Capítulo 3

—¡Oh, es maravillosa!

Adam miró a Anna con incredulidad, pero ella movió la cabeza y rio, mirando encantada el acogedor vestíbulo con sus altos techos y la brillante barandilla de caoba.

—¡Lo es! —insistió—. Es una maravilla... y va a quedar preciosa.

—A mí también me encantó en cuanto la vi —dijo Adam—, pero me temo que hay que poner el énfasis en lo de «va a quedar»... si es que alguna vez llego a tener el tiempo, el dinero y, por supuesto, la energía necesaria para ocuparme de ello. Y ahora, niños, subid y preparaos para ir a la cama. Hace rato que tendríais que estar acostados. Yo subiré en cinco minutos.

Mientras los niños subían, Adam tomó varias bolsas de la compra del suelo del vestíbulo y se encaminó hacia la parte trasera de la casa. Anna tomó el resto y lo siguió.

—Lo harás; no seas tan derrotista. A fin de cuentas, acabáis de llegar. La mayoría de la gente ni siquiera habría deshecho el equipaje.

—Yo aún no lo he hecho del todo. El comedor aún está lleno de cajas, pero sobre todo contienen libros destinados a estanterías que aún no existen.

Anna asintió.

—¿Puedo echarte una mano? —preguntó mientras él colocaba las cosas.

—Pon agua a hervir, por favor. Solo quiero guardar los productos congelados e ir a ver cómo van los niños. Luego podremos sentarnos con un poco de calma.

Anna miró a su alrededor. La cocina era fantástica, pero necesitaba unos cuantos retoques. La casa en conjunto daba la sensación de haber sido modernizada en los años cincuenta, y no había duda de que necesitaba unos cambios y algunas mejoras, pero su potencial era enorme. Sentía gran curiosidad por ver el resto.

—Los niños ya están en la cama. ¿Qué tal el agua?

—Aún no ha hervido —contestó Anna—. ¿Puedo hacer una visita guiada por la casa?

El rostro de Adam adquirió una expresión cómica.

—Oh, Dios —gimió, avergonzado—. Odio pensar en el caos reinante, ¡y la habitación de Helle debe ser una auténtica locura!

—No voy a fijarme en el caos, sino en la casa, en su potencial —dijo Anna en tono persuasivo—. Si de verdad te desagrada tanto la idea de enseñármela te dejaré decir no, pero me encantaría verla.

Adam permaneció un momento indeciso y acabó encogiéndose de hombros.

—De acuerdo, vamos. Pero no digas que no te lo he advertido —refunfuñó, y ella rio.

—Prometo no hacerlo.

—Puedes darme algún consejo. El dormitorio de Skye es el primero en la lista, y no sé qué hacer con él.

—Pregúntaselo a ella —dijo Anna con rapidez, no queriendo involucrarse—. Es su cuarto y ella es mayor como para tener ideas propias.

—Si al menos quisiera compartirlas... —murmuró Adam—. Vamos. Cuanto antes empecemos, mejor.

Anna subió las escaleras tras él y lo siguió hasta el dormitorio de Skye. Estaba encima de la cocina y daba al jardín trasero, que en aquellos momentos estaba a oscuras, aunque Anna había visto por las ventanas de la cocina que era grande y espacioso.

Skye estaba en la cama, aún vestida, coloreando un cuaderno. Alzó la mirada al oírlos entrar y la apartó enseguida.

—Estoy enseñando la casa a Anna —dijo Adam—. ¿Te importa que pasemos?

La niña se encogió de hombros.

—Lo siento, sé que es una frescura por mi parte pero... ¿de verdad que no te importa? —insistió Anna.

Skye volvió a encogerse de hombros y siguió coloreando. Anna miró a su alrededor. La habitación necesitaba un repaso a fondo, pero era más grande que su cuarto de estar, y ella nunca había tenido un dormitorio de aquel tamaño. En la pared opuesta a la de la ventana había una chimenea pequeña y encantadora por la que habría dado un ojo siendo pequeña. ¡Y también siendo mayor!

—Qué habitación tan preciosa... ¡Es enorme! —dijo, maravillada—. Mi dormitorio es mucho más pequeño.

—Antes tenía que compartir el mío con los niños —dijo Skye, impresionada al averiguar que su cuarto era más grande que el de Anna—. Bueno, después de que ella se fuera. Al principio tenía el cuarto pequeño, pero luego fue para las au pairs.

¿Au pairs"? ¿Varías au pairs? Desde luego, no duraban mucho, pensó Anna, y se preguntó si «ella» sería su madre. Y se había ido a algún sitio. ¿Adonde? De pronto se sintió como si estuviera en un campo de minas por el que debía caminar con muchísimo cuidado.

—Y ahora que tienes una habitación tan grande, ¿sabes lo que quieres hacer con ella? —preguntó—. Debe ser maravilloso poder elegir.

Skye se encogió de hombros.

—No sé.

Pareció encerrarse en sí misma, como si sintiera que había demasiada atención centrada en ella. Anna sonrió y se apartó un poco.

—Estoy segura de que te divertirás mucho decorándola. Yo siempre pienso que esa es la mejor parte —se volvió hacia Adam y lo empujó con suavidad hacia la puerta—. Vamos. Quiero ver el resto de la casa. ¿Qué viene a continuación?

Adam le enseñó el baño, de estilo eduardiano original, que estaba separado del servicio y cuyos grifos necesitaban una reparación urgente.

—Lo repararé en cuanto tenga tiempo —dijo—. Tal vez incluso lo reorganice para colocar aquí la taza; parece una tontería no tener una en el baño.

—¿Entiendes de fontanería? —preguntó Anna, impresionada, y él rio.

—¿Yo? No olvides que soy cirujano ortopedista. Un auténtico manitas.

—Hmm. Esperemos que sepas operar adecuadamente a tus cañerías —dijo Anna en tono irónico y él rio de nuevo.

—Ya lo verás. Quedará perfecto. Y ahora, vamos a ver el resto de la casa.

A continuación fueron al cuarto de los chicos, que se mostraron mucho más animados y extrovertidos que Skye. Enseñaron a Anna sus juguetes y el espacio con que contaba cada uno en la gran habitación. Mientras lo hacían no paraban de corretear y dar botes. No parecían dispuestos a meterse en la cama.

—Tu profesor va a quejarse mañana si estás demasiado cansado, Danny —dijo Adam en tono ligeramente amenazador, aunque no parecía muy preocupado—. Vamos, poneos los pijamas, y lavaos los dientes y la cara, por favor —dijo con más firmeza, y los niños obedecieron refunfuñando mientras ellos salían.

—Creo que no deberíamos entrar en la habitación de Helle mientras está fuera —dijo Adam tras detenerse al pie de las escaleras del ático—. No me parece bien —dudó un momento y luego sonrió de forma traviesa—. Por lo tanto, ya solo nos queda la mía.

Abrió la puerta que había a sus espaldas, entró y dejó escapar un gruñido. Anna se puso de puntillas tras él y miró por encima de su hombro.

—Ya veo que no has hecho la cama... ¿pero qué más da? —dijo, y lo empujó con suavidad para que avanzara.

Él se apartó a un lado para dejarle ver la habitación en conjunto y Anna se quedó sin aliento.

Era preciosa. Bueno, en realidad estaba hecha un desastre. Las paredes necesitaban urgentemente un nuevo empapelado, las cortinas estaban destrozadas, la alfombra estaba tan gastada que apenas se distinguían sus colores... Anna la pintó mentalmente en un tono marfil claro. Casi blanco, pero no del todo. Tranquilo. Apacible.

¿Una alfombra de yute, tal vez? Cortinas blancas, ligeras y diáfanas, que se mecerían suavemente con la brisa de la primavera, un juego de sábanas color marfil, un edredón como una nube... y Adam alargando una mano hacia ella.

Al darse cuenta de que estaba mirando la cama, imaginándose junto a él, apartó rápidamente la vista.

Una puerta llamó su atención.

—¿Qué hay ahí? —preguntó, desesperada por pensar en otra cosa.

—La ducha.

—¿Puedo mirar? —Anna se acercó a la puerta sin esperar a que Adam le diera permiso y la abrió. Se encontró en una habitación estrecha y pequeña, funcional y un tanto maltrecha. Al volverse se topó de lleno con Adam y alzó por instinto las manos para utilizarlas como parachoques.

Aterrizaron con ligereza sobre el pecho de Adam y las mantuvo allí un momento, extendidas, percibiendo la fuerza de sus músculos, el calor de su piel. Luego, dando un pequeño suspiro, las retiró.

Cuando alzó la mirada, sus ojos se encontraron con los de Adam, que parecían arder, oscuros y enviarle mil mensajes conflictivos.

—¿Anna? —dijo con suavidad.

Ella no supo quién dio el primer paso pero, de algún modo, acabaron juntos, ella con las manos de nuevo sobre su pecho y él tomándole el rostro entre las suyas.

Permanecieron un instante mirándose. Luego, Adam cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia ella.

Calor. Tanto calor, tan cuidadosamente controlado. Sus labios eran suaves, ligeros, persuasivos y prometedores, y Anna sintió que el deseo recorría su cuerpo como una marejada. Cerró los dedos y se sujetó a su jersey como si fuera un salvavidas.

Entreabrió los labios y Adam deslizó la lengua por el húmedo borde interior de su boca.

No era suficiente. Sujetar su jersey no era suficiente. Deslizó las manos hacia arriba, hasta rodearle el cuello con los brazos, y lo atrajo hacia sí. Cuando arqueó el cuerpo hacia él, Adam deslizó los brazos tras ella con un tembloroso suspiro, apoyó las manos contra sus nalgas y la presionó contra sí.

—Anna —gimió, y su boca tomó la de ella, dando por fin rienda suelta a su deseo.

Fue glorioso. Anna perdió contacto con todo excepto con la sensación del cuerpo duro y necesitado de Adam contra el suyo, igualmente anhelante.

Entonces, con brusquedad y sin advertencia, Adam alzó la cabeza, la soltó y dio un paso atrás. La expresión de sus ojos era de auténtica tortura, y su rostro estaba tenso a causa de la emoción.

—Los niños —murmuró, y Anna se hizo consciente de los niños gritando y de Skye razonando con ellos.

—Será mejor que vayas a ver qué pasa —dijo, en un tono de voz que apenas reconoció como suyo.

Adam metió las manos en los bolsillos y respiró hondo.

—Lo siento —dijo, y salió de la habitación.

Anna se volvió despacio y se miró en el espejo que había sobre el lavabo. La luz mostraba con claridad sus labios ligeramente inflamados de pasión, sus ojos oscurecidos y confusos, su piel enrojecida donde Adam la había rozado con la barba.

Se lavó la cara con agua fría y volvió al dormitorio. Mientras miraba a su alrededor se hizo consciente de repente del desolador vacío que reinaba en él. Estaba la cama, una cómoda que debía haber visto mejores días y que con unos pocos cuidados podía quedar encantadora, una silla con una camisa encima y los armarios empotrados que había a cada lado de la chimenea.

Era una habitación enorme y todo lo que tenía era una cama, una silla y una cómoda. Ni cuadros, ni fotos, ni lámparas, ni dos sillas, una de ella y otra de él... contenía lo esencial para un hombre solo esforzándose por sacar adelante a su familia.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas y respiró profundamente para contenerlas.

Justo en ese momento Adam asomó la cabeza por la puerta y le dedicó una sonrisa de disculpa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con voz ronca.

Anna asintió.

—Sí... gracias. ¿Necesitas que te eche una mano?

Él negó con la cabeza.

—Ya están todos acostados. Voy a preparar un café, ¿o prefieres un té?

Ella sonrió.

—Té, por favor.

Era extraño cuánto podía cambiar las cosas un beso. Adam no había sabido qué decir y Anna se había ido nada más beber su té. Como despedida, él solo la había besado ligeramente en la frente; no se había atrevido a más por temor a perder el control.

Anna había despertado en él un demonio enfurecido que clamaba por ser satisfecho, y necesitaba tiempo para controlarlo antes de atreverse a volver a tocarla.

No debería haberla invitado a tomar café. Dado su estado emocional, había sido una locura hacerlo.

Subió a su cuarto y, cuando abrió la puerta, fue golpeado de lleno por la imagen de Anna en él, con los brazos en torno a su esbelto cuerpo y los ojos brillantes por las lágrimas. Había deseado alejar estas con sus besos, tumbarla en la cama y amarla hasta que sus lágrimas se secaran y quedara pacíficamente dormida entre sus brazos.

Apoyó la espalda contra la pared, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Todo lo que podía ver era su boca suave carnosa justo antes de besarla. Había sentido la tenue presión de sus pechos y había anhelado conocerlos, sentir su plenitud en las palmas de las manos, inclinar la cabeza y tomar por turnos en la boca sus pezones...

Se volvió y golpeó la pared con el puño, frustrado. ¿Por qué allí? ¿Por qué en aquella habitación, donde nada podría distraerlo del recuerdo de su cuerpo arqueándose dispuesto contra el de él?

Se desvistió, tomó una ducha y se metió en la cama. Cerró los ojos, tratando de escapar de los recuerdos, pero no pudo. La imagen era demasiado poderosa, demasiado fresca, demasiado necesaria para su cuerpo hambriento como para dejarla escapar.

De manera que permaneció tumbado, pensando en Anna, y ni siquiera el incesante clamor de su cuerpo pudo alejar el doloroso vacío de su corazón... un vacío que mucho se temía que solo ella podría colmar.

La necesitaba. La necesitaba en muchos aspectos, pero los niños eran lo primero. Tenían que serlo.

Por enésima vez se preguntó si había hecho bien conservándolos a su lado, pero después de un año, ¿cómo iba a haber dejado que se fueran? Jasper tenía poco más de un año y no había conocido a nadie más, y Danny lo adoraba. Incluso Skye, terriblemente dolida por la muerte de su madre y el abandono de Lyn, lo necesitaba; a su modo, tal vez incluso más que los otros.

Los dos años anteriores habían sido duros, pero los habían superado juntos e iban por buen camino. Solo tenía que estar allí para ellos, ocuparse de que lo superaran.

Él también tenía sus necesidades, por supuesto, pero no podía permitir que eso alterara él curso de las cosas, que hiciera daño a los niños. Eran demasiado vulnerables y dependían por completo de él.

Pero el sentimiento de soledad lo devoraba, y cuando el ruidoso regreso de Helle lo despertó en plena noche su almohada estaba húmeda...

Anna se planteó la posibilidad de hacer novillos.

Pensó en ello mientras se preparaba, pero finalmente suspiró, se puso el abrigo y fue a trabajar... como había sabido desde el principio que haría.

Además, quería ver a Adam... o eso creía. El día anterior, mientras tomaban el té en la cocina de su casa, notó que estaba tenso. Ni siquiera sugirió que fueran a tomarlo al cuarto de estar, de manera que ella decidió irse en cuanto terminó su taza.

Adam la besó en la frente para despedirse. Fue una caricia ligera, breve, pero bastó para revelar que quería más... mucho más.

Tal vez demasiado.

Anna aparcó el coche, entró en el hospital y fue a ponerse el uniforme y su chapa de identificación.

—Solo por si olvido quién soy —solía bromear, pero aquel día pensó que le serviría para recordar que era una mera compañera de trabajo de Adam, no su esposa.

—Anna Bradbury —se encontró diciendo en voz alta, probando el nombre, y podría haberse dado de cabezazos contra la pared—. Olvídalo —murmuró y al alzar la cabeza vio a Allie, que la observaba con curiosidad.

—¿Te encuentras bien?

—Perfectamente. ¿Y tú? ¿Qué tal van esos planes de boda?

Allie hizo una mueca.

—Oh, avanzando, supongo. Ahora, Mark quiere casarse en el juzgado, pero mi madre quiere todo el jaleo típico de las bodas para su niñita... Ya sabes cómo son estas cosas.

—Sí, y tu madre ganará —dijo Anna en tono irónico, y trató de no pensar en la clase de boda que celebraría ella con Adam.

«Dos días», se dijo. «Solo lo conoces hace dos días. ¿Cómo puedes pensar en algo así?»

De pronto vio que entraba en la sala y le sonreía como si fuera lo mejor que había visto en toda la semana. «¡Por eso puedo pensar en algo así!»

—Hola —murmuró Adam.

—Hola —replicó ella. A pesar de sentirse como una tonta enamorada, tuvo que reconocer que era maravilloso volver a estar tan cerca de él después de menos de doce horas.

Allie se había ido, dejándolos solos en una especie de vacío que palpitaba de tensión sexual y emocional. Adam la miró a los ojos, suspiró y se volvió.

—Um... respecto a lo de anoche...

—Lo sé. Fue algo excepcional. No significó nada. Olvídalo... ¿es eso lo que ibas a decir?

Adam sonrió.

—Lo cierto es que no. Iba a preguntarte por qué huiste.

Anna frunció el ceño, desconcertada.

—Pensaba que querías que me fuera.

—No. Bueno... no sé. No sé lo que quería.

«Yo sí», pensó Anna. «Sé exactamente lo que querías porque era lo mismo que quería yo, y apostaría cualquier cosa a que esta noche tampoco has pegado ojo».

—Siento haber malinterpretado las cosas —dijo—. Pero tendremos que hablar más tarde, porque ahora debo ir a que la encargada del turno de noche me dé el informe.

—De acuerdo. Yo también estoy ocupado. Más tarde podemos tomar un té.

La sonrisa de Adam envolvió el corazón de Anna, reconfortándolo, y se la llevó consigo al despacho, inconsciente de que iba reflejada en su propio rostro.

—Buenos días —saludó animadamente—. ¿Qué tal ha ido todo?

La encargada del turno de noche, Angela Davis, se encogió de hombros.

—Bien, si te gusta el caos. Pareces contenta.

—¿En serio? —«qué extraño», pensó Anna. «Me siento confusa, no feliz. Excitada, asustada y confundida, todo a la vez»—. ¿Qué ha pasado?

—Toda clase de cosas. Karl Fisher ha tenido mucho dolor y no ha dejado de llorar en toda la noche. Le he prescrito unos analgésicos más fuertes, pero no parecen haber servido de mucho. No para de decir que creía que las cosas iban a ir mejor, lo que hace que una se sienta terriblemente mal. A pesar de todo, la mano tiene buen aspecto y sus reacciones motoras son las adecuadas, de manera que no creo que sea nada más que el lógico dolor postoperatorio. Tal vez sería buena idea que Robert Ryder o Adam Bradbury le echaran un vistazo... no sé a cuál de los dos le corresponde hacerlo ahora.

—Yo tampoco. Se lo preguntaré a Adam en cuanto pueda. Creo que está por aquí. ¿Ha habido algún otro problema? ¿Alguna urgencia?

—Ha ingresado Toby Cardew con un ataque de asma.

—¡Pero si acababan de darle el alta! —exclamó Anna—. ¿Se sabe qué lo ha provocado?

—Han mencionado algo relacionado con la ansiedad.

—Supongo que debe ser eso, porque ya han descartado todo tipo de alergias. ¿Está su madre con él?

—Sí. Ha pasado aquí toda la noche. Su padre está en casa con sus hermanos.

—Bien. ¿Alguien más?

—Oh, sí. Una apendicitis. Andrew Reed, de ocho años; ya lo han operado. También ha ingresado Tim Scully con una fea fractura de cubito y radio; se ha caído de la litera de arriba. Era su primera noche en ella; típico, ¿verdad? Ha tenido que levantarse por la noche para ir al baño y se ha caído mientras trataba de bajar por la escalera.

—¿Ha entrado ya en quirófano?

—No, pero ya está listo y han llamado a Adam Bradbury para que le eche un vistazo. Creo que va a operarlo esta mañana. Por eso estaba en la sala.

Y Anna había creído que había ido por verla a ella. Qué tonta. Sintió una oleada de decepción que reprimió de inmediato. Él tenía un trabajo que hacer, lo mismo que ella. Hablaron sobre los demás pacientes y, tras quedarse a cargo de la sala, Anna fue a buscar a Adam.

Estaba hablando con los padres de Tim Scully, el joven que se había caído de la litera, de manera que decidió ir a ver a Toby. Este estaba en la cama, en una habitación contigua, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados y aún luchando por respirar a pesar de los medicamentos que se le habían suministrado.

Anna hizo algunos ejercicios respiratorios con él para que se relajara y liberara parte de la mucosidad que obviamente bloqueaba sus bronquios. Unos minutos después pareció conseguirlo y su estado mejoró. Anna lo arropó en la cama y dejó que descansara. Su madre tenía aspecto de estar totalmente agotada.

—¿Quiere una taza de té? —ofreció, y la señora Cardew asintió.

—Gracias. Ha sido otra de esas horribles noches.

—Estoy segura de ello. ¿Por qué no trata de echar una siesta mientras el niño duerme? Le haría mucho bien.

La mujer asintió. Anna localizó a Pearl, el amable camillero de la sala y le pidió que preparara un té para la señora Cardew. Luego fue a buscarla Adam y lo encontró a punto de salir de la sala.

—¿Puedes echar un vistazo a Karl antes de irte? —preguntó—. Por lo visto ha pasado una mala noche.

—Claro —Adam volvió sobre sus pasos y Anna lo acompañó—. ¿Se sabe qué le sucede?

—Dolor postoperatorio. No hay problemas neurológicos ni vasculares aparentes; solo dolor.

—Podría ser la escayola.

—Creen que está bien.

Adam asintió y se detuvo junto a la cama de Karl.

—Hola, jovencito. Me han dicho que has pasado mala noche.

—Me duele mucho —dijo el niño con tristeza. Adam examinó su brazo con delicadeza. Lo volvió a un lado y a otro y probó los reflejos de los dedos.

—¿Te duele el hueso, o la piel y los músculos?

—No sé. Pero me duele mucho —contestó Karl, y comenzó a llorar.

Adam apoyó una mano en su hombro y lo oprimió para reconfortarlo.

—Voy a darte algo para el dolor y luego quiero que te hagan una radiografía. Lo más seguro es que haga que te quiten la escayola por si te está presionando demasiado el brazo. Podrías tenerlo en una especie de cabestrillo que se utiliza para estos casos, pero tendrías que estar muy quieto durante uno o dos días. Ya veremos. Primero vamos a probar con el analgésico y con la radiografía.

Tomó la ficha que se hallaba a los pies de la cama e hizo unas anotaciones. Luego se la entregó a Anna.

—¿Puedes darle esto, por favor? Y ocúpate de que le hagan la radiografía. Supongo que tendré que firmar algo para autorizarlo.

Su sonrisa era contagiosa.

—Oh, sí —respondió Anna, y sonrió—. Por supuesto. En este sitio tienes que firmar hasta para tomar una taza de té.

—Apúntame para una más tarde. Ahora voy a ocuparme de Tim. Supongo que ya está preparado para entrar en quirófano, ¿no?

—Eso ha dicho Angela. ¿Qué le vas a hacer?

—Una reducción y una fijación interna. Es la única manera de obtener un resultado satisfactorio en esa clase de fracturas. Pero no creo que vaya a haber ningún problema.

Adam se encontró pensando en Anna mientras operaba. Si el brillo de sus ojos era un indicio, había parecido encantada de verlo. Era difícil simular entusiasmo hasta ese punto, se dijo mientras fijaba una placa al hueso.

El resto del equipo quirúrgico estaba cotilleando sobre alguien a quien no conocía y lo ignoró mientras seguía trabajando. Pensó en los niños y en Helle, y en lo difícil que iba a ser encontrar una sustituta.

Y la dificultad no residía tan solo en encontrarla, sino en conservarla. Las au pairs no parecían durar mucho, y la marcha de cada una suponía un trauma y una pérdida en la vida de los niños.

Era insatisfactorio para ellos desde un punto de vista emocional, pero suponía que al menos conservaban firme el apego que habían desarrollado por él. Y eso estaba bien, porque no tenía intención de ir a ningún sitio.

Se irguió, hizo girar el brazo para comprobar su posición, comprobó la temperatura y el color de los dedos y cerró la incisión, satisfecho con la operación.

Eso era todo lo que podía hacer. Se quitó la mascarilla, sonrió al equipo y le dio las gracias. Antes de salir, tiró a la papelera los guantes, el gorro y la bata.

«Té con Anna», pensó y se encaminó hacia la sala.