Capítulo 10
Anna no se había equivocado. Algo había cambiado. Después de esa noche Adam no volvió a ella, ni puso en práctica la sugerencia de buscar una canguro para que pudieran irse a su casa.
Pero eso no tenía importancia. Anna no echaba tanto de menos hacer el amor en sí como la cercanía que hacerlo los aportaba, y que también faltaba en otros aspectos de sus vidas.
Se acabaron las caricias, los besos robados en la despensa, las pequeñas palmadas en el trasero cuando pasaba junto a él. En lugar de ello, sorprendió a Adam en más de una ocasión mirándola con tristeza.
«Va a terminar con lo nuestro», pensó. «Solo está esperando a que llegue la nueva au pair».
Se ponía enferma solo de pensarlo, de manera que se concentró en su trabajo, ayudó a los niños con sus deberes y empezó a decorar la habitación de los chicos, de manera que por las noches caía exhausta en la cama.
Adam llegaba cada día más tarde o regresaba al hospital a la primera oportunidad, de manera que incluso Danny lo notó.
—¿Por qué está tan ocupado papá? —preguntó el jueves por la tarde mientras comía un plato de pasta.
«Pobre pequeño», pensó Anna. Eran tan frágiles, tan vulnerables emocionalmente... La actitud distante de Adam los afectaba, y cada vez se apoyaban más en ella.
Eso estaba bien, a menos que Adam tuviera realmente intenciones de acabar con su relación, en cuyo caso, lo que estaba sucediendo no era justo para los niños.
Se prometió hablar con él esa noche y preguntarle si eso era lo que pensaba hacer. Tenía que saberlo. La espera la estaba matando.
Entonces sonó el teléfono y la mujer de la agencia de au pairs preguntó por él.
—Lo siento, está trabajando. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—Sí, gracias —dijo la mujer, aparentemente aliviada—. Haga el favor de decirle que la au pair que le habíamos prometido se ha roto la pierna esquiando y que en esta época del año va a ser muy difícil encontrar una sustituía. Lo siento. ¿Puede decirle que me llame si quiere hablar del asunto?
—Por supuesto —dijo Anna y colgó el teléfono.
—¿Quién era? —preguntó Skye.
—La agencia de au pairs. La que iba a venir se ha roto la pierna esquiando y no podrá venir el domingo.
—¡Yuuupi! —exclamó Danny emocionado—. ¡Así te quedarás tú! —se arrojó en brazos de Anna, que lo abrazó automáticamente.
—Ya veremos —dijo con cautela—. Tendré que hablar con tu padre al respecto.
—¿Hablar con su padre sobre qué? —preguntó Adam tras ella.
—Anna ha dicho que la au pair no va a venir y que ella va a quedarse en su lugar —dijo Danny, alterando por completo el enfoque del asunto.
Anna se enfrentó a la acerada mirada de Adam con franqueza.
—No ha sido exactamente así... —empezó, pero él la interrumpió.
—¿En serio? En ese caso, supongo que no te importara explicarme cómo ha sido. Niños, a la cama por favor.
—¡Pero aún no hemos tomado el postre! —dijo Jasper, indignado.
—Subíos un yogur a la habitación. Quiero hablar con Anna.
En cuanto los niños desaparecieron, Anna se volvió hacia él, furiosa.
—¿A qué diablos ha venido eso?
—Lo mismo podría preguntarte. Llego a casa y mi hijo me dice que has cancelado la llegada de la au pair y que vas a quedarte en su lugar...
—Se ha roto la pierna.
—Buscaremos otra.
—No hay.
—Qué conveniente.
Anna dio un paso atrás, conmocionada.
—¿De verdad crees que haría algo así? ¿Cancelar la llegada de la au pair y decirles a los niños que voy a quedarme en su lugar sin hablar contigo? —giró sobre sus talones y se alejó, demasiado enfadada como para permanecer allí. Adam fue tras ella y la sujetó por el brazo.
—Anna, para. ¿Se puede saber a dónde vas?
—A hacer mi equipaje —dijo ella, tensa—. Suéltame el brazo.
—No. No puedes irte.
—¿Quieres comprobarlo?
—¡Maldita sea! ¡Háblame!
—¿Para qué? ¿Para que puedas malinterpretar todo lo que te diga? Vete al infierno.
Adam la soltó.
—Llegas tarde —dijo con suavidad—. Ya estoy en él —se volvió—. Si sirve de algo, lo siento. No tenía intención de atacarte. Lo que sucede es que cada vez encuentro más y más difícil la situación que hay entre nosotros, y estoy deseando volver a la normalidad.
«Sin mí», pensó Anna, y su corazón estuvo a punto de pararse.
—Tenemos que hablar de esto —dijo, pero el busca de Adam sonó en ese instante y unos momentos después se iba de casa, claramente aliviado.
«Salvado por la campana», pensó Anna con amargura, y entonces aparecieron los niños, lívidos.
—¿Está enfadado con nosotros? —preguntó Skye, tensa.
—No, cariño, claro que no. Solo está decepcionado porque la au pair no puede venir —Anna trató de excusarlo a pesar de que habría querido colgarlo del extremo de una cuerda.
Dio el postre a los niños, los bañó, los acompañó a la cama y recogió la cocina. Había preparado algo para cenar con Adam, pero no tenía idea de a qué hora volvería y, de todos modos, no tenía hambre.
Vio la televisión un rato en el cuarto de estar, fue a ver cómo estaban los niños y luego subió a su dormitorio, donde permaneció sentada en la oscuridad, esperando a que llegara. A las diez y media sonó el teléfono y corrió a contestar en el dormitorio de Adam.
—Hola, soy yo. Voy a entrar en el quirófano. Ha ingresado un paciente de urgencias y me va a llevar más tiempo del que creía. No me esperes levantada. Podría llevarme horas. Nos vemos mañana.
De hecho, Adam no apareció por casa y Anna llevó a los niños al hospital a las siete de la mañana.
—Id a buscar algo que hacer en la sala de juegos —les dijo, y fue a hablar con la enfermera encargada del turno de noche—. ¿Has visto a Adam? —preguntó.
—Sí, hace un rato. Está en la unidad de cuidados intensivos. Se ha pasado la noche en el quirófano y parece agotado. Le he dicho que fuera a casa a acostarse, pero dice que no puede. Tiene consulta.
—Gracias —Anna volvió por los niños. Estaban felices jugando, de manera que los dejó allí y fue a empezar su rutina.
El taxi llegó a la hora habitual y se llevó a los niños al colegio. Como de costumbre, Jasper se mostró reacio a marcharse.
—Lo vas a pasar muy bien, verás —le aseguró Anna—. Además es viernes. Mañana empieza el fin de semana y haremos algo juntos, ¿de acuerdo?
—¿Lo prometes?
—Lo prometo —dijo Anna, y esperó que Adam no tomara alguna determinación que le hiciera romper su promesa.
Adam apareció a las ocho y media para hacer una ronda por la sala. Parecía agotado. La compasión natural de Anna afloró y recordó su respuesta cuando le había dicho que se fuera al infierno. «Ya estoy en él», contestó Adam, y parecía que así era.
—¿Por qué no haces que tu ayudante se ocupe de pasar la consulta? —sugirió.
—Lo estamos haciendo a medias. Él también ha estado en pie toda la noche.
—Lo siento.
Adam suspiró y la miró a los ojos.
—¿Cómo están mis pacientes? —preguntó, cansado.
—Bien. Damián mejora por momentos y Richard está asumiendo bien las sesiones de fisio. Puedo tomar las fichas y acompañarte, si quieres.
—Puedo arreglármelas solo —Adam tomó las fichas que sostenía Anna y fue a ver a sus pacientes—. Gracias —dijo cuando terminó, y le devolvió las fichas—. ¿Te importaría ponerte en contacto con la agencia de empleo cuando tengas un momento para tratar de conseguir una niñera para las tardes de la próxima semana?
—Tenemos que hablar de eso —dijo ella con firmeza.
—No hay nada que decir. No puedo seguir así. Mis padres vuelven el lunes por la noche y podrán ocuparse de los niños por las noches. Solo necesito a alguien para después del colegio.
—Pues haz que llame tu secretaria —espetó Anna.
—Bien, lo haré. Pensaba que te habría gustado hacerlo a ti, porque sabes lo que se espera.
—¿Lo que se espera o lo que se necesita? Como ya sabrás, no es lo mismo.
Adam se dio la vuelta, tenso.
—No quiero hablar de eso ahora. Nos vemos luego.
—De eso nada —dijo Anna con firmeza—. Un minuto me dices que me quieres y al siguiente no quieres hablar conmigo y me pides que llame para buscar una niñera. ¿Qué diablos está pasando?
Adam se volvió de nuevo con expresión dolida.
—No, Anna. No lo hagas más duro.
—¿Hacer qué más duro? ¿Me estás diciendo que todo ha acabado? ¡Porque si es así, al menos podías tener la decencia de hacerlo en privado!
Anna giró sobre sus talones y casi corrió hacia el cuarto de tratamientos, donde se ocupó en ordenar los suministros de material estéril que acababan de llegar. Las lágrimas se deslizaron ardientes por sus mejillas, y las frotó, enfadada.
¡Ella nunca lloraba! Al menos, por los hombres. Pero aquel parecía empeñado en destrozarle el corazón.
—Hablaremos esta noche —dijo él desde la puerta—. Cuando los niños se hayan dormido.
—No te esfuerces —replicó ella, con la voz atenazada por las lágrimas.
—Maldita sea, Anna...
Ella giró en redondo, sin importarle ya que Adam viera las lágrimas que caían de sus ojos.
—No soy ningún juguete, Adam. No puedes utilizarme para divertirte y luego dejarme tirada porque ya no te resulto conveniente.
—Eso no es así.
—¿Y cómo es entonces?
Adam suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Hablaremos esta noche. Iré a casa lo antes que pueda, ¿de acuerdo?
Anna asintió, sorbió por la nariz y se volvió de nuevo hacia las estanterías.
—De acuerdo.
Adam se fue y, cuando la puerta se cerró tras él, ella se sintió más sola que nunca.
Adam se sentía enfermo. Estaba desgarrado por dentro, tan desgarrado... Sus niños necesitaban estabilidad. Necesitaban algo en que apoyarse. No podía dejar que se encariñaran de cada mujer con la que él tenía una aventura, y tendría que haber estado ciego para no ver lo encariñados que estaban con Anna.
En realidad, Anna era la primera mujer con la que estaba desde que Lyn lo había dejado, y la idea de tocar a cualquier mujer después de ella resultaba demasiado dolorosa como para ni siquiera considerarla.
Apartó aquel pensamiento de su cabeza y salió del coche. Se encaminó hacia su casa con el corazón temeroso. Necesitaba a Anna, pero no podía organizar las cosas para poder vivir dos vidas distintas y que ambas fueran satisfactorias. Anna tenía que irse de su casa, pero, ¿podían volver a la relación que tenían antes? ¿Sería suficiente?
Quién sabía... A veces sentía que la necesitaba más que al aire que respiraba.
La encontró sentada en la cocina, bebiendo una taza de té. Tenía un aspecto terrible. Había estado llorando y tenía los ojos rojos e hinchados.
Se sintió como el peor miserable de la tierra, pero no tenía otra opción. Debía proteger a sus hijos.
Se sentó frente a ella.
—Lo siento, Anna —dijo, sin poder ocultar la emoción de su voz.
Ella lo miró a los ojos.
—Creía que me querías, que sentías cariño por mí —susurró.
Él suspiró pesadamente.
—Y te quiero.
—Entonces, ¿a qué viene todo esto, Adam? No estoy tratando de robarte el afecto de tus hijos, ni de interponerme entre vosotros.
—Lo sé. Pero no puedo dejar que se encariñen demasiado contigo, Anna.
—¿Por qué no? Se encariñan con las au pairs y estas se van, se encariñan con sus profesores en el colegio y pasan de curso, se encariñan con sus amigos y tienen que irse. ¿Por qué soy yo diferente? ¿Qué me hace tan especial que no puedo estar cerca de ellos? ¿Soy una mala influencia, o algo parecido?
—Claro que no —protestó Adam, impotente—. No seas tonta.
—¿Entonces por qué, Adam? Yo te quiero, tú me quieres. ¿Qué tiene eso de malo?
Él cerró los ojos. No podía dejarse convencer. Era demasiado importante.
—No tiene nada de malo. Pero debo mantener en orden mis prioridades... y eso va a hacer que ambos suframos —tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta—. Tienes que irte. No puedo seguir así, deseándote, queriéndote, sabiendo que va a acabar.
—Y qué quieres, ¿volver a la situación anterior? ¿Venir a mi casa cuando tienes un minuto libre para entretenerte un rato conmigo en la cama?
—Eso no es así.
—Ah, ¿no? Pues a veces tengo la sensación de que sí es así. Pero no tengo opción, ya lo sabes. No puedo echarte de mi lado. Tú me necesitas y yo te necesito. No estoy de acuerdo contigo, pero no son mis hijos, así que no tengo más remedio que respetar tus sentimientos a pesar de pensar que no tienes razón. Pero hazme un pequeño favor —continuó Anna, dolida—: No intentes hacerme creer que lo que hay entre nosotros es menos de lo que es. No conviertas nuestro amor en algo secreto, en algo que hay ocultar. Mantenlo separado de tu vida con los niños, pero no hagas como si yo no existiera. No voy a permitir que me trates como si fuera algo de lo que te avergüenzas.
—No me avergüenzo de ti ni de lo que hay entre nosotros —dijo Adam con sinceridad—. ¿Quieres saber la verdad? Ojalá no te hubiera conocido. Antes era razonablemente feliz, pero ahora quiero cosas que no puedo tener, y estoy destrozando tu vida. No puedo darte hijos, ni ofrecerte un futuro feliz, y tú mereces eso y más. No puedo dártelo, y no debo mantenerte en esta especie de limbo... Las cosas no pueden volver a ser como antes.
Anna lo miró en silencio un momento. Luego suspiró.
—Así que eso es todo, ¿no? Ha acabado. ¿Puedes decirme al menos por qué, Adam? Eso es todo lo que te pido; que me expliques por qué.
Él bajó la mirada hacia la mesa y retiró distraídamente una miga.
—No sabes cómo fueron las cosas con Lyn —murmuró—. Cada vez que tenía el periodo mi vida se convertía en un infierno. Lloraba, despotricaba, me acusaba de haberla engañado... Lo intentamos todo, pero nada funcionó. Entonces ella pareció asumir la situación. Me dijo que estaba dispuesta a adoptar, pero la frustración no dejó de reconcomería por dentro —miró los desolados ojos de Anna—. Y a ti te pasaría lo mismo. Tal vez no al principio, pero sí con el tiempo. La necesidad de tener hijos acabaría siendo acuciante...
—No.
—Sí. Créeme, porque lo sé. Cada vez que te miro me duele porque sé que no puedo darte un hijo. Es biología básica, Anna. Supervivencia de la especie. Es algo fundamental, poderoso... y acabaría destruyéndote como destruyó a Lyn.
—No —dijo Anna con firmeza—. Eso no sucederá, porque yo no soy como Lyn. Yo no quiero tener cualquier hijo. Quiero tener «tu» hijo. Quiero concebirlo, llevarlo dentro de mí, parirlo, criarlo. Y no puedo. Ya lo sé. Pero el dolor de esa certeza no es nada comparado con la idea de perderte.
El corazón de Adam se contrajo al percibir el pesar que había en la voz de Anna. Habría querido decirle que no se preocupara, que todo estaba bien... pero no era cierto.
—Pero sí puedes darme un hijo, Adam —continuó ella con suavidad—. Puedes darme tres, tres hijos preciosos a los que amo con todo mi corazón. Y ellos me quieren, y me necesitan.
—Lo superarán.
—No, no lo superarán. Me necesitan, sobre todo Skye. Necesita una madre, Adam, y yo quiero ser esa madre. Le da tanto miedo amar, que le vuelvan a arrebatar de nuevo ese amor... No puedes apartarme de ella, Adam. No te lo permitiré. Skye no sobreviviría.
—Odio tener que hacerlo —dijo él con aspereza—. Pero no puedo fiarme de nadie excepto de mí mismo, Anna. Sé lo que siento...
—¿Y sabes cómo se sienten ellos? —interrumpió ella—. ¿Sabes lo tristes y confundidos que han estado esta semana que has pasado prácticamente en el hospital, enterrado innecesariamente en tu trabajo? Creen que estás enfadado con ellos.
La culpabilidad golpeó a Adam como un mazo. Se había pasado la semana evitando a Anna, tratando de distanciarse de ella para que la ruptura fuera menos dolorosa, pero lo único que había logrado había sido que el apego de los niños por ella creciera, justo lo contrario de lo que pretendía.
—Hablaré con ellos. Se lo explicaré —dijo, aunque no tenía ni idea de cómo iba a hacerlo.
El busca sonó en ese momento. Suspiró, se levantó y fue hasta el teléfono. Habló con el hospital y colgó.
—Me necesitan en urgencias. Ha ingresado un niño con traumatismo múltiple. Volveré cuando pueda —fue al vestíbulo y tomó su abrigo.
Anna lo siguió.
—Te esperaré levantada. Tenemos que terminar esta conversación.
—Ya la hemos terminado —dijo Adam con firmeza—. Lo siento más de lo que puedas creer, Anna, pero no puedo permitir que esto siga adelante. Sé que crees lo que dices, pero ya lo he oído antes. No funcionará. Te quiero fuera de nuestras vidas, por muy doloroso que pueda resultar al principio.
—Tendrás que decírselo tú a los niños, porque yo voy a ser incapaz —dijo Anna, con la garganta nuevamente atenazada por las lágrimas.
—Se lo diré —murmuró Adam, cabizbajo—. Mañana.
—No. Le he prometido a Jasper que mañana haríamos algo juntos. No quiero romper mi promesa.
—Me temo que tendrás que hacerlo. Lo siento. Tengo que irme. Adam salió y cerró la puerta silenciosamente tras de sí. Mientras entraba en el coche aún podía ver a Anna de pie en el vestíbulo, inmóvil. «Lo siento, querida mía», dijo en silencio. «Lo siento...»
Anna permaneció largo rato allí, incapaz de moverse, incapaz de respirar mientras el coche de Adam se alejaba.
Oyó un crujido a sus espaldas y se volvió. Skye estaba en el descansillo, mirándola fijamente.
—¿Vas a irte? —preguntó la niña en un suspiro aterrorizado.
Anna asintió y tragó saliva.
—Sí. Pero no ahora; mañana. Lo siento. Tu padre va a buscar otra niñera para vosotros...
—Pero yo te quiero...
—Oh, Skye —incapaz de contener las lágrimas, corrió a abrazar a la niña—. Lo siento tanto, querida. Es solo que... —¿qué? ¿qué era? ¿cómo podía explicar a una niña aterrorizada los complejos motivos de su padre para hacer lo que iba a hacer?—. Yo también te quiero, Skye, cariño, pero las cosas no siempre salen como querríamos. Pero te prometo que seguiremos viéndonos, que podrás contar conmigo.
—¿Cómo? —preguntó Skye, angustiada.
—Si tu padre te deja, puedes venir a visitarme, y puedes llamarme por teléfono o escribirme. Vivo a la vuelta de la esquina, cariño. Cuando seas mayor podrás venir a verme en bicicleta e iremos juntas de compras, ¿de acuerdo?
—Pero no estarás aquí para arroparme por la noche, y las au pairs no son lo mismo. Tú eres como mi mamá... ella solía arroparnos, pero entonces murió y empezó a hacerlo Lyn, pero ella se fue y ahora tú también te vas...
—Shh, corazón —susurró Anna, haciendo verdaderos esfuerzos por reprimir los sollozos—. Prometo que seguiré aquí para ti. No voy a ir a ninguna parte. Simplemente no seguiré viviendo en esta casa, pero me tendrás muy cerca, y no voy a olvidarte... no podría olvidarte. Nunca. Lo prometo.
—Quiero que te quedes —dijo Skye, y sollozó incontrolablemente.
Con el corazón desgarrado, Anna la tomó en brazos, la llevó a su dormitorio y la acostó.
—No siempre podemos conseguir lo que queremos, Skye, pero a veces las cosas resultan mejor así. Yo tengo un trabajo que hacer, y no puedo pasarme aquí todo el tiempo. Pero si no me hubiera quedado no nos habríamos hecho tan buenas amigas, ¿verdad? Así que es bueno que me haya quedado. Sé que te entristece que me vaya, y a mí me entristece irme, pero seguimos siendo amigas. ¿Comprendes?
—Más o menos —susurró la niña—. Me dio mucha pena cuando se murió mi hámster, pero papá me dijo que pensara en lo afortunada que había sido por haber tenido uno tan bonito. Supongo que es algo así.
—Exacto —dijo Anna—. Y ahora, ¿qué te parece si te leo un cuento?
—Bien. ¿Y luego me arroparás?
—Claro que sí —Anna eligió un libro—. ¿Qué te parece este?
—Bien.
—«Érase una vez una gran oruga gorda...»
—Lo hemos perdido. Siento haberte hecho salir para nada. Ha sufrido un paro cardíaco antes de que pudiéramos estabilizarlo.
Adam asintió.
—De acuerdo. Vuelvo a casa. Gracias, Ryan.
Volvió al coche y permaneció un rato sentado en él, temiendo el enfrentamiento que le aguardaba con Anna.
Sabía que no se iba a rendir sin otra pelea, y cada palabra que decía era una flecha en su corazón. Si se atreviera a fiarse de ella, a creer en ella...
—Maldición —murmuró mientras ponía el coche en marcha. Tenía que superar aquello, por doloroso que fuera. Tenía que dejar que Anna siguiera adelante con su vida. Debía darle esa oportunidad.
Encontraría algún otro hombre al que amar, alguien que pudiera darle los hijos que él sabía que necesitaba.
Mientras conducía se preguntó si seguiría de pie en el vestíbulo, donde la había dejado.
Casi esperaba encontrársela allí cuando abrió, pero no estaba.
Cerró cuidadosamente la puerta y se apoyó un momento contra ella para calmarse. «Dame fuerzas», rogó en silencio. «Ayúdame a hacer lo correcto».
Oyó su voz en la planta de arriba. Se quitó los zapatos y la corbata, colgó la chaqueta en la barandilla de la escalera y subió las escaleras silenciosamente. La esperaría. Estaba con Skye, leyéndole un cuento, y se sentó en lo alto de las escaleras para escuchar su voz. Sintió que se le cerraban los ojos. Estaba tan cansado... tan triste y desesperado. ¿Cómo iban a arreglárselas sin ella?
—«Y entonces la oruga se convirtió en una preciosa mariposa». Ya está. Es un cuento bonito, ¿verdad?
—Gracias por leérmelo.
—De nada, cariño.
—Arrópame.
—De acuerdo. Ya está. ¿Te encuentras mejor?
—¿Volverás a verme?
Desconcertado, Adam frunció el ceño al oír aquello.
—Por supuesto que volveré a verte. Lo prometo, Skye.
—¿Y me escribirás?
¡Dios santo! Skye lo sabía. ¿Cómo? ¿Los habría oído hablando? Adam siguió escuchando, agobiado.
—Sí, te escribiré si tu papá me deja, y podrás llamarme cuando quieras, ¿de acuerdo? Siempre podrás contar conmigo, Skye, lo prometo.
—Te quiero, Anna.
—Oh, Skye, yo también te quiero, pequeña. Vamos, no llores más. Todo irá bien. Vuestra nueva niñera será encantadora, y vuestros abuelos volverán muy pronto.
—¿Y tú me verás?
—Sí, te veré. Lo prometo. Y ahora duérmete, cariño, o mañana estarás demasiado cansada.
Las lágrimas atenazaron la garganta de Adam. Despacio, sin hacer ruido, se levantó y se volvió hacia la puerta del dormitorio de Skye.
Anna salió, cerró y luego se apoyó contra la pared. Las lágrimas brillaron mientras se deslizaban imparables por sus mejillas.
«Eres un estúpido... un cretino...», se dijo Adam. Anna no se parecía en nada a Lyn. Lyn jamás lloraba por nadie excepto por sí misma. El corazón de Anna se estaba rompiendo porque una niña pequeña la quería, y él las estaba separando. Y lo estaba haciendo porque temía confiar en ella, creer en ella, porque no se atrevía a correr el riesgo...
—¿Anna?
Ella alzó la mirada, sorprendida, y Adam le ofreció una mano.
—Ven... háblame.
Ella se acercó, pero no tomó su mano. Mantuvo los brazos en torno a su cuerpo, como si quisiera protegerse mientras lo seguía al cuarto de estar. Adam cerró la puerta cuando estuvieron dentro y se volvió hacia ella.
—Lo siento. Estaba equivocado —dijo, inseguro—. Debería haber confiado en que supieras cuáles eran tus sentimientos. Debería haber tenido más fe en ti. Ahora mismo, mientras te oía hablar con Skye, me he dado cuenta de que tenías razón. Ella te quiere, te necesita, y creo que tú también la necesitas a ella. Y yo también te necesito, mi amor.
—Entonces, ¿qué pasa ahora? —preguntó Anna, con la voz ronca a causa de las lágrimas—. ¿Me quedo como niñera? ¿Vuelvo a ser tu querida...? ¿O qué, Adam?
—Nada de eso. Había jurado que nunca volvería a casarme, pero... te quiero. Significas para mí más de lo que puedo llegar a entender. Eres mi vida.
—Dices eso, pero hace un rato estabas dispuesto a apartarme de ti —dijo Anna con su habitual lógica—. ¿Cómo puedo creerte? ¿Y si cambias de opinión?
—No cambiaré —prometió él—. Solo lo estaba haciendo por los niños. Creía que era lo correcto, pero estaba equivocado. Ni siquiera sé si al final habría sido lo suficientemente fuerte como para dejarte ir —miró los ojos de Anna en busca de algún indicio de perdón, pero permanecían inexpresivos, brillando a causa de las lágrimas. Adam se obligó a seguir hablando—. Te quiero. Te necesito en mi vida. Cásate conmigo, Anna, por favor. Sé mi esposa. Sé la madre de mis hijos. Sé que no puedo darte el hijo que quieres, y que eso me perseguirá el resto de mis días, pero puedo darte tanto amor que no sabrás qué hacer con él. Por favor...
Cerró los ojos, incapaz de soportar el suspense, y enseguida sintió la suave caricia de la mano de Anna en su rostro, frotándole las lágrimas.
—Oh, Adam —dijo con dulzura—. Por supuesto que me casaré contigo. Te quiero. Os quiero a todos. Adam la tomó entre sus brazos y la estrechó contra su pecho a la vez que un tembloroso sollozo surgía de su garganta.
—Creía que te había perdido. Temía haber dicho demasiado... que ya no pudieras perdonarme.
—No había nada que perdonar. Lo has hecho todo por amor —Anna echó la cabeza atrás y lo miró a los ojos con infinita ternura.
—No puedo creer que te haya encontrado. Llevo esperándote toda la vida, y no me atrevía a creer en ti. Soy tan estúpido...
—No, solo eres cauto. Todo irá bien, Adam. Ya verás. Irá bien porque nos tenemos el uno al otro, y eso es todo lo que importa. Atrévete a creer, mi amor. Todo está ahí, esperándote. Solo tienes que creer en ello.
Adam tomó la boca de Anna en un beso tierno, reverente. Sintió que el alivio más dulce recorría su cuerpo, dejándolo tembloroso entre sus brazos.
Entonces, una vocecita susurró a sus espaldas:
—¿Vas a quedarte?
Anna se volvió y Adam vio a Skye en el umbral de la puerta. Su mirada reflejaba una esperanza en la que no se atrevía a confiar. Sabía con exactitud cómo se sentía.
—Sí —respondió con firmeza—. Va a quedarse. Va a quedarse para siempre.
Alargó una mano hacia su hija y esta corrió hacia ellos, feliz.
Aquello era real. Aquello era amor. En aquello sí podía creer.
Fin