El primer encuentro

Como a los ocho días de navegación llegamos al sitio donde a la derecha mano se junta al San Miguel un pequeño afluente, el río Negro, así llamado por el sucio color de sus aguas, provenientes de una gran laguna de Guarayos, cerca de Ascensión. Este río Negro tiene un curso de cerca de un grado.

A partir de esta confluencia, las márgenes son menos tupidas; únicamente una cortina de tacuaras, nenúfares y arbolillos acuáticos, y detrás infinidad de pantanos, que desaguan más arriba, en la gran laguna del Carmen o Itunama. A la mano derecha se adivinan las pampas mojeñas del Carmen, cruzadas por el río San Francisco, y por las que pasaba el camino de este pueblo a Loreto.

Estos parajes son más molestos aún que los anteriores, por la dificultad de encontrar una pascana seca donde vivaquear, así como por la frecuencia con que son visitados por los indios sirionós, quienes acuden a hacer provisión del mucho y excelente pescado de los rebalses.

Aunque en el curso de la navegación encontramos varios puentes de bejucos, de que se sirven estos salvajes para pasar los ríos, quiso la suerte que no cayéramos en ninguna emboscada, antes bien hizo que los sorprendiéramos en ocasión que, descuidados o inermes, ni podían ofendernos ni defenderse.

Y fue de la siguiente manera. El San Miguel, como todos los ríos del Oriente, es sumamente tortuoso, hasta el punto que en el espacio de una legua se navega por rumbos los más opuestos. Al doblar uno de estos tornos o codos del río fue cuando sorprendimos a cuatro hombres desnudos, que los guarayos conocieron en seguida, apellidándolos choris, choris (sirionós en su lengua). Estaban ocupados en pasar el río a favor de un cable de bejucos. Este cable o puente se reduce a dos o tres bejucos largos y resistentes, atados a modo de maromas de un árbol a otro de la orilla. Como la corriente es tan rápida, pocos son los nadadores que se atreven a pasarlo; así que los salvajes, que no tienen canoas para pasar el río, hácenlo agarrándose con una mano al cable colgante, mientras que con la otra se ayudan batiendo el agua.

Cuando les sorprendimos, dos de ellos habían pasado ya y esperaban a sus compañeros, que estaban en mitad del río. Verlos los guarayos y dar gritos de ¡Choris, choris, churquen! (rema fuerte), fue todo uno, haciendo volar la embarcación para alcanzarlos. La maniobra no fue tan pronta que no diera tiempo a los bárbaros para reponerse de su sorpresa e ir ganando la orilla, cerca de la que ya estaban cuando les vimos.

Los dos que estaban en seco habían desaparecido en el monte, y antes de que los nadadores hicieran lo mismo, saltaron a tierra los guarayos para cortarles la retirada, siguiéndoles el otro suizo licorista y yo con sendos Winchester. El barbarote del suizo alemán soltó un tiro desde el camarote, que por fortuna no hizo blanco en los fugitivos.

De los dos, los guarayos cogieron uno; el otro ganó a tiempo la orilla. Trabajo nos costó al suizo y a mi que los guarayos no le hicieran trizas con sus machetes. El cautivo iba completamente desnudo, pero llevaba en la mano su formidable arco, que nunca abandonan los indios, no tanto por el trabajo que les cuesta labrarlos, cuanto porque les sirve de maza de armas.

Por medio de un guarayo interrogué al sirionó, admirándome de su serenidad y arrogancia. Rudo y fuerte como Alcides, de pie y apoyado en su arco, contestó a mis preguntas con la altivez de Poro a Alejandro Magno. Dijo llamarse Tobachi (barro blanco), que él y sus hermanos llevaban dos soles de jornada, y que si yo, como zubiché (superior) de los guarayos, quería hacerle su cautivo, le diera muerte antes que condenarle al vilipendio de aquellos perros.

Los guarayos, que tal se oyeron llamar, se disponían a echarle mano; pero en esto llegó el patrón suizo y mandó a la gente que se volviera al batelón, indicando al indio que quedaba en libertad, con la mímica de que se valdría Robinsón para inspirar confianza a Viernes. Yo fui más generoso, porque le convidé a un trago de ron del frasco de camino. Cedió entonces de su arrogancia el salvaje, y con palabras de gratitud, llamándonos cherús (amigos), nos tomó las manos para besarlas. Luego, quitándose un collar hecho con dientes de mono y puerco del monte, me hizo obsequio de él.

Y acabó la aventura reembarcándonos y dejando al indio sirionó admirado de una conducta que no esperaba. En cuanto a los guarayos, les indemnizamos de su frustrada venganza repartiéndoles una botella de alcohol amílico.

Ya dije en líneas anteriores que este río San Miguel era el camino fluvial a Mojos, lo que da a suponer que fue conocido y frecuentado por los misioneros jesuitas. El mismo D’Orbigni, en 1831, siguió esta ruta para llegar al Itenes; y antes que él, el general realista Aguilera, para traer dinero de Mojos, lo que demuestra que el San Miguel fue un río muy frecuentado. Lo cierto es que con el tiempo se olvidó su navegación, hasta que el Gobierno de Bolivia votó un premio de 3.000 bolivianos para quien lo explorase nuevamente y abriera paso a las embarcaciones entre Guarayos y Magdalena de Mojos. Tal empresa la acometió en 1893 Rodolfo Buckle, el suizo patrón del Patria, en que ahora vamos, quien sin más que hacer un sencillo plano del curso del río, cobró el premio de manos del prefecto del Beni.

Al año siguiente, otra expedición de guarayos conducida por el P. Jenaro Scherer, bravo tirolés que conocí de misionero en Ascensión, abrió un canal de unas 900 varas para unir el San Miguel con el Itunama, evitando el rodeo de la laguna. Este canal, llamado Scherer, se encuentra a la mano derecha del río, poco antes de llegar a la laguna, y es el que ahora enfilamos.

Esto de «enfilar» es metáfora, porque era tan poco el caudal de agua, que hubo necesidad de descargar a medias el batelón, empujándolo los guarayos hasta llegar a una pascana seca, que bautizamos con el nombre de «Hotel Caimán», por haber baleado allí un caimanazo medio oculto en los carrizales. A pesar de estar muerto y bien muerto, daba miedo acercarse a él; pero los guarayos le cortaron la cola, que es comestible, no obstante su pronunciado olor a almizcle.

Como pasamos temprano el canalillo, descansamos todo el día en el «Hotel Caimán», dejando para otra jornada el paso de la colcha, que ya veremos en qué consiste.

Aprovechando el día, los guarayos se fueron a cazar con sus flechas y los tres europeos a probar fortuna, por turno, con las escopetas.

Muy pronto los ecos de aquellos andurriales se alegraron con el de los disparos y el de las alegres voces de los cazadores, vueltos de regreso con abundante provisión de pavas, puercos monteses y uno que otro marimono o maneche.

El puerco montés (sus-tajussa) se llama ordinariamente pécari, y se distinguen cuatro clases de él: el cuche blanco, parecido al jabalí; el quijada blanca, también de gran tamaño; el taitetú, que es el más pequeño, y el cajita (así llamado por el ruido que hace, parecido al batir de un tambor), de color choco, casi del tamaño del taitetú, pero más bravo. Lo es tanto, que al tropezar con una tropa de cajitas hay que subirse a un árbol grande, porque si no los animales lo descuajan para hacer presa en el asilado.

Se les caza fácilmente tiroteándoles desde las ramas, con la singularidad que las primeras víctimas son despedazadas por sus congéneres, quienes no abandonan el sitio por estragos que en ellos se haga, hasta que se cansan de husmear al cazador y éste se cansa de matar. La carne del cajita es comestible, pero no es tan agradable como las de las otras variedades, sin duda por lo irritados que mueren, lo que da a la carne un saborcillo almizclado que los cruceños llaman «quiabó». Los demás puercos son de carne blanca y apetitosa.

Maneches y marimonos son unos simios trepadores, muy grandes, muy peludos y de cola prehensil.

El maneche o mono aullador (Micetes seniculus) es curioso por la papera o coto que cubre la cavidad del hioides, aparato con el que produce un sonido semejante al del trapiche cuando muele caña. De ahí que en algunas partes le llamen también trapichero. El otro nombre de «aulladores» lo tienen bien merecido, porque a la salida y puesta del sol el ruido de la tropa ensordece la selva y apaga todo rumor.

Cuando el maneche se siente herido queda colgado de la rama hasta que cae con el frío de la muerte. Si fue herido de flecha, se la arranca con furia y esto precipita su fin.

El marimono (Atteles panissus) es de las especies mayores del trópico.

Maneches y marimonos son comestibles, pero hay que vencer la aprensión que causa verlos pelados y despatarrados en el asador, con las facciones contraídas por repugnantes muecas. Un rato que me acerqué a los guarayos y les vi junto a la lumbre achicharrando un mono, soñé encontrarme entre caníbales y me aparté con náuseas.

Pero los remilgos desaparecen cuando hay hambre; así que voy haciéndome a todo; y en este día hice los honores a una comida cuya lista guardo como curioso documento gastronómico: Sopa de tortuga.

Solomillo de pécari.

Estofado de maneche.

Pava con palmito.

POSTRES

Higos de ambaibo.

Pacay, pulpa de la acacia, «mimosa inga».

La cola de caimán, que se come después de carbonizada y bien raspada de escamas y piel, no quise probarla, si bien figuraba en la lista de este ágape.

Todo esto, regado con un par de botellas de Burdeos y sendas tazas del aromático café de Guarayos, hizo olvidar a nuestros estómagos la cuaresmilla del viaje.

Aunque así no hubiera sido, aunque la comida no hubiera sido suculenta, no por esto hubiéramos dejado de alamparla, porque, como decía uno de los suizos, «no se come mejor en el hotel de enfrente».

Después de saborear la carne de pava y el palmito, advierto que el lector no sabrá qué cosas sean éstas.

Hay varias clases de pavas de monte (Penélope): el mamaco, el hoco, el mutún o yacú. Este último es el más sabroso: una especie intermedia entre pavo y faisán, de menor tamaño que éste, pero de la misma forma, sólo que su plumaje es negro aterciopelado, tiene sobre la base del pico una carúncula carnosa anaranjada y ostenta un moño negro elegantemente rizado.