueden solicitar confirmación telegráfica al penal.
Hubo una pausa. Algunos se miraron...
—¿Por qué vino a Buckskin? ¿Tenía conocimiento del atraco?
Era Durkin quien hizo la pregunta. Volviéndose a él, Lester asintió:
—Sí. Coleman y otro hombre llamado Fess Burke formaron parte de mi banda y me traicionaron, vendiéndome a los rurales. Vine a cobrar mi deuda con ellos. Maté a Fess en Paraíso y supe por una mujer que Coleman y su gente habían venido aquí. Mi llegada e intervención no fueron casuales.
Se oyó un murmullo entre los presentes.
—Es todo lo que quería saber —Durkin se volvió al juez—. Oiga, Wallis; yo había votado en contra. Deseo cambiar mi voto a favor.
Hubo un revuelo. Mac Donald pareció ir a decir algo, pero Se calló, Hume protestó con cierta vehemencia, pero Gaines, el dueño del “Nugget” alzó la voz diciendo que cambiaba también de opinión. Y lo mismo, tras corto vacilar, hicieron otros dos. Cuando se pudo calmar el barullo, el juez resumió la situación:
—Esto pone catorce a seis la votación. Señores, no vamos a revelar a Lester lo que aquí se dijo y quién lo dijo. A sus amigos los conocerá con el tiempo, y esperamos todos que sepa hacer honor a esa amistad. Los contrarios..., bien, suya es la oportunidad de convertirlos, con el tiempo, en amigos también. ¿Qué contesta, Lester?
Antes de hablar, Sol volvió a pasear su mirada por todos los rostros. Ahora fueron muchas más las sonrisas y pudo saber exactamente quiénes estaban en su contra. No tuvo ninguna sorpresa.
—Cuando acepté este puesto, ya dije lo que tenía que decir —habló pausado y claro—. Ahora sólo añadiré una cosa. Pagué mis cuentas con la Justicia en Texas, y al llegar aquí todo me daba igual; vivir o morir me tenía sin cuidado, porque carecía de horizonte y meta. Fue una extraña experiencia para mí ésta de convertirme en defensor de la Ley. Me costó trabajo amoldarme..., pero poco a poco lo conseguí. Esta noche estaba dispuesto a aceptar la decisión de ustedes, cualquiera que fuese. Ahora veo que tengo amigos. Amigos honrados, gente decente... Bien, me importan muy poco los demás. Con sólo que tuviera un amigo en Buckskin, me quedaría. Teniendo varios, con mucho más motivo. Sol Lester habla poco y obra mucho, todos ustedes lo podrán comprobar en adelante. Guardaré esta estrella, juez. Y haré lo que pueda para merecer su confianza.
CAPITULO XIV
—Arrégatelas como puedas, pero tiene que morir. Ya lo sabes. Morir ahora.
—Morirá, descuide. Pero no es pieza que pueda ser cazada en cualquier momento y oportunidad.
—Eso no necesitas decírmelo. Pero es cosa tuya. Hemos hecho un trato. Cumple tu parte.
Ace Bliss asintió, con su peculiar sonrisa. Luego se levantó de su asiento y encendió un negro cigarro con gesto pausado. Mirando a través del humo a Mac Donald, habló:
—Esta vez, Ulises no podrá disfrutar de su triunfo, Mac. Ya lo verá.
Mac Donald se limitó a mirarlo fijamente.
—Así lo espero, Ace. Y ahora, vete.
Ace Bliss salió del “Golden Vulture” pausadamente. Había llovido un poco la noche anterior y estaba la calle convertida en un río de fango. Un grupo de carretas de mineral avanzaba trabajosamente por ella hacia los lavaderos del río, algunos desocupados deambulaban por las aceras, Jim Prince estaba parado indolentemente delante de la puerta de la cárcel...
El tahúr caminó tinos metros y fue a detenerse para encender de nuevo su cigarro, junto a uno de los desocupados. Sus labios se movieron veloces entonces:
—Vete a Paraíso y di que todo queda de mi cuenta:
—¿Necesitará ayuda?
—A veces vale más un zorro que diez lobos. Vete.
El hombre asintió y, apenas el tahúr hubo pasado de largo, se encaminó a la caballeriza más cercana. Poco después se le veía salir montado y cabalgar hacia el sur...
El señor Walton estaba en su casa cuando le anunciaron la llegada del tahúr. Frunció el ceño e inquirió de su criada mejicana qué quería. Volvió a fruncirlo al saber que deseaba una entrevista privada.
—Dile que pase.
Bliss entró calmosamente y fue derecho al grano, apenas quedaron solos:
—¿Cuánto daría, señor Walton, por verse libre de Sol Lester y Mark Mac Donald?
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir usted con eso? ¿Acaso me imagina capaz...?
Ace cortó con un gesto de la mano sus palabras.
—Seamos sinceros, señor Walton. Nadie nos oye, imagino, de modo que puede confesar su aborrecimiento a esos dos hombres.
—Pero no hasta el extremo de pagar asesinos para que los maten! No conozco su propósito, Bliss...
—Ahora se lo diré. Usted desea casarse con Lois Duval, pero ella se ha enamorado de Lester. Y de no ser Lester, será Mac Donald. Es cosa que no le hace ninguna gracia...
—Pero me aguanto.
—Ahora, sí. Pero, ¿qué haría si ellos dos murieran?
—Eso es cosa mía, Bliss. Y basta de conversación. No deseo saber ni una palabra más acerca de sus planes.
Pero en sus ojos había algo astuto y ansioso. Bliss no se inmutó.
—Conformes. No se los revelaré. Así podrá tener limpia la conciencia cuando vaya tras el cortejo fúnebre que conduzca a los dos al cementerio. Después, usted y yo concertaremos un pequeño préstamo, lo suficiente para que pueda comprar el “Buitre”. Seremos socios a partes iguales.
—Mire, Bliss...
—¿Qué, señor Walton?
Por un momento, sus miradas chocaron. Luego, el banquero cedió:
—Ya hablaremos de ese negocio si se presenta la ocasión. Ahora, váyase.
Con su sempiterna sonrisa, el tahúr salió de allí. Poco más tarde se hacía el encontradizo con Sol Lester en la acera.
—Hola, sheriff.
—Hola, Ace.
—Un día espléndido y tranquilo, ¿verdad?
—Así es.
—Sin embargo, hay nubarrones en el cielo.
—¿Sí?
—Sí.
—Adelante, Ace. Desembucha.
Antes de hablar, el tahúr miró, rápido, a su alrededor. Después dio a su tono una nota confidencial:
—Ya sabe que soy un simple tahúr. Me conviene estar a buenas con la Ley. Anoche escuché casualmente una conversación. Alguien ha enviado recado a Paraíso de que si vuelven hombres de allá a Buckskin para atacarle a usted, podrán contar con ayuda de la ciudad.
—¿Quién es ese alguien?
Por toda respuesta, Ace miró hacia el “Golden Vulture”. Luego de nuevo a Lester. La expresión de éste era impenetrable.
—Gracias por el aviso, Ace —dijo lento—. Lo tendré en cuenta.
—Yo soy su amigo, Lester. Y un hombre pacífico a quien sólo le interesan sus asuntos.
Se marchó pausadamente, calle adelante. Lester le vio ir don el ceño fruncido. Luego fue a su vez hacia la cárcel y habló a Jim Prince:
—¿Qué opinión tienes de Ace Bliss, Jim?
—No me gusta. Es demasiado escurridizo.
—Eso pienso...
—¿Pasa algo?
—Nada. Me avisó que alguien ha enviado a Paraíso un mensaje en mi contra.
—¿Quién?
—No lo dijo.
Lois Duval estaba aseándose en su habitación cuando llamó a la puerta. Le abrió y le dejó paso. Estaba muy hermosa con el cabello suelto, y envuelto en una bata amplia. Sus grandes ojos lo miraron con fijeza.
El, a su vez, la estaba mirando de un modo que la hizo ruborizar.
—Eres bella, Lois. Muy bella...
—¿De veras lo piensas? Me alegro...
El la tomó por los hombros y la besó largamente en la boca. Después la separó.
—Mac Donald ha enviado en busca de asesinos a Paraíso. Piensa ayudarles contra mí.
Ella palideció, lentamente.
—No me extraña. ¿Quién te lo dijo?
—Ace Bliss.
—¿Ese? No te fíes de él.
—No lo hago. Conozco bastante a los hombres. Pero no me cabe duda de que su informe es cierto. Mac Donald me odia, por tu causa y hará lo que pueda por quitarme de en medio.
—¿Qué piensas hacer?
—No permitirlo.
Lois le puso ambas manos sobre el pecho, con fuerza.
—Tengo miedo, Sol. Miedo de que te maten.
—Deséchalo. No va a ocurrir tal cosa.
Pero ella se quedó con el presentimiento...
Cinco días más tarde, seis hombres llegaron a Buckskin cabalgando en medio de las nubes de polvo que alzaba el viento del desierto. Uno de los hombres era Holloway.
Jim Prince estaba en la puerta de la cárcel cuando les vio pasar. Y cuando ellos entraron en el “Golden Vulture” mandó a un transeúnte que llamara a Sol Lester.
Estaba comiendo en el hotel, con Lois. Dejó a la joven y marchó a la cárcel. Por el camino vio llegar a un jinete solitario, que se desvió por una de las primeras callejas transversales.
—¿Qué hay, Jim?
—Seis hombres. Han entrado en el “Golden Vulture”. No les conozco y no me ha gustado su aspecto, Miraron con mucha insistencia hacia aquí.
—Ya. Iremos con cuidado. Voy a regresar al hotel. Carga con postas una escopeta y estate preparado
Lois lo interrogó con la mirada. Mientras se sentaba, le habló quedamente:
—Seis. Están en el “Buitre”.
—No podrás con ellos tú solo, Sol.
—Ya no estoy solo, Lois. Y podré.
El jinete que él viera, habíase detenido delante de una de las cabañas de las afueras. Era un tipo materialmente oculto dentro de un impermeable amarillo y bajo el ala de su sombrero. Se echó a tierra luego de mirar veloz a su alrededor y comprobar la soledad del sitio y llamó a la puerta de la cabaña, que no tardó en abrirse.
—Pasa, Cora.
Cora Grant se quitó el sombrero y el guardapolvo una vez dentro de la choza. En sus mejillas, dos largos y poco profundos cortes aún no del todo cicatrizados le llegaban desde debajo de los ojos a las comisuras de la boca, dándole el aspecto de una india tatuada, distendiendo sus facciones y quitándole toda su antigua belleza. Miró a Ace Bliss con fijeza.
—Vine detrás de ellos y no se enteraron. ¿Es cierto todo lo que me mandaste a decir?
—Completamente cierto.
Destellaron de rencor celoso las pupilas de la mujer.
—De modo que se enamoró de otra... Esa es su sentencia de muerte, Ace. Holloway y sus hombres no podrán con él, pero yo sé cómo matarlo. Y si descubro que me has dicho la verdad...
Bliss sonrió de modo avieso.
—Tú me conoces, Cora. ¿Me habría arriesgado como lo hago sin estar seguro por completo de mi juego?
—No; tú no te arriesgas nunca... Bueno, déjame aquí. Necesito dormir unas horas.
Sol Lester fue desde el hotel a la casa del juez, al que encontró terminando de comer.
—Necesito un mandamiento para detener a alguien, juez —dijo de buenas a primeras.
—¿Y eso?
—Acaban de llegar seis hombres a la ciudad. Sospecho que traen dos objetivos. Yo... y el Banco. Me interesa adelantarme a ellos.
—Ya. Se lo voy a dar, aunque, si tal sospecha, no lo considero necesario.
—No tengo tanto interés en matar como en atemorizar, juez. Esos nombres han venido a matarme, si pueden, y yo quiero meterlos en la cárcel, primero, y lograr para ellos una buena condena, o la soga, después, si la merecen a juicio suyo y del jurado; pero lo haré con el respaldo de la gente sana de Buckskin, de manera que ellos y los demás sepan en adelante que no vienen por un hombre solo.
—Comprendo. Y lo apruebo. Ese es un buen camino, Lester. Siga por él y tendrá el respaldo unánime de todos los hombres honrados.
—Eso espero, juez.
Un cuarto de hora más tarde estaba de regreso en la prisión.
—Jim vete a buscar a Dan Crocker, a Butch Barrow y a Elmer Smith. Diles que engrasen sus armas y vengan a prestar juramento como agentes provisionales.
Prince parpadeó.
—¿Qué se propone, Lester?
Mirándolo fijo, le contestó:
—Hacer una demostración impresionante de mis fuerzas, Jim. Sólo eso.