Capítulo 7

—Tengo que irme. Anna abrió los ojos y vio la seria expresión de Adam.

—Lo sé —murmuró.

—Lo siento. Sabes que me quedaría si pudiera.

Ella asintió.

—No te preocupes. Lo entiendo.

Adam la besó y salió de la cama. Recogió sus calzoncillos del suelo.

—No sé dónde está el resto de mi ropa —dijo con una sonrisa irónica.

—Limítate a seguir el rastro —sugirió ella, y le mandó un beso.

Unos minutos después Adam reapareció vestido y se sentó en el borde de la cama.

—Creo que lo he encontrado todo —se inclinó y la besó en los labios—. Nos vemos el lunes. Cuídate.

—Tú también.

Unos momentos después Anna oyó cómo se alejaba su coche. Miró el reloj y vio que eran las tres y cuarto. Adam había estado menos de dos horas con ella.

Dadas las circunstancias, sabía que no podía quejarse, pero ya empezaba a echarlo de menos. Apoyó el rostro en la parte de la almohada en que Adam había descansado su cabeza y aspiró su aroma.

Sentía los brazos vacíos, pero su corazón estaba lleno. Adam la quería. Se lo había dicho. Sin duda, eso suponía un progreso.

Se acurrucó en la cama y acabó quedándose dormida.

Cuando despertó, las velas se habían consumido y la luz del sol entraba a raudales por la ventana. Eran las nueve y media. Solo había dormido seis horas, pero se sentía maravillosamente. Fue recogiendo su ropa mientras bajaba. Su pie tropezó con algo en el vestíbulo. Se agachó a recogerlo y vio que era la cartera de Adam. Podía necesitarla ese mismo día, pero no se daría cuenta de que le faltaba hasta que fuera a echar mano de ella.

Se la llevaría. No era ninguna molestia y sería una buena excusa para verlo de nuevo.

Se fue de casa hacia las diez y llegó a la de Adam poco después. El único coche que había en la entrada era el suyo, de manera que dedujo que sus padres ya se habrían ido. Bien. No le apetecía una mañana de interrogatorios, y estaba segura de que a él tampoco.

Llamó al timbre y un momento después se encontró ante una mujer de unos sesenta años, muy elegante y con el pelo gris. Tenía que ser la madre de Adam.

—¿En qué puedo ayudarla, querida? —preguntó la mujer, sonriente.

—¿Está Adam?

—Está en el jardín, con los niños, preparando una fogata. Un momento, voy a avisarlo.

Estaba a punto de volverse cuando Anna dijo:

—No hace falta... Tengo su cartera. Se le debió caer ayer en mi casa. Tal vez podría entregársela usted misma.

La mujer la miró atentamente y sonrió.

—Tú debes ser Anna. Pasa, querida. Dásela personalmente; estoy segura de que le gustará verte. Acabo de preparar una tetera; ¿te apetece una taza o prefieres café? Anna se encontró de pronto en la cocina, con un par de tazas en la mano y cuidadosamente empujada hacia la mesa.

—Siéntate, yo lo aviso. ¿Adam? Es para ti. Es Anna.

Adam entró del jardín y se quedó momentáneamente sorprendido.

—Hola... Creía que estabas al teléfono.

—Ayer se te cayó la cartera en el vestíbulo de mi casa —dijo ella, sintiéndose repentinamente culpable por haberse dejado convencer tan fácilmente para quedarse—. He supuesto que la necesitarías. Tu madre me ha ofrecido una taza de té.

—Lo supongo —dijo Adam en tono irónico—. Gracias por venir a traerme la cartera. Seguro que la habría echado de menos en el momento más inoportuno —tomó una silla y se sentó frente a ella—. Ahora mismo le estaba hablando a mi padre sobre la fiesta que me sugirió Lissa que organizara para quitar el papel de las paredes —continuó, sin dar la más mínima muestra de que lo irritara que Anna se hubiera presentado sin avisar—, ¿Crees que vendría alguien?

—Oh, sí —contestó ella al instante—. Estoy segura de que vendrían, aunque solo fuera por curiosidad. Sería una fiesta de inauguración de la casa un tanto alternativa, ¿no te parece?

Adam rio.

—Sí, muy alternativa. Pero apenas conozco a la gente de aquí. ¿Por qué iban a molestarse en venir?

—¿Porque son agradables? ¿Porque les gusta ayudar y hacer que la gente se sienta bienvenida? ¿Porque harían cualquier cosa por conseguir una comida gratis? ¿Cuándo piensas organizaría?

Él volvió a reír.

—En realidad no pensaba hacerlo. Esto podría convertirse en un loquero. Creo que no podría soportar más de una habitación por vez hecha un caos.

Anna miró a su alrededor y alzó una ceja.

—Nada en las paredes sería mejor que lo que tienes ahora... ¡pero puede que después tuvieras que organizar otra fiesta para rellenar la rajas!

—¡Oh, no!

—¿Queréis unas galletas con el té? —preguntó la madre de Adam, que hasta ese momento se había mostrado de lo más discreta.

—No, gracias, mamá. Acabo de desayunar. ¿Anna?

—Me encantaría tomar alguna. Prácticamente he olvidado desayunar —«debido a las prisas por venir aquí», añadió Anna para sí.

—Ahora mismo te las saco. ¿Queréis otra taza de té?

—No, gracias —contestaron Anna y Adam al unísono. Sus miradas se encontraron y sonrieron.

—Quédate a comer —dijo él impulsivamente, y ella aceptó.

Durante la comida planearon la fiesta para quitar el papel y luego terminaron de preparar la fogata con los niños. Anocheció casi inesperadamente para ambos.

—Gracias por este día tan agradable —dijo Anna cuando Adam la acompañó a la puerta.

—Ha sido un placer —contestó él y, tras mirar por encima del hombro para comprobar que no había nadie espiándolos, se inclinó y la besó en los labios. Fue un beso breve pero lo suficientemente intenso como para mantener caliente a Anna durante el trayecto de vuelta a su casa.

¿Por qué se le habría ocurrido invitar a Anna a quedarse? Había sido una auténtica tortura. Le habría gustado abrazarla y acariciarla a cada instante, y a su madre no se le había pasado nada por alto. Y tampoco a los niños, que no dejaron de darle la lata mientras los bañaba.

—Es muy buena... ¿Por qué no viene a vivir con nosotros en lugar de Helle?

—Sí, ¿por qué no? No me gusta Helle.

—Claro que te gusta, Jasper —dijo Adam con firmeza mientras frotaba los bracitos del niño con una esponja.

—No. No es tan buena como Anna.

Adam reconoció en silencio que así era, pero eso no le facilitó las cosas.

—Está muy ocupada con su trabajo —explicó—. No puede venir a trabajar para nosotros.

—Pero podría venir a vivir aquí.

—Ya tiene su casa.

—Seguro que no es tan grande como la nuestra.

Adam sacó a Jasper del baño, lo envolvió en una toalla y luego ayudó a salir a Danny.

—Podrías preguntárselo —insistió este—. Seguro que no se lo has preguntado.

—No, no lo he hecho, y tampoco voy a hacerlo. De todos modos, recordad que Helle se va ir y que pronto tendremos que conseguir otra au pair.

Pero no lo suficientemente pronto. Helle empezaba a volverlo loco. Aquel fin de semana había decidido no presentarse hasta el lunes por la mañana, lo que iba a suponer una pesadilla logística.

Probablemente tendría que llevar a los niños a casa de sus padres antes de ir al hospital para que ellos se ocuparan de llevarlos al colegio, lo que significaría levantarse muy temprano para preparar sus comidas y sus carteras. Y todo porque Helle no quería molestarse en volver cuando debía.

Adam asomó la cabeza fuera del baño.

—¿Skye? —llamó—. Tu turno, querida.

—Ya voy.

Cuando Adam acabó de secar el pelo de Danny con la toalla, este lo miró seriamente a los ojos y dijo:

—Creo que deberías preguntárselo.

—Yo también —añadió Jasper.

—¿Preguntar qué a quién? —dijo Skye, que acababa de entrar en el abarrotado baño.

—Nada —contestó Adam de inmediato—. Vamos, chicos. Salid para que Skye pueda bañarse tranquilamente.

Acompañó a los niños a su habitación y volvió al baño cinco minutos después para lavar el pelo de Skye. Luego la ayudó a secárselo y se lo peinó cuidadosamente.

«La tarea de una madre», pensó con tristeza, y tuvo que tragar para deshacer el nudo que se le había formado inesperadamente en la garganta. «Maldita Lyn. Maldito David».

—¡Ay!

—Lo siento, cariño —dijo Adam, instantáneamente arrepentido. Tuvo que contenerse para no abrazar a la niña. En lugar de ello acarició la parte de la cabeza en la que le había dado el tirón—. No estaba concentrado —terminó de peinarla cuidadosamente y luego recogió las toallas mientras Skye se lavaba los dientes.

Diez minutos después, con los tres niños ya acostados, Adam se sirvió un vaso de vino y se sentó frente al televisor.

Pero ningún programa llamó su atención. Solo podía pensar en Anna, en lo bien que lo habían pasado bailando la noche anterior, y en que le había dicho que la quería.

No había tenido intención de hacerlo. Pretendía guardárselo para sí, pero había metido la pata. Estaba tan encantadora, con el rostro ligeramente ruborizado por la pasión, los ojos brillantes... sus defensas se habían desmoronado y la verdad había salido a la luz. Anna se merecía la verdad, y él se la había dado, pero ella se merecía más.

Se merecía lo que iba a continuación... pero él no podía dárselo.

Por mucho que quisiera hacerlo.

La pequeña Emily Parker era el peor caso de huesos quebradizos que Anna había visto en su vida. Había estado totalmente inmovilizada durante el fin de semana, pero Adam había decidido que iba a tratar de fijar el hueso roto por varios sitios de su pierna. Era una operación complicada en la que debía unir los trozos de huesos rotos como si se tratara de las cuentas de un collar.

—¿Estaré mejor entonces? —preguntó Emily en un tono extrañamente apagado. También estaba medio sorda debido a los problemas de los huesecillos de su oído interno, y eso complicaba aún más las cosas.

—Eso espero —contestó Adam con sinceridad—. Lo haré lo mejor posible, y soy bueno en lo que hago, pero no podré hacer más. De momento tendrás que seguir con la escayola en el brazo. No quiero hacer demasiado de una vez.

—Gracias —dijo la madre de la niña, que parecía bastante escéptica. Anna pensó que no era de extrañar. Por un motivo u otro, Emily había pasado la mayoría de sus seis años en el hospital, y su madre no la había dejado ni un momento.

Salió con Adam de la habitación y fueron a su despacho.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al fijarse en su aspecto cansado.

—Helle no regresó ayer del fin de semana. Acaba de llegar y le he echado una buena bronca por teléfono. Supongo que hará las maletas y se irá antes de que llegue, pero casi será mejor así. Debo ponerme en contacto con alguna agencia de niñeras. La de las au pairs se está retrasando mucho y necesito una solución rápida.

—¿No hay ninguna vecina que pueda echarte una mano? —sugirió Anna.

—Ha venido alguna niña para ofrecerse a hacer de canguro ocasionalmente, pero poco más. Necesito algo permanente; no puedo seguir así. No me puedo fiar de Helle, como tampoco podía fiarme de la anterior au pair —Adam miró su reloj y suspiró—. Ahora tengo que ir al quirófano. Nos vemos luego. ¿Vas a estar en casa esta noche?

Anna habría cancelado lo que fuera, pero no tenía nada que cancelar.

—Sí —contestó—. Si aún conservas a tu au pair, ven a verme.

Adam gruñó.

—Pensándolo bien, será mejor que no me esperes. Te llamaré.

Y lo hizo, para decirle que Helle seguía allí cuando había llegado, pero que solo iba a quedarse aquella semana.

—¿Y el recibo del teléfono? —preguntó Anna, que ya sabía lo blando que podía llegar a ser Adam—. ¿Vas a descontárselo?

—Supongo que no. Fue un intento de persuadirla para que se quedara más tiempo, pero no ha sido muy efectivo. He llamado a la agencia, pero no pueden hacer nada hasta la próxima semana.

—Si puedo echarte una mano, avísame —ofreció Anna, pero él no le tomó la palabra—. ¿Qué tal ha ido la operación de Emily? —preguntó—. He tenido que irme antes de que salieras del quirófano.

—No tan mal como me temía. Solo espero que los extremos del hueso sean lo suficientemente fuertes como para soportar la tensión. Ese es el mayor peligro. Pero no podía hacer más. Con el niño de la espina bífida me ha ido mejor. Lo conocerás mañana. ¿Qué tal ha pasado el día Damián?

—Aburrido —dijo Anna, con una sonrisa que Adam debió percibir en su voz—. Tengo una jovencita en prácticas que quiere ser médico; voy a hacer que se ocupe de él y busque formas de hacer que su vida resulte más interesante. Eso la ayudará a decidirse sobre su futuro.

Adam rio y Anna deseó que estuviera a su lado en la cama.

Hablaron casi una hora, sin decirse nada demasiado importante, simplemente disfrutando del sonido de sus voces. Finalmente, Adam suspiró.

—Tengo que dejarte. Los niños están armando jaleo. Nos vemos mañana. Piensa en mí mientras te acurrucas sola en la cama, ¿de acuerdo?

Anna no necesitaba que se lo dijera. Colgó el teléfono y suspiró. «Dale tiempo», se dijo por enésima vez. «Acabará cediendo». Josh lo había dicho.

Y Josh era un experto en persuasión. Cuando Lissa se quedó embarazada de su primer bebé, aparcó la caravana en la que vivía frente a su casa. Y ella acabó cediendo.

Si esperaba lo suficiente, era posible que Adam también acabara por ceder.

En medio del vestíbulo, mientras el papel de la casa era arrancado sistemáticamente del suelo al techo, Adam se preguntó si no se habría vuelto loco aceptando la idea de la fiesta. El cuarto de los niños, el de Skye y el cuarto de estar eran las habitaciones que figuraban en la agenda de trabajo, y el grupo se había dividido en tres.

Los más serios, que no paraban de hablar de nuevas técnicas quirúrgicas, estaban en el salón. Arriba, las mujeres se habían organizado en dos grupos y cada uno se estaba ocupando de una habitación. Los niños estaban en la habitación de los niños y las niñas en las de Skye. Anna y Allie estaban con Skye. Lissa y Sarah estaban en la habitación de los chicos, y no había duda de que les había tocado el trabajo más duro.

Adam asomó la cabeza por la puerta y se estremeció. Todas las cosas de los niños estaban apiladas en el centro. Las paredes estaban completamente empapadas y el papel había empezado a despegarse solo por la parte baja. Los niños no paraban de corretear.

—Creía que esto se te daba bien —dijo a Lissa con una sonrisa.

—Y se me da de maravilla. Mira detrás de la puerta.

Adam miró y vio que la pared estaba totalmente limpia.

—¡Fantástico! —murmuró—. Estoy asombrado. ¡Tanto orden a partir de tal caos!

—Por supuesto —Lissa se volvió hacia su hijo—. ¡Ben, para ya, por favor! —miró de nuevo a Adam—. Lo siento, pero me temo que está un poco excitado.

—Puede que haya llegado el momento de tomarse un descanso —sugirió Adam, pensando en las pizzas que había encargado y que se estaban calentando en el horno.

—Muy bien. Todo el mundo abajo —ordenó Lissa, y los niños corrieron en tromba hacia la puerta.

—Tranquilos, amigos —dijo Adam, pero fue totalmente ignorado. La pizza era mucho más importante que escuchar a los adultos.

En la puerta hubo un choque, por supuesto, y Ben y Danny decidieron echar una carrera. Probablemente, todo habría ido bien si Ben no hubiera resbalado sobre un pegajoso trozo de papel en lo alto de las escaleras, pero resbaló, y los demás vieron horrorizados cómo caía cabeza abajo. A mitad de la escalera se oyó un chasquido a la vez que el niño se detenía bruscamente y gritaba con todas sus fuerzas.

Todos se quedaron paralizados mientras Lissa se llevaba las manos al rostro y empezaba a temblar.

—Oh, Dios mío —susurró mientras Adam pasaba rápidamente junto a ella.

—Tranquilo, Ben —dijo, y descendió hasta donde estaba el niño. En la caída, el brazo de Ben se había enganchado en la barandilla de la escalera, que se había roto. El niño estaba sollozando y Adam oyó que se abría la puerta del cuarto de estar.

—¿Qué sucede?

—Ben... se ha caído por las escaleras y se ha hecho daño en el brazo. Pero estás bien, ¿verdad, pequeño? Vamos a sacarte de aquí. ¿Puedes echarme una mano, Josh?

—Por supuesto —Josh subió de inmediato y se agachó junto a su hijo—. No te preocupes, cariño. Papá está aquí —miró a Adam, lívido—. ¿Qué quieres que haga?

—Levántalo un poco para que yo pueda sacar el brazo.

Segundos después el niño estaba libre y Lissa bajó corriendo las escaleras con lágrimas en los ojos.

—¿Te encuentras bien, cariño? Ya estoy aquí. No te preocupes; todo irá bien.

—Es una clásica fractura de tallo verde —dijo Adam con calma—. Habrá que encajarla bajo anestesia y luego escayolarla, pero no creo que vaya a presentar ninguna complicación. ¿Puedes sentir los dedos, Ben? Muévelos para mí.

El niño los movió y asintió, lloroso.

—Duele.

—Seguro que duele, Ben. Lo siento. Vas a tener que ir al hospital a que te curemos. ¿Crees que podrás aguantarlo? Ben asintió y Adam miró a Anna, que estaba en lo alto de las escaleras con Jasper tomado de la mano. Maldijo interiormente a Helle por haberse ido tan repentinamente.

—Siento tener que pedirte esto, Anna, pero, ¿puedes cuidar de los niños mientras estoy fuera? La pizza está en el horno y el helado...

—No te preocupes, nos las arreglaremos —dijo Anna—. Tú ocúpate de Ben y nosotros haremos el resto.

Y así fue. Todos comieron pizza y, mientras los niños tomaban helado y veían la televisión, las mujeres organizaron una limpieza general y los hombres volvieron a colocar los muebles en su sitio.

Matt y Sarah se llevaron a sus niños a casa y Allie y Mark se fueron tras asegurarse de que todo había quedado en orden.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Anna a los niños de Adam—. ¿Vamos a ver cómo han quedado vuestros cuartos?

—Sucios —dijo Skye—. Creía que iban a quedar bonitos.

—Y quedarán bonitos. En cuanto terminemos de quitar el papel de las paredes podrás hacer lo que quieras en él. ¿Has decidido ya qué vas a poner?

—No.

Anna supuso que la respuesta negativa de Skye era debida a una actitud de rechazo. A veces se preguntaba si no se atrevía a expresar su opinión por si estaba equivocada. ¿Estaba tan desesperada por recibir la aprobación de los demás que no se atrevía a mantener un punto de vista diferente?

«Pobre pequeña», pensó.

—Al menos tu cama está hecha. ¿Qué me decís de las vuestras, chicos? ¿Están listas para que os metáis en ellas?

—No sabemos.

Cuando entraron en el dormitorio de los niños vieron que las camas también estaban hechas. Alguien se había ocupado de ordenarlos mientras ella atendía a los pequeños en la cocina. Los ayudó a cambiarse, a lavarse y limpiarse los dientes. Luego los arropó en la cama.

Skye apartó el rostro cuando fue a besarla, pero Anna la besó de todos modos, porque sabía que la niña necesitaba muestras espontáneas de afecto.

—Que duermas bien, cariño —dijo, y bajó la intensidad de la luz.

—¡No tan oscuro! —dijo Skye, asustada, y Anna volvió a subirla.

—¿Así mejor?

—Gracias. Buenas noches, Anna.

—Buenas noches, Skye. Que duermas bien... y bien hecho. Hoy has trabajado muy duro.

Bajó las escaleras, fue al cuarto de estar y ocupó el sillón más cercano. Estaba agotada, pero trató de mantenerse despierta para recibir a Adam.

Era posible que tardara mucho. Lo sabía, y se preguntó si no haría mejor yéndose a la cama, pero no quería hacerlo; no en su casa, con los niños allí. No estaría bien. Se trasladó al sofá, utilizó un cojín a modo de almohada y se tumbó plácidamente. Así estaría bien hasta que regresara...

Adam estaba agotado. Había trabajado todo el día, y justo cuando pensaba que iba a poder descansar había tenido que volver al quirófano con el pequeño Ben Lancaster. Había sido una rotura limpia, de las que no solían llevar mucho tiempo, pero había tardado tres horas en admitir su derrota y chaparla por si acaso. El hueso estaba tratando de rotar, de manera que no había tenido otra opción. Pero en aquellos momentos estaba agotado y lo único que quería era meterse en la cama y dormir.

Con Anna.

Cuando entró en su casa la encontró dormida en el sofá. «Debería haber subido a la cama», pensó, y se preguntó a cuál. ¿A la de la habitación de la au pair, que no estaba hecha, o la de la habitación libre, en la que había dormido él el pasado fin de semana, cuando sus padres habían estado allí?

O a su cama.

Qué pensamiento tan tentador...

«Oh, Dios...», pensó, «esto se está volviendo demasiado íntimo. Anna pasa aquí mucho tiempo. Estuvo todo el domingo pasado, hoy ha estado todo el día, ahora sigue aquí...» Los niños estaban empezando a darle la lata con ella, sobre todo Danny, y a él no se le ocurría nada que hacer al respecto excepto mantenerla alejada.

La despertó con un beso. Ella abrió los ojos y sonrió.

—Hola. ¿Cómo está Ben?

—Le he tenido que poner una chapa y tendrá que quedarse en el hospital un par de días, pero se recuperará. Siento haber tardado tanto.

—No te preocupes. Pareces agotado. Ahora te dejo tranquilo —Anna se levantó, fue por su abrigo y su bolso, que estaban junto a la puerta, y luego se puso de puntillas para despedirse de Adam con un beso.

—Nos vemos mañana —prometió.

—Puede que busque una canguro.

—Hazlo. Pero que no sea tu madre —bromeó Anna—. Tiene la mirada demasiado penetrante.

Adam rio, volvió a besarla y le dio las gracias por haberse ocupado de todo aquella tarde.

Luego, mientras veía cómo se alejaba en su coche, se preguntó cómo podía ser tan perverso.

Había querido que se fuera, ¿no? Entonces, ¿por qué se sentía tan irracionalmente decepcionado porque lo hubiera hecho?