Tradiciones misioneras

Sabido es que los indios de esta región fueron llamados chiquitos por los españoles porque, teniendo muy bajas las entradas de sus cabañas a fin de evitar la entrada de sabandijas y alimañas, se hacían los chiquitos, es decir, se agachaban para entrar en sus casas.

Los primeros jesuitas distinguieron entre lengua y nación chiquita y chiquitana. Esta última se refería a todas las Misiones de la provincia; la primera, a la nación, compuesta de ciertas tribus bárbaras, las más vecinas a Santa Cruz de la Sierra, cuya fácil y pacífica reducción sirvió de núcleo a las conversiones ulteriores de naciones del Noroeste, del Este y del Sudoeste: sibacas, quiriquicas, caroquiras, subararas, yuracarés, etc., de cuyos nombres hasta el recuerdo se ha perdido, conservándose solamente en las relaciones misioneras.

A la nación chiquita pertenecen las siguientes tribus bárbaras, que en el día merodean en los ámbitos de la provincia, y que son el terror de los viajeros: las que habitan entre San José y Santiago. Van completamente desnudos, y son los que asaltan a los salineros. Los zamucos, que viven entre Santiago y Puerto Suárez; los potoreras y penoquiques, que llegan hasta los caminos de Santa Cruz a Puerto Suárez; van armados de flechas, macanas y lanzas de palo tuminaitá, de enormes proporciones, y andan vestidos de garabatá.

El resto, choretís, guacurúes, matacos, chiriguanos y tobas, viven más alejados, hacia el Norte del Chaco austral. Los más parecidos a los chiquitanos reducidos son los chamacocas (o sea «valientes corredores»), que habitan las orillas del río Paraguá, se dedican a la caza y pesca y comprenden y hablan el castellano y el portugués. Son mansos, pero perseveran en el buen gusto de no civilizarse.

La lengua chiquita pura y legítima es la que se habla en San Javier.

En el archivo de San Miguel se conservan un vocabulario de esta lengua y un texto completo de Gramática, ambos manuscritos de un misionero.

El jesuita canario José Arce acometió en 1692 la empresa de evangelizar la nación chiquitana, a instancias del gobernador de Santa Cruz, D. Agustín de Arce. El fin principal de este magistrado era dejar abierto el camino del Paraguay a Tucumán, viaje que entonces se hacia bajando el río de aquel nombre hasta Santa Fe, y de aquí a Córdoba, al través de las pampas.

El P. Caballero evangelizó el resto de Chiquitos, dejando fundadas cuatro Reducciones cuando, en 1711, ocurrió su muerte. Siete años después, el P. Juan Patricio Fernández pudo escribir su Relación histórica de la provincia, de la que se han servido los sucesivos historiadores de las Misiones: Lozano, Charlevoix, Bac y los apologistas Muratore y Chateaubriand.

Por cierto que es curiosa la parte del Genio del Cristianismo donde se explica la táctica de los misioneros guaraníticos.

«El jesuita —dice— plantaba su cruz en un paraje descubierto, iba a esconderse en los bosques; los salvajes se acercaban poco a poco, como a un imán, y entonces el misionero, aprovechándose de la sorpresa de los bárbaros, les invitaba a dejar una vida miserable para gozar de las dulzuras de la sociedad.»

No; los jesuitas no actuaron de brujos, ni de Orfeos o Anfiones; empezaron su santa empresa como los franciscanos que en nuestros días evangelizan el Oriente boliviano —parlamentando con los caciques, ganándolos con regalos y medicinas, haciéndose aliados y compañeros suyos—, a lo que puede añadirse lo que el P. Lozano escribe en su Conquista del Paraguay al describir la «caza de fieras racionales por los cristianos de las Misiones». Concluidas las diligencias de la sorpresa, asalto y captura de los infieles recalcitrantes, los otros «se asientan con ellos muy amorosos, dándoles de comer y vistiéndolos. Van con estas demostraciones de cariño perdiendo el miedo..., se bautizan y salen cristianos».

El indio, por feroz que sea, es agradecido, es sensible a la amistad, y como se le respeten su mujer y sus hijos, parlamenta con los extranjeros.

Uno de los primeros industriales contemporáneos del vecino Guaporé fue Antonio Rodríguez Araujo, que por azares revolucionarios hubo de llegar allí con nueve tripulantes. Viendo que el terreno abun-daba en goma, se estableció en el país de los feroces pausernas, ganándoles con colgar de los árboles espejos, cuchillos, cintas y abalorios.

Correspondían los bárbaros dejando en su lugar frutas y piezas de caza. Con ellos trabajó, enseñándoles a picar el árbol de la goma; pero como a Araujo le tenía sin cuidado el porvenir de los pausernas, en cuanto hizo una regular fortuna se despidió de ellos para el Pará.

Entre Araujo y un misionero no hay más diferencia sino que el segundo añade a los favores de la amistad la dádiva de la caridad cristiana.

La provincia religiosa del Paraguay tenía bajo su dependencia estas Misiones de Chiquitos desde que, en 1607, se fundó aquella provincia independiente de la matriz del Perú. Estas Reducciones estaban sujetas a la diócesis de Santa Cruz de la Sierra. El Padre provincial presentaba al gobernador de la provincia el nombramiento del párroco, el cual quedaba nombrado en nombre del rey, confirmándole el obispo en su curato. Por lo que se desprende de algunas cartas que inserta Muratore en su Cristianismo triunfante, los jesuitas destinados a las Misiones guaraníticas venían voluntarios, no obstante su voto de obediencia. Se escogían de las provincias de Italia, Alemania, Hungría, Polonia, Países Bajos y España; juntábanse en Sevilla o Cádiz, y de aquí partían para Buenos Aires en buques de guerra. Durante el viaje, o en su residencia en Buenos Aires —o en Córdoba, si iban a Mojos—, aprendían la lengua del país donde iban destinados. Los misioneros de Chiquitos aprendían el zamuco; los del Paraguay, el guaraní; los de Mojos, la lengua moja.

El idioma español era el que empleaban los Padres en su correspondencia particular y en los oficios a gobernadores y obispos. Como es natural, el latín era la lengua litúrgica, comunicándose con los neófitos en el idioma de éstos.

Cada jesuita del Paraguay costaba al Erario Real 300 pesos y el viaje, sin contar 10.000 pesos anuales para presupuesto misionero. El Erario proveía, además, de campanas y ornamentos sagrados a cada Misión nueva, añadiendo en todas la provisión del vino y del aceite litúrgicos. Cada Reducción contaba también con 140 ducados anuales para medicamentos. (12. A su expulsión, se asignó, con la ocupación de las temporalidades (bienes y efectos de la Compañía), 100 pesos vitalicios a los jesuitas sacerdotes, y 90 a los legos, con exclusión de los Padres extranjeros, que en las Misiones eran los más.

Los sacerdotes de la Compañía se titularon abates a la expulsión de la Orden, dándose a publicar excelentes obras de los países donde residieron. Señálanse entre todas la Historia latina de los Avipones, por el P. Martín Dobrizhofer, 1784.

Historia del Chaco, en italiano, por José Yolís, 1788.Historia de Tierra Firme, en italiano, por Felipe Gilii, 1780. —Historia de Chile, en italiano, por Juan Molina, 1782. —Historia de México, en italiano, por Francisco Clavijero, 1780.— Un buen mapa de Mojos hizo también el jesuita Xavier Iraizos.)

Hasta el reinado de Felipe V, gran protector de las Misiones americanas, no se declaró vasallos a los chiquitos; reconocimiento que obligaba al tributo de un escudo por cabeza, que satisfacían los indios con la venta de la hierba mate o de la cera. El rey enviaba a visitar las Misiones a gobernadores, comisarios o visitadores, que eran recibidos con mucho aparato; pero estas visitas eran rarísimas por la distancia a que estaban aquéllas y por los peligros del tránsito. Los obispos, por lo general, se limitaban a enviar edictos y limosnas.

A mayor abundamiento, los jesuitas obtuvieron de la piedad de los reyes de España la prohibición a los españoles y demás europeos de pisar las Reducciones si no era en ocasión de viaje. En los pueblos de San Javier y Concepción estaban los únicos alojamientos para los cruceños de tránsito, hospedándose en el Colegio o Casa de los Padres las personas de distinción.

El presupuesto de la provincia lo constituían la cera y los tejidos de algodón. Hasta 1799 no se descubrieron las famosas salinas de Santiago, que los jesuitas no explotaron por estar infestadas de salvajes.

Actualmente, con la marqueta, de que hablaré después, y el algodón, es la sal uno de los veneros de riqueza del país.

En la época de las Misiones, los niños eran los encargados de recoger las pellas de algodón. Cada semana se entregaba a las mujeres una remesa para que volvieran una libra hilada. Con el algodón procedente de sus chacras propias hilaban para sus familias, vendiendo el sobrante al Colegio. Para la subsistencia de los Padres, de las viudas y huérfanos, había ricas estancias, por otro nombre «La posesión del Señor» que los primeros visitaban a menudo, nombrando los vaqueros y administradores.

No se pueden consignar los rendimientos de la época misionera, porque aquí como en Mojos los jesuitas quemaron los archivos de cuentas en cuanto olieron la tempestad que les venía encima. Lo único que ha podido husmearse es por analogía en los inmediatos períodos del rescate o administración laica, en el que el rendimiento anual de Mojos y Chiquitos venía a sumar 100.000 pesos.

En Santa Cruz de la Sierra estaba el depósito de todos los efectos de exportación de los productos de ambas provincias, que se expedían a Lima. La Procuraduría del Colegio de esta capital los negociaba, remitiendo a su vez los efectos ultramarinos a Misiones.

En cada pueblo había un Padre catequista y un coadjutor que enseñaban a los indios las artes manuales, y Música y Canto llano.

«Los cantores lo hacían tan bien —escribe Charlevoix—, que no parecía sino que los indios tenían, como los pájaros, el canto como condición innata». Lo que confirma el obispo Herboso, testigo de mayor excepción, en su visita pastoral de 1769: «El más corto pueblo de Misiones excede a la capital del obispado (Santa Cruz) en la solemnidad con que se sirven las iglesias y los oficios».

Estas misas corales se cantaban en latín, resultando lo que candorosamente añade el buen obispo: «Los indios se asemejan a las monjas, que rezan el oficio divino sin tener inteligencia del significado de las voces».

Aquí como en todas las Reducciones, las iglesias eran lo mejor de todo. Bien es verdad que para la erección de sus fábricas contaban los Padres con la prestación personal de sus súbditos, como los Faraones para sus pirámides. Comparación que se me ocurre, porque así como los monumentos egipcios adquieren todo su relieve en la soledad de los arenales, así también todo el mérito de los ponderados templos misioneros depende del contraste de su brusca aparición entre la salvaje floresta americana.

El sonido de la campana, tan poético en la soledad de nuestros campos, hácese solemne y sugestivo cuando el viajero lo percibe al acercarse a las Misiones, en el magnífico silencio de la selva, hasta el punto que los loros remedan los tintineos de los sagrados bronces.

Todas las iglesias que he visto en Mojos y en Chiquitos son como cualquier iglesia vulgar de nuestros pueblos, con el agravante del gusto barroco peculiar a la época en que floreció la Compañía.

El servicio religioso se ordenaba del modo que aún lo practican los indios. Al toque de alba los niños iban a la iglesia a rezar la doctrina; en seguida la misa, con asistencia general. Los domingos y días festivos se cantaba la doctrina cristiana. Siendo la borrachera y la lujuria los dos vicios dominantes del indio, se evitaban en cuanto era posible separando los dos sexos aun en las iglesias. Los lunes dos misas: una a la Virgen en la iglesia, y otra de difuntos en la capilla del cementerio, contigua al templo, rezándose a continuación cuatro responsos en las cuatro cruces de las esquinas del campo santo.

En todas las misas —y esto sí que no se estila ahora— se hacía el acto de contrición, que los neófitos acompañaban con grandes sollozos y suspiros. Había penitencias públicas para los escandalosos, por el estilo de la iglesia primitiva (traje penitencial, azotes públicos, etc.), siendo de advertir que eran muchos los que pedían estos castigos, quedando muy contentos y agradecidos de ellos. En suma, eran tan buenos cristianos estos indios, que como decía al rey D. Pedro Fajardo, obispo de Buenos Aires, «no creo que en un año se cometa un pecado mortal».

En las funciones religiosas de noche, los Padres tenían establecido, aquí como en el Paraguay, que los indios fueran armados, para repeler las invasiones de los mamelucos o paulistas, famosos zambos brasileños de San Pablo que se dedicaban a secuestrar doctrinos, vendiéndolos como esclavos en Matto Grosso. A este fin, los indios estaban regimentados en escuadrones y compañías de arqueros y fusileros, con banderas, figles y clarines. Esos mamelucos «usaban —dice el P. Lozano— de las mismas trazas e industrias que se usan y se valen nuestros misioneros para seducir los gentiles».

Dos de ellos iban disfrazados con hábito jesuita; tanto es así, que los auténticos se veían rechazados muchas veces por la indiada que iban a catequizar, creyéndoles secuestradores.

En Chiquitos llaman fiscalas a las que abadesas en Mojos: las matronas encargadas de llevar las niñas a la iglesia; así como los fiscales atienden al gobierno de los «peladitos», cuidando además del aseo de casas y veredas o aceras.

En todos los pueblos chiquitanos, los sábados a la tarde se congre-gan los niños de ambos sexos alrededor de la cruz de la plaza, y al concertado son de los violines cantan laanastiña (rendido a tus pies), plegaria religiosa de mucha unción y melodía.

En la época misionera había casas de refugio para las viudas y casadas sin hijos, durante el tiempo que los maridos estaban ausentes.

Viudas y huérfanas eran además mantenidas hasta que constituían familia. Hoy no es así: unas y otras sirven de pasto a la concupiscen-cia de los carayanos establecidos en la provincia.