Capítulo 2
Adam iba a empezar el día con una clase práctica seguida de una ronda a la sala para reconocer a los enfermos que iba a operar esa tarde. El día anterior había vuelto a la sala a comprobar las fichas y se había sentido tontamente decepcionado al no encontrar en ella a Anna.
Una pena. Le habría gustado contarle lo sucedido en la operación de Karl y discutir con ella lo que habían hecho.
Asuntos meramente profesionales, por supuesto. Pero aquella mañana iba a volver a verla.
El recuerdo de aquel mechón de pelo rizado sobre su mejilla no lo había abandonado. No había dejado de fantasear sobre ese mechón toda la noche, lo que era absurdo, pues él siempre tenía fantasías sobre largas melenas morenas extendidas sobre la cama, y el pelo de Anna era corto y pelirrojo oscuro.
Recogió el correo del suelo del vestíbulo y le echó un rápido vistazo. Se detuvo al ver que había llegado el último recibo de teléfono de la casa anterior.
Lo abrió, resignado, pero ni siquiera sus peores expectativas lo habían preparado para la cifra ante la que se encontró. Helle debía haberse pasado literalmente todos los días a todas horas hablando con su madre y sus amigos en Dinamarca.
Movió la cabeza, desesperado, y subió para llamar a la puerta de su cuarto.
—¿Helle? Levántate. Quiero hablar contigo de inmediato.
La puerta se abrió un momento después y la joven au pair se asomó con los ojos hinchados por el sueño.
—¿Qué sucede? —preguntó, aturdida.
—Esto sucede —dijo Adam, tenso, a la vez que colocaba el recibo bajo su nariz—. El recibo del teléfono. Llega a las cuatro cifras, Helle, y ni siquiera es de un trimestre completo. Quiero verte abajo y vestida en cinco minutos, y más vale que tengas una buena explicación para esto, o tendrás que hacer de inmediato las maletas para volver a tu casa.
—Bien —dijo ella con tristeza, y rompió a llorar—. Quiero volver a casa. Odio estar aquí.
«Eres un cretino», se reprendió Adam, y abrió los brazos para consolar a la jovencita mientras lloraba. Era poco más que una niña, y suponía una gran responsabilidad. Debería haberle hablado con más suavidad.
—Baja —dijo con más delicadeza—. Tomaremos una taza de té y hablaremos antes de que los niños se levanten.
Helle asintió y se frotó la nariz con la manga del camisón.
—Voy a vestirme.
—Buena idea.
Adam bajó, puso el hervidor en el fuego y miró su reloj. Aún eran las seis y media y se preguntó si Anna ya estaría levantada o si trabajaría de nueve a cinco. Si tenía el horario del turno de mañana, ya estaría camino del hospital. Si no, estaría en la cama, con el pelo revuelto en torno al rostro, las pestañas como medias lunas sobre sus mejillas, la boca entreabierta...
—Basta ya, Bradbury —gruñó, y dejó dos tazas sobre la encimera justo cuando Helle se detenía ante la entrada de la cocina. Hizo un gesto con la mano para que avanzara—. Pasa y siéntate. No voy a morderte. Solo quiero saber qué está pasando.
La joven obedeció pero, siendo Helle, no pudo limitarse a quedarse sentada. Jugueteó con el salero, arrugó una servilleta de papel que había sobre la mesa y luego fue rompiéndola sistemáticamente mientras esperaba a que cayera el hacha.
—Háblame de ello —dijo Adam con suavidad a la vez que le acercaba una taza.
Ella lo miró con ojos llorosos.
—Me siento sola... quiero a mi madre. Siento nostalgia. Pensé que todo iba a ir bien, pero cuando dijo que íbamos a trasladarnos y comprendí que tenía que despedirme de todos los amigos que había hecho... —una lágrima se deslizó por su mejilla y se la frotó con la mano—. Ya era duro antes, cuando tenía a mi amiga Silke como vecina. Ahora es imposible. No conozco a nadie, los niños se van al colegio y no tengo nada que hacer. Me siento a llorar...
—Y llamas a tu madre.
Helle asintió, abatida.
—Lo siento, Adam. No esperaba que fuera tan caro.
—Es tanto como todo tu salario —dijo él, no sin razón.
—Pero algunas llamadas son tuyas —se defendió ella.
—Tal vez las primeras cien libras.
Helle tragó saliva.
—¿Puedo ver el recibo?
Adam se lo entregó. Ella lo miró en silencio y luego se lo devolvió.
—¿Vas a enviarme de vuelta a casa?
—¿Tú quieres irte? ¿De verdad quieres irte? ¿Tan infeliz te sientes? No quiero que estés triste, Helle. Eso no ayuda a nadie; ni a ti, ni a mí, ni a los niños.
La joven asintió y sorbió por la nariz.
—Sí, quiero irme. Echaré de menos a los niños, pero me siento tan sola... Si tuvieras esposa, al menos tendría otra mujer con la que hablar.
Todo iría mejor si tuviera esposa, pensó Adam, frustrado, pero no quería saber nada de otra esposa. El abandono de Lyn había dejado a todos marcados, y no pensaba volver a caer en lo mismo.
—Hablaré con mi madre —continuó Helle, apesadumbrada—. Puede que esté dispuesta a hacerse cargo del recibo.
—No te preocupes por el recibo. Hazme el favor de quedarte hasta que encuentre una sustituta y me olvidaré del recibo. Y haz el favor de mantenerte apartada del maldito teléfono durante el día hasta que vuelvas a casa. ¿De acuerdo?
Mientras Helle rompía de nuevo a llorar, Adam pensó que no llegaría a entender a las mujeres ni aunque viviera cien años. Le entregó un trozo de papel de cocina para que secara sus lágrimas y se sonara la nariz.
—De acuerdo —dijo ella por fin.
—Bien. Y ahora, ¿crees que podrás levantar a los niños para que lleguen a tiempo al colegio?
Helle asintió.
—Voy a despertarlos ahora mismo.
Adam comió una tostada, dio un beso de saludo y despedida a los niños y se fue a trabajar.
Al entrar al hospital se dirigió con rapidez hacia la sala de las enfermeras.
«Idiota», se reprendió a la vez que reducía el paso. «Lo más probable es que Anna ni siquiera haya llegado, y si lo ha hecho, estará ocupada».
Lo estaba, y Adam decidió ir a la cocina y poner agua a hervir para preparar un té. No tardaría mucho.
—Té —dijo, y alcanzó una taza a Anna que esta aceptó agradecida y de la que bebió tan deprisa que estuvo a punto de escaldarse la lengua.
—La necesitaba. ¿Cómo lo sabía? —dijo al acabarla, sonriente.
Adam rio y se dispuso a prepararle otra taza.
—Quería repasar mi lista de esta tarde con usted —dijo por encima del hombro mientras movía la bolsita—. Creo que ya conoce a algunos de los pacientes.
Anna asintió.
—Por supuesto. ¿Vamos al despacho?
—¿Tiene tiempo ahora?
Ella sonrió.
—Una de las cosas buenas de este trabajo es que puedo delegarlo. Vamos, puedo dedicarle diez minutos —entraron en el despacho y Anna ocupó su asiento tras el escritorio—. Pero antes de empezar, cuénteme cómo fue la operación de Karl —dijo, tratando de concentrarse en algo que no fueran las largas piernas de Adam mientras se apoyaba con despreocupación contra el borde del escritorio.
—¿Karl? Oh, sí, el chico de ayer. Robert me dejó ayudarlo... fue interesante. Le pusimos una placa. Cuando llegamos al hueso vimos con claridad que ni siquiera había intentado soldarse. Al haber rotado ligeramente no encajaba un trozo con el otro, y supusimos que ese era el motivo principal. Los alineamos y los unimos con una placa para asegurarnos. Quedará mejor que antes, así qué, en algún sentido, la fractura puede haber resultado beneficiosa para el niño. ¿Cómo está ahora?
—Un poco atontado, y más tranquilo que ayer, desde luego, pero creo que ha pasado una buena noche —Anna sonrió—. Lo cierto es que resulta muy complicado hacer que un joven de su edad repose como es debido. Lo más probable es que él mismo causara el desajuste de sus huesos con sus continuos movimientos. Lo único que quieren es irse de aquí cuanto antes, y así es muy difícil someterlos a un tratamiento conservador.
—Todo el mundo quiere irse lo antes posible —dijo Adam, y suspiró—. Creo que mi au pair también quiere irse lo antes posible. Esta mañana le he echado en cara el recibo de teléfono que ha llegado y me ha dicho que quiere irse. La he sobornado ofreciéndole olvidar el recibo si se queda hasta que encuentre una sustituta.
—¿Y?
Adam se encogió de hombros.
—Ha dicho que se queda... de momento, al menos.
—¿Era una cantidad exagerada?
—De cuatro cifras.
Anna se quedo boquiabierta. No concebía que alguien pudiera hablar tanto por teléfono.
—Esperemos que todo se resuelva bien —dijo, moviendo la cabeza—. Y ahora, hablemos sobre su lista de pacientes. ¿Cuáles tiene que yo conozca?
—Un bebé de unos dieciocho meses con un pie deforme congénito. David Chisholm. Creo que ya ha estado aquí.
Anna pensó un momento.
—David... sí, ha estado aquí. Lo recuerdo. Ya se le ha sometido a dos operaciones para agrandar las estructuras del interior de sus piernas. Es el peor caso que he conocido de esa enfermedad. Creía que habían obtenido un buen resultado.
Adam asintió.
—Así es, pero necesita otra operación porque ha crecido y sus pies están volviendo a meterse para dentro. Voy a tener que volver a liberarle los tendones; no es algo en lo que tenga mucha práctica, porque se dan muy pocos casos, pero se ha avanzado bastante en el tema. Por desgracia, nunca quedará bien del todo, y aún no he conocido a sus padres, así que no sé lo que esperan de esta operación.
—Creo que mucho, como casi todos los padres. Creen que podemos resolverlo todo.
—Haré todo lo posible, desde luego, pero solo soy humano.
Adam sonrió y Anna sintió que su corazón daba un vuelco. «A mí me basta», quiso decirle, pero pensó que estaba volviendo a comportarse como una tonta.
«¡Una sonrisa!», pensó, enfadada. «¡Una sonrisa y ya estás babeando! Serías un buen perrito faldero».
Trató de concentrarse en la conversación sobre la lista de pacientes, pero tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para conseguirlo.
Fue rescatada por un aviso de urgencias. Estuvo ocupada el resto del día, y cuando acabó su turno se sintió agotada. Pero cuando Adam entró a última hora en la sala de descanso, vestido aún con la bata de cirujano, su corazón volvió a dar un vuelco y quiso abofetearse por ello.
—Hola —saludó él en voz baja.
Un estremecimiento recorrió la espalda de Anna y se obligó a ignorarlo.
—Hola —respondió, tratando de que su sonrisa no pareciera la de una adolescente enamorada—. ¿Qué tal ha ido todo?
—Bien. Un par de pacientes están en observación, pero el resto son suyos. ¿Qué tal el pequeño David?
—Creo que bastante dolorido. Más bien incómodo. Su madre está con él, pero se va agotar, porque está embarazada. No dejo de enviar enfermeras para que pueda irse a tomar un té, pero no quiere.
—¿Va a quedarse toda la noche?
Anna asintió.
—Sí. Necesita descansar, pero se niega a irse mientras no vea al niño tranquilo.
—¿Puedo ir a verlo un momento?
—Por supuesto. Está allí.
Fueron a donde estaba el bebé y, como Anna esperaba, lo encontraron en brazos de su madre, que no paraba de acariciarle la espalda a la vez que hacía ruiditos tranquilizadores. Pero no estaba sirviendo de nada.
—Hola, señora Chisholm —dijo Adam, que se agachó junto a ella y le dedicó aquella sonrisa suya tan especial—. ¿Qué tal van las cosas?
—Oh... hola, doctor. Me alegra que haya venido. No muy mal. ¿Qué tal ha ido la operación?
—Bien. He logrado alargar bastante los tendones, de manera que hemos podido poner los pies del niño en una posición más normal en las escayolas. Estará un poco decaído un par de días, pero le estamos dando suficientes analgésicos como para que no le duela. Cuando supere los primeros días, comprobará que camina mucho mejor. ¿Me deja echarle un vistazo?
La señora Chisholm le entregó al niño y Adam se irguió.
—Hola de nuevo, jovencito. ¿Puedo echar un vistazo a tus pies? —dijo con suavidad. Adormecido, el bebé se apoyó contra él con un gemido y Adam lo tranquilizó antes de acostarlo.
Anna pensó que sus movimientos eran seguros y experimentados. Se notaba que era padre.
—Estoy comprobando el color y la temperatura de sus pies —explicó mientras examinaba al niño—, y que las vendas que se ven a través de estos orificios en las escayolas no den muestras de estar demasiado empapadas. Mientras esté aquí puede ayudarnos fijándose en eso por nosotros. Quizá las piernas se le hinchen un poco dentro de un rato, pero eso es normal. Si nota cualquier cosa, no dude en avisarnos.
La señora Chisholm asintió.
—Por supuesto.
—De momento está perfectamente —continuó Adam—. Estoy satisfecho, aunque él parece un poco incómodo. Vamos a darle algo para tranquilizarlo.
—Creo que necesita dormir, pero cada vez que lo dejo en la cama llora, y no me gusta molestar a los otros niños.
—No se preocupe por los otros niños —dijo Anna con rapidez—. No llorará mucho rato. Está agotado. Si usted soporta oírle llorar, se quedará dormido en unos segundos.
—Me siento tan mezquina si le dejo llorar... —dijo la madre, desazonada.
—Tal vez debería irse a comer algo y dejarlo solo unos momentos para intentarlo —sugirió Adam—. Es probable que se duerma en cuanto se haya ido —la sonrisa con que acompañó su sugerencia hizo que esta careciera de toda crítica.
La señora Chisholm asintió.
—La verdad es que me vendría bien una taza de té y estirar un poco las piernas. Iba a esperar a que viniera mi marido para que el niño no se quedara solo, pero si cree que estará bien...
—Claro que estará bien —dijo Anna con firmeza—. Nosotros nos ocuparemos de él. Si no se duerme en unos minutos, avisaré a una enfermera para que lo acune hasta que regrese, pero usted debe cuidar de sí misma y del otro bebé.
—De acuerdo. Gracias.
Apenas acababa de irse la madre cuando David dejó de lloriquear quedándose profundamente dormido.
—Por fin un poco de paz —dijo Anna mientras cubría al niño con una manta—. Parece que ahora va a quedarse tranquilo. ¿Sigue queriendo darle algún medicamento?
Adam negó con la cabeza.
—No si no lo necesita. Le recetaré algo por si se despierta de noche y está inquieto. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Tiene tiempo para venir conmigo a ver a mis otros pacientes?
Anna miró el reloj de la pared.
—Me temo que no. Ya es hora de irse a casa y aún no he terminado. ¿Me necesita para ver a sus pacientes?
—No me importaría, pero no es necesario. De todos modos, supongo que estarán dormidos. ¿Están aquí los padres de todos?
—Sí, y estoy segura de que les encantará verlo y hablar con usted sobre las operaciones.
Adam asintió, miró su reloj y se encogió de hombros.
—Voy a verlos. No hace falta que se quede; ya los encontraré por mi cuenta.
—Le enseñaré donde están y luego me iré. Tengo que dejarlo todo a cargo de Allie antes de marcharme. Sus pacientes están en aquellas dos camas —dijo Anna, señalando—, y en la de la esquina, ¿de acuerdo? Grite si necesita ayuda. Allie vendrá enseguida.
—Gracias. Hasta mañana.
La sonrisa de Adam fue como una caricia para Anna. Reacia, fue a terminar sus tareas, dejó a Allie a cargo y salió de la sala.
Después fue a casa, puso agua a hervir mientras se ponía unos vaqueros y un jersey y se sentó con una taza de té frente al televisor para ver las noticias. Pero no logró concentrarse. Las noticias no podían competir con aquella sonrisa sexy y los ojos verdes que empezaban a perseguirla a cada instante.
¿Qué hacía tan distinto a Adam? Nada evidente. A lo largo de los años, Anna había salido con varios hombres, la mayoría de ellos agradables y encantadores.
Agradables. Encantadores.
No era eso lo que quería. Quería alguien que hiciera que la sangre circulara más veloz por sus venas, alguien cuyas caricias le hicieran derretirse, cuyas miradas hicieran que su corazón latiera con más fuerza...
No todos habían sido agradables, por supuesto. Jim, por ejemplo, había sido encantador... y totalmente infiel. Había escarmentado con él y a partir de entonces había sido mucho más cauta. En realidad nunca había sido promiscua, pero todos los hombres parecían pensar que si una mujer salía con ellos más de dos veces estaba destinada a acabar en su cama.
Pero las cosas no funcionaban así para Anna. Todo tenía que estar bien para que decidiera dar aquel paso, y eso solo sucedía en contadas ocasiones. Y durante los tres años anteriores no se había dado ninguna de esas ocasiones.
—Te estás convirtiendo en una solterona desesperada —murmuró, asqueada—. Una sonrisa de un hombre medio presentable y ya estás esperando con la lengua fuera. Es lamentable.
Dejó la taza en la mesa, se levantó y fue a la cocina. La nevera estaba casi vacía, y al congelador le sucedía lo mismo.
—Magnífico —dijo en tono irónico—. Tengo que ir de compras. Maravilloso.
Cerró de un portazo el congelador, se calzó y se puso la trenca. No iba a ver a nadie, de manera que no necesitaba vestirse bien.
Condujo hasta el supermercado más cercano, tomó un carrito y entró. Nada llamó su atención; al menos, nada saludable. Miró otro carrito que había junto al suyo, preguntándose si las demás personas comerían algo más interesante que ella y suspiró.
Paquetes de pescado, patatas fritas bajas en calorías, vegetales congelados, muslos de pollo, arroz... más o menos tan inspirada como su compra habitual, con la diferencia de que aquel carrito estaba lleno. Tres panes, montones de latas de atún y jamón, ingredientes para la ensalada, pastelitos... en realidad, montones de comida práctica. Probablemente sería una madre trabajadora. Pobre mujer...
—¿Anna?
Anna alzó la mirada, sorprendida, y vio que quien le había hablado era Adam.
—Hola —saludó.
—Hola. Pensaba que eras tú. ¿Sucede algo malo con mi carrito?
—Tu carrito... —Anna apenas se dio cuenta de que se estaban tuteando, pero había surgido de un modo totalmente natural—. ¡No, claro que no! No sabía que fuera tuyo. Lo cierto es que solo trataba de inspirarme.
Adam rio.
—Compro lo que los niños comen, que a veces parece auténtica porquería. Es parte del trabajo de la au pair, por supuesto, pero hoy tiene la tarde libre y me ha tocado a mí salir de compras.
—No tiene tan mal aspecto. Al menos compras la comida baja en calorías.
—Tengo que hacer mi papel de padre concienzudo. Y eso me recuerda que mis hijos deben estar desmadrándose en el pasillo contiguo. Debo ir a ver qué hacen.
Anna vio cómo desaparecía por la esquina y, sin poderlo evitar, lo siguió dejándose llevar por la curiosidad.
Adam estaba bajando a un niño pequeño de lo alto del mostrador del pan, y a la vez que arrojaba un paquete al carrito, sonreía con expresión de disculpa a un ceñudo dependiente del supermercado.
—No, si no puedes portarte bien tendrás que quedarte aquí conmigo, donde pueda vigilarte.
—Yo me ocupo de él —dijo una niña, y Adam dejó al pequeño en el suelo—. Quédate cerca de mí —añadió en tono severo. El niño asintió y tomó la mano de la niña. La hermana mayor, pensó Anna y sonrió.
—Papá, ¿podemos cenar aquí, por favor?
El mediano, pensó Anna mientras miraba al niño que alzaba el rostro hacia su padre con evidente devoción. Qué familia tan encantadora... Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y se volvió para alejarse, pero Adam la vio en ese momento.
—Um... sí, claro —dijo, distraído, y sonrió. Anna se preguntó si sabría que acababa de ser embaucado, y tuvo que ocultar una sonrisa de diversión tras otra de bienvenida—. Mi prole —añadió él a la vez que señalaba a sus hijos—. Skye, Danny, Jasper, esta es la señorita Long. Trabajamos juntos.
—Anna —corrigió ella, sonriente—. Hola. ¿Os estáis asegurando de que compre todo lo correcto?
Adam rio.
—No. Se están asegurando de que compre todo lo incorrecto.
—Vamos a cenar aquí —dijo Danny, emocionado—. ¿Tú has comido aquí alguna vez?
—Sí —contestó Anna, deseando que Adam sugiriera que se uniera a ellos.
Pero fue el niño quien se encargó de hacerlo.
—Podrías cenar con nosotros... —dijo, y alzó de nuevo el rostro hacia su padre—. ¿Verdad, papá?
Adam miró a Anna con expresión de impotencia.
—Si te apetece... puedes unirte a nosotros. Lo más probable, si la cena es como ellos quieren, es que consista en huevos, judías y patatas fritas.
—Me parece perfecto —dijo ella con una brillante sonrisa—. Si lo dices de verdad, por supuesto.
Adam asintió.
—Claro que lo digo de verdad. Será un placer que nos acompañes. ¿Has acabado ya?
—Sí —mintió Anna. Al diablo con las compras, pensó. Ya volvería por el resto en otro momento. ¡Aquello era mucho más interesante!
Después de pagar, dejaron sus carritos en consigna y fueron al restaurante. Danny no dejó de hablar ingeniosamente durante toda la comida. Era un niño abierto y dulce, con el mismo pelo castaño oscuro de su padre y una mirada azul y directa que llegaba al corazón.
Jasper era parecido, aunque más pequeño y callado, y parecía muy apegado a su hermana.
Y Skye... Skye era diferente. Tenía el pelo castaño, suave y lustroso, no tan oscuro coma el de los otros, y los mismos ojos azules, pero ahí terminaba el parecido.
Miraba con desconfianza. Anna decidió que esa era la diferencia. Skye era reservada, apenas hablaba, excepto a Jaz, y se mostraba amable pero distante con ella. Sintió que la actitud reticente de la niña dolía a Adam.
Solo hubo un momento incómodo que le hizo preguntarse si no habría sido mejor que no hubiera aceptado la invitación. Skye miró a su padre y preguntó con suavidad:
—¿Anna es tu novia?
Él pareció sorprendido, pero enseguida negó con la cabeza.
—No. Trabajamos juntos. Ella es enfermera.
Skye la miró pensativa durante unos momentos y luego siguió comiendo. Por su tono de voz, Anna dedujo que no parecía que le hiciera mucha gracia que su padre tuviera una novia. ¿Por qué se sentía amenazada? ¿Por qué estaba celosa? ¿Acaso era porque su padre había tenido muchas novias y eso no le gustaba?
Cuando los niños terminaron de comer, Adam miró a Anna y sonrió a la vez que se encogía de hombros.
—Ahora debemos irnos. Tenemos comida congelada en el carrito... o al menos la teníamos. Supongo que ya se habrá derretido. Ella asintió y no pudo evitar una pequeña punzada de decepción. Claro que tenían que irse; Jasper estaba bostezando, Skye estaba aburrida e inquieta, y no podían seguir allí sentados toda la noche. Sonrió.
—Sí, será mejor que os pongáis en marcha. Gracias por haberme invitado a cenar con vosotros. He disfrutado mucho.
Adam rio.
—Eres demasiado educada. Vamos, niños, en marcha.
Anna siguió a la familia hasta el exterior del supermercado y se detuvieron ante la entrada del aparcamiento.
—Nos vemos mañana —dijo a modo de despedida.
Adam asintió y luego pareció dudar un momento.
—Podrías venir a tomar café a casa —dijo sin pensarlo—. Al menos si puedes aguantar el caos de la hora de acostar a los niños y una casa que necesita una limpieza a fondo... aparte de una nueva decoración desde el ático hasta el sótano.
Una lenta sonrisa curvó los labios de Anna. Podía soportar lo que fuera si eso significaba pasar más tiempo con él y su familia.
—Creo que podré aguantarlo —dijo.
—En ese caso, sígueme.
«Oh, sí», pensó Anna. «Te sigo. Te seguiré hasta el fin del mundo si me lo pides».
Entonces captó la mirada de Skye y se preguntó por qué le molestaría tanto su presencia. Necesitaba saber más sobre la situación y, tal vez, aquel sería un modo de conseguirlo.