Capítulo 1

Jill Craig estaba agotada. Le dolían la cabeza y los pies. Había sido un día de mucho trabajo. Y lo que menos le apetecía era ver a Zach Samuels.

Lo vio yendo hacia la sala, con su sonrisa lasciva, parándose a hablar con todas las pacientes y arruinando su tensión nerviosa.

Tampoco a ella le hacía ningún bien, pero no tenía nada que ver con su encanto adolescente y sí con el tamaño de su vanidad.

—Si se acerca, juro que lo mataré —murmuró Jill al ordenador.

Oyó un ruido detrás y se volvió sobresaltada.

—¡Oh, Mary, me has dado un susto!

Mary O'Brien, la encantadora jefe de planta y de Jill, esbozó una sonrisa y apoyó su trasero grande en el borde de la mesa.

—¿Zach te está dando problemas, Jilly?

—No directamente, pero con sólo verlo me pongo nerviosa. ¡Es tan increíblemente alegre!

—Lo sé. Es maravilloso, ¿verdad? Todas lo quieren.

—Va a matarlas, siempre está coqueteando.

—Tonterías, lo adoran.

—Sí, pero no quieren mejorar e irse a casa. Inventan excusas para quedarse.

—Yo pensaba que estabas preocupada por la salud de las enfermas, y te preocupa sólo que las camas se queden vacías —Mary hizo un ruido con la boca y dio un golpecito de consuelo en el hombro de Jill—. No te preocupes, cielo, enseguida terminas tu turno y podrás marcharte.

Jill agachó la cabeza para no ver a Zach hablando con una le las pacientes, y trató de concentrarse en el ordenador. Aquel canalla estaba decidido a arruinar su vida, pensó, y estaba a punto de tirarle cualquier cosa cuando vio su sombra en la pantalla del ordenador.

—Hola, guapa —dijo el hombre, con una voz baja y seductora.

La muchacha apretó los dientes.

—Ahora no creo —contestó ella secamente.

—Claro que sí, estás guapa cuando estás pensando en el asesinato.

—Y tú eres como un crío y nunca sabes cuándo parar.

El hombre se echó hacia atrás con la mano en el pecho.

—Me has herido profundamente.

—¡Eso es lo que me encantaría! —murmuró entre dientes.

Zach reprimió una risita, y ella lo miró enfadada.

—Estoy intentando concentrarme. ¿Tienes algún problema que pueda solucionarte yo?

Entonces el hombre rió suavemente.

—Oh, Jill, es una idea estupenda...

La muchacha dio un suspiro profundo y se dio la vuelta con los dientes apretados.

—En la sala. ¿Tiene algún problema en la sala? ¿Con los pacientes?

—Ah, eso... No. La señora Jacobs está portándose muy bien, creo que quizá pueda irse mañana. La señora Stevens mejora poco a poco de su infección. Yo creo que estará dos días más con antibióticos para recuperarse del todo. Y no pasa nada más... en la sala.

Jill rechazó sentirse provocada. Mantuvo los ojos pegados a la pantalla, intentando continuar. ¿Por qué no se marchaba?

—¿Te estoy poniendo nerviosa, o siempre escribes tan mal? —preguntó Zach, desde detrás.

La muchacha pulsó un botón y en la pantalla aparecieron listas de nombres.

—Déjame en paz, doctor Samuels.

—Te estás comportando de manera muy distante, ¿no crees, señorita Craig? —murmuró.

—Me parece que es la única manera en que se te puede tratar.

Pero tampoco eso funcionó. El hombre rodeó la mesa y se apoyó en el ordenador, mirándola fijamente a los ojos.

—¡Oh, qué guapa estás cuando te enfadas! Nunca pensé que los ojos grises pudieran brillar así. Resultan increíbles con ese pelo rubio... tan fascinante. ¿Qué vas a hacer esta noche?

—Contigo nada.

—No te lo he pedido.

—Muy bien.

El hombre puso la corbata frente a la pantalla, para que ella no pudiera seguir trabajando. Ella suspiró y se cruzó de brazos.

—Estás comportándote otra vez como un crío.

—A un hombre menos seguro que yo, tus palabras le dañarían para toda la vida.

—Pero no tengo esa suerte.

El hombre rió de nuevo. Entonces el doctor tomó su barbilla y la obligó a que lo mirara.

Ella podía haber cerrado los ojos, pero en lugar de ello lo miró.

—Eres guapísima. Tu pelo es maravilloso. Me encantaría dejarlo suelto y poder acariciarlo con la mano.

Ella trató de ignorar el repentino vuelco de su corazón. —¿Le gustaría? —preguntó la muchacha, forzando un tono de aburrimiento.

—Sí. Salgamos a comer. Estás muy delgada.

—He perdido el apetito. Tu sentido del humor me ha provocado náuseas.

—No me digas eso, me duele —dijo, sin parecer para nada dolido. Sus ojos estaban brillantes, y Jill se dio cuenta en ese momento, cuando habían pasado dos semanas desde que él empezara a trabajar allí, del azul intenso con motitas doradas de sus iris. Un mechón de pelo negro amenazaba con caer sobre la frente, y en su mandíbula angulosa se apreciaba una barba incipiente.

Parecía un pirata, pensó Jill. En cualquier momento la podría secuestrar y llevar a su camarote, y hacerle toda clase de cosas maravillosas...

La muchacha sintió que se ruborizaba, y trató de apartar la vista, pero las manos de él seguían en su barbilla.

—Quizá otra noche —dijo él suavemente. Entonces la soltó y se dirigió hacia una de las salas con las manos en los bolsillos. Al llegar saludó con un gesto a las mujeres que había en la puerta.

Jill apoyó la cabeza en las manos y suspiró.

—¿Creías que eras inmune a él?

—Lo soy —respondió con firmeza a Mary, alzando los ojos—. Soy totalmente inmune, especialmente a esos estudiantes que se creen veteranos.

—¿Entonces por qué te has sonrojado?

—¡No me he sonrojado, tengo calor!

—Claro, seguro que tienes calor.

—Es que es tan...—comenzó Jill.

—¿Tan atractivo?

—¿Atractivo? —repitió asombrada—. ¿Zach Samuels? ¡Se me ocurren muchas palabras para describirlo y atractivo no es una de ellas! Podría decir irritante, vanidoso, egoísta, infantil...

—Desde luego no tienes muy buena opinión de él.

—No —contestó, sintiendo que de nuevo se ruborizaba. Entonces volvió al ordenador, que no cooperaba demasiado.

—Déjame, yo lo haré. Parece que hoy no tienes un buen día. Te dejo salir cinco minutos antes por el bien de la sanidad, si no vas a destrozar todo el sistema informático.

Jill hizo un gesto.

—¿Estás segura de que puedo irme?

—Ve a darte un baño caliente y ponte guapa para el concierto al que vas a ir con Gordon.

Jill se había olvidado completamente de Gordon. Forzó una sonrisa y se levantó.

—Gracias, Mary. Te debo un favor.

La muchacha ordenó la mesa, recogió sus cosas de la taquilla y se dirigió hacia la planta baja, donde estaba la salida. Una vez fuera cruzó la calle, y cuando caminaba por el arcén oyó un coche que frenaba a su altura.

—¿Puedo llevarte a casa?

Otra vez él. La muchacha se volvió ligeramente, sin alterar el paso.

—No gracias, vivo aquí al lado.

La muchacha señaló la casa que había enfrente, e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho.

—En ese caso podrías invitarme a tomar un café —dijo Zach, con una sonrisa que por supuesto ella no encontró nada seductora. El hombre estaba dentro del coche y medio tumbado, para poder hablar con ella por la ventanilla opuesta.

—Te puedo denunciar por intentar buscar prostitutas desde el coche —dijo ella enfadada. La sonrisa de Zach no hizo más que aumentar al mismo tiempo que sus ojos brillaban.

—Puedes hacer que me quiten la condena si me invitas.

—No, no puedo. Además no tengo tiempo que perder. Voy a salir esta noche.

—¡Entonces has cambiado de opinión! ¿A qué hora te recojo?

—No contigo, idiota —exclamó.

—Me has roto el corazón. ¿Quién es el afortunado?

—Gordon Furlow.

—¿Furlow... de salud pública? ¡Dios mío, debes de estar desesperada! No me digas que ése te va a llevar a la ópera.

La muchacha sintió que sus mejillas enrojecían, y le hubiera dado una patada al coche.

—Pues sí, vamos a un concierto.

—¿A ver a Tina Turner? ¿Dire Straits? ¿Rod Stewart?

—Vamos a escuchar a The Suffolk Youth Orchestra. Su sobrino toca en ella.

—Ah, lealtad familiar. Eso es admirable.

—No tengo por qué escucharte —murmuró, y dándose la vuelta, cruzó rápidamente el aparcamiento y llegó a la puerta de su casa. Cuando estaba cerrando la puerta le oyó.

—Diviértete. ¡Y no te quedes dormida!

La muchacha cerró la puerta de la verja de un golpe y se apoyó en ella. ¿Cómo lo hacía? Nadie, ¡nadie! la había puesto tan nerviosa con esa facilidad. Parecía saber sus puntos más débiles.

Por ejemplo, ¿cómo sabía él que la idea del concierto de aquella noche le producía somnolencia? «¡Demonios!», exclamó, cruzando el jardín para entrar a su casa.

Era un día soleado de primavera, y aunque no hacía calor suficiente como para dejar la puerta de la casa abierta, era estupendo poder ver los rayos del sol después del largo y frío invierno.

Se hizo una taza de té y fue al jardín a tomarla, sentada en un pequeño banco que había bajo la ventana de la cocina.

Tuvo que cerrarse bien la chaqueta y alzarse el cuello, pero por nada del mundo se habría metido dentro. Contempló las flores, y vio que abundaban las malas yerbas entre ellas. Tenía que quitarlas cuanto antes, decidió, cerrando los ojos. «Pero ahora no, ahora estoy descansando...»

—¿Quién será?

Dejó la taza en el banco y corrió a la puerta mientras el timbre sonaba de nuevo. Zach, pensó, y abrió la puerta enfadada.

—¡Gordon! ¡Llegas muy temprano!

El hombre alto y delgado se pasó una mano por el cabello y suspiró.

—Sí, bueno no. Lo siento, es para decirte que no vamos a ir al concierto. Le hablé a mi madre de ello y se enfadó por no llevarla. Espero que entiendas.

La muchacha se quedó atónita. ¡Gordon rompiendo una cita!

—Por supuesto que entiendo. Espero que os guste —dijo, abriendo un poco más la puerta—. ¿Quieres una taza de té?

El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza y la muchacha creyó notar una sensación de alivio en él.

—Tengo que ir a buscar a mi madre.

Entonces ella se preguntó si él había hablado así siempre de su madre, o lo notaba en ese momento debido a la influencia de Zach.

—No te preocupes, vete a casa. Me apetece acostarme hoy temprano, si te soy sincera. He tenido un día de mucho trabajo. El hombre se dio la vuelta y ella volvió a su taza de té y a los rayos de sol. ¿Se lo había imaginado, o también había creído notar en Gordon una especie de culpabilidad?

¿Y si así era, por qué?

Zach no la molestó la mañana siguiente. No hubiera importado mucho, porque ella estaba tan ocupada que no le habría hecho caso. Aquella mañana tuvieron a una mujer en urgencias que se había caído de un tercer piso en circunstancias extrañas.

Sus heridas, sin embargo, no habían sido muy graves. Se le habían roto los huesos de los talones y las piernas habían resultado dislocadas, así como dos vértebras lumbares. Todo ello apuntaba a que había caído de pie, pero todavía no había nada seguro.

La habían puesto en una habitación privada para que descansara bien, y la iban a llevar al quirófano por la tarde, para operarla de las piernas y posiblemente de la espalda si era necesario. Le habían hecho un escáner de la zona, y los resultados serían discutidos aquella mañana. Jill, que estaba a su cuidado, notó que tenía marcas en los brazos y en las muñecas.

¿Eran marcas de dedos? Jill no era forense, pero tampoco era tonta, y le pareció que la mujer había sido suspendida sobre el balcón, y una vez allí, dejado que se cayera. Pero cuando el policía le hizo un interrogatorio la mujer negó aquella posibilidad.

—Me caí —insistió con voz desesperada—. Me resbalé en el borde, fue culpa mía. No debí sentarme allí.

Jill le habló al policía de las marcas.

—Las he visto —dijo el policía—. ¿Pero qué podemos hacer? Si ella no quiere denunciar, no podemos denunciarle por ella. No hubo testigos.

—¿Quién es él?

—Su marido. La ha golpeado otras veces según los vecinos, pero nosotros no podemos obligarla a que lo diga.

Jill volvió a su puesto, rellenó el informe y revisó el equipo de monitorización. La señora Birkett había sido sedada, pero era evidente que no lo suficiente como para que olvidara sus problemas. La mujer cabeceaba inquieta mientras Jill se preguntaba qué habría pasado aquella mañana, y por qué era tan leal a su marido.

¿Por miedo? No era la primera vez que ocurría y Jill estaba segura de que la mujer escondía algo. Sus ojos la habían traicionado mientras era interrogada por la policía. De todas maneras su preocupación más importante era la salud de la mujer.

Un poco antes de la hora de la comida, Robert Ryder fue con su equipo a examinar a la señora Birkett. Zach, por supuesto, estaba allí por una vez sin coquetear con la paciente. De hecho, parecía bastante tranquilo y educado, y Jill se alegró de que no intentara mirarla a los ojos ni distraerla, ya que tenía que estar concentrada y dar al jefe de la unidad la información necesaria.

El jefe habló unos momentos con Jill y supo que la señora Birkett había permanecido estable y consciente toda la mañana. Después, puso una silla al lado de la cabecera de la cama y se dirigió a la mujer.

—Y ahora, señora Birkett, tenemos los resultados del escáner y hemos decidido no operar la espalda. Ha tenido mucha suerte de no haberse dañado la espina dorsal, y el neurólogo dice que únicamente tiene que descansar. De manera que se quedará aquí unas semanas hasta que cicatrice por sí sola. En cuanto a sus piernas, me temo que es un poco más complicado.

—Eso temía —dijo la mujer, forzando una sonrisa débil—. Me duele un poco la espalda, las piernas mucho más, y mis pies... —la mujer se encogió de hombros—. ¿Podré volver a caminar?

El especialista asintió solemnemente.

—Oh, sí, pero será lentamente. Tendrá que hacer rehabilitación después de que operemos. Le vuelvo a decir que es afortunada, porque gracias a que las piernas recibieron todo el impacto, la espina dorsal no ha sufrido y, por tanto, el daño ha sido menor.

—¿Me habría quedado paralítica? —preguntó en voz baja. Y Jill pudo ver terror en sus ojos.

Robert Ryder se encogió de hombros.

—Quizá. ¿Quién puede saberlo? No se ha quedado y no se quedará. Pero se ha dañado gravemente las piernas, especialmente la derecha, y tendremos que ponerle un injerto para que pueda andar con normalidad una vez que cicatrice. Tendremos que ponerle clavos en ambas piernas para que las fracturas cicatricen bien, y luego escayolarlas. Me temo que se quedará con nosotros bastante tiempo. ¿Hay algo que quiera preguntarme?

La señora Birkett negó con un gesto.

—No, gracias, doctor. Confío en usted. Dígame lo que tengo que hacer y lo haré.

La mujer parecía destrozada, como si no le importara nada de lo que le pudiera ocurrir. Jill sintió lástima por ella. Debía de ser espantoso ser víctima de un marido violento, pensó. Infinitamente peor que ser la víctima de uno infiel...

—Entonces, señorita Craig, si nos prepara todo para que podamos operar a la señora Birkett a las tres, empezaremos a curar esas piernas esta tarde, ¿de acuerdo?

Jill y la señora Birkett asintieron a la vez, y el doctor Ryder desapareció, llevándose con él a Zach. Éste sonrió a Jill al pasar a su lado, pero sin el matiz lascivo y sin guiñarle los ojos. Jill se preguntó qué habría pasado para que cambiara de manera tan radical, cosa que por otro lado no le importaba. ¡El nuevo Zach era definitivamente mejor!

No tenía que haberse preocupado tanto. A la mañana siguiente, la señora Birkett estaba de vuelta de la Unidad de Cuidados Intensivos, donde había pasado toda la noche, y el antiguo Zach había vuelto con más fuerza.

Escuchó su voz en la sala y alzó la cabeza hacia la puerta, creyendo que iba a visitar a la señora Birkett. Se acercó a Jill riéndose, y ella hizo un gesto de impaciencia.

—Te prefiero como estabas ayer —dijo la muchacha, y enseguida se arrepintió, por haber comenzado la conversación con algo personal.

—Lo siento, pero soy serio una vez cada diez años —respondió, esbozando una sonrisa.

—Eres incorregible —respondió la muchacha, riéndose a su pesar.

—Así soy. ¿Qué tal tu paciente?

Jill miró a la mujer tendida con las piernas suspendidas en alto.

—Está mal. Se pondrá bien de las heridas, pero creo que tiene otros problemas emocionales. Parece que su marido vendrá hoy a visitarla, y creo que ella no lo desea especialmente.

Zach frunció el ceño.

—¿Por qué dices eso?

—Me preguntó si se encontraba lo suficientemente bien como para verlo, entonces yo le dije que probablemente sí, pero que tendríamos que preguntarte a ti. Casi pareció disgustada. Creo que le tiene miedo, y tiene buenas razones para ello.

Zach tomó del brazo a Jill y se la llevó a su despacho. —¿Crees que se tiró por el balcón?

—No, creo que él la tiró por el balcón. Creo que la sujetó por las muñecas y la puso fuera, luego ella sé resbaló o la tiró. De una manera u otra creo que es culpa suya.

—¿No has pensado que quizá ella estuviera en el balcón y él la sujetara para que no se tirara?

—¿Entonces por qué tiene marcas en el muslo derecho? ¿Y en la espalda? No, Zach, él la ha estado golpeando durante mucho tiempo, y ella está tan asustada que no se atreve a denunciarle.

—¡Canalla! —exclamó Zach, con un gesto de violencia en los ojos.

—Lo has dicho con sentimiento.

—Sí. Mi hermana se casó con un hombre encantador. La última vez que la golpeó fue estando embarazada de seis meses. El bebé tuvo que estar en la incubadora cuatro meses.

—¿Y tu hermana se encuentra bien? —preguntó Jill asombrada.

—Se pondrá bien, con mucha ayuda. El bebé es quien más nos preocupa, tiene problemas en los pulmones. Pero dejemos eso, ¿cómo está la señora Birkett esta mañana?

—Está bien. Sus pies tenían mejor color esta mañana, y dice que le duelen un poco menos.

—Muy bien. Lo que no puedo entender es por qué una persona tiene que soportar a un canalla que decide matarla —continuó Zach pensativo—. Vamos a verla, ¿te parece? Estoy seguro de que no está en condiciones de ver a su marido, o si lo ve será con alguien y unos minutos.

La examinó con seriedad pero con suavidad, y Jill se preguntó si había adoptado esa nueva actitud con ella al saber lo que Jill le había contado de su marido. A continuación Zach se marchó para una urgencia, y Jill se quedó de nuevo al cuidado de la enferma. Era muy importante comprobar regularmente el estado de sus piernas, si había inflamación o decoloración de los tejidos. Era un trabajo difícil, ya que ambos pies estaban hinchados por la operación. Desde las rodillas para abajo tenía un color extraño. El dolor debía de ser espantoso.

Cuando estuviera un poco más recuperada, ella misma podría administrarse sedantes, de acuerdo al dolor, pero hasta entonces Jill vigilaría la dosis de tranquilizantes para que se mantuviera en un nivel adecuado. También tenía que vigilar las heridas y el suero, así como sus funciones vitales, el ritmo cardíaco, temperatura, presión sanguínea y ritmo respiratorio. La tecnología moderna ayudaba mucho a las enfermeras, pensaba Jill, pero todas las máquinas necesitaban una constante vigilancia.

Era una concentración absorbente, pero Jill continuamente volvía a pensar una y otra vez en Zach. ¿Cómo era realmente? ¿Era posible que no fuera tan superficial como ella había pensado en un principio?

Entonces oyó de nuevo su voz en la sala, provocando y bromeando con las enfermeras, con esa risa impertinente y... horrible. La muchacha se puso sería de repente. Ella no iba a sonreír.

Aquel día también le resultó duro y largo, como últimamente solía suceder. Quizá necesitara unas vacaciones.

El señor Birkett había ido. Era un hombre alto y fuerte, con unas manos grandes, y se había enfadado cuando Jill no había querido salir de la sala.

—Tengo que estar aquí continuamente —le había explicado con paciencia—. Su esposa tiene heridas graves, y necesita constante vigilancia. No queremos que le pase nada, ¿de acuerdo?

¿Se lo había imaginado, o había visto miedo en los ojos del hombre? Se había inclinado sobre su esposa y le había murmurado algo al oído. Ella había cerrado los ojos y le había dado golpecitos en la mano, luego le había dicho a Jill que estaba muy cansada.

—Lo siento, señor Birkett, pero tiene que marcharse ya. Su esposa necesita descansar.

El hombre se había ido de mala gana y había prometido, casi amenazado, volver a la mañana siguiente. La paciente se había dormido después de la visita. A las cinco en punto, Jill se había ido del hospital y había dejado a la señora Birkett con otra enfermera.

Era otro día soleado, y de nuevo al llegar a casa se hizo un té y lo llevó al jardín.

También aquel día fue interrumpida por el timbre de la puerta. ¿Otra vez Gordon? No lo había visto más que unos minutos en la cafetería. Ella había pensado preguntarle por el concierto, pero él estaba muy ocupado. ¿Iría a contarle todo?

Abrió la puerta y se quedó atónita.

—¿Zach?

—¿Puedo entrar?

—¿Por qué?

No quería ser brusca, pero se sentía casi perseguida por él. Le ponía nerviosa, y allí en su apartamento pequeño y modesto la sensación aumentaba. —Quería hablar contigo de algo, Jill.

—¿De trabajo?

—No, no de trabajo.

El hombre se pasó la mano por el cabello, echándoselo sobre la frente, de una manera que le hizo parecer seductor y casi peligroso. Ella lo imaginó en la proa de un barco, contemplando un mar tormentoso, con una camisa blanca ancha sobre su pecho fuerte...

La muchacha dio un suspiro profundo. ¿Qué veía en él que le hacía pensar en piratas y novelas románticas y noches de lujuria? Especialmente cuando ella no sabía nada de noches de lujuria...

—Hay algo que creo que deberías de saber —dijo suavemente.

—¡Oh! Será mejor que entres —dijo, echándose hacia un lado y cerrando la puerta—. Estoy tomando una taza de té, ¿te pongo una?

—Gracias.

Sirvió una y se la dio, luego lo condujo hacia el jardín, hacia el banco. Fue un error: era un banco pequeño y apenas había sitio para dos personas.

—¿Qué querías decirme? —preguntó.

—Me imagino que no fuiste al concierto con Gordon —dijo el hombre, parecía incómodo.

—No, fue con su madre. Tenía sólo dos entradas y ella quería ir.

—En ese caso su madre se enfadaría de todas maneras, a menos que tenga veinticinco años, sea ayudante de laboratorio y se llame Maria Skeet.

Jill sintió que la sangre se le agolpaba en la cara.

—¿Qué? ¿Por qué dices eso?

—Ryan O'Connor estaba allí. La hermana de su difunta esposa tocaba en el concierto. Estaba sentado detrás de ellos.

—Tiene que haber un error...

—No, es cierto. A Maria la conoce de hace tiempo y bien, y no le gusta mucho como persona. Me contó que cuando se enteró de que era viudo, dejó bastante claro que no le importaría sustituir a su esposa. También creo que conoce a Gordon —el hombre puso una mano sobre la de ella—. Lo siento, Jill, creí que lo tenías que saber, si es que todavía no lo sabías.

Jill le apartó la mano, se levantó y comenzó a caminar por el pequeño jardín.

—Debe de haber una explicación. Quizá su madre le dijo en el último momento que no quería ir, y él se encontró con María en el vestíbulo de la sala. Quizá los dos fueron solos, y se sentaron juntos buscando compañía.

—¿De la mano?

La muchacha se dio la vuelta y miró a Zach de hito en hito.

—¿Iban de la mano? Ahora sí que sé que no es cierto. Gordon no es muy cariñoso...

—Con Maria Skeet sí.

Se dio cuenta de que ya no podía mirarlo más. Había pena en los ojos de Zach, pena y rabia, y ella supo que le estaba diciendo la verdad.

Se dio la vuelta y se abrazó a sí misma, para amortiguar el dolor de la traición. No era que su relación fuera muy fuerte, pero...

—Me mintió. Maldita sea, Zach, ¡me mintió! ¿Cómo ha podido?

La voz de Jill pareció romperse y se mordió los labios. Cerró los ojos, y segundos después, notó que unos brazos fuertes la agarraban, obligándola suavemente a que pusiera la cabeza sobre un pecho fuerte que olía a jabón y a antiséptico. Y a algo masculino que la hizo sentirse segura.

Dejó la cabeza sobre aquel pecho y sintió que una mano le acariciaba la cabeza.

—Lo siento, Jill —murmuró sobre su cabello—. Creí que debías saberlo.

—¿Cómo se atreve a hacerme eso?

La mano volvió a acariciarla mientras que el otro brazo la apretaba contra su pecho fornido. De repente pensó que no había nada seguro en el pecho de Zach, nada de nada. Era como estar sobre un acantilado y sentirse segura porque estaba al lado de una gran roca. ¡Pero la roca también estaba en el acantilado!

Jill se apartó de él y se fue hacia el banco.

—Creía que lo nuestro era importante. Zach se reunió con ella.

—¿Cuánto tiempo ha durado vuestro affaire?

—¿Affaire? No teníamos esa clase de relación.

—Entonces, ¿cuánto tiempo llevabais saliendo juntos?

—Dos o tres meses.

—¿Meses? ¿Dos o tres? ¿Estáis locos?

—No todo el mundo es un maniaco sexual —dijo la muchacha con frialdad, ignorando la pierna de Zach contra la suya.

El hombre rió, todavía sorprendido.

—Desde luego. De todas maneras cualquier adulto sano cuenta con un elemento físico importante en sus relaciones.

—Nosotros lo teníamos. Me daba las buenas noches con un beso —dijo Jill, mirando hacia otro lado.

Entonces sintió que una mano fuerte le hacía girar la cara.

—Demuéstramelo —murmuró, con el aliento contra los labios de ella—. Enséñame cómo te besaba.

El corazón de Jill dio un brinco. No podía. ¡Estaría loca si lo besaba! Después de unos segundos de vacilación, colocó los labios contra los de Zach, luego se apartó enseguida.

—¿Así?

—Sí —replicó ella.

—¿No así?

Puso su boca suave y caliente sobre la de ella, y mordió sus labios, que se separaron. Jill sintió su lengua, y entonces notó que le agarraban la cabeza.

—Dame tu boca —ordenó con voz ronca. Jill notó que sus venas se encendían, y se sintió débil y anhelante.

Los labios de ella se abrieron, como si tuvieran vida propia, y la boca de Zach acarició sus dientes, luego se introdujo más profundamente. El hombre levantó un poco más la cabeza, y se apretó contra ella. Jill exploró entonces la boca del hombre sin ninguna timidez. El hombre gimió y disfrutó de los lugares secretos de ella.

De repente se apartó.

—Así es como yo te daría las buenas noches, Jilly —murmuró.

Luego se levantó, se dirigió hacia la puerta de la calle y la cerró con suavidad.

Jill estuvo un buen rato sin moverse. No podía. Le temblaban las piernas, y su cuerpo palpitaba hasta casi dolerle, con una pasión nueva e insatisfecha.

—Maldito seas —exclamó. Y no estaba segura de si hablaba de Gordon o de Zach, ni si le importaba...

Maldita sea, pero ella era preciosa. Bella, espiritual y físicamente. Y sobre todo, le interesaba.

Zach estaba acostumbrado a huir de las mujeres. Lo hacía con suavidad, amablemente, pero las rechazaba. Ellas parecían sentirse atraídas como hierro a un imán, y desde temprana edad había aprendido cómo tratarlas. Su madre siempre decía que se debía a su encanto natural y a sus ojos.

Sólo Jill lo miraba de manera distinta, de una manera que hacía que su corazón palpitara más rápidamente y su cuerpo se encendiera.

Zach amaba el riesgo, y Jill era una aventura peligrosa. Además, en ese momento, pensó, ella necesitaba un amigo.

Quizá esa sería la manera de acercarse a la enigmática enfermera Craig...