Capítulo 3

Algo caliente y húmedo le rozó la cara, abrió con cuidado un ojo, e inmediatamente lo cerró. ¡Dios, estaba en la cama de Zach! No había sido un sueño, y la cosa húmeda era la manera de despertar de Scud.

Se quedó inmóvil fingiendo estar dormida y entonces recordó poco a poco que había sido maravilloso, la experiencia más increíble de su vida. Pero sólo hacía que lo conocía dos semanas, en las cuales siempre había intentado esquivarlo.

¿Habría sido especial para él? Probablemente no. Afortunadamente había utilizado preservativo; algo bueno tenía que tener una persona con una vida sexual agitada. Desde luego ella se había olvidado por completo.

¿Pero cómo había caído en sus brazos así de fácilmente?

¡Qué desesperada tenía que estar!

Enterró el rostro en la almohada y gimió suavemente. Había sido una estúpida. Ahora sería otra conquista en su lista.

Sintió que la cama se hundía y una mano suave le acariciaba la cara.

—Siento que Scud te haya despertado.

—Olvídalo.

Scud era la menor de sus preocupaciones.

—¿Jilly? —se acercó, tomándola de la barbilla para que lo mirara. Ella no abrió los ojos—. ¡Maldita sea! —entonces la cama volvió a elevarse y se quedó sola. —Estaré fuera. Dúchate si quieres; hay una toalla limpia sobre la cama. Scud, vamos.

Jill oyó el golpe de la puerta al cerrarse, se tumbó boca arriba y contempló el techo en penumbra. El espacio estaba iluminado ligeramente por una lamparilla de mesa, pero fuera estaba oscuro. Jill imaginó que serían entre las siete y las ocho. Retiró las sábanas, tomó su ropa desordenada y la toalla, y se metió detrás de la cortina.

El suelo de la ducha estaba mojado, así que pensó que Zach se habría duchado antes. ¿Cómo había estado tan dormida como para no oírle dejar la cama? Lo último que recordaba era estar con las piernas alrededor de él.

Se duchó despacio para retrasar lo más posible el encuentro y la conversación obligada y temida. Luego se secó, se vistió rápidamente y salió a enfrentarse a él. Estaba sentado en un árbol caído con el perro a los pies. Miraba hacia el valle y parecía preocupado.

—¿Mejor ahora? —preguntó, con voz queda.

La muchacha asintió. Por lo menos estaba vestida y de pie, con lo cual se sentía mucho menos vulnerable que tumbada y desnuda entre las sábanas.

El hombre buscó su rostro, luego miró hacia la lejanía con un suspiro. Jill notó que tenía una rama en la mano que pelaba mecánicamente, quitándole capa a capa.

La tiró finalmente al suelo y miró a Jill de nuevo.

—No teníamos que haberlo hecho.

Ella se quedó sorprendida. Desde luego eso era lo último que había esperado oír.

—¿Por qué? —preguntó, sin poderlo evitar.

—Porque ahora no puedes mirarme a los ojos, porque te arrepientes, porque has sido impulsiva y libre por una vez en tu vida ordenada, y ahora lamentas ese impulso que te ha permitido abandonarte.

—No te conozco apenas. Este tipo de cosas deberían ocurrir cuando tienes una mínima relación con alguien, y la única relación que nosotros tenemos es que somos compañeros de trabajo.

—No me tratabas como a un colega hace un rato.

—Pero es lo único que soy —dijo, ruborizándose.

Zach se quedó mirándola un segundo.

—¿Por qué tengo el presentimiento de que si no fuéramos colegas no tendríamos esta conversación? ¿De que tú saldrías corriendo y no volverías a verme? Es sólo porque tenemos que trabajar juntos por lo que estás obligada a quedarte y hablarme de ello. Porque los dos sabemos que no podríamos entrar mañana en el hospital y mirarnos si no hablamos sobre lo que ha ocurrido. No puedes salir corriendo, que es lo que desearías.

Se miró a los pies y dio una pagada a una piedra.

—Lo siento. Tienes razón, me arrepiento. Nunca debería haber ocurrido.

—¿Y por qué dejaste que ocurriera?

Jill se encogió de hombros, confundida por emociones desconocidas.

—No lo sé, ¿por Gordon quizá? Estaba tan enfadada con él, tan herida... Quizás haya sido una reacción —mintió, incapaz de encontrar otra respuesta.

Zach se quedó en silencio durante tanto tiempo, que ella lo miró a los ojos y se sorprendió de la rabia que vio en su mirada.

—¿Me has utilizado como se usa una aspirina? —acusó, y ella se dio cuenta de que había ido demasiado lejos—. Maldita sea, Jill. ¿Cómo te atreves a utilizarme así? ¡Tendría que haberme dado cuenta de que una mujer como tú no haría nada espontáneo sin un motivo detrás!

El hombre se levantó y se dirigió hacia el coche. —Entra —ordenó bruscamente—. Te llevaré a casa, no quiero seguir hablando.

Asombrada por el cambio en él, Jill se metió en el coche, cerró la puerta e intentó distraerse con el paisaje.

Zach encendió el motor, dio un grito a Scud de que se quedara quieto y salió a toda velocidad por el sendero.

Estuvieron a punto de salirse en una curva, y resbalaron al entrar en la carretera, pero los últimos kilómetros hasta el hospital fueron más tranquilos. La dejó en su casa sin una palabra, ella salió en silencio y caminó por el sendero que conducía a la puerta con las piernas temblando, casi incapaces de sostenerla. ¡No debería conducir así! El temor que había experimentado fue convirtiéndose en rabia.

Zach se marchó antes de que ella metiera la llave en la cerradura, también a toda velocidad. Como el adolescente que en definitiva era.

Parecía que su ego había sufrido un golpe duro.

La muchacha entró en la casa y se fue directamente a su dormitorio, allí se tiró en la cama, enterró el rostro entre la almohada y cerró los ojos.

Zach estaba sorprendido, dolido, confundido y enfadado. ¿Cómo se atrevía Jill? ¿Cómo podía haber hecho aquello? Entonces intentó eliminar su rabia trabajando en el granero. Cuando se tiró en la cama estaba agotado, y su necesidad de romper cosas había desaparecido, pero su corazón seguía alterado. ¿De verdad significaba tan poco para ella? ¿Era tan importante ese estúpido de Gordon?

Dio un golpe a la almohada y enterró la cara en ella, sólo para gemir de frustración e impotencia.

Las sábanas olían a ella, a su champú y a otras cosas que hicieron que se excitara de nuevo. Maldijo y echó hacia atrás las sábanas. Las cambiaría para borrarla de su mente.

La noche tampoco dio a Jill mucho descanso y, desgraciadamente, a la mañana siguiente el equipo de Robert Ryder no iba a operar, lo cual significaba que Zach estaría en la planta donde trabajaba ella.

Zach apenas habló con ella diez palabras y todas referidas a los pacientes. De manera que a medida que iba pasando el día ella iba enfadándose más y más con él. Era evidente que estaba tan acostumbrado a utilizar a las mujeres, que no podía soportar que lo utilizaran a él.

La verdad era otra, pero ella no podía convencerlo de lo contrario. ¿Aunque qué iba a decirle? ¿Que se había sentido tan atraída por aquel cuerpo suyo que no había podido controlarse? Desde luego que no, el ego de Zach no lo necesitaba y una mujer tenía siempre su orgullo.

Por la tarde, Jill no podía aguantar más tensión. Y entonces ocurrió algo imprevisto: el marido de la señora Birkett llegó borracho y amenazó a Zach y a Jill por no permitirle que se acercara a su esposa. Finalmente, apareció la policía.

Cuando Jill había conseguido tranquilizar a la mujer, aumentando la dosis de medicamento para aliviar el dolor después de todo lo ocurrido, la policía se llevó al señor Birkett por amenazar a Jill, por alboroto público y por toda una serie de faltas. Aquello significaba que iba a pasar la noche entre rejas y volvería lleno de odio al día siguiente.

Jill se fue a su casa, quitó unas cuantas malas yerbas más, y se preguntó cuanto tiempo pasaría antes de que pudiera ver a Zach con toda normalidad.

El timbre sonó. —Esto ya es una costumbre —murmuró, yendo hacia el vestíbulo.

Abrió la puerta y se encontró con un ramo de flores.

—¿La señorita Craig?

—Sí, soy yo.

—Firme aquí, por favor.

Tomó el bolígrafo, firmó un recibo y cerró la puerta. ¿Flores? ¿Quién se las mandaba?

¿Gordon? No era posible, después de como ella había reaccionado. ¿Zach?

Las llevó a la cocina y las dejó sobre la encimera, luego tomó la pequeña tarjeta.

He decidido perdonarte la escena de la cafetería, después de todo fuiste provocada. Espero que encuentres en tu corazón un lugar para desearnos lo mejor. Gordon y María.

¿Así que después de todo va a perdonarme? ¡Estúpido!

Tiró las flores en la basura y se frotó la nariz con el dorso de la mano.

«¡Creía que eran de Zach, maldita sea!».

El timbre volvió a sonar de nuevo y, limpiándose las lágrimas de las mejillas, salió corriendo hacia la puerta.

—Tú —dijo, con una total falta de entusiasmo.

Zach buscó sus ojos y luego entró, cerrando la puerta detrás de él.

—Te debo una disculpa.

La muchacha asintió y se dirigió hacia la cocina.

—¿Por qué? ¿Por aprovecharte de mí ayer noche? ¿Por acusarme de haberte utilizado como una aspirina? ¿Por tratarme como si fuera un mueble todo el día?

—Sí, más o menos.

Jill se dio la vuelta.

—¿Sí? ¿Así de fácil? —preguntó.

—Hablé con Mary, o mejor dicho, ella habló conmigo. Me preguntó qué te había hecho para que estuvieras así. Se lo conté y me dijo que tú no eras una persona vengativa. Me aseguró que no te importaba lo de Gordon, sólo el haber sido engañada, que nunca utilizarías a nadie y que yo debía de estar loco para creerlo. Finalmente me aconsejó que me disculpara y me acusó de ser un ignorante y de perder rápidamente el control.

—Una mujer inteligente, Mary O'Brien. Bueno, ya te has disculpado, ahora puedes irte.

—No.

Jill miró a Zach, y vio en sus ojos remordimiento y en su boca deseos de besarla.

—¡Eres imposible! —susurró, abrazándose a él.

El hombre la tomó fuertemente entre sus brazos y la soltó enseguida, buscando sus ojos.

—¿Me perdonas?

—Claro, pero no puedo cree cómo pudiste ser tan frío después de todo lo que ocurrió ayer.

—Lo sé, yo tampoco me lo explico, pero tampoco podía creer que me dejaras hacerte el amor tan rápidamente, así que ésa era la explicación más razonable.

En ese momento vio las flores en el cubo de la basura.

—¿De quién son esas flores?

Jill rió.

—De Gordon y Maria. Me dice que me perdona la escena en el hospital porque fui provocada.

—Un detalle por su parte.

—Eso he pensado.

Ambos rieron.

—¿Me vas a explicar por qué te enfadaste tanto cuando te engañó? Aparte de lo normal, claro. Recuerdo que me dijiste que nadie creía en la fidelidad actualmente. ¿Es para ti tan espantoso?

—Probablemente sí. Y digamos que no es la primera vez que me ocurre. Zach tomó la mano de Jill y la acarició.

—Pobre Jilly. Cuéntame todo.

—Es una vieja historia y tampoco muy extraña: yo tenía veinte años, era completamente inocente y pensaba que él era maravilloso. Poco tiempo después, descubrí que estaba casado, tenía dos hijos y toda una colección de amantes. Yo estaba entre la chica de la lavandería y la camarera del pub, según palabras de su mujer cuando nos pilló juntos.

—Pobre niña. Todas tus ilusiones hechas pedazos de repente.

—Así fue. Juré que nunca volvería a confiar en ningún hombre.

—Eso explica por qué salías con Gordon.

—¿Qué?

—Evidentemente pensaste que si salías con alguien tan poco atractivo como Gordon, estarías segura porque nadie más iba a desearlo. Desgraciadamente te equivocaste y hubo alguien.

Jill rió, desde luego sabía lo que decía.

—¿Soy tan transparente?

—Sólo para mí.

—¿Porque conoces muchas mujeres?

—Porque me importas tú.

—Mentiroso —dijo alegremente, pero él hizo un gesto con la cabeza.

—No estoy mintiendo, Jilly. La noche de ayer fue demasiado intensa y ocurrió todo demasiado pronto, pero eso no lo hace menos importante.

Jill tragó saliva y tardó unos segundos en contestar.

—Calla, Zach —murmuró, y él la tomó de nuevo en sus brazos.

—¿Podemos empezar otra vez? Podemos conocernos poco a poco, construir algo en lo que confiemos. Creo que es algo en lo que los dos tenemos problemas.

Jill se quedó en sus brazos indecisa, sin saber si estaba a punto de cometer el segundo error más grande de su vida. El primero había sido la tarde anterior.

—De acuerdo, pero despacio. Y no... ya me entiendes.

—¿Que no hagamos el amor?

Incluso las palabras provocaron en ella un deseo incontenible.

—Mmm —murmuró de todas maneras.

—De acuerdo —levantó la cabeza sorprendido y la miró—. No sé si me matará, pero de acuerdo. Además, es una buena idea. No quiero que vuelvas a mirarme como ayer nunca más.

Zach acarició la mejilla de Jill y, sin ninguna explicación lógica, las rodillas comenzaron a temblarle. Se preguntó por qué había exigido aquello, pero era tarde para arreglarlo.

—¿Quieres un té? —ofreció, deseando cambiar de tema para encontrar un poco de equilibrio.

—La respuesta de los ingleses para todo. No, cariño. Tengo que ir a pasear al perro y quiero hacer algo en la casa esta noche. De todas maneras creo que podríamos hacer un paréntesis para que todo vuelva a su sitio antes de tentar a la suerte de nuevo, ¿no crees?

Dicho lo cual la besó y le dio las buenas noches. No fue el beso casto que le daba Gordon, tampoco el beso apasionado que le había dado la tarde anterior, sino algo de ambos. Fue un beso cariñoso que la dejó agradecida. Casi.

Jill recogió las flores de la basura, no tenían la culpa de que Gordon fuera un canalla; luego se dio un baño y se fue a la cama temprano.

Jill tenía razón acerca del señor Birkett. La policía lo dejó libre a la mañana siguiente y fue directamente allí. Y a pesar de la advertencia, amenazó de nuevo a Jill.

—Tengo derecho a hablar con mi esposa, y ni tú ni nadie va a impedírmelo —dijo, dirigiéndose hacia la habitación de la señora Birkett.

Jill lo siguió furiosa hasta el punto de casi perder el control.

—Señor Birkett, lo siento, pero no estamos en horas de visita y el jefe de planta vendrá ahora mismo para examinar a los pacientes. Tengo que pedirle que se vaya.

El hombre ni siquiera se molestó en mirarla. Simplemente se fue al lado de su mujer y se sentó. La tomó de la mano y se inclinó sobre ella para decirle algo al oído.

—Tiene dos minutos, luego llamaré a la policía.

—Déjeme tranquilo.

Jill a duras penas consiguió controlarse. Dejó la habitación y fue hacia uno de los despachos para hablar por teléfono con el encargado de seguridad del centro.

—¿Podría enviar a alguien para acá? Hay un hombre que está dando problemas.

Luego, volvió despacio hacia el dormitorio de la señora Birkett. No la oyeron llegar.

La señora Birkett estaba al borde de las lágrimas y su esposo la hablaba amenazándola con un dedo.

—No digas nada —ordenaba.

—No he dicho nada —decía la mujer, con los ojos abiertos de par en par—. Oh, Brian, por favor, cálmate. Te he dicho que lo siento. No volveré a intentarlo.

—No te dejaré marchar —avisó el hombre—, ni ahora ni nunca, ¿está eso claro? Te atraparé aunque me metan en la cárcel. Mis amigos te buscarán y nunca saldrás viva.

—Oh, Brian, por el amor de Dios, deja que me vaya. No quiero nada, te lo prometo, sólo irme.

—Creo que es hora de que se vaya, señor Birkett —dijo Jill desde la puerta—. He llamado al vigilante y lo acompañarán hasta la salida.

El hombre se volvió hacia ella con la cara congestionada.

—¿Quién demonios te crees que eres?

Jill se puso rígida.

—Soy la enfermera encargada de cuidar a su esposa, señor Birkett. Es mi deber asegurarme de que su salud va mejorando poco a poco, y que ni usted ni nadie pueda entorpecer esa recuperación. Si no lo entiende, señor Birkett, será mejor que no vuelva.

El hombre, a pesar de ser tan grande, se acercó a ella de un salto con una increíble agilidad.

Afortunadamente, Zach se interpuso entre ambos, agarró un brazo del señor Birkett y lo inmovilizó contra la pared. En ese momento apareció también el guardia de seguridad y le ayudó. Jill, nerviosa, pero sin haber sufrido ningún daño, se acercó a la señora Birkett y la abrazó cariñosamente.

—Todo va a salir bien, Dolly. No le pasará nada.

—Sí me pasará algo. ¿Por qué no he muerto?

Jill se quedó aterrada. No podía contestarle nada, excepto que le prohibirían la entrada a su esposo.

—Puede obtener una orden de que no pueda acercarse a usted —prometió.

La mujer se rió escéptica.

—¿Y cree que eso serviría de algo? ¿No le ha oído? Tiene amigos, enfermera, y siempre hay alguien que le debe un favor. Llamará a alguien y... digamos que tendré suerte si me matan rápidamente.

Jill tomó la mano de la mujer y la agarró con fuerza.

—No haga nada, por favor —dijo la mujer—. Llevo años intentando escapar de él. Una vez estuve a punto de conseguirlo. Él me siguió hasta donde me había escondido y estuvo tres meses observándome hasta atraparme. No pude salir a la calle hasta después de seis semanas. No quiero volver a pasar por lo mismo, créame.

—¡Dolly, ha estado a punto de matarla!

—Me resbalé —dijo con tristeza.

—Si usted lo dice...

—Sí, tengo que hacerlo. No tengo otra salida. Sólo le pido que me cuide el tiempo que sea posible.

Jill le dio un golpecito cariñoso y se fue hacia la sala para ver a Zach. Estaba sentado con una mano en el pecho y parecía preocupado.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Jill—. ¿Te ha hecho daño el señor Birkett?

—No —respondió, con una mueca—, sólo ha sido un poco de ejercicio. ¿Puedes examinarme?

—Claro. Ven a la sala de curas.

Ambos se dirigieron hacia el fondo de la planta, una vez allí el hombre se tumbó en una cama.

—Vamos a ver. ¡Caramba!

—Fue ayer en casa. Estaba colocando una viga ancha y se cayó.

Jill estaba seria. Tenía el dorso de la mano izquierda colorado y cubierto de magulladuras, los dedos hinchados, y podría haber incluso una fractura.

—Mueve los dedos —ordenó Jill.

El hombre obedeció.

—No tengo nada roto. Puedo cerrarlo, abrirlo y... ¡Ay!

—¿Qué decías?

—Eres terrible. De acuerdo, está un poco rígido ahora, pero está bien básicamente. Sólo hay que limpiar un poco las rozaduras.

Jill lo miró a los ojos.

—Ve a hacerte una radiografía —ordenó con firmeza.

—No...

—Sí. El hombre hizo una mueca.

—Creerán que te importo.

La muchacha hizo un ruido. Todavía tenía la mano de él entre las suyas, apoyada a su vez en el muslo de él. Estaba caliente. ¿Le importaba? Claro que sí, pero él no iba a saberlo.

—No te emociones, ojos azules. Y a propósito, gracias por salvarme del señor Birkett. Es un canalla. Tengo que ir a la policía para que protejan a su mujer, conseguir una orden de arresto o algo parecido. Va a matarla si nadie lo impide. La tiró él.

—¿Lo ha admitido? —dijo asombrado.

Jill hizo un gesto con la cabeza.

—No en palabras, pero no es la primera vez que la golpea. Está con él sólo porque no puede escaparse. Creo que es un hombre cruel y enfermo, que disfruta haciendo daño a la gente y ella es la víctima ideal, tan asustada que no hace nada por protegerse. Simplemente suplica y pide perdón, y eso es lo que él quiere.

—Si tuviera las dos manos sanas, acabaría con él yo mismo.

Jill rió y apartó la mano del regazo de él.

—¿Tú y quién más? Es enorme, Zach. Debe de pesar dos veces tú. Ahora ve, hazte una radiografía y vuelve a contarme lo que te han dicho.

—Sí, señorita —respondió, haciendo que se levantara y tomándola entre sus brazos.

—¡Oye, qué haces! Hemos hecho un trato.

—Hemos hecho un trato de no hacer el amor, pero no he dicho que no vaya a tocarte o a besarte...

—¡Ay!

Jill giró la cabeza y vio a Mary, que guiñaba un ojo a Zach y salía del cuarto. Jill apoyó la cabeza en el pecho de él y gimió.

—Ya está hecho. De todos los lugares eliges...

—Tu casa después, o la mía. No podré hacer nada en el granero esta noche, ¿qué te parece si damos otro paseo? Si hago algo que no está en el trato sólo tienes que tocarme los dedos y obedeceré instantáneamente.

—No creo que sea una buena idea.

—Claro que sí. Yo no podré comer solo, tienes que ayudarme. No puedo abrir latas con una mano...

Jill miró hacia el techo y luego se apartó de él.

—Vete a hacer la radiografía, doctor Samuels. Luego hablaremos.

—¿Te daré más pena si tengo algo roto?

—No tientes a la suerte. Y ahora ve a examinarte la mano, no tengo tiempo de estar aquí charlando contigo. A propósito, Jason Bridger pregunta si se sabe algo de su amigo.

—¿Dave? Sí, ya está consciente. Parece ser que está perfectamente. Creo que lo trasladarán aquí hoy por la tarde. Pregunta en Neurología.

—Lo haré. Ahora iré a darle a Jason la buena noticia... y tú...

—Ve y hazte una radiografía —dijo, imitando su voz y saludando con la mano sana—. Te veré enseguida.

Después de tres cuartos de hora, volvió con la mano escayolada y una expresión de disgusto en la cara.

—Dos metacarpios rotos.

—¡Zach! No creí que fuera tan grave. ¿De qué te ríes?

—Lo conseguí.

—¿El qué?

Se quitó la escayola y movió la mano.

—Le pedí a las enfermeras que me pusieran la escayola para enseñártela. Estoy bien, no hay fractura, pero tengo que estar sin moverla unos días. Por supuesto, tengo que ir al fisioterapeuta. ¡Ay! ¿Por qué haces esto?

—Por engañarme. Y volveré a golpearte si no dejas de reírte. La abrazó y la besó en la frente.

—Lo siento.

—Lo sentirás, Zach. No puedes abrazarme en el hospital, la gente murmurará.

—Estamos en tu despacho, nadie puede vernos.

—Más peligroso todavía. Además, es el despacho de Mary O'Brien. ¿Qué vas a hacer ahora?

—La ronda habitual.

—¿Podrás?

—Si me pones una venda, sí.

—De acuerdo.

Jill le llevó de nuevo a la sala de curas. Dejó la puerta abierta para obligarlo a comportarse bien, y le vendó la mano con cuidado.

La señora Birkett se recuperaba lenta pero firmemente. Los pies tenían ya buen color y las piernas apenas le dolían. Las líneas de sutura estaban limpias y también iban cicatrizando.

Tenía la espalda un poco frágil, así como la pierna izquierda, pero el progreso era evidente.

Sin embargo estaba muy deprimida. Zach sugirió que viera a un psicólogo, para ver si conseguía que su autoestima aumentara lo suficiente como para querer luchar contra su marido. La hermana de Zach había sido tratada por un psicólogo y al parecer estaba contenta y visiblemente recuperada.

Jill estaba sorprendida de que Zach confiara en un psicólogo. Muchos cirujanos los veían como mitad religiosos y mitad brujos, emparentados con cosas como acupuntura y aromaterapia, en términos de eficacia. Zach creía en todo aquello.

—Somos tan ignorantes de las sutilezas de nuestro mundo —le dijo a Jill—. Estamos destruyendo el planeta con nuestra ignorancia, arruinando la delicada armonía de la naturaleza porque no sabemos todas las respuestas. Para mí si algo funciona es bueno. Me gusta entender, pero no tengo por qué saber todo. No soy tan vanidoso como para creer que conozco todas las respuestas. Como te acabo de decir, todo vale, y los psicólogos trabajan cada vez más con personas que han sufrido traumas. Ryan siempre manda a sus pacientes al psicólogo.

A Jill le sorprendió su mente abierta y preparada para entender nuevas técnicas. Fue como una revelación. ¿Sería influencia de Ryan O'Connor?

No conocía mucho al doctor canadiense, y decidió poner más atención la próxima vez que lo viera en sus visitas a las salas.