Capítulo 7
A Jill le habría gustado pasar el fin de semana con Zach para reparar el daño hecho con su actitud, sin embargo tuvo que trabajar. De manera que el sábado por la mañana tuvo que marcharse temprano y dejarlo durmiendo tranquilamente.
Se fue a su casa, se duchó y se puso el uniforme. Una vez en el hospital, tomó el informe de la noche, y fue a ver cómo estaba el señor Gilroy, el hombre que había perdido su pie.
El hombre estaba bajo los afectos de los sedantes, así que apenas habló con él. Simplemente se cercioró de que no sangraba y de que todo marchaba correctamente. Lo cubrió de nuevo y charló con la enfermera que estaba a su cargo.
—Probablemente no tendrá ganas de hablar en unas horas —dijo a la joven—. Asegúrate continuamente de que está bien. No sé si sabe que ha perdido el pie, así que prepárate para cualquier pregunta.
—¿Qué le digo?
—Dile que el doctor lo verá enseguida y que le explicará todo. Luego enviaremos al doctor de guardia para que hable con él.
Jill se volvió a la sala principal y dejó a la muchacha allí. Era una estudiante de último año y parecía inteligente, aunque no sabía si tendría experiencia clínica suficiente como para hacer frente a una situación complicada.
Desgraciadamente Jill tenía razón en preocuparse. La joven enfermera, con los ojos llenos de lágrimas, apareció a las diez en punto mientras ella estaba preparando las medicinas.
—Se ha vuelto loco. Dice que no dio permiso para que su pie fuera amputado y que quiere verte ahora mismo a ti y al doctor que lo hizo. Lo siento, no quise decírselo, pero...
—Tranquila no ha sido culpa tuya. ¿Qué ha pasado exactamente?
—Me dijo que el pie le dolía, que quería saber lo que le habían hecho, yo le contesté que el doctor vendría enseguida. Entonces me dijo que si hubiera sabido que le iba a doler tanto habría dicho que se lo amputaran... yo le dije que no era cierto, que le dolería igual...
—¿No se lo dijiste?
—No... no entonces. Me dijo que le dolían las vendas de los pies, que si podía ponérselas más flojas. Yo contesté que no, que tenía que ver al doctor porque tenía un drenaje en el muñón... y eso fue lo que le alarmó.
—De acuerdo, no te preocupes. Iré a hablar con él.
—Quiere ver al doctor Samuels.
«Yo también», pensó Jill.
—No está de guardia este fin de semana.
—Pero el hombre está muy enfadado.
—Yo hablaré con él. Vete a lavarte la cara y a tomar una taza de café. Después te mandaré otra cosa.
Jill fue a ver al señor Gilroy, que estaba gritando y, como había dicho la enfermera, muy enfadado y exigente, y claramente bajo los efectos de una fuerte impresión.
—Tranquilo, señor Gilroy. Vamos, todo va a salir bien...
—¿Bien? ¿Está loca? ¡Ese loco me ha amputado un pie! ¡Nunca le dije que pudiera hacerlo!
—Por favor, señor Gilroy, trate de calmarse. He llamado al doctor para que venga a hablar con usted, pero no debe estar en ese estado...
—¿Estado? ¡Yo estoy en el estado que quiero! ¡Me han quitado mi maldito pie!
Jill se sentó en una silla a su lado y tomó su mano.
—Señor Gilroy, estaba destrozado. No había ninguna posibilidad de salvarlo. Los nervios estaban cortados...
—¡Se puede volver a implantar un pie!
—Sólo si no está dañado, y no es cien por cien seguro. Su pie no estaba sano. Le diré al doctor que le vio que le enseñe la radiografía para que usted vea el daño, pero le aseguro que era considerable. No se lo habrían cortado si no hubiera sido necesario. De todas maneras, todo esto se lo explicamos ayer; usted y su esposa estuvieron hablando antes con el doctor Samuels y conmigo.
—No la creo. ¡Quiero ver al doctor Samuels ahora! Y quiero que venga mi mujer.
—De acuerdo, la llamaré —prometió Jill—, pero me temo que el doctor Samuels no trabaja este fin de semana.
—Pues vaya a llamarle al campo de golf, o a su yate y qué venga a hablar conmigo. Me ha destrozado la vida y voy a denunciarle.
—De acuerdo, le llamaré y le diré que quiere verlo. Si viene o no es otro asunto.
Jill salió de la habitación y fue a llamar a Zach.
—Gilroy quiere tu cabeza —dijo sin explicaciones—. Dice que no te dio permiso para amputarle el pie y que va a denunciarte.
Zach maldijo.
—Va a venir el electricista dentro de diez minutos. Le dejaré trabajando y voy para allá.
—No tengas prisa —avisó Jill—. Veré si puedo tranquilizarlo y llamaré a su mujer para que venga. Ella también estaba cuando lo hablamos. Hasta pronto. Jill colgó y llamó a la señora Gilroy. Le explicó la situación brevemente.
—Oh. Tenía miedo de que esto pudiera ocurrir. ¿Debo ir?
—Si es posible, por favor, creo que sería una buena idea.
La mujer prometió ir enseguida. Jill terminó de administrar los medicamentos a los enfermos y envió a la estudiante de nuevo con el señor Gilroy.
—Lo siento —repitió a Jill. Ésta le dio un golpecito cariñoso.
—No te preocupes. No ha sido culpa tuya. Lo tenía que saber antes o después. Le daremos un calmante y quizá eso le ayude.
Finalmente, Zach llegó, después de que llegara la señora Gilroy y antes de que llegara el otro doctor. Fue a ver directamente al matrimonio y volvió veinte minutos más tarde muy serio.
—No escucha. Dice que su mujer está mintiendo, que tenían que habérselo dicho antes de amputárselo. Dice que no recuerda haber firmado y que no cree haberlo hecho.
—¿Eso nos pone en dificultades legales?
—Puede que sí. Algunos pacientes son incapaces de afrontar la realidad de una amputación, incluso aunque lo hayan hablado. La única manera de enfrentarse a la impresión es acusar a otras personas. Si se consigue convencerlos de que no ha sido un caso de negligencia por parte de los médicos, proyectarán su rabia contra la persona que causó el accidente.
Desde allí se oían los gritos del señor Gilroy a su esposa.
Robert Ryder estaba en casa y dijo a Zach que iría enseguida. También le aconsejó que preparara todos los informes por si había problemas.
—Afortunadamente sabemos que tenemos su consentimiento firmado frente a testigos y en plenas facultades.
—¿Lo entendería? Yo le expliqué lo que estaba aceptando, pero quizá no lo entendió.
—Da igual. Sé que el pie no podría haber sido salvado, sé que podría haber muerto si no se le amputa. No tengo ninguna duda sobre mi capacidad profesional ni la tuya.
Jill hizo una mueca.
—Me alegra que tengas tanta confianza.
—No hemos hecho nada malo, Jill. Que él no recuerde lo que ha firmado no quiere decir que no lo haya hecho con la mente lúcida. El entendió lo que firmaba, pero quizá no se daba cuenta de la posibilidad de que perdiera el pie. Y a propósito de no recordar cosas, ¿me despertaste esta mañana cuando te fuiste? —preguntó, con una sonrisa irresistible.
—No, no quería... Seguiste durmiendo.
—En ese caso me debes un beso de buenos días, ¿no?
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Aquí no. ¿Qué te parece en el despacho?
—¿Qué te parece más tarde, en casa?
—Pero ya no será por la mañana.
—Es una lástima. Entonces tendré que darte dos...
—¿Dos qué?
Zach vio en ese momento a su jefe y borró la sonrisa de su cara.
—Nada —Zach se volvió a su jefe—. Me alegra que estés aquí. ¿Qué quiere primero, ver al paciente o mirar los informes?
—Los informes primero. No voy a ir allí a defenderte sin una base.
Así que se fue al despacho y vio el informe de consentimiento, el informe de admisión y la radiografía. Después, se recostó en la silla y miró a Zach.
—Actuaste bien, no hay ninguna duda. ¿Y ahora cómo convenceremos al señor Gilroy?
—No sé. El hombre cree que soy el asesino del hacha.
Robert Ryder suspiró y se levantó.
—Iré a hablar con él y veré lo que puedo conseguir.
—Y yo —dijo, cerrando la puerta—, conseguiré mi beso de buenos días.
Jill protestó, pero no demasiado. Se alegraba de estar entre sus brazos y ser besada con tanta pasión.
Hasta que Robert Ryder apareció de nuevo.
—Me parece que no vas a escaparte de una denuncia —dijo secamente. Tomó un archivo de la mesa y salió de nuevo, cerrando la puerta silenciosamente.
—Esperemos que sea abierto de mente.
—Me parece que no vas a tener mucha suerte.
Pero, un poco más tarde, cuando fue a verlo de nuevo, no insistió.
—Está todavía enfadado —explicó Zach a Jill—, pero está comenzando a darse cuenta de que el pie fue amputado para salvarle la vida. Le hablé de la posibilidad de que se gangrenara y se calmó. Sigue impresionado porque ha sido todo muy repentino. Y ahora, sin no tenéis ningún otro plan para arruinarme el fin de semana, seguiré decorando el granero. Y esa enfermera, la estudiante... ¿cómo se llama?
—Angela.
—¿Dónde está? Iré a hablar con ella.
—¿Por qué?
—No quiero que se sienta culpable —respondió, mirándola a los ojos—. Sólo quiero darle confianza.
—No hace falta que hables con ella.
—¿Por qué no?
—Porque ese es mi trabajo y lo haré yo.
—Oh —dijo, con una mueca—. No seas dura con ella.
—No lo seré, pero no tenía que haber hecho lo que hizo.
—Fue un error sin mala fe —le recordó Zach.
—Lo sé. Está bien, ve a dar confianza a Angela, a arreglar los problemas con el señor Gilroy y yo terminaré de poner todo esto en el ordenador.
Cuando Jill salió de su despacho y vio a Zach con Angela, le habría matado.
En ese momento, Zach reía suavemente y acariciaba la barbilla de la joven estudiante, y Jill tuvo que respirar hondo para recordar que era su manera de ser y que no tenía la culpa de que la muchacha lo mirara de aquella manera. Incluso así, cuando Zach fue hacia ella y le dirigió la misma cálida sonrisa tuvo ganas de gritar y arañarle la cara.
«Tú eres mío», tuvo ganas de decir. ¡No sonrías a otras mujeres!
—Creo que tengo problemas con Angela. Me mira como si quisiera comerme y yo no estoy interesado. Estoy demasiado ocupado deseándote.
—Me alegra oírlo —murmura, controlándose.
—¿Sabes lo que quiero hacer? Quiero bajarte la cremallera y meter las manos dentro para tocar esos maravillosos pechos que tienes hasta que se pongan duros.
—¡Zach, puede oírte cualquiera! —exclamó ruborizada, intentando no reírse.
—¿Entonces sabes lo que quiero hacer? Quiero acariciar ese muslo suave...
—¿Por que no te vas a casa antes de avergonzarnos tanto que no podamos seguir trabajando? —insistió Jill, murmurando entre dientes y preguntándose si alguien había visto sus mejillas rojas.
Zach se rió.
—Está bien, ven cuando termines. Ese beso interrumpido me ha dejado frustrado.
Entonces se marchó dejando a Angela mirando curiosamente a Jill. ¿Y qué hacer?, se preguntó Jill. ¿Ponerse colorada y correr, o enfrentarse a ella? Reunió fuerzas e hizo una mueca mirando a la muchacha. No fue muy sutil, pero funcionó. Angela se puso colorada, y se metió en la habitación. Después de aquello, estuvo trabajando todo el día eficientemente.
Y Zach, cuando ella fue al granero cinco horas más tarde, seguía con sus comentarios y sus promesas. Terminaron en la ducha juntos, y gracias a Dios, Ryan O'Connor llegó justo cuando acababan de terminar y bajaban a la realidad.
—Lo siento, me voy —se disculpó. Pero parecía tan solo y triste que Jill tuvo ganas de besarlo.
—No, quédate. Cena con nosotros.
Zach la miró y esbozó una mueca extraña. Sin embargo le tiró un beso al aire, y ella imaginó que estaba perdonada. No le importaba si no era así, no podía olvidar fácilmente lo hospitalario que había sido Ryan cuando Brian Birkett les había perseguido. Si estaba solo y necesitaba compañía, ellos tenían todo el tiempo para estar juntos.
Zach encontró algo de ensalada en la nevera y cocinaron algunas salchichas en la barbacoa de gas. Comieron en el patio y se quedaron disfrutando hasta tarde del sol, bebiendo una botella que había llevado Ryan y comentando los problemas con Gilroy.
Jill contemplaba atentamente a Ryan mientras éste hablaba y se preguntaba cuándo habría muerto su mujer. Era un hombre solitario que vivía en un país extranjero al que había ido a vivir por su mujer. Sus hijos eran su única familia allí. Cuando Ryan se marchó aquella noche, Jill le hizo algunos comentarios a Zach sobre el tema.
—Siento haberle dicho que se quedara a cenar con nosotros sin consultártelo, pero me pareció triste y ha sido muy amable con nosotros siempre.
—Lo sé y no me importa. Aunque hoy quería tenerte sólo para mí. Te eché de menos.
—Yo también te eché de menos. Se me hizo extraño en el hospital que no aparecieras a visitarme. ¿Cuándo murió la mujer de Ryan? —preguntó, dejando las copas boca abajo en el fregadero.
—Hace como dos años, en un accidente de coche. Los niños iban en el coche con ellos y él estaba dormido. Ann iba al volante y un conductor borracho salió de repente y se chocó contra el lado del conductor. Su muerte fue instantánea.
—¡Qué horror! —exclamó Jill, rodeando a Zach con sus brazos—. Debe de ser horrible aceptar una muerte tan repentina.
—No creo que saberlo hubiera cambiado las cosas.
—Pero no ser capaz de decir adiós...
Jill enterró el rostro en el pecho de Zach y lo agarró con fuerza.
—Oye —dijo suavemente Zach, tomándola por la barbilla y encontrándose con sus ojos húmedos. Se agachó y le besó las lágrimas—. Oh, cariño. Vamos a la cama, quiero abrazarte.
Hicieron el amor con ternura, sin palabras o risas. Cuando terminaron, Jill se abrazó a Zach, imaginándoselo frío en una tumba, y deseando desesperadamente morir con él si llegara el caso, para que ninguno de los dos tuviera que enfrentarse a una pérdida tan grande...
Después de que la relación volviera a sus cauces normales, Zach intentó entender los sentimientos de Jill relacionados con la forma en que él trataba a la gente. Trataba de compartir las bromas con ella, o le guiñaba un ojo si estaba con alguna mujer.
Con una de ellas tuvo problemas serios y pidió protección a Jill.
—Ven conmigo —le suplicó. Y cada vez que visitaba a la paciente iba con ella.
Y entonces Jill se dio cuenta de que en realidad él no decía nada provocativo, que su mirada y su sonrisa eran suficientes para que las mujeres perdieran la cabeza.
Así que comenzó a relajarse y a permitirle relacionarse con los demás. Esa actitud hizo que él reflexionara también. Comenzó a compartir más sentimientos con ella y hablar de su trabajo y sus ambiciones, de sus preocupaciones y sus debilidades.
Jill seguía encontrando difícil abrirse demasiado a él. Zach no decía nada, simplemente la animaba poco a poco a que revelara más aspectos de su personalidad.
Jill notó que él quería, a pesar de todo, compartir sus temores con ella, por ejemplo el hecho de que el señor Gilroy pudiera denunciarle.
—¡Pero él firmó! Y lo hizo en un estado de lucidez —le explicaba Jill—. Fue sólo la impresión y la sensación de haber perdido el pie lo que le hizo reaccionar así.
—Incluso así puede llevarme a juicio, a mí o al hospital, y eso sería una mancha en mi curriculum cuando termine la especialización.
—No lo hará, y si lo hiciera, no afectaría a tu carrera, eres demasiado bueno. Robert Ryder está orgulloso de ti.
Zach se ruborizó y Jill lo abrazó, encantada de su modestia.
—Eres un buen profesional —insistió—. Y todos los pacientes te adoran.
—Creí que te molestaba eso.
—Sólo cuando no lo entendía.
—Porque no te dabas cuenta de que no miro a nadie como te miro a ti —dijo, con una sonrisa maliciosa.
—¡Si lo hicieras, te arrestarían!
—De todas maneras —continuó, poniendo los pies en la caja de madera que hacía las veces de mesita de café—, ¿qué te hace estar tan segura de que Gilroy no haga nada?
—Esta mañana me dijo que había reaccionado de manera exagerada porque nunca pensó que en realidad se lo amputaras. Cuando se despertó y vio que no lo tenía, se quedó destrozado.
—Lo noté.
—¿Cómo te sentirías tú? Debe de ser una impresión tremenda. Estás bien, y de repente eres un inválido para siempre. Ahora lo está empezando a asumir y empezará esta semana a aprender a utilizar la prótesis.
—Siempre me he preguntado si caminar por ahí con ese artilugio puede ser bueno para la autoestima, pero parece que los fisioterapeutas opinan que sí.
—Creo que es simplemente el hecho de poderse poner en posición vertical de nuevo. Es malo estar tanto tiempo tumbado y las muletas son difíciles de usar. Si consigues dividir tu peso entre tas dos piernas de una manera casi normal, debes de sentirte mucho mejor.
—A menos que mires para abajo y veas la prótesis.
Jill se encogió de hombros.
—Eso es parte del proceso. Por lo menos ahora son más bonitas que antes. ¿Sabes que tuvimos un administrativo al que le faltaba un pie? Se llamaba Michael Barrington y se quedó atrapado en un tren, ayudando a alguien después de un descarrilamiento. Para sacarlo, tuvieron que amputarle el pie. Fue horrible, todos nos quedamos muy impresionados. Se acababa de prometer y su novia estaba con él.
—Es una lástima que no siga aquí. ¿Qué fue de él?
—Se fue con su esposa Clare a Ipswich, al otro lado del Atlántico, y tienen dos niños. Es un gran hombre. Nick Davidson es su sustituto.
—Creo que él también se ha ido y ha puesto una clínica.
—Todos se van, me imagino que tú también te irás.
—No para poner una clínica, por lo menos no antes de tres años. Primero tendré que ir a Norwich o a Cambridge para un año.
Jill se sintió de repente muy sola. ¿Estarían entonces juntos? Y si así era, ¿querría Zach que ella se fuera con él?
La muchacha entonces notó la caricia de Zach en su rostro, y sus ojos buscándola.
—No tengas miedo, no voy a dejarte —murmuró, contra sus labios.
¿Era verdad lo que decía? ¿Se estaba comprometiendo? Todavía no le había dicho que la amaba. Quizá no era así. Quizá sólo estuviera halagándola.
La boca de Zach rozó la suya y entonces no le importó ya nada. Por ahora estaba con ella y no iba a desperdiciar un solo segundo...