Capítulo 2
Jill no estaba segura de si quería ver a Zach a la mañana siguiente. No sabía si podría mirarlo a los ojos después de aquel beso, que por cierto, la había mantenido despierta casi toda la noche.
No tenía que haberse preocupado: Zach estaba en el quirófano operando, y Jill estaba muy ocupada en la sala. Habían ingresado dos pacientes durante la noche: una mujer mayor que se había caído y se había fracturado la cadera, y una hombre joven que se había chocado yendo en moto contra un árbol, destrozándose las piernas. Le habían operado durante la noche, y ahora estaba en recuperación quejándose continuamente.
Jill ya no podía soportarlo más, cuando Zach apareció a su lado.
—Hola —dijo al hombre joven, apartando las sábanas y examinando las heridas—. Parece que van bien. ¿Te duele?
—Mucho —exclamó—. No creí que esto podía doler tanto.
—Tienes suerte de que sientas dolor. El amigo que llevabas atrás todavía está inconsciente.
A continuación, Zach tapó al joven y le aconsejó que permaneciera quieto, que pronto se recuperaría. Luego hizo salir a Jill de la habitación y la llevó a su despacho.
—No es la primera vez que le ocurre, aunque las otras veces no le pasó nada. Llevaba una moto de setecientos cincuenta centímetros cúbicos sin licencia y la policía quiere hablar con él tan pronto como se recupere. El amigo que iba con él se ha golpeado en la cabeza.
—¡Dios mío! ¿Se pondrá bien?
Zach se encogió de hombros. —¿Quién sabe? El escáner de la cabeza parece normal, pero sigue inconsciente. Tiene dos fracturas de poca gravedad, así que por ahora no vamos a operar. Ryan dice que ha tenido suerte de llegar al hospital, su casco ha quedado destrozado.
Ryan era el hombre que había visto a Gordon con aquella chica...
—¿He dicho algo malo? Estás frunciendo el ceño. Jill miró a Zach y al ver la luz de sus ojos le temblaron las piernas. Intentó sonreír.
—Lo siento, no era por ti.
—Gordon —dijo él, sin darle demasiada importancia, aunque Jill sabía que no le había parecido bien el comportamiento de aquél.
Jill se rió, aunque se notaba que no era muy sincera. —Lo siento, me he vuelto loca. ¿Cree alguien en la fidelidad hoy en día?
—Yo creo.
—¿Tú? —y esta vez la risa de Jill fue auténtica—. Zach, no seas tonto. Tú eres un seductor, un Casanova de los noventa. No creo que puedas tomarte una relación en serio.
—Puedes intentarlo —dijo, agarrando la barbilla de Jill.
La muchacha golpeó la mano de él riéndose, confundida por el estremecimiento que recorrió su cuerpo y por la manera en que su boca parecía desear un beso de aquel hombre.
—Idiota. De todas maneras no quiero hombres. Siempre te dan problemas.
—¿Y qué te parecen los amigos? La muchacha miró aquellos ojos atractivos.
—¿Amigos?
—Mmm. Podría ser tu amigo, alguien con quien pasear al perro de vez en cuando, alguien que visite el granero y me diga que estoy haciéndolo bien.
—¿Granero?
—Estoy restaurando un granero y me hará falta un poco de ayuda moral. ¿Qué te parece esta tarde, después del trabajo? Puedes venir a ver el granero y decirme: ¡Qué maravilla! Luego podemos sacar a pasear al perro y comer algo antes de que te lleve a tu casa.
—No quiero hombres, ¿recuerdas? —insistió, sin poder contener la risa.
—Soy un amigo, ¿recuerdas?
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Eso no es lo que sentí ayer noche —dijo, y se hubiera dado una patada a sí misiva por recordar el suceso.
—Eso sólo era una demostración. Si prometo no ponerte las manos encima, ¿vendrás?
La muchacha se mordió los labios, consciente de la estupidez que sería salir con él.
—No puedo, odio a los hombres.
—No me odiaste ayer noche.
La muchacha se ruborizó.
—Zach, por favor, no insistas.
El hombre alzó las manos, en un gesto de obediencia.
—Lo siento, lo siento, pero tengo que admitir que fue un beso maravilloso.
—Yo no tengo que admitir tal cosa.
—No hace falta que lo admitas, tu cuerpo lo admitió por ti.
La muchacha miró a su alrededor, pero no había nadie que pudiera oírles. —Me estás mareando —dijo la muchacha enfadada.
—Está bien. Te veré luego —y con un guiño se marchó, dejándola asombrada y confundida por segunda vez en veinticuatro horas.
La muchacha volvió con su paciente y tuvo que ayudarle a hacer sus necesidades, incorporándolo en la cama con mucho cuidado. El joven respondió con una mezcla de agradecimiento y vergüenza. Jill pensó que por lo menos él no intentaba seducirla. Con un seductor tenía suficiente.
Hacia las tres, fue a comer a la cafetería. Para su disgusto, Gordon apareció un minuto después. Se acercó a ella como si no hubiera pasado nada entre ellos.
—¿Cómo está María? —preguntó Jill con suavidad. Por un momento pareció que Gordon iba a dejar caer el café y salir corriendo.
—Veo que ya lo sabes. Es una pena, habría querido decírtelo yo personalmente. María y yo vamos a casarnos.
—Muy bien —dijo Jill en voz alta para que todos pudieran oírlo—. Os merecéis el uno al otro. Espero que seáis muy felices mirando al microscopio los excrementos humanos.
Y sin decir nada más se levantó, le tiró lo que quedaba de café a la cara y se marchó, dejando a Gordon con su taza en la mano, indignado y rodeado de colegas sorprendidos.
Se fue directamente al baño, antes de que las lágrimas la traicionaran y allí lloró desconsoladamente unos minutos. Luego se lavó la cara y se detuvo a reflexionar sobre lo que había hecho. Tenía los ojos hinchados y colorados, las mejillas manchadas, y el cabello despeinado. Tendría que peinárselo antes de volvérselo a recoger en una coleta.
Salió al pasillo, ignorando las miradas que la gente le dirigía. Afortunadamente, Mary O'Brien la rescató, metiéndola en su despacho.
—¿Pero qué te ha pasado, mi niña?
—Gordon va a casarse —explicó, sin preámbulos—. Acabo de hacer una escena en la cafetería. Ha sido horrible.
Mary esbozó una sonrisa radiante.
—No me gustaba para ti, me parecía una mala elección. Y no creo que le hayas avergonzado más de lo que merecía.
Jill cerró los ojos y dio un suspiro.
—Le tiré el café encima.
Mary no pudo contener la risa.
—Sigo diciendo que se lo merece. ¿Por qué no te vas a casa? Pareces un espantajo, vas a asustar a los pacientes. Creerán que van a morir y que no te atreves a decírselo.
Jill rió y asintió.
—¿Te importa? Me siento bastante mal. Me duele la cabeza y me gustaría irme y arreglar el jardín. Quitaré las malas hierbas y pensaré que son pelos de Gordon mientras las arranco.
—¡Uy! —exclamó Mary, dándole un golpecito cariñoso—. Vete a casa y ataca las malas yerbas. Voy a hacer ahora mismo los turnos, cambiaré el tuyo.
—Gracias.
Jill fue a casa y se pasó media hora disfrutando asesinando malas yerbas, luego se metió en la bañera con un suspiro de alivio. Se deshizo la coleta y metió el cabello en el agua, y jugó a moverlo de un lado a otro como si fueran las serpientes de la Medusa. Era maravillosamente relajante, hasta que pensó que debería de salir del agua y descubrir qué significaba aquel ruido espantoso.
Se incorporó. Gotas de agua le caían en todas direcciones. En la distancia oyó la voz de Zach. —¡Un momento, voy! —gritó en respuesta. Salió del baño, se envolvió en una toalla enorme y corrió hacia la entrad, quitándose el pelo de la cara.
—¿Querías romper la puerta?
El hombre dio un paso hacia atrás.
—Lo siento. ¿Estás bien?
La muchacha parpadeó sorprendida.
—Por supuesto que estoy bien. Estaba dándome un baño —dijo, innecesariamente, y siguió la dirección de los ojos de Zach, que miraban el surco de agua que terminaba en sus pies.
—Ya veo —murmuró, al parecer aliviado. La muchacha se echó a un lado para dejarle pasar y cerró la puerta tras él.
Zach se pasó una mano por el pelo. Parecía que era su gesto habitual cuando las cosas se complicaban, pensó Jill.
—Mary me dijo que estabas deprimida —confesó—. Al no contestar... no sé, empecé a pensar cosas raras.
—¿No pensarías que...? —la muchacha esbozó una sonrisa—. No haría ninguna tontería... no por Gordon, no se lo merece.
—Sé que hiciste una escena en la cafetería —continuó Zach, con una sonrisa en los labios.
—Algo así.
Entonces le contó lo que había pasado y él rió divertido.
—No fuiste muy amable.
—No quería serlo, pero te diré cómo me sentí: ¡satisfecha!
—Si ya lo habéis dejado oficialmente, ¿por qué no sales conmigo a pasear al perro? —dijo el nombre, mirando la alfombra.
La muchacha recogió su cabello y lo retorció para eliminar el agua, mirándolo con la cabeza ladeada. De repente le apeteció salir con él.
—¿De verdad tienes un perro? ¿Un perro de verdad?
El hombre rió. Fue una risa visceral.
—Claro —dijo finalmente—, es de verdad. Tienes que conocerlo.
—¿Me das quince minutos?
—Por supuesto.
—Espérame en la cocina, terminaré lo antes posible.
La muchacha se fue apresuradamente. Se puso unos pantalones limpios, una camiseta, y unas botas para caminar, y se dirigió a la cocina. El nombre estaba fuera, en el banco, con la cabeza hacia el sol y los ojos cerrados. Jill le dio una patada suave en el pie, y él abrió los ojos sorprendido.
—Lo Siento. Esta noche no he dormido mucho. ¿Estás lista?
—Sí. ¿Vamos?
—De acuerdo —respondió Zach, levantándose y desperezándose. Con el gesto, la camisa se le subió por encima de la cintura, quedando visible un trozo de abdomen liso y duro que no hizo ningún bien al equilibrio mental de Jill.
Fueron en el coche de él, Zach decía que quería que ella pudiera disfrutar del paseo, y no lo haría si tenía que conducir siguiéndolo. Fue un paseo agradable entre caminos rurales y colinas suaves. Después de una de ellas, Zach hizo un gesto con la mano.
—Allá vamos.
Jill miró donde señalaba. Justo en una colina frente a ellos, como a quinientos metros, había un granero de madera rodeado por árboles en dos de sus lados. En otro de los lados nacía un sendero que conducía colina arriba.
—Desde allí hay unas vistas preciosas —declaró Zach—. No es grande, pero no necesito nada enorme. Quedará precioso... si alguna vez lo termino —dijo riéndose. Les llevó un par de minutos bajar el valle y tomar el camino que llegaba al granero. Aparcaron detrás, justo al lado donde comenzaba un bosque. Cuando Zach le abrió la puerta del coche, un montón de ruidos la invadió de golpe. El hombre apagó el motor y fue hacia la casita. La abrió y un enorme perro negro salió a su encuentro.
—¡No, Scud! —gritó Zach.
La masa enorme de pelo negro se detuvo a los pies de Jill, con la lengua rosa colgando y el rabo golpeando el suelo.
—Hola, chico —dijo ella—. Siéntate y sé un buen perro —el perro movió el rabo alegremente y se sentó—. ¿Cómo dijiste qué se llamaba?
—Scud, como los misiles.
—Es de lo más apropiado —dijo Jill—. ¿Eres un perro malo? —el perro pareció sonreír y la muchacha comenzó a reírse hasta que le dolió el vientre. El perro se sentó, y continuó observándola mientras que Zach se sentaba en la hierba al lado de la puerta, riéndose también.
—Es un monstruo, ¿verdad? —exclamó Jill.
—¿Es suficientemente real para ti?
La muchacha sonrió y tocó sus orejas. El animal lamió sus manos y volvió a sonreír.
—Más o menos. Es precioso.
—Sí, es encantador, a pesar de la costumbre de meterse en mi cama a mitad de la noche. Es de mi hermana en realidad, pero ha tenido un bebé y me ha pedido que se lo cuide. No me da ningún problema.
El animal se había ido y jugaba con la hierba.
—Ahora entiendo por qué te reíste cuando te pregunté si tenías un perro de verdad. No puede ser más verdadero.
—No —dijo Zach, levantándose y limpiándose el polvo de los pantalones—. Ahora entremos. Zach ofreció su mano a Jill para entrar.
—¡Dios mío, pero si va a ser un casa! —exclamó una vez dentro.
El hombre rió sin ganas.
—Hogar dulce hogar, ¿no? Bueno, espero que llegue a ser una casa. Un amigo me está ayudando.
La muchacha contempló las grandes vigas de madera, los montones de ladrillos y escayola... Había partes donde había comenzado a trabajar con vigas de madera antiguas, probablemente de otro edificio derruido.
Vio pequeñas muestras de vida doméstica en medio de la confusión: un sofá cama en una esquina, una vieja manta colgada de un rincón que hacía las veces de biombo, una mesa de cocina, un frigorífico en lo que al parecer iba a ser la cocina... También una lavadora con ropa secándose sobre ella.
Se giró hacia él y sonrió.
—Ahora sé por qué necesitas que te animen.
—Es un poco desalentador, ¿no crees? Los propietarios anteriores comenzaron bien, pero el matrimonio fracasó.
—No me extraña.
—No por el granero —respondió, con una mueca—, el hombre se marchó con la mujer de la casita de allí arriba —explicó, señalando una casita rosa que veían a través de un gran cristal.
Jill estaba más interesada en la preciosa ventana, que en lo que se veía por ella. El ventanal, o lo que quedaba de él, iba desde el suelo hasta el techo, y estaba dividido en secciones por listones de madera. En el centro, en la parte baja, había dos puertas francesas que darían a lo que podía ser en un futuro un patio. Detrás del patio, y pasada la casita rosa, se veía una maravillosa vista de campos interrumpidos aquí y allá por casas y granjas.
—¡Qué bonito! Me podría quedar aquí mirando un día entero. ¡Ya sé por qué lo has comprado!
—Me alegra que te guste —murmuró él—. Me gusta pensar que a mi abuela le habría gustado, lo compré con su dinero —añadió, en voz baja—. Sólo siento que no haya vivido para verlo, aunque si viviera, no estaríamos aquí, con lo cual es todo absurdo. Por lo menos sé que no soy el único en ver el encanto que tiene, aunque hagan falta muchas horas de trabajo para convertirlo en una casa.
Jill se volvió y miró hacia el interior de nuevo.
—Explícame cómo vas a hacerlo, qué distribución tendrá.
Así que Zach le señaló el salón comedor, la zona de la cocina, el vestíbulo, que iba a situarse en la maravillosa cristalera, y de donde saldría una escalera, en el hueco de la cual se encontraría un trastero, y el baño, lo cual explicaba la manta colgada en el rincón. Detrás de ella Zach le enseñó el lavabo y la ducha. Habría una segunda planta con habitaciones y baños que indicó señalando el techo apenas comenzado.
—Y ya está.
—Así de fácil.
—No es tan fácil, ¿verdad? Pero llegará el día. Ahora dame diez segundos y daremos un paseo al perro.
Dicho lo cual se dirigió hacia el «dormitorio» que había en una de las esquinas, y sin preámbulos ni vergüenza, se quitó la camisa y los pantalones y se puso unos vaqueros y un jersey viejo. Jill trató de no mirar, pero no pudo evitar ver un poco de aquel torso musculoso. Luego fue incapaz de no seguir mirando. ¡Y qué piernas, Dios mío! Le encantaría tocarlas, para ver si aquel vello que cubría sus muslos delgados y fuertes era suave al tacto.
Jill dio un suspiro entrecortado y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a echar un vistazo fuera —dijo apresuradamente, saliendo y aspirando una bocanada de aire fresco. Luego se apoyó en una de las paredes.
¿Pero qué estaba haciendo ella allí? Él estaba relajado y tranquilo. No había límites ni inhibiciones; nada que evitara verse metida en problemas.
Y ya tenía problemas, lo sabía. Nunca se había sentido así con nadie, nunca había conocido aquellas sensaciones con otro hombre.
¿Y por qué con éste? ¿Por qué con el que ella había descrito como el Casanova de los noventa?
—Idiota —murmuró.
Algo caliente y húmedo le tocó la mano y dio un respingo.
—¡Scud! Me has chupado.
El perro sonrió, y sus ojos marrones brillaron expresando inteligencia y cariño. Para ser tan grande, pensó, se movía con admirable agilidad. No le había oído acercarse, aunque no era sorprendente, era difícil que oyera algo por encima de los latidos de su corazón.
En ese momento apareció Zach, o eso imaginó al notar que la puerta se abría.
—¿Estás bien? Te he oído dar un grito.
—Scud se acercó sin que me diera cuenta y me chupó la mano.
—¿Te gustaría saber cómo despierta a la gente por la mañana?
«No, no me gustaría», pensó, «porque tú estarías conmigo, y eso significaría que...»
—¿Podemos salir?
—Claro. ¿Hacia dónde?
—Vamos al bosque. A Scud le gusta cazar conejos. No es especialmente bueno, pero le dejo que disfrute.
Llegaron al pequeño bosquecillo y Jill contempló capullos de campanillas intentando abrirse. Sería precioso cuando las hojas de los árboles salieran y las campanillas estuvieran florecidas. Scud iba oliendo el suelo, buscando perfumes secretos, y los pájaros se llamaban entre las ramas de los árboles. No había otros sonidos aparte de sus pasos y el ruido distante de un tractor.
—Qué tranquilidad —murmuró Jill.
—Sí. Vengo aquí siempre que puedo, lo cual explica por qué no hago mucho dentro.
Ambos compartieron una sonrisa de entendimiento, y el corazón de Jill dio un vuelco. ¿Qué estaba pasando con el Zach provocativo? En ese momento era un hombre normal, compartiendo con ella el amor por el campo, relajado y en ropa cómoda. Mucho más y a la vez mucho menos peligroso.
Menos, porque parecía de repente una persona sólida y profunda, en el que podía confiar, y más, porque eso le hacía más atractivo y por lo tanto más peligroso.
El hombre se detuvo y se giró hacia ella con los ojos interrogantes. Los labios de Jill se secaron bruscamente. Sabía lo que iba a ocurrir, e incapaz de evitarlo, se humedeció los labios con la lengua.
Zach hizo un ruido con la boca, y entonces ella estaba en sus brazos. Su pecho contra su pecho, sus piernas entrelazadas, y una de las manos de Zach en su cabeza para llegar a su boca sin vacilación.
El cuerpo de Jill se encendió. No había duda, no había marcha atrás, no había pensamientos; sólo necesidad pura y simple, y Zach llenaba esa necesidad con sus labios, su lengua y sus manos, apretándola cada vez más fuertemente, hasta que Jill notó la excitación de aquel cuerpo masculino.
Después de lo que parecieron años, Zach levantó la cabeza y puso la cabeza de ella bajo su mandíbula. Así acarició su cabello rubio sin decir nada.
Jill escuchaba el corazón de Zach, o por lo menos creía que era el suyo, y se alegraba de que él no dijera nada. No había nada qué decir; cualquier cosa estropearía el momento.
Después de unos minutos, Zach se dio la vuelta, puso un brazo alrededor de los hombros de Jill, y continuaron caminando por el bosque. Jill oía a Scud desenterrando cosas del suelo, y también el latido de su corazón y las hojas que aplastaban sus pies.
Deseaba a Zach.
Nunca había deseado a nadie de esa manera.
Volvieron al granero en silencio y ella se preguntó cuáles serían sus primeras palabras. Sólo había una cosa en sus mentes, y hablar de ello era impensable. Si lo expresaban en palabras, se haría tan importante, que no habría salida.
Entraron al granero por la puerta de atrás, como la primera vez. Entonces, él se volvió y la miró a los ojos. Jill se sorprendió al ver el rostro de Zach marcado por el deseo, deseo que era un reflejo exacto del suyo.
—Esto no ha terminado, Jill —advirtió en voz baja.
—Lo sé —replicó, con voz nerviosa.
—¿Quieres que te lleve a casa?
El hombre la estaba ofreciendo una salida, pero ella de repente no la quería.
—No —contestó ella débilmente—. No —repitió, con voz más fuerte.
—Bien —dijo Zach.
Entonces, sin decir nada, la tomó de la mano y la llevó al sofá cama. Luego se quedó en calzoncillos y la ayudó a ella a librarse de la camiseta.
Jill no llevaba sujetador. Era delgada y no necesitaba llevarlo, pero de repente, no le hubiera importado llevar uno, para no sentirse tan vulnerable y desnuda frente a él. ¿Y si no le gustaban sus pechos pequeños?
No tenía por qué haberse preocupado. Zach dio un suspiro y despacio acercó las manos a sus senos ligeros. Le temblaba la mano, notó Jill sorprendida. Entonces, cuando llegó a ellos, Jill dejó de pensar y se abandonó completamente.
Con los dedos acarició uno de sus pezones rosados, haciendo que se endureciera. A continuación, agachó la cabeza y lo tocó con la lengua, haciendo que se pusiera aún más duro. El pezón que no había tocado le dolía, como si quisiera llamar su atención.
Luego bajó las manos y en un segundo desabrochó el botón y bajó la cremallera de los vaqueros de Jill. La muchacha se quitó los zapatos con los pies, y luego se bajó poco a poco los pantalones. Zach la ayudaba, y a la vez tocaba sus nalgas, apretándolas contra él.
El pecho de Zach era suave y húmedo, su piel sedosa. Entre sus pechos de pezones cobrizos, había una zona de vello fino que le hizo cosquillas cuando se apretó contra él. Jill tuvo que apoyarse en los hombros de Zach para salir de sus vaqueros sin caerse, entonces él la rodeó con sus brazos, y puso su boca en la de ella. Después ya no hubo más dudas, más distracciones, más barreras. La ropa interior de ambos fue eliminada por manos impacientes, y un segundo después él estaba sobre ella en la cama, separando sus piernas con una de sus rodillas.
Y entonces él estaba dentro de ella, llenándola, satisfaciéndola, y a la vez excitándola más.
Jill dio un grito y se arqueó contra él. Zach hizo un sonido con la garganta y tomó su boca para besarla profundamente.
La excitación creía arrastrándola, y entonces de repente el cuerpo de Jill estalló de placer. Fue como si olas deliciosas recorrieran su vientre dejándola desfallecida en los brazos de él. Era consciente únicamente de la respiración fuerte de Zach en su oído, de su cuerpo palpitante sobre el suyo, y del repentino temblor que sintió cuando él se vació en ella.
Del cuerpo de Zach salió un gemido, y luego apretó contra ella su cuerpo sudoroso. Jill lo acarició suavemente.
Después de una eternidad, la respiración de Zach se estabilizó. Entonces levantó la cabeza y la miró.
—¿Te encuentras bien?
La muchacha asintió. «Bien» no era una palabra que describiera cómo se sentía. Se encontraba como si el mundo hubiera girado sobre su eje; bañada en una luz dorada de un sol diferente y glorioso.
—Maravillosamente —murmuró, y se incorporó para tocar su rostro.
El hombre enterró su cara en la curva del hombro de ella.
—Te peso —dijo, después de un segundo, intentando apartarse. Pero no pudo hacerlo porque las piernas de ella lo tenían sujeto.
La muchacha lo abrazó más fuertemente, no queriendo apartarse ni un centímetro. Un segundo después, estaba dormida.
Zach permanecía despierto, acariciando suavemente la piel de sus hombros. Intentó moverse, pero las piernas de Jill lo mantenían sujeto. Zach sonrió. Incluso dormida lo deseaba.
Se retiró un poco, lo justo para quitarse el preservativo que sólo en el último segundo recordó utilizar. Luego volvió a dejarse caer, colocando la cabeza de ella sobre su hombro, disfrutando al contemplarla sin ser observado.
Tenía la piel pálida y el cabello rubio desparramado en la almohada y en su pecho. Las pestañas oscuras y largas descansaban sobre sus mejillas con la inocencia de una niña. Era hermosa. Zach notaba la suave presión de sus pequeños pechos contra él, tan prietos, tan perfectos. Pensó en despertarla para hacer el amor de nuevo, pero ella parecía cansada. Más tarde habría tiempo. Se apartó de ella y la cubrió con la sábana. Luego se duchó y se vistió rápidamente, antes de hacerse una taza de café y estudiar los planos para la próxima fase de trabajo. Scud llegó a la puerta, y él le dejó entrar, llamándole cuando se dirigía a la cama.
—Quédate aquí, amigo —ordenó, y Scud fue a sus pies y se estiró, con la cabeza entre las patas.
Zach estudiaba los planos y veía el cuerpo desnudo de Jilly, esperándole, llamándole. Maldita sea, la deseaba de nuevo. Le había hecho sentirse tan bien, había sido tan cariñosa, tan generosa, tan increíblemente perfecta...
Siempre había sido muy exigente con las mujeres, y el sexo por el sexo nunca le había atraído. Claro que había tenido varias relaciones importantes, pero nunca había sentido la ternura y el cariño que sentía por aquella mujer especial.
La observó y no pudo evitar un gemido. La muchacha se había movido, haciendo que la sábana se cayera, y sus pechos apuntaban hacia él, provocadores. Cerró los ojos, contó hasta diez y se esforzó por concentrarse en los planos.