Los pueblos de Mojos

Mojos es el país de la ganadería. Con el tiempo rivalizará con la pampa argentina en ser el mayor criadero de bifes del mundo.

Hasta tal extremo tiene Bolivia olvidada esta región, que ni el nombre de Mojos conserva en la geografía nacional. La antigua provincia misionera ha sido retaceada en cuatro provincias (Cercado, Itenes, Sécure y Yacuma), para formar el departamento del Beni, nombre que debiera reservarse a la región Noroeste que acabamos de recorrer. Ello consiste en que el nombre de Mojos suena a los bolivianos a humedad, a fiebres y a ranciedades de manteca, sebo y carne salada: tanto se ha dicho y repetido que es el país de los ríos y de la ganadería.

A través de sus mutaciones políticas, el país se conserva físicamen-te pujante; vital, nuevo todavía, produciendo todo cuanto se le pide y esperando la acción combinada del comercio y de la industria para producir más y mejor.

Está de moda en Bolivia, cuando de él se habla, pintarlo como un vasto anfiteatro de desolación y de ruinas, con un rótulo gigantesco que dice: «Mojos fue». Ciertamente que en Mojos tronó el régimen teocrático, como tronará el feudal que lo ha reemplazado, pero entretanto es de interés práctico dar a conocer el territorio como vasto mercado abierto a todas las especulaciones del trabajo.

Esto y algo más se irá desprendiendo del curso de esta relación, cuyo argumento es un viaje de Trinidad a Santa Cruz de la Sierra; unrecord a caballo de más de 190 leguas al través de las pampas mojeñas, escoltando unas carretas de guaraná. Como en esta relación he de recopilar mis impresiones sobre los distintos puntos que de Mojos he visitado en varias épocas, lo haré en globo, a vista de pájaro, con lo que resultará más amena la descripción que si fuera detallando jornada por jornada y saltando de digresión en digresión.

Procedente de Villa-Bella, del río Beni, llegué, pues, al Trapiche, puerto fluvial de Trinidad de Mojos.

El puerto no pasa de ser una barranca del río Ibari, mejor o peor dispuesta para embarcadero y arrimo de las lanchas a vapor y embarcaciones a remo que allí llegan.

Como la población queda a 2 leguas de distancia, hay que alquilar carretón y animal de silla para trasladarse a ella. El último casi nunca se consigue; ¿quién se acuerda en Mojos del viajero?; pero habiendo carretón, allá va uno revuelto en sus bártulos, camino de la capital del Beni, tostándose al sol y tragando bilis revuelta con el polvo de los campos.

La causa de que los pueblos mojeños estén a distancia de los ríos se explica perfectamente. Las inundaciones rebalsan tan lejos y a tanta altura, que hay que correrse muy tierra adentro para verse libre de ellas. Con todo, años hay en que las aguas llegan hasta las calles y plazas, como aconteció en 1896, en que la lancha a vapor Sucre se puso a la vista de Trinidad, causando el asombro y algazara consiguientes en el pacífico vecindario. Así se comprende lo que refiere Gibbon de un cañonero del Brasil que en 1850 llegó al mismo punto, saludando a la plaza con veintiún cañonazos.

Vaya atando cabos el curioso lector: un cañonero y una lancha navegando por el mismo camino en que ahora, en la estación seca (agosto), va dando barquinazos la carreta que me lleva a bordo.

Trinidad, cabeza departamental, asiento de un prefecto, de un juez superior, etc., etc., no tiene importancia alguna, como no sea importancia negativa. Todo está en embrión y, sin embargo, todo parece vetusto, causando aquella impresión, entre lástima y repugnancia, que cuando se contempla un pigmeo de cara de niño arrugada por la edad. Tal es, en todo, el aspecto característico de Mojos: los pueblos, estancias con calles y plazas; el vecindario, doctrinos con levita.

Trinidad, no obstante haber sido fundada en el siglo XVI por González Holguín, era hasta hace poco la estancia más grande de Mojos, «la estancia de D. Rómulo Suárez», como me decía un malicioso aludiendo a la gran fortuna mueble e inmueble que en el distrito poseía el hacendado de aquel apellido.

Hoy ha prosperado un tanto. «Trinidad tiene algún caserío de tejas y vecindario superior de blancos y blanquizcos. La estructura social tiende a semejarse a la de los demás pueblos de Bolivia: indios, mestizos, indo-blancos, criollos españoles, componen la suma de sus habitantes. Entre los pueblos de Mojos, es aquel donde ha podido más el influjo de la nacionalidad transfundir sus efluvios más vivificadores y peculiares. El bolivianismo de nuestros tiempos, en sangre y espíritu, está filtrando en aquel vaso social. Los naturales han estado emparentando no poco con los collas y cruceños desde unos treinta años atrás.

Va disminuyendo la sangre moja pura en las venas de los allí nacidos.

La camijeta y el tipoy, traje misionario indigenal por excelencia, caminan a desaparecer en Trinidad. Quienquiera que experimente allí en su ser el aliento que dan cuatro gotas siquiera de sangre caucásea, ése adopta sin remedio la chupa y calzón, y la saya y chal de la plebe de Santa Cruz. Queda entonces el individuo en condiciones de recibir y propagar por herencia el fluido boliviano propiamente dicho, aun cuando hieda su cuerpo todavía a camba y pinte cera fuerte su cuero.

Admirable transformación social que se consumará por sí sola merced a la mezcla de sangres y al ascendiente altoperuano» (René Moreno.–Archivo de Mojos y Chiquitos).

Aunque no escasea en Trinidad «la aristocracia de los pies descalzos», refiriéndose a cierto defecto indumentario muy disculpable en los trópicos, la sociedad carayana (blanca) es fina y culta en su mayor parte, casi al nivel de su homóloga la cruceña; y esto se explica porque quien dice Trinidad dice Santa Cruz. (Est Pylus ante Pylum). Aquí como en todo Mojos domina el elemento cruceño, mayormente en estos tiempos de fiebre de la goma, en que Santa Cruz de la Sierra se despuebla de ricos y pobres; aunque parece que se trata de dar un paso adelante en dirección del río Beni, ya que en Mojos está todo tan caro (9. Estos eran a mi llegada los precios de Trinidad: una libra de café, 0,50 bolivianos; una libra de chocolate, 1 boliviano; una libra de azúcar, 0,50; pan de sal, 3,20; arroz, 5 bolivanos arroba.) por falta de brazos, que se halla preferible trasladarse a Villa-Bella o a Riberalta, donde si también la vida es cara, llueve siquiera el maná de créditos y de habilitaciones.

Tal se piensa porque, aunque sea paradoja, Mojos no tiene vida propia. Satélite en tiempos de Santa Cruz, sigue ahora como girasol la luz del Noroeste. Mojos está hipnotizado por la goma del Beni, y sin embargo podía ser la sanguijuela de éste. Un país esencialmente ganadero, donde las toradas son cimarronas y hay que matarlas a rifle en los campos; donde cada res da de 3 a 5 arrobas de charque y 10 arrobas de grasa; donde el arroz se da tres veces, el maíz dos, y el trigo, los frijoles, la yuca, caña, tabaco, cacao y todo se produce en admirable proporción, ¿cómo no se ha convertido en granero y despensa general del Beni, cuyos barraqueros son otros tantos Midas, muertos de necesidad en medio de sus árboles de oro?

Don Antonio Vaca Díez, trinitario y el industrial gomero de más iniciativas que en el Beni ha habido, entre otros proyectos trascendentales, había pensado en la fundación en Mojos de ingenios de azúcar y saladeros como los del Uruguay y la Argentina. A este fin solicitó del Congreso en 1893 una cesión de tierras, que fue desestimada.

Caminos, instituciones de crédito, inmigración, industrias, todo esto proyectaba el gran pionnier del Oriente boliviano; pero la muerte, como dijo el poeta, «sus pasos atajó y sus pensamientos».

No hay que decir que estos planes eran realizables; que serían beneficiosos al empresario o empresarios y a toda la región, es artículo de fe para cuantos conocen el Beni. ¿Por qué, pues, no había de ensayarse, cooperando a su realización capitalistas ilustrados y emprendedores, que no faltan en el país? Por menos se han iniciado grandes empresas y se han hecho grandes especulaciones en la vecina Argentina.

La prosperidad del Oriente es la riqueza de Bolivia; he aquí un bello axioma que aguarda su demostración. Entretanto, la actual prosperidad es una congestión en el extremo boreal de la República, el engorde de un pólipo aterrado en las selvas benianas, que va haciendo el vacío a su alrededor, secuestrando con sus dorados tentáculos hombres y dinero de Mojos y Santa Cruz; lo que en departamentos como éstos, faltos de maquinaria, de instituciones de crédito y escasos de población, equivale a decir que los aniquila.

¿Qué han aprovechado estos departamentos con la industria gomera? Ni una escuela, ni un templo, ni un hospital, ofrenda del hijo a la madre, lo menos que acostumbran donar los indianos arraigados a su campanario europeo. Apenas un camino por donde entre en las barracas el ganado mojeño; dos o tres lanchas a vapor de utilidad problemá-tica. De España, que también se sangró y empobreció con la colonización de sus Indias, se ha dicho que era «el puente por el que pasaban a Europa las riquezas del Nuevo Mundo». Pero al fin y al cabo, en el puente solían quedarse parte de los tesoros, por el mero hecho de tener que seguir este camino, sin contar que aquella nación se había arroga-do el privilegio exclusivo de comerciar con las colonias. La ciencia económica podrá pensar de esto lo que le plazca, pero la España de entonces podía contestar: «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena». ¡Ya quisieran los comerciantes de La Paz, Cochabamba y Santa Cruz tener el monopolio del rescate de la goma beniana, como el de los metales preciosos tuvieron los mercaderes de Sevilla y Cádiz!

¡Líbreme Dios de preconizar semejante restricción económica! Lo que quiero dar a entender es que mientras no se implanten industrias nacionales, como que nacerían de los recursos del país; mientras no se eslabonen los intereses del Oriente a favor del do ut des del intercambio; mientras Mojos y Santa Cruz se den por satisfechas con unas cuantas arrobas de charque, manteca y azúcar que exportan a las barracas y éstas depositen sus ganancias en el Banco de Londres, en vez de hacerlas ganar en empresas de utilidad pública y privada; mientras, en fin, no haya más patriotismo allende las cachuelas y más iniciativas aquende el Mamoré, es hasta sarcástico declamar sobre la actual prosperidad del Oriente boliviano.

Pero todo esto es irse por los cerros de Úbeda, siendo así que estamos en los llanos de Mojos, o si se quiere en la plaza de Trinidad, vasto recinto sin más sombra que la de una veneranda cruz de madera que le da el aspecto de cementerio.

En uno de los frentes está la iglesia, que sin duda por ser tal, Dios hace el milagro de que se tenga en pie. Ni por dentro ni por fuera tiene nada que llame la atención, y caso de que se sorprenda un detalle de mérito, se verá afeado por otros que causan, más que risa, lástima.

La ménsula del altar mayor es de plata maciza, y aún encima del tabernáculo se muestra una pintura de la Santísima Trinidad bastante aceptable; pero retablo, presbiterio, púlpito, la iglesia toda está embadurnada de cal y yeso, de suerte que lo de más mérito, que son los tallados y molduras de madera, ni se ven ni pueden apreciarse. Me dijo el cura que había ordenado este revoque para dar más alegre aspecto al local.

¿Qué haría entonces el buen señor si le confiaran una de tantas abadí-as o colegiatas antiguas, góticas, romanas o bizantinas, habilitadas para parroquias rurales y que llevan la pátina de los siglos en cresterías, ojivas, pilares y sillares? Remozar la fábrica con una capa de albayalde o de estuco. A bien que el ordinario en su visita o la Academia de Bellas Artes, bajo cuyo patronato están en Europa los monumentos artísticos, habían de quitarle de las manos la brocha artisticida.

A pocos pasos de la puerta principal están de pie dos pilas de mármol jaspeado, que envidiaría una basílica; pero, ¡oh contraste!, empotradas junto a las demás puertas se ven unos taris o calabazas grandes, partidas por la mitad, que sirven para el agua bendita. Váyase lo uno por lo otro.

El templo no tiene torre, pero sí soberbias campanas colgadas de un maderamen, en un solar inmediato. Una de ellas es la famosa «campana de San Pedro», de vibrante sonido, del que la conseja dice que se oye quince leguas a la redonda; obra maestra, de fundición del siglo XVII, que perteneció a la Misión de San Pedro, a la que fue qui-tada, juntamente con la capitalidad de Mojos, en castigo de la sublevación del año 1821, en que los indios canichanas dieron muerte al gobernador Velasco.

Hablando de Mojos es imprescindible tratar de sus iglesias, por ser éstas donde los jesuitas echaron el resto, como suele decirse. Por desgracia, los materiales que en la obra se emplearon, ladrillos y madera o tabiques de barro y paja, únicos que suministra el suelo pampeano de Mojos, no han permitido que ellas durasen como duran todavía algunas iglesias de Chiquitos hechas de piedra. Esto disculpa en parte la ruina de estos monumentos, menos interesantes por su arquitectura que por los recuerdos que evocan. En ellos se conservan todavía retratos, cuadros sagrados, imágenes, retablos y tal cual obra de orfebrería, verdaderas joyas de anticuario que merecen salvarse de la rapacidad de los coleccionistas y de la ignorancia de sus guardianes.

Citaré un caso a este propósito. Hay en la iglesia del pueblo de Exaltación tres cajones, como los llaman, o retablos en armarios, que representan el Nacimiento de Jesús, la Purificación de la Virgen y la Degollación de los Inocentes. Los tres son obras acabadas de imaginería, que delatan la paciente labor de algún Padre alemán. Tendrá cada uno 4 varas de alto por 3 de ancho, y en tan pequeño espacio el artista ha amontonado figuras y escenas talladas en miniatura con perfección tanta como los cuadros burilados de Durero. En el del Nacimiento se representa la Sagrada Familia, el pesebre de Belén y la campiña, en la que, y en alegre desorden, se ostentan paisajes de todos los climas. En las faldas de los ventisqueros, lagunas con caimanes; arroyos de la Palestina, en que indias de tipoy lavan su ropa; cedros del Líbano, a cuyos troncos van atadas hamacas americanas; mariposas, pájaros, y entre éstos unos suchis o cuervos de las pampas posados en un árbol, llevándose la minuciosidad hasta el punto de dibujar las deposiciones de las aves en las ramas inferiores.

El de la Purificación aventaja a éste en lo artístico de los grupos y en el relieve de las figuras. El de la Degollación es de una precisión inimitable: el palacio de Herodes con sus tejas y barandas; el Tetrarca en su trono mirando la degollina; las madres defendiendo o llorando a sus hijuelos; todo está representado tan a lo vivo y con tan intenso relieve, que, como se dice en lenguaje artístico, parece que se salen del marco.

Trátase, en fin, de primores artísticos que el día menos pensado irán a parar a cualquier chamarilero que los cambie al pueblo por un Cristo muy llagado y muy sangriento, que es como les gusta a los mojeños, y única manera como tal vez se les podría engañar, porque estos indios son tan celosos guardianes de estos y otros tesoros de sus iglesias, que echarían al río al cura o corregidor que los malbarataran de tapadillo.

Los citados cajones se colocan en el altar mayor, cada uno en su día; el resto del año yacen olvidados y abiertos en la sacristía a merced de cualquier pirata, que hoy se lleva un caimancito, mañana un cuervo, o bien se entretiene en mutilar un legionario a las barbas mismas de Herodes, y no digo del cura porque en Exaltación no vi ninguno.

Nada diré de los Archivos. Ni D’Orbigni se llevó todas las gramáticas y diccionarios indígenas, ni el diligente bibliógrafo René Moreno ha repasado todos los papeles que de Mojos y Chiquitos le envia-ron; queda más de un ejemplar curioso de la época misionera, que curas y corregidores cambian por una novela de Escriche o por un cajón de cerveza. Por este procedimiento híceme yo con una gramática moja, manuscrita, en un pueblo de la provincia, y más adelante, en San Joaquín de Chiquitos, con otro manuscrito jesuita. Por cierto que los dos mamotretos me pagaron el viaje de regreso a Europa, ya que un caballero argentino me dio por ellos, más adelante, 100 pesos oro, que es lo que me costó el pasaje en segunda clase de Buenos Aires a Barcelona, a bordo del France. Si sé que estos mamotretos valían tanto, hubiese arramblado con todos los que hallé a mi paso por las Misiones.

De los pueblos apenas quedan los nombres. a la fecha de la expulsión o extrañamiento de los jesuitas, la provincia religiosa de Mojos abarcaba 68 leguas geométricas castellanas de Norte a Sur, por 102 de Este a Oeste. Como se dijo, estaba dividida en tres partidos: Mamoré, Las Pampas y Baures.

El primero se componía de seis pueblos: Loreto, Trinidad, San Javier; Santa Ana, Exaltación y San Pedro. El segundo, de San Ignacio, San Borja y Reyes. El tercero, de Magdalena, Concepción, San Joaquín y San Nicolás. Posteriormente, los gobernadores españoles fundaron San Ramón, en 1791, y Carmen en 1793. Total, quince pueblos.

En el siglo XVII, época en que se fundaron las Reducciones de Mojos y Chiquitos, sumaban veintitrés los pueblos de ambas provincias, con una población de 19.757 habitantes, según informe que tengo a la vista, del Padre provincial de entonces, Diego de Eguílaz; y tan prósperos estaban, que en una relación oficial se lee al pie de la letra: «Este descubrimiento y gobernación de Moxos es la dama muy hermosa por quien ha de hacer la guerra a los chiriguanos el que le quisiere conquistar».

De lo que fue y es ahora Chiquitos hablaré a su tiempo; en cuanto a Mojos, de los quince pueblos mencionados, unos desaparecieron, otros están reducidos a un montón de taperas o ranchos destartalados; todos se ven despoblados y tristes. Del pueblo San Nicolás, hasta el recuerdo se ha perdido; San Borja fue abandonado por los curas que sucedieron a los jesuitas; Magdalena, «pueblo de mucho fuste», como le apellidó el gobernador Ribera, con ser todavía el mejor conservado de Mojos, no tiene arriba de 1.000 almas; Loreto y San Pedro, tan populosos y florecientes en los anales de la Misión, ya no tienen calles, y al segundo ya le falta su fuente de la plaza. «Se acabó Fresco, se acabó San Pedro», decían en el país. Fresco era un rico hacendado argelino que al morir dejó más de 10.000 cabezas de ganado de asta.

En 1786, casi a los diez años de la expulsión de la Compañía, el citado Ribera hizo reunir al pueblo en las plazas de Mojos, y contó 20.163 habitantes. Cien años después, en 1886, el geógrafo boliviano Justo Leigue Moreno calculó en 10.744 habitantes la población total del Beni, con un 2 por 100 de raza blanca. Hoy en día, la indiada de Mojos no pasa de 6.000 almas; la diferencia se la han llevado las barracas gomeras, la fiebre y la viruela.

¡Así están de tristes y alicaídos los pueblos mojeños! ¡Lástima da verlos! Silencio mortecino reina en sus ámbitos; emigrados los indígenas, que eran quienes daban vida y colorido al recinto, apenas si el viajero puede tomar nota de aquellos himnos religiosos que, aprendidos en los templos, entonaban las caravanas indias en sus expediciones terrestres y fluviales. Las cruces que en el centro de las plazas y en las cuatro esquinas se levantaban rodeadas de floridos cercos y árboles umbrosos, se ven hoy solas y escuetas, como emblemas funerarios; en las plazas pasean las vacas lecheras, y en calles y tejados graznan y ale-tean bandadas de asquerosas vultúridas, que aquí llaman gallinazos.

Una atmósfera de plomo pesa sobre el vecindario, como dije al hablar de Magdalena.