Capítulo 8

Zach estaba confundido, no sabía cómo hacer para que Jill se abriera a él. Había veces, especialmente en la cama, en que sentía que ella estaba a punto de hablarle de sus sentimientos, pero nunca lo hacía. Quizá por eso él tampoco se atrevía.

Sin saber cómo proceder, nervioso y triste, llamó a Ryan. Jill trabajaba hasta tarde y no iría aquella noche, que adivinaba larga e interminable.

Ryan contestó enseguida el teléfono.

—¿Estás esperando una llamada? —preguntó Zach, no deseando interrumpirlo.

—No, estoy sentado a mi mesa, revisando algunos papeles. ¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Qué te parece un trasplante de cerebro?

—¡Caramba!

—Déjalo. Me imagino que es difícil que consigas a alguien para que cuide a las niñas e ir a jugar al squash.

—¿Hoy?

—Si es posible.

—Sí, no hay ningún problema. La hija de mi vecina siempre está dispuesta a ganar un poco de dinero, estoy seguro de que vendrá. La llamaré y luego te llamaré a ti. ¿Por qué no te vas adelantando y reservas pista?

Media hora más tarde, estaban jugando, pero Zach no conseguía concentrarse y se le veía nervioso. Después de unos minutos, Ryan golpeó la pelota contra la pared, se volvió y se quedó mirando a Zach.

—¿Te pasa algo? Zach hizo una mueca, se apoyó contra la pared y se echó el pelo hacia atrás.

—¿A mí?

—Sí, a ti. No puedes mentir, me estás volviendo loco.

—Lo siento —exclamó Zach, con una risa forzada—. Es que... —se detuvo e hizo un gesto con la cabeza.

—¿Jill?

—Sí.

—¿Quieres hablar de ello?

Zach dijo algo entre dientes y golpeó la pelota contra la pared de enfrente con fuerza. Ryan no contestó el golpe y volvió a mirar a Zach a los ojos.

—Lo siento, juguemos, ¿no? Luego hablaremos.

—¿Sobreviviré? —preguntó Ryan.

Zach rodeó a su amigo con un brazo y le dio un breve apretón.

—Veré si soy suficiente generoso.

Continuaron jugando unos minutos más. Zach seguía sin concentrarse, a pesar de ganar el siguiente juego. El siguiente lo ganó Ryan. Finalmente hicieron un descanso, ambos sudorosos y con la respiración entrecortada.

—Creo que es un buen ejercicio para la noche —dijo Ryan con una mueca. Se retiró el pelo de la frente y se limpió los ojos con el dorso del brazo—. ¿Nos duchamos y tomamos algo?

—Eso suena bien —dijo Zach.

Terminaron en un pub al lado del río, sentados bajo un sauce. Frente a ellos una jarra de zumo helado y una bandeja de sándwiches con alto contenido en colesterol.

—¿Qué pasa entre Jill y tú?

—No sé lo que siente por mí.

—Pregúntaselo.

—No es tan fácil. Es muy reservada. Me ofrece su cuerpo pero no lo que hay dentro, y yo no sé muy bien a qué atenerme.

—¿Le has dicho lo que sientes tú?

—No.

—¿Quizá ella esté igual que tú?

—Quizá.

Ryan dio un trago a su zumo de fruta, tomó otro sandwich y le quitó el pepino.

—Es posible que tengas que decirle lo que sientes, que se de cuenta de que es importante para ti. Lo es, ¿no es cierto?

—Claro que lo es. Se está apoderando de mi vida. Pienso en ella constantemente, en todo lo que hago. Por ejemplo le pregunté qué color le gustaría para la pared de la cocina, y ella me dijo que le gustaba el amarillo. ¿Así que sabes de qué color van a ser las paredes? Me preguntó si iba a poner bidé en el cuarto de baño, a mí no se me había ocurrido, pero ahora me parece imprescindible. Estoy haciendo la casa para ella, Ryan, y ni siquiera sé si va a compartirla conmigo.

Tiró lo que le quedaba de sandwich en el río y los patos se acercaron a comerlo.

—La amo, Ryan. Creo que tengo miedo de decírselo por si ella no quiere oírlo.

Ryan se quedó unos minutos en silencio, masticando su sandwich seriamente, luego se recostó hacia atrás y estiró las piernas.

—No puedo decirte qué hacer. Yo se lo diría, tendría que hacerlo. No sirvo para tener secretos.

Zach hizo un gesto de impaciencia.

—¿Crees que yo sí? No puedo soportarlo más, pero es complicado, Ryan. Le han hecho mucho daño: su primer novio resultó que era un hombre casado y con hijos; luego Gordon Furlow...

—¡Ese idiota!

—Sí, pero obtuvo su recompensa, ella le tiró su café a la cara en la cafetería. —Lo sé, se lo merece. Tenía que haber terminado con ella antes de salir con otra.

—¿Y si pensara que no tenía nada que terminar? La relación que tenían era bastante fría, por lo que puedo imaginar.

—Incluso así, creo que él tenía que haberle dicho a Jill que habían terminado y luego salir públicamente con Maria.

Zach hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Lo dudo, creo que no tiene mucha delicadeza. Le envió a Jill flores de parte de él y Maria, diciéndole que la perdonaba por haberle humillado.

—¿Hizo eso? —preguntó Ryan, soltando una carcajada—. ¡Eso no tiene precio! ¿Y ella qué dijo?

—Nada, las tiró a la basura.

—Muy bien hecho.

—El problema es que no ha encontrado muchos hombres fieles hasta ahora, y no le es fácil confiar en alguien. Por eso no quiero presionarla, no quiero que piense que no estoy siendo sincero.

—Pero lo eres.

—Sí, quiero casarme con ella, Ryan. Quiero envejecer junto a ella. ¿Te parece demasiado romántico?

—No, simplemente me dice que la amas de la manera en que yo amaba a Ann —dijo, con voz grave y solemne—. Espero que lo consigas.

—Dios mío, Ryan, lo siento. He sido poco delicado.

—No te preocupes, has sido sincero. Por lo menos puedo entenderlo, Zach. Ann está muerta, pero recuerdo lo que sentía al principio cuando nos conocimos, cómo nos hicimos novios. Fue maravilloso. No lamento nada de aquellos días y odiaría recordarlo de manera desagradable ahora porque ella ya no esté. No puedes decirme nada que sea peor que no tenerla.

Zach dio un golpe cariñoso a Ryan en el hombro. No podía decir nada, no podía hacer nada. Sus preocupaciones de repente le parecieron insignificantes.

—¿Otra bebida?

—No, se está haciendo tarde.

Fueron hacia el aparcamiento y Ryan esperó a que Zach se metiera en su automóvil.

—Creo que deberías hacer algo. Decirle cómo te sientes, quizá eso le dé valentía para abrirse a ti. No la presiones, de todas maneras, dale tiempo, que dé ella el paso siguiente.

—Gracias, y gracias por venir a jugar.

—Llámame cuando quieras, practicaré antes un poco.

Zach también necesitaba practicar más, decidió de camino a casa. Practicar para hablar con Jill: «Te amo. ¿Te quieres casar conmigo?». Le parecía demasiado directo. Pero quizá enamorarse era así de simple, como respirar, comer o hacer el amor.

Tal vez todo formara parte del plan del Creador, un truco para convencemos de procrear y formar una familia estable.

Los hombres lo complicaban todo innecesariamente.

Decidió hablar con Jill al día siguiente.

Jill observaba a Zach mientras comía espaguetis. Estaba casi distraído. ¿Se habría aburrido de ella ya? ¡No, por favor!

Se puso un espagueti en la boca y se le cayó, entonces, con ayuda de la lengua, consiguió alcanzarlo de nuevo. Zach la observaba atentamente.

—¿Cómo puedes hacer que comer espaguetis resulte tan sensual?

—Estás loco.

—Sólo te advierto que lo comas con cuidado, si quieres que te deje terminarlos. No terminó. Se fueron a la cama e hicieron el amor despacio durante toda aquella noche de verano. Por la mañana, cuando se levantaron a desayunar, los espaguetis estaban todavía en el plato... los que Scud no había conseguido comer.

—Eres un ladrón —le dijo Zach.

—No le digas eso, alguien tiene que limpiar la casa. Necesitas una asistenta.

En ese momento, ocurrió algo dentro de Zach: le quitó los platos de la mano y los colocó en la pila. Luego, tomando unas pastas del frigorífico, se dirigió a la puerta.

—¡Oye! ¿Dónde vamos? —quiso saber Jill.

—A dar un paseo. Vamos Scud.

Se adentraron en el bosque, comiendo las pastas, y disfrutando del sonido y el olor de la mañana.

—Se está maravillosamente aquí —dijo Jill encantada.

—¿Cómo de maravilloso?

Jill lo miró, alarmada por la seriedad en su voz.

—Bastante —replicó, cuidadosamente.

—¿Te gustaría que hiciéramos un trato permanente?

—¿Permanente? ¿Te refieres a vivir contigo?

—No, me refiero a casarte conmigo. Te amo, Jill. Te amo hace semanas, o posiblemente hace más tiempo. El problema es que no sé lo que tú sientes. Nunca dices nada... —dijo, encogiéndose de hombros—. Sé que para ti no es fácil expresar tus sentimientos, pero tampoco es fácil para mí. Pero sé lo que quiero, quiero comprometerme contigo. Quiero, necesito, que sepas que te amo. Y quiero que tú me ames también, si puedes.

Jill no podía articular palabra. Notaba las palabras en su garganta, y la sinceridad en los ojos de Zach era indudable. Abrió los labios, pero no salió nada.

—Oh, Zach —exclamó finalmente.

—Piénsalo. No quiero que me digas nada todavía. Ve haciéndote a la idea, porque si dices que sí, lo querré todo, Jill. Querré matrimonio, niños, fidelidad... especialmente fidelidad. Serás mía para siempre, no te dejaré nunca. Pero si no sientes lo mismo que yo, no funcionará.

—Oh, Zach, no sé qué decir. Nadie me ha dicho nunca esas cosas.

—No digas nada —repitió—. No ahora, ni siquiera hoy. Mañana. Tómate tiempo para pensarlo, ¿de acuerdo? El electricista vendrá esta noche de nuevo, así que podemos esperar a hablar mañana por la noche —la tomó en sus brazos—. Sólo tienes que recordar que te amo —entonces la besó despacio y apasionadamente.

Minutos después, fueron hacia el granero y más tarde hacia el hospital. Jill iba alegre, sin casi poderse creer que Zach la amaba.

¿Se arriesgaría a creerle?

Sí. Claro que podía. No había pensado en otra cosa durante todo el día, incluso a pesar de que él estuvo muy ocupado y no pudo ir a visitarla. Y Jill no quería esperar al día siguiente, le contestaría ese mismo día.

En ese momento, si se acercaba y le concedía treinta segundos a solas, pero Zach no fue. Éste estuvo todo el día en el quirófano, dándole trabajo y sin tiempo para nada.

Una de las pacientes fue una mujer joven llamada Debbie Wright, con problemas en la rodilla después de un accidente grave. Le habían puesto un injerto y éste se había infectado. El hueso había empezado a romperse.

La única solución, aparte de la amputación, era quitar el injerto y fijar la rodilla. Eso significaría que se le quedaría la pierna rígida para siempre, aunque podría por lo menos volver a caminar.

Jill estuvo todo el tiempo con ella, dándole ánimos. —Tengo muchas ganas de ser independiente, estoy harta de andar con muletas y no ser capaz de ponerme en pie sin ayuda. ¿No me pueden poner otro injerto?

—Creo que no. Si fuera posible, seguro que lo habrían hecho.

—Posiblemente merezca la pena preguntarlo —dijo con una mueca—. Nunca se sabe.

La muchacha tenía razón. Fue operada por Robert Ryder y Zach, y al abrirle la rodilla, vieron que no estaba tan mal y que podrían hacerle un nuevo injerto. Entonces le quitaron el antiguo, le limpiaron el hueso y cerraron la zona.

Si la infección desaparecía, se lo harían entre las seis y las doce semanas siguientes. Si no, por lo menos lo habrían intentado.

Jill habló con ella cuando se despertó. Al principio estaba un poco mareada y no entendía bien, pero finalmente entendió que había esperanzas de que su rodilla siguiera funcionando.

—Estupendo. Si funciona, maravilloso, si no, no he perdido nada por intentarlo, ¿no? Unas semanas, pero no es nada si lo consigo. De todas maneras no quiero alegrarme demasiado.

Jill pensó que su filosofía era admirable. Le suministró algunos sedantes para aliviar el intenso dolor que sentía en la pierna.

Cuando terminó su turno, se fue a casa. Se dio un baño y se secó el cabello al sol en el jardín, bebiendo una taza de té. Pensó que podía haberlo hecho con una copa de vino, para darse ánimos, pero quizá no fuera una buena idea.

Confió en que el electricista se hubiera ido y se vistió cuidadosamente. Se puso un vestido de seda azul claro ceñido. Quizá era un vestido demasiado formal para un día laborable, y demasiado poco para aceptar una proposición de matrimonio. Debajo llevaba unas braguitas de encaje únicamente. ¿Para qué perder tiempo?

Se miró al espejo y se abrazó. ¡Casada! ¡Y con Zach! Era curioso recordar que ella no se imaginaba a Zach comprometido a nadie. Se revisó el pelo y el rostro, tomó las llaves y el bolso y se dirigió hacia el granero.

Era casi de noche, y podía ver luces fuera cuando llegó a la colina. Probablemente estaría trabajando. Después de todo, no la esperaba y...

Frenó en seco a unos centímetros de Scud.

—¿Qué haces aquí en la carretera? ¡Eres un perro malo! ¿Dónde has estado? Estás sucio.

Jill se detuvo unos momentos pensando qué hacer con el perro. Estaba muy sucio para llevarlo en el coche, así que aparcó el coche, lo cerró y dejó las luces encendidas. Luego iría por él o enviaría a Zach.

Los zapatos no eran muy adecuados para caminar por la tierra, y después de unos metros, se los quitó y los llevó en la mano hasta llegar finalmente al granero.

—Maldita sea —murmuró entre dientes.

Había un coche aparcado al lado del de Zach, posiblemente del electricista. No importaba, esperaría. Scud alzó una pata contra una de las ruedas y Jill sonrió, luego se volvió hacia el granero.

La puerta de atrás estaba abierta y se oía la voz de Zach. «Por favor, deshazte de él pronto», pensó. Entonces llegó a la puerta abierta y lo vio en el vestíbulo, detrás de la cocina. Pero la persona con la que estaba no era un electricista, era una mujer. Una hermosa mujer embarazada, abrazada a Zach.

—Los hombres son todos iguales —decía la mujer—. Todos tienen miedo de comprometerse, todos escapando del matrimonio para seguir siendo solteros...

—Oye, oye —interrumpió él—, yo voy a casarme.

—¿Sí? Yo también, no quiero ser una madre soltera. Ya es suficiente estar gorda y fea...

—¡Oye, oye! —dijo Zach, alzando una mano y acariciando cariñosamente a la mujer—. Estás preciosa.

—Estoy gorda.

—No, estás embarazada, que es diferente. Y de todas maneras, ¿a quién le gustan las delgaduchas como palos? Tú eres perfecta como eres, y cualquier hombre en su sano juicio me daría la razón, cariño.

La mujer se ruborizó y Jill vio cómo Zach se inclinaba y la besaba cariñosamente en los labios.

—En cuanto a lo de ser una madre soltera, creo que podíamos hacer algo al respecto, ¿no crees?

—¿Cómo qué?

Zach esbozó una sonrisa seductora, la que reservaba a Jill, o eso había creído hasta entonces.

—Creo que tenemos que arreglar un matrimonio. Haz un té, yo iré a llamar a mi hermano.

Zach volvió a besarla y Jill, incapaz de soportar ver nada más, se dio la vuelta y salió corriendo.

Las piedras le hacían daño en los pies, pero no le importaba. Lo único que quería era escapar de Zach y de su amiga embarazada y llegar a casa.

Corría con todas sus fuerzas, llorando desconsoladamente. Se cayó y se arañó las manos y las rodillas. Gritó de dolor, luego se puso en pie y caminó la corta distancia que le quedaba hasta su coche.

No supo cómo llegó a su casa. Cerró la puerta, se fue a su habitación y se miró, sin verse, en el espejo.

Tenía un aspecto horrible. Su vestido, su precioso vestido, estaba roto y con manchas de sangre. Sus piernas también tenían sangre y su rostro estaba manchado de sangre y llanto.

Pero su aspecto era mejor que su estado de ánimo.

Se sentía traicionada, desolada, utilizada.

¿Por qué Zach le había dicho todas aquellas cosas? ¿Por qué le había dicho que la amaba, que quería casarse con ella? ¿Por qué? ¿Pensaría que aquella mujer estaba fuera de su vida y de repente había vuelto?

Aunque recordó que él le había dicho que no fuera aquella noche.

¿La estaba esperando?

¿Era de esos hombres a los que les gusta tener varias amantes?

Jill tragó saliva. Ya había pasado por eso dos veces, ahora tres. Se rió. Decían que las mujeres siempre iban detrás de ese tipo de hombres.

Se quitó el vestido y las braguitas y luego se miró en el espejo.

«¿A quién le gustan las delgaduchas como palos?», recordó. Ella no tenía caderas ni pecho, casi nada de pecho.

¿Todas las cosas que le había dicho serían simples tópicos? ¿Y por qué a ella? ¿Por qué le pasaba otra vez? Se metió la mano en la boca y, mordiéndose los nudillos, reprimió el grito de angustia.

—Oh, Zach, ¿cómo puedes haber hecho esto? Te amo. ¿Cómo pudiste?

Se tiró al suelo frente al espejo y contempló su cara. ¿Era ella en realidad? Parecía una desconocida, una mujer destrozada sin ganas de vivir.

Un sollozo rompió el silencio, luego otro, y se apretó contra el suelo. Hasta que las lágrimas se le acabaron y se quedó allí desnuda y sucia, demasiado vacía como para importarle vivir o morir.

A la mañana siguiente, llamó al hospital para decir que estaba enferma. Afortunadamente, Mary estaba muy ocupada para hablar con ella, así que simplemente dejó un mensaje diciendo que se había resfriado.

El teléfono sonó dos veces y un poco más tarde se oyó un golpe en la puerta, pero ella no se movió. No podía. Nada le importaba ya. Su mente no paraba de dar vueltas. No podía pensar en nada más que en Zach y cómo la había engañado, y no sabía de dónde llegaban las lágrimas.

Finalmente decidió ponerse una bata y salir a tomar un té en el patio.

El teléfono dejó de sonar y nadie volvió a llamar a la puerta. Se fue a su dormitorio y encontró una nota en el vestíbulo, asomando por debajo de la puerta.

He llamado para ver cómo estabas. Debes de haber salido. Llama al hospital. Te amo: Zach.

Rompió la nota y sintió que de nuevo se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Maldita sea! ¡Se podía ir al infierno!

Horas después, lo llamó a la clínica. Así no podría hablar con ella mucho tiempo ni explicar nada.

—¿Estarás solo esta noche? —quiso saber.

—Espero que vengas.

—Te veré a las siete —dijo, y colgó antes de que pudiera preguntarle dónde había estado.

¡Y otra vez los ojos llenos de lágrimas! Tenía que hacerse fuerte antes de la noche o haría el ridículo, y la única cosa que le quedaba era su orgullo.

Se vistió con sobriedad aquella noche. Sin vestido de seda, sin braguita de encaje. Simplemente un sujetador y unas braguitas de algodón, una camiseta y un pantalón vaquero. No hacía falta vestirse bien para mandar a alguien al diablo.

Además, su vestido estaba en el cubo de la basura.

Llegó a las siete menos cinco, impaciente por terminar cuanto antes y volver a casa a seguir curando sus heridas. Zach estaba fuera en el patio. Se puso de pie al verla y le abrió la puerta del coche con una sonrisa y un beso.

—Hola, cariño —dijo tiernamente. Y ella le habría abofeteado. También había llamado «cariño» a la mujer embarazada.

—Fui esta mañana a tu casa, ¿dónde estabas?

—Salí a dar un paseo. Quería pensar.

—Me lo imaginé. Entra, tomemos algo.

—Prefiero estar fuera —dijo, con voz cortante.

—De acuerdo —respondió él cauteloso, llevándola hacia un banco del patio.

—No me es fácil decir esto, así que será mejor que sea directa. No te amo, Zach, no de la manera en que tú lo necesitas —eso era en parte cierto, él necesitaba una mujer a la que no le importara compartirle, y ella no iba a hacerlo, especialmente con una mujer embarazada que evidentemente había estado con él antes que con ella.

—No puedo darte lo que quieres.

Zach estuvo mucho rato callado, tanto, que Jill se volvió a mirarlo. En sus ojos no veía nada.

—Entiendo —dijo finalmente—. Son tus últimas palabras, ¿no?

—Sí —Fue así de fácil. Zach dijo que le llevaría sus cosas al hospital, ella le dio las gracias y se levantó. Él la acompañó al coche y le abrió la puerta, y ella se fue a su casa.

Así de educado. Así de civilizado. Así de estremecedor, tirar tanto en tan pocas palabras...