Capítulo 4

Era fin de semana. Aparte de una breve taza de té cuando Adam había vuelto a la sala para hablar con los padres de Tim, Anna no lo había visto en todo el día.

Después de ver la radiografía de Karl había enviado instrucciones para que le quitaran la escayola y le mantuvieran el brazo fijo en un cabestrillo hasta el día siguiente. Al parecer, al despertar de la anestesia el niño había golpeado sin querer la escayola contra el costado de la cama y, al no estar completamente seca, se había deformado un poco. Ese parecía ser el origen de los dolores de Karl. Una vez retirada la escayola pareció sentirse mucho más cómodo y se quedó dormido de inmediato.

Tim y Andrew Reed, el niño que había sido operado de apendicitis, se estaban recuperando perfectamente.

El fin de semana, que Anna tenía milagrosamente libre, se presentaba sin ningún aliciente. Las posibilidades de volver a toparse con Adam en el supermercado eran tan remotas como para ni siquiera molestarse en tenerlas en cuenta y, al margen de presentarse en su casa, no se le ocurría ninguna forma de verlo hasta el lunes.

¿Qué iba a hacer para ocupar su tiempo? Ninguna de las cosas que solía hacer le ofrecían el más mínimo estímulo. Por algún motivo, parecían inútiles, vacías.

Se preguntó qué pensaría hacer Adam, y si los niños estarían deseando tenerlo para ellos solos. Se encontró una vez más pensando en su madre, en la esposa de Adam. ¿Cuándo lo habría dejado, y por qué? ¿Se habría ido sin más, o habrían pasado por un divorcio enconado y amargo?

¿La amaría aún Adam? Aquel pensamiento resultó extrañamente doloroso.

Se encontró recordando su beso, repasando por enésima vez aquellos instantes en su mente. ¿Volvería a suceder? Esperaba que sí.

Cuando apenas habían dado las diez decidió acostarse, tras tratar sin conseguirlo de concentrarse en ver la televisión. Acababa de apoyar la cabeza en la almohada cuando sonó el teléfono. Se apoyó en un codo y descolgó el auricular con un destello de esperanza. Adam no tenía su número, pero...

—¿Hola?

—¿Anna? Soy Adam.

Se interrumpió y Anna tuvo la extraña sensación de que no sabía qué decir. A ella le pasaba lo mismo.

—¿Cómo estás? —preguntó mientras jugueteaba con el cable del teléfono.

—Estoy bien, gracias. Siento haberte llamado tan tarde... He tenido que hacer de detective para conseguir tu número. Espero que no te importe.

—Claro que no me importa —Anna se irguió en la cama, preocupada por el tono de voz de Adam—. ¿Sucede algo malo?

Él suspiró.

—No... no exactamente. Es solo que... Helle ha ido a Londres a pasar el fin de semana, se supone que yo estoy de guardia y los niños están con mis padres, que viven muy cerca —volvió a suspirar—. Solo quería hablar contigo. La casa parece muy vacía, y he pensado que sería agradable verte, aunque como es muy tarde, he supuesto que lo mejor era llamarte.

—No es muy tarde —dijo Anna con suavidad—, ni para llamar, ni para venir a verme, si quieres.

—Son más de las diez.

—Eso no importa. ¿Quieres venir aquí, o prefieres que vaya a tu casa?

—Voy yo; me parece lo justo, ya que ha sido idea mía. Además, hace mucho frío. Puedo llevar mi busca. ¿Dónde vives?

Anna le dio la dirección y luego repasó mentalmente el deplorable estado de la casa. Más le habría valido pasar las tres horas anteriores limpiando en lugar de deprimiéndose pensando en Adam.

Se vistió con rapidez y bajó a recoger un poco el cuarto de estar en los diez minutos que tenía antes de que llegara. Apagó la luz central, encendió las lámparas que había a los lados del sofá, encendió las velas que había en el tocador y fue a poner agua a hervir. Solo tenía té o café para ofrecerle; ni vino, ni cerveza, ni licores.

Cuando sonó el timbre, respiró profundamente para relajarse, se pasó las manos por los vaqueros por si tenía las palmas húmedas y fue a abrir con una sonrisa de bienvenida.

Adam tenía un aspecto maravillosamente desaliñado. El pelo revuelto, la ropa descolocada... y unos ojos que podrían haber hecho avergonzarse a la antorcha olímpica. Y su boca...

Anna lo hizo pasar, se puso de puntillas y lo besó en ella con ligereza, una sola vez, pero fue suficiente. Adam dejó caer algo al suelo que aterrizó con un golpe seco, la tomó entre sus brazos y ella pudo dejar de fantasear sobre sus besos porque de pronto se convirtieron en una intensa realidad.

Finalmente, Adam alzó la cabeza, sonrió y se agachó para recoger lo que había dejado caer.

—Toma, son para ti. Me temo que la caja se ha doblado un poco, pero supongo que no importa. Me he distraído.

Bombones. Bombones decadentes y pecaminosos, no los típicos, sino oscuros, con licor y un millón de calorías por unidad.

Anna rio.

—¿Cómo has sabido que son mis favoritos? —preguntó, y al mirar los expresivos ojos de Adam olvidó respirar por un momento.

—Lo he adivinado —confesó Adam—. Habría traído vino, pero tengo que conducir y he pensado que los bombones serían más adecuados.

—Gracias —Anna volvió a ponerse de puntillas para besarlo. Luego lo tomó de un brazo y lo llevó al cuarto de estar—. Siéntate mientras sirvo algo de beber. ¿Prefieres té o café? Me temo que es todo lo que tengo.

—Un café está bien. Pero voy a ayudarte.

—Oh, la cocina está hecha un caos...

Adam rio suavemente.

—Lo que es justo es justo. Tú viste ayer mi casa en su peor momento.

—Pero yo no tengo excusa —protestó ella.

Al parecer, Adam era tan testarudo como ella, porque le hizo volverse, apoyó las manos en sus hombros y la empujó con suavidad por el pasillo hacia la cocina.

—No sé a qué te referías. Tiene un aspecto estupendo —dijo tras ella, y su aliento le acarició la nuca. Ella sintió el loco impulso de apoyarse contra él e inclinar la cabeza para que dejara un rastro de besos ardientes en su cuello...

Como si hubiera leído sus pensamientos, Adam la besó en el pelo y ella sintió la caricia como si hubiera sido el roce del ala de un ángel. Cerró los ojos y permaneció quieta mientras él la atraía hacia sí para que pudiera sentir el calor de su cuerpo. Luego inclinó la cabeza y la besó en el cuello, despertando en ella una sensación increíblemente erótica.

—Eres preciosa —murmuró, en un tono de voz ronco y cargado de promesas.

«Hazme el amor», pensó Anna. «No pares. Llévame al cielo. Por favor...»

Adam la soltó y la dejó abandonada en un mar de emociones tan poderosas que ella temió ahogarse.

—¿Café? —dijo él con suavidad, y ella avanzó como un autómata para tomar las tazas y ponerse a prepararlo.

—¿Quieres azúcar? —preguntó, y se dio cuenta de que nunca lo había preparado para él. Apenas había hecho nada para él. ¡Solo lo conocía hacía tres días!

Sin embargo, sabía que era más importante para ella que cualquier otro hombre que hubiera conocido. No había duda de que era algo precipitado, impulsivo, insensato, y todas las demás cosas sobre las que le habría advertido su madre, pero ella sabía que además estaba bien.

Se volvió hacia él para darle su café y vio que la observaba con una expresión muy intensa. Adam tomó la taza de sus manos y la dejó en la mesa.

—No, no quiero azúcar. Quiero hacer el amor contigo, pero sé que es demasiado pronto —dijo con voz ronca.

Su sinceridad hizo que los ojos de Anna se llenaran de lágrimas.

—No, no lo es —dijo, con la misma sinceridad—. No es demasiado pronto... para nosotros. Siento que llevo años esperándote.

Por un momento, Adam no dijo nada y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el calor que había en ellos consumió a Anna. Él alargó una mano y, sin decir nada, ella la tomó y lo condujo hasta su dormitorio en la planta alta.

Antes de entrar dudó un momento.

—Está hecho un desastre —dijo, y él rio.

—¿De verdad crees que me importa? —Adam le hizo volverse y la miró a los ojos—. Oh, Anna —susurró, y la estrechó entre sus brazos. Su boca buscó la de ella y la besó con ternura—. No he venido aquí a esto —murmuró—. No es por eso por lo que te he llamado.

—Shh. No te preocupes. Lo sé —ella alzó la mano y le acarició la mejilla. Luego la deslizó tras su nuca y lo atrajo hacia sí—. Hazme el amor —murmuró—. Por favor. Ahora. Te necesito.

Los ojos de Adam se oscurecieron y, con un ronco gemido, buscó su boca y la encontró. Anna sintió que su cuerpo ardía y que sus piernas cedían.

Entonces él la tomó en brazos y la dejó con delicadeza en medio de la cama. La desvistió con lentitud, con dedos temblorosos, y ella pudo ver lo excitado que estaba por lo agitado de su respiración.

—Eres tan encantadora —susurró con voz vacilante, y cuando la miró a los ojos, el abierto deseo que estos reflejaban encontraron un eco en el corazón de Anna—. Te necesito.

—Lo sé. Está bien —Anna se arrodilló en la cama y tiró del borde del jersey de Adam hasta sacárselo por encima de la cabeza sin ninguna ceremonia. Su paciencia estaba a punto de agotarse; lo necesitaba ya, necesitaba abrazarlo, tocarlo, formar parte de él. Nada más importaba, y ningún otro pensamiento pasaba por su cabeza.

Lo desnudó y se quedó sin aliento al ver su cuerpo delgado, musculoso... y tan excitado. Lo tocó con manos temblorosas y sintió su satinada y ardiente piel bajo las palmas, el estremecimiento que lo recorrió mientras ella deslizaba los dedos a lo largo de su cuerpo.

—Anna... —susurró él, jadeante, a punto de perder el control. Eso era lo que ella buscaba. No quería técnica, ni habilidad; lo quería a él. Solo a él. Nada más, nada menos.

—Sí —contestó, y lo tomó entre sus brazos.

Anna estaba acurrucada junto a Adam, con la cabeza apoyada contra su pecho y una rodilla entre sus muslos. Estaban tan cerca como podían estar, y agotados por igual. La respiración de Anna se fue calmando poco a poco, a la par que los latidos de su corazón. El de Adam latía justo debajo de su oreja, lenta y extrañamente reconfortante.

No se movió. No se podía mover. Se limitó a permanecer allí, como una muñeca abandonada, escuchando el latido de su corazón. Sintió su mano en la espalda, deslizándose sobre su piel, acariciándola con suavidad. Suspiró satisfecha y él volvió la cabeza para besarla en la frente.

—¿Estás bien?

—¿Cómo puedes preguntar eso? —murmuró Anna, demasiado fláccida como para mover la boca con normalidad.

Él rio y la estrechó contra su costado.

—Ha sido bastante espectacular, ¿verdad?

Algo inquietaba a Anna, algo importante, pero no lograba averiguar de qué se trataba para enfrentarse a ello. Cerró los ojos, se acurrucó contra él y suspiró de nuevo. La biología era algo muy inteligente, pensó, despreocupada, y entonces recordó lo que la inquietaba.

Oh, maldición.

Deslizó un dedo por el pecho de Adam.

—Um... ¿me he perdido algo, o hemos olvidado utilizar protección? —preguntó.

Él se quedó muy quieto unos momentos. Luego siguió acariciándole la espalda. —No, no te has perdido nada, Anna. No voy a contagiarte nada.

—¿Contagiarme? —repitió ella, desconcertada. No era eso en lo que estaba pensando.

—La última mujer con la que me acosté fue mi esposa, hace tres años —confesó Adam—. Puedes estar tranquila.

¿Tres años? ¡No era de extrañar que se hubiera mostrado tan receptivo a sus caricias!, pensó Anna. Y ella a las de él, por supuesto. Entre ambos sumaban un montón de años de abstinencia.

—No estaba pensando en eso, sino en la posibilidad de haberme quedado embarazada —explicó—. No estoy tomando la pastilla.

Adam volvió a quedarse muy quieto. Cuando habló, su voz sonó apagada e inexpresiva.

—No es necesaria la pastilla. Cuando he dicho que podías estar tranquila también estaba pensando en eso. No puedo dejarte embarazada. Soy estéril.

La conmoción paralizó unos momentos a Anna.

¿Estéril?

¿Adam estéril? ¿Adam, que tenía tres hijos, no podía dejarla embarazada?

—Pero tienes tres hijos —dijo, confundida—. ¿Cómo...?

—Son adoptados.

—Oh —¿qué más podía decir? Respiró y soltó el aire muy despacio—. ¿Estás seguro?

—¿De que son adoptados? Por completo —dijo él, y rio sin humor.

—No, me refiero a lo de tu... esterilidad —dijo, apenas capaz de pronunciar la palabra. Sentía que un terrible vacío empezaba a abrirse en su interior y estaba desesperada por detenerlo, pues sabía que si no lo hacía la consumiría. Quería un hijo de Adam... ¡lo necesitaba!

—Sí, estoy seguro —contestó él al cabo de un momento, y ella pudo percibir el dolor que reflejaba su voz. Dejó el suyo a un lado y se concentró en el de él. Podía ocuparse del suyo después. Aquello era importante.

—¿Qué pasó? —preguntó con delicadeza—. ¿Lo sabes?

—Tuve paperas a los veinticinco años. Estuve muy enfermo. Como complicación sufrí una severa orquitis, y unos meses después, cuando decidimos empezar a tener familia, no conseguimos nada.

—Así que te hiciste una prueba.

—Sí. Encontraron muy pocos espermas saludables. Baja movilidad y ese tipo de cosas. Lyn estaba desolada. Lo intentamos todo: posturas absurdas, centrifugación del esperma, jeringuillas... toda clase de cosas. No hacíamos el amor, sino que manteníamos relaciones sexuales muy organizadas para que coincidieran con su ovulación, pero fallamos mes tras mes. Ella tampoco era apta para los tratamientos de inseminación artificial, así que no pudimos hacer nada.

Anna tragó las lágrimas que se habían acumulado en su garganta y amenazaban con atragantarla.

—Así que decidisteis adoptar.

—Sí. Decidimos adoptar. Pasamos por todo el procedimiento y poco antes de que nos dieran la aprobación nos entregaron algunos álbumes de los niños que nadie quiere. Los llaman «Niños que Esperan», y hay página tras página llena de ellos. La mayoría son grupos de hermanos, porque casi nadie quiere comprometerse con algo así. Normalmente, la gente quiere un bebé. Eso era lo que buscábamos nosotros, pero cuando vimos a mis tres hijos supe que era a ellos a los que quería.

—¿Qué pensó Lyn?

Adam se encogió de hombros.

—No sé. En aquel momento aceptó intentarlo, pero nunca pareció tan entusiasmada como yo. Supongo que debería haberla escuchado. Tenía reservas por motivos razonables. Yo no tenía ninguna. Sabía que podíamos dar a esos niños un hogar.

—¿Qué edades tenían?

—Skye tenía tres, Danny iba a cumplir dos y Jaz era un bebé. Su madre había muerto de una sobredosis y no se sabía nada del padre. Fue una adopción sin complicaciones, pero acabó separándonos, aunque entonces no me di cuenta. Estaba demasiado centrado en los niños como para captar las señales, y ya estábamos concluyendo el proceso de adopción cuando Lyn me dejó.

Anna percibió el dolor que aún revelaba la voz de Adam. Debía haber algo más, pero imaginaba el daño que debió producir la marcha de Lyn.

—¿Fue muy amargo? —preguntó con suavidad.

—¿Amargo? —Adam respiró hondo y rio con aspereza—. Supongo que ese adjetivo es bastante adecuado. Se fue con mi mejor amigo. Llevaban meses teniendo relaciones. Lyn estaba embarazada.

Anna cerró los ojos ante el horror de sus palabras.

—Oh, Adam —susurró, y deslizó los brazos en torno a él—. Cuánto lo siento...

—Logré superarlo. Seguí adelante con el proceso de adopción, a pesar de que los Servicios Sociales se mostraron más reacios a concedérmela en esas circunstancias, luchamos y estamos consiguiendo salir adelante. Danny no lo pasó muy mal, pero Jasper estaba perdido sin Lyn y Skye quedó destrozada.

—Lo supongo —dijo Anna con tristeza—. Pobrecita.

—Sí. Acababa de empezar a abrirse y a unirse a nosotros y tuvo que volver al principio. Peor aún, porque la muerte de su madre había sido inevitable, pero Lyn había elegido irse. Eso fue difícil de asimilar. Skye se sintió muy dolida, y aún es complicado relacionarse con ella.

—¿Y tú? ¿Te sentiste muy dolido? Adam asintió despacio.

—Más que nada traicionado. Podía entender lo del bebé. Sabía lo importante que era para Lyn tener uno, y lo entendía. Yo también sentía el instinto de ser padre, de ver a mi esposa embarazada, de tener a mi bebé en brazos. Me encantan los niños. Deseaba con todas mis fuerzas tener uno, pero no podía ser... —se interrumpió y respiró profundamente—. Lo siento, pero aún me afecta.

—Tranquilo —murmuró Anna—. Tómate tu tiempo; no pienso ir a ninguna parte.

Tras un momento, Adam continuó con su desgarradora historia.

—Cuando averiguamos que yo era estéril le ofrecí el divorcio, y volví a ofrecérselo antes de empezar con el procedimiento de adopción. Lyn dijo que no. Dijo que no y, sin embargo, una vez que los niños estuvieron en casa, y cuando ya llevaban un año viviendo con nosotros, me dijo que quería irse y que estaba embarazada de otro hombre. No puedo perdonarla por eso, por lo que les hizo a esos pobres y vulnerables niños, y tampoco puedo perdonar al que era mi mejor amigo por haber formado parte de ello, por haberme mentido, por haber permitido que me desahogara con él mientras se estaba acostando con mi esposa a mis espaldas. Casi lo maté por eso.

Anna no dijo nada. No había nada que decir, nada que añadir que no sonara trillado o falto de sinceridad.

—Lo siento —continuó Adam al cabo de un momento—. No suelo hablar de esto a menudo, y aún me afecta.

—¿Aún los ves?

—No. No puedo perdonarlos por lo que les hicieron a los niños, y sería hipócrita tener algo que ver con ellos. Además, no soy ningún masoquista —volvió la cabeza y besó a Anna en la frente—. No pretendía desahogarme así contigo, pero antes o después tenías que enterarte de todo.

—No te disculpes —murmuró Anna—. Me preguntaba por qué se habría ido tu esposa y ahora ya lo sé —sabía más de lo que quería.

Adam se volvió hacia ella.

—En cualquier caso, no tiene nada que ver con nosotros —dijo—. Es agua pasada —la besó en los párpados, en la barbilla, en el hueco de la garganta—. Ahora olvídalo y deja que vuelva a hacerte el amor.

«Olvídalo», repitió Anna en su interior. Como si fuera fácil hacerlo.

Pero Adam tenía razón. Debía olvidarlo y concentrarse en él, en aquel momento. Más tarde, cuando estuviera sola, tendría tiempo de pensar en ello.

Adam dejó un rastro de fuego por su hombro y brazo antes de erguirse para reclamar sus labios. El fuego se extendió por todo el cuerpo de Anna, que se arqueó hacia él, desesperada de repente por sentirlo muy cerca.

Entonces, en la distancia, sonó el busca. Adam masculló una maldición, se apartó de ella y tomó su ropa interior.

—No te muevas —dijo, y corrió escaleras abajo. Ella oyó su voz mientras hablaba por teléfono y un momento después sus pasos mientras subía la escalera.

—Tengo que ir al hospital. Tú quédate ahí. Te llamaré si voy a estar poco tiempo. De lo contrario, nos vemos mañana. ¿De acuerdo?

Anna asintió.

—De acuerdo —estuvo a punto de decirle que volviera de todos modos a la hora que fuese, pero se lo pensó mejor. Necesitaba estar sola. Tenía mucho que pensar.

Adam terminó de vestirse y le dio un beso de despedida.

—Nos vemos luego. Piensa en mí. Como si fuera a poder hacer otra cosa, pensó Anna.

Cuando oyó cómo se cerraba la puerta tras él, se levantó de la cama, se puso la bata y bajó. Las velas aún ardían. Las apagó, así como las lámparas, se sentó en el sofá y abrió la caja de bombones.

Adam se había ido, pero sus palabras seguían con ella, repitiéndose una y otra vez en su mente. «Soy estéril... estéril... estéril...»

Tragó saliva, pero las lágrimas se derramaron de todos modos por sus mejillas. Estaba sufriendo, comprendió vagamente; por Adam y por los hijos que nunca tendría, y por Lyn, que no había podido tener un hijo con su marido, y por sí misma, por los sueños que se habían esfumado.

El teléfono sonó y se levantó a contestar.

Era Adam.

—Va a ser una larga noche —dijo, a modo de disculpa—. No me esperes. Te llamaré mañana. Guárdame algunos bombones.

—De acuerdo —dijo Anna, tratando de mostrarse animada—. Nos vemos mañana.

Colgó justo antes de que un sollozo escapara de su garganta y, por fin, acurrucada en un rincón del sofá, cedió a las lágrimas.