CAPITULO V

Ni uno solo de los forajidos había podido escapar, pues Long fue derribado antes de haber recorrido la mitad de la calle. Todos muertos...

Ahora, varios centenares de personas excitadas llenaban la calle, casi todos empuñando ya inútiles armas y comentando a voz en grito las incidencias del asalto.

Frente al Banco eran mucho mayores el bullicio y la aglomeración. El banquero y su empleado ileso, aún bajo los efectos del susto, contaban a todo el mundo lo acontecido dentro del local, pero la mayor parte de los presentes tenían puesta su atención en él alto y astroso desconocido que había matado a dos de los bandidos, uno el jefe, iniciando la batalla con su actitud y resolviéndola tan contundentemente.

El permanecía impasible en medio de la curiosidad excitada; un rostro descarnado, sombrío, con dos ojos como placas de acero. Había recargado su revólver y se lo había guardado en la funda; no habló palabra y estaba recostado contra uno de los postes que sostenían el piso alto.

Por su parte, la joven del vestido verde habíase levantado del barro y estaba, a su vez, rodeada de gentes solícitas. Tenía la cara manchada y se limpió con un pañuelo que le entregaron. Su peinado se había estropeado también, en su mejilla había una pequeña erosión; en sus ojos, nada. Es decir, una sombra...

Alguien salió presuroso del interior del edificio, anunciando que el sheriff estaba muerto.

—Tiene un balazo en la cara. Y el bandido pelirrojo, otro que lo atravesó de parte a parte. En cuanto a Teddy Roberts, le han destrozado el hombro, pero a lo mejor Se salva. Ya lo están, curando de primera intención. .

En el barullo, algunos de los fajos de billetes habían desaparecido camino de bolsillos donde no debían estar, pero la mayor parte del dinero se hallaba ya de nuevo en poder del banquero, porque no todos los presentes eran aprovechados. Uno de ellos, bien trajeado y fornido, con espesa barba negra, miró fijamente al forastero. Se llamaba Schluyter, y era dueño de un almacén de ramos generales.

—Usted aún no abrió la boca, hombre; y no obstante, se le debe el que esta pandilla no se saliera con la suya. ¿Es que no tiene nada que decir?

Con todas las miradas sobre él, el forastero despegó su espalda del poste y replicó despacio:

—Muy poco. Me pareció raro que un hombre estuviera levantando a una mujer sobre un caballo con silla vaquera mientras otro parecía muy interesado en vigilar la calle. Entonces, el que vigilaba gritóle algo al otro e hizo un gesto para sacar su revólver. Actué de modo irreflexivo, en defensa propia, y eso es todo.

—¡Hum! Yo le vi disparar. Lo hizo con tal celeridad que antes de darse cuenta de lo que sucedía estaba el otro boca arriba. Y luego se movió como un rayo, siguiendo la pelea...

—Figuraciones suyas. Supongo que cuando uno se ve metido inesperadamente en una lucha a tiros, procura hacer lo posible para salir con bien de ella.

—Sí, eso es fácil...

—Bien, señores. Estoy un poco cansado y necesito una Cama. Si alguien me indica dónde puedo encontrarla, iré en su busca con toda diligencia.

—El hotel está dos puertas más arriba, forastero. Y habida cuenta de lo que ha hecho, puede contar con alojamiento gratis durante una semana. Soy el dueño —le advirtió un hombre grueso con una gran cadena de oro sobre el vientre.

—Entonces, voy allá.

En todo el tiempo no había mirado a la mujer, que, por su parte apenas si lo hizo un par de veces de reojo. Ahora sus miradas se cruzaron, y él esbozó una leve inclinación a la que ella no contestó. Después se abrió camino entre los curiosos y marchó a recoger su caballo, llevándolo al palenque delante del hotel.

Estaba atándolo cuando la vio llegar. Todo el vestido se hallaba manchado de lodo rojizo y su pelo despeinado, mas ella daba la impresión de ir caminando por una acera del Vieux Carré.

Lester apretó los labios un poco y se enderezó, subiendo a la acera para esperarla. A un paso, la mujer se detuvo.

—Gracias por su intervención, señor —dijo lentamente—. Me ahorró una desagradable cabalgada.

—Eso imagino —la voz de él también era calmosa—. Lamento haber tenido que obrar como lo hice.

—Su bala me rozó la cara. Tiene usted muy buena puntería.

—Cuestión de suerte.

—¿Piensa marcharse muy pronto?

—¿Tiene eso algún interés para usted?

—Tal vez no. Me llamo Lois Duval y me alojo en este mismo hotel. Cualquiera a quien pregunte le dirá que gano mi vida con los naipes.

—No iba a preguntar. Soy muy poco curioso.

—Ya lo veo. Me gustaría verle esta noche en mi partida, señor Lester,

El no movió un músculo de su rostro.

—¿Qué sabe usted de mí?

—Soy de Texas, aunque me crié en Nueva Orleáns. Mi madre era de Trinity. Por aquel lado se contaban muchas historias acerca de usted, hace como diez años.

—¿Sabe que me encerraron?

—Sí, Y supongo, que consiguió su libertad.

—Legalmente, hace tres meses y medio. No me importa que mi nombre se sepa, ni soy persona a quien pueda hacerse objeto de un chantaje.

Los ojos femeninos se enfriaron.

—Tiene usted una opinión muy desdichada de las mujeres, señor Lester.

—Es posible. Y no creo que pueda aceptar su amable invitación. No tengo nada que hacer en este pueblo.

—Ya lo hizo todo, ¿verdad? Y muy bien...

—Sí. Yo, de usted, dominaría mi curiosidad, señorita Duval. Ganarse la vida con los naipes en una ciudad como ésta puede ser muy peligroso. Pero yo mato.

—¿También mujeres?

El tardó un poco en contestar:

—No, mujeres, no. De todos modos, no se haga muchas ilusiones. Buenos días.

Ella no le contestó. Se lo quedó mirando... Y él terminó por encogerse de hombros, entrando delante en el hotel con deliberada grosería.

El hombre gordo había ordenado a su empleado que regresara allí y estaba esperándole tras el mostrador, excitado y curioso.

—Bien venido a Buckskin y al hotel, señor...

—Smith. Tom Smith es mi nombre.

—¡Ah¡ Sí, claro, claro... Bien, señor Smith, como le digo, bien venido. Hombres de su temple...

—Quiero una habitación, y no tengo ganas de charlar.

—¿Cómo? Sí, claro, claro... ¡Perdóneme, inmediatamente...! ¿Le gusta la dieciséis? Hola, señorita Duval. Ya veo que esos granujas le dieron un susto... Firme aquí, por favor. Gracias. Su llave. No tiene pérdida. Es la...

—Yo se la indicaré, Hugo, no te preocupes.

Lester la miró de reojo, pero nada dijo. Ella tomó otra llave que le alargaba el empleado y se recogió la manchada falda con la mano, avanzando hacia la escalera y ascendiendo por la misma, sin prisas. A su espalda, Lester la envolvió con una mirada, preguntándose qué se propondría aquella mujer. Una jugadora... Una mujer joven, elegante y atractiva, de modales distinguidos, sola y ganándose la vida con tan arriesgada profesión en un lugar como Buckskin...

El pasillo era estrecho y las puertas se abrían a sus lados, cinco a cada uno y colocadas de manera que no se daban frente. La mujer se detuvo junto a la segunda de la derecha.

—Esta es la mía. La suya la de al lado —dijo. Y Lester aspiró despacio.

—Estoy preguntándome cuál es su juego.

—Ninguno. Usted me hizo sin querer un favor y me siento agradecida, nada más.

—¿Por qué no dijo mi verdadero nombre al empleado?

—No lo creí conveniente. Tom Smith es tan bueno como otro cualquiera.

—¿De veras se llama Lois Duval?

—¿Le importa?

El rió sordamente, y denegó lento con la cabeza.

—No. En absoluto. De nuevo buenos días.

—Le deseo un sueño tranquilo.

Sin contestarle, Lester siguió adelante, metió la llave en la cerradura del dieciséis, abrió la puerta, miró a la joven de soslayo y entró, cerrando a su espalda.

La habitación era buena y estaba muy bien amueblada. Hacía muchos años que no se veía en una así...

Con un hondo suspiro se quitó el sombrero, tirándolo sobre la silla, fue a lavarse cara y manos concienzudamente y luego se sentó en el borde de la cama, saltando un poco sobre ella. Cuán distinta al camastro de la prisión... No podría volverse a acostumbrarse a dormir en camas como aquélla.

Se descalzó y se lavó también los sucios pies. Luego lió un cigarrillo y lo encendió, tirándose sobre la colcha boca arriba.

Su venganza había terminado. Los dos hombres que le traicionaran estaban muertos. La mujer a quien un día creyó amar quedaba marcada para siempre, tras haberle dado la última noche de placer. El pasado quedaba así liquidado en toda su extensión. Y ahora, ¿qué?

Un ruido en la habitación de al lado cortó el hilo de sus pensamientos. Ruido de agua al caer sobre un baño... y una persona. Súbitamente, algo so le anudó en torno a la garganta. A través del tabique de adobes el ruido del agua le llegaba muy apagado, junto con el de una canción entonada pon una mujer.

Era aquella jugadora, Lois Duval. Debía estar bañándose y el baño se encontraría pegado, a la pared, al otro lado de la cabecera...

Extraña mujer aquélla. El había conocido a muchas, y de distintas clases, en el transcurso de su vida, aventurera. Como Lois Duval, apenas una o dos. Tenía mucho, demasiado temple. ¿Quién diablos sería? ¿Y qué se propondría, con respecto a él? Invitarlo a su partida de naipes... Tal vez pensara que iba a. quedarse en Buckskin. Pero él no se quedaría...

¿Y por qué no? Lo mismo le daba Buckskin que otro sitio cualquiera. Muerto el sheriff, ésta sería una interesante población. Además, lo considerarían bien por su hazaña al frustrar el atraco. Tal vez incluso le dieran un premio...

Se sonrió duramente. Un premio por cumplir su venganza... Sería precioso. De todos modos se marcharía. A cualquier parte, no a Paraíso, donde quedaba Cora con la cara cortada y el corazón lleno de odio. Cuando se supiera lo ocurrido en Buckskin, los hombres y mujeres de Paraíso lo mirarían con muy malos ojos y él no tenía ganas de luchar, sino de paz.

Era curioso que pidiera paz. Durante seis largos años había sido jefe de banda, cometiendo una infinitad de fechorías. Antes, desde los dieciséis, vagó de un lado para otro como un “bad boy”, y hasta que mató a aquel ayudante de sheriff, recién cumplidos los veinte años. Siete infernales en Amargosa. Y ahora, con treinta y tres sobre las espaldas, se sentía viejo y cansado, añorando la tranquilidad del casi olvidado hogar que tan pronto dejó.

No tenía a nadie. Sus padres habían muerto, su hermana estaba lejos, casada con un hombre honrado que no lo admitiría, y con razón; sus amigos de la juventud sólo Dios sabía por dónde andaban, los que aún vivieran. No tenía a nadie. Pero estaba libre. Y en Amargosa había aprendido a apreciar la libertad.

El ruido del agua y la canción cesaron de golpe, volviendo a despertarlo de su ensimismamiento. La imagen femenina se le metió de pronto en las pupilas, enervándolo. Lois Duval y su extraña actitud...

—Mejor olvidarse de ella. Ninguna mujer es buena para un antiguo forajido. Unas por un motivo, y otras por otro... El tenía la prueba con Cora. No, dormiría unas horas para reponer fuerzas, y luego abandonaría Buckskin...

 

CAPITULO VI

Comenzaba a espesarse la sombra del crepúsculo en el valle, y el empleado del hotel estaba encendiendo la lámpara del vestíbulo cuando Lester apareció en la escalera. El hombre se deshizo en reverencias y saludos, interesándose por si había dormido bien. Cortándole la verborrea, Lester inquirió por un restaurante.

—Tengo hambre. ¿Dónde puedo comer?

—Nosotros tenemos restaurante aquí mismo, señor Smith. Si quiere tomarse la molestia de pasar por esa puerta, se encontrará en él. Precisamente es la hora...

Sin hacerle caso, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta entornada. El local era bastante amplio, tenía una veintena de mesas con manteles, y la mitad de ellas estaban ocupadas, en su mayoría, por mineros y gentes de los establecimientos de diversión, que se apresuraban a devorar la cena para acudir a su puesto de trabajo. Todos sin excepción alzaron la mirada hacia él, y las conversaciones se pararon.

Vio a Lois Duval sentada ante una mesa en uno de los rincones frente a la puerta. Ella vestía de negro, un hermoso traje que dejaba al descubierto sus brazos y hombros, de mate blancura. Así, parecía incongruente con lo que la rodeaba...

Avanzó en derechura hacia ella, movido por un impulso que no se supo concretar. Los ojos de la mujer siguieron su avance, pero Lois no sonrió al tenerlo cerca.

—Buenas noches.

—Buenas...

—¿Me está esperando?

—¿Qué se lo hace suponer?

—No veo comida.

—Acabo de llegar.

—Ya. ¿Puedo sentarme?

—No hay inconveniente.

El hizo atrás la silla y se sentó. Luego la miró de hito en hito.

—Esta mañana la oí bañarse.

Apenas si hubo un leve parpadeo sobre los ojos de Lois Duval. Y un apretamiento imperceptible de sus labios.

—¿Sí...?

—Sí. Mi cama cae junto al otro lado de la pared.

Ella no dijo nada ahora. Y él siguió:

—¿No quiere saber lo que pensé?

—No me interesa.

—He estado siete años en presidio. Sin ver a una mujer. Sólo imaginaciones... Luego varios meses cabalgando en pos de la venganza, sin tiempo ni ocasiones para otra cosa. Ahora, ya todo ha terminado. Es como si de repente me encontrara delante de un camino vacío.

Lois le sostenía la mirada.

—¿Y bien...?

—Usted se puso inesperadamente en medio de ese camino. Usted sola, tal como me la podía imaginar al otro lado de la pared.

Lentamente, las mejillas de la mujer se tiñeron de carmín. Un carmín suave, que fue extendiéndose después por su rostro.

—Es usted tan brutal como un salvaje —dijo con voz clara y queda. Lester asintió.

—Así parece. Pero usted me invitó a jugar una partida.

—No ésa —vibró de contenida violencia la voz de Lois Duval—. No ciertamente ésa, señor Lester.

Iba él a contestarle cuando llegó el obsequioso camarero chino con una fuente de sopa humeando, y cortó la conversación. Al quedar solos de nuevo, ella habló con calma, recuperando su color natural:

—Lamento haberle dado una idea equivocada de mis propósitos, señor Lester. Y creo, como usted, que será mucho mejor se marche pronto de Buckskin.

De nuevo abrió la boca él para contestarle. Pero la frase quedó en su boca al ver que se abría la puerta del comedor dando paso al dueño del hotel, el banquero y un par de hombres más, también con apariencia de gente de peso en la comunidad.

—Me parece que tenemos visita —dijo pausadamente. Y entonces ella le dio mía noticia inesperada:

—Vienen a ofrecerle la plaza vacante de sheriff.

Lester tragó aire en honda aspiración.

—¿Está segura?

—Dentro de muy. poco, lo sabrá por ellos.

No había tiempo para más. Tenía que adaptarse en el acto a la inesperada contingencia. El..., propuesto para sheriff. ¿No era cosa de echarse a reír?

No se rió. Quedóse un tanto rígido, en espera de los que venían. Estos, al llegar junto a la mesa, saludáronle con abierta cordialidad y el dueño del hotel tomó la voz cantante:

—No queremos entretenerlo en su comida, señor Smith. Pero sí nos interesa que, una vez haya satisfecho su apetito, nos prometa venir a tomar unas copas y fumar un cigarro con nosotros. Tenemos una propuesta de suma importancia que hacerle.

—¿De veras?

—Sí —el almacenero terció, afirmativo—. Al menos, lo es para nosotros. Y esperamos que también para usted.

—En tal caso..., cuenten conmigo. Tenía pensando abandonar la población después de cenar, pero creo que podré demorar mi partida unas horas.

Los otros se miraron. Y dijo el dueño del Banco:

—Confiamos que decidirá volver en ese acuerdo, señor Smith. A propósito, quiero decirle que se ha abierto una suscripción entre todos los que habríamos sido damnificados por el atraco, para demostrarle concretamente nuestro agradecimiento. Yo la he encabezado con cien dólares, y ya alcanza la suma de mil doscientos setenta. Esperamos que se redondeen los dos mil. Aparte, existe un premio de mil dólares por la captura de Coleman, el jefe de la banda, que ya se ha pedido a Prescott. En conjunto, se trata de una bonita suma que creo vale la pena recoger.

—Bien, vámonos y dejémosle terminar su cena. Hasta luego, Smith. Cuando salga, pregunte al empleado. El le indicará dónde lo esperamos.

Se fueron. Lois no había despegado los labios en todo el tiempo. Ahora lo hizo para decir con suave acento:

—Ya lo ve. Tres mil dólares y una estrella de sheriff. Eso puede ocupar un camino vacío muy bien..., aunque resulte algo extraordinario para Sol Lester.

—Usted sigue estando delante.

Ella apretó los labios.

—Olvídese de mí. No soy de esa clase de mujeres.

—No dije que lo fuera.

—¿Piensa aceptar?

—Tal vez. Al menos, me quedaré el dinero. Lo he ganado.

—Sí. Es un buen precio por cinco vidas.

—Maté sólo a dos.

—Los que le conocían.

—Usted me conoce también.

—Pero soy mujer. Y afirmó que no, mataba mujeres.

—Puedo cerrarles la boca de otro modo.

—Conmigo, no señor Lester. Jamás.

El la miró fijo por un largo minuto. Después esbozó una mueca parecida a una sonrisa, tomó la cuchara y se puso a comer. Tras leve vacilación, la mujer le imitó. Y no volvieron a cambiar palabra en toda la cena.

Al terminar, ella se levantó primero.

—Buenas noches. Que tenga suerte.

—¿De veras me la desea?

—¿Por qué no? No tengo nada en absoluto contra usted.

—Ya. Nos veremos más tarde, si me dice dónde acostumbra poner su banca.

—En el “Buitre de Oro”. Le será fácil encontrarme.

Marchó por entre las mesas con el porte de una reina, indiferente a los saludos y miradas de los hombres. Por su parte, Lester espero hasta que hubo salido para marcharse a su vez.

El empleado estaba esperándolo y le condujo, por un corto pasillo, a una amplia habitación del piso bajo donde se hallaban reunidos varios hombres, todos de media edad y bien trajeados. Se levantaron al verle entrar, y el hotelero se los fue presentando:

—Durkin, del almacén de ramos generales; Forber, gerente de la mina “Solitude”; Masterson, dueño de las caballerizas; también está el doctor Gale, nuestro médico...

Allí se encontraba la plana mayor de la ciudad, era indudable. Le ofrecieron asiento, bebida y tabaco, y el hotelero entró de lleno en la cuestión.

Empezó diciendo:

—Smith, como habrá observado, nos encontramos reunidos aquí todos los hombres de más peso de la ciudad, aquellos que tenemos más interés en su prosperidad y la conservación del orden en ella. Esta mañana, nuestro sheriff ha sido muerto por esos forajidos, durante el atraco. Estamos, pues, sin hombre de la Ley. Nosotros hemos tratado largamente del asunto, y salió a la discusión su nombre. Abreviando, hemos decidido ofrecerle la plaza de sheriff de Buckskin.

Lester dio una lenta chupada a su cigarro antes de hablar. Y lo hizo midiendo las palabras para no incurrir en ningún error:

—Parecería como si ustedes hubieran obrado con cierta precipitación, señores. Acabo de llegar a la ciudad y soy un completo desconocido. Incluso puedo no llamarme Tom Smith.

Hubo algunos carraspeos. El juez Wilker tomó la palabra:

—Hemos pensado también en eso, Smith. Y decidimos preguntarle si tiene cuentas pendientes con la Ley en algún punto. Le agradeceríamos una respuesta sincera. De ser así, no insistiremos en nuestra oferta, usted cobrará su premio y podrá dejar la ciudad cuando le acomode.

Lester paseó la mirada por las caras tensas de sus interlocutores. Luego denegó:

—No, ya no tengo cuentas pendientes con ella, señores.

Unos respiraron hondo, otros fruncieron el ceño... El hotelero volvió a tomar la palabra:

—En tal caso, Smith, no haremos más preguntas; admitiremos su palabra y repetiremos la oferta. No es una sinecura, esta ciudad es violenta y hace falta mano dura para sujetarla. Usted ha demostrado cumplidamente que posee sangre fría, piratería y valor, todo el mundo en adelante lo mirará con respeto. Confiamos en eso y sus evidentes cualidades para que siga manteniendo" el orden en la ciudad; Su sueldo será de cien dólares mensuales, casa y ropa limpia. Podrá hacer sus comidas aquí, con un descuento sustancioso, y por cada detención de elementos perturbadores tendrá el diez por ciento de la multa que se les imponga, el veinticinco, si tuvo que hacer uso de sus armas y mantener pelea, Consideramos que se trata de una oferta razonable. Ahora usted tiene la palabra.

Lester sopesó la oferta unos minutos. El sarcasmo de la situación se le aparecía bien claro; por otra parte, había dicho la verdad. Sus cuentas con la Ley estaban saldadas y no tenía rumbo. Cualquier sitio, cualquier empleo, le venían bien. Podía reemprender una nueva vida. Además...

Puso ambas manos sobre la mesa y habló a los demás pareciendo mirar en especial a cada uno de ellos:

—No sé si me gustará ese empleo, señores, y menos si serviré para él. No voy a venderme por santo, ni quiero que se hagan demasiadas ilusiones. Puede que dentro de unos días decida marcharme, y en tal caso lo haré sin más ni más. Puede que le tome gusto a la cosa, incluso que llegue a hallar interés en defender la Ley. Uno no sabe lo que es capaz de traerle el porvenir, y he vivido lo suficiente para no tener mucha fe en las ideas irrevocables. Si ustedes me aceptan así, haré la prueba y a ver qué tal resulta.