La isla elefante

Una cabaña en la isla Elefante
Marston y Greenstreet sugirieron que se convirtiera en cabaña a los barcos que quedaban, el Stancomb Wills y el Dudley Docker. Pusieron los barcos al revés sobre muros de piedra de cinco palmos de altura y en este refugio vivieron los veintidós hombres durante cuatro meses. Los restos de las tiendas se utilizaron como «falda» rompevientos en torno a las paredes.
«Lanzamos tres hurras entusiastas y nos quedamos viendo cómo el bote se volvía más y más pequeño en la distancia —escribió Wild sobre la partida del James Caird—. Y viendo que algunos lloraban les puse inmediatamente a trabajar. Yo también estaba emocionado. Oí cómo uno de los pocos pesimistas decía: “Es la última vez que los vemos” y estuve a punto de derribarle con una roca, pero me contenté con dirigirle algunas frases en el brutal lenguaje de cubierta».
El Caird partió a las doce y media del mediodía, y a las cuatro Wild subió a una atalaya en las rocas, desde donde, con ayuda de binoculares, vislumbró el bote justo antes de que se desvaneciera entre los hielos.
Todos se habían mojado, por entero o parcialmente, en la carga del Caird, y después de una comida caliente escurrieron tanto como pudieron sus sacos de dormir y se acostaron para el resto de la jornada.
A la mañana siguiente, la bahía estaba llena de témpanos, de modo que el Caird salió justo a tiempo. Después del desayuno, Wild se dirigió a todos «concisa pero adecuadamente acerca de su comportamiento futuro», según el informe aprobatorio de Hurley. Aunque Shackleton se había marchado, Wild dejó claro que aún había quien daba las órdenes. Los hombres estuvieron ocupados despellejando focas y cavando hoyos en la nieve para resguardarse. Se había confiado mucho en estas «cuevas de nieve», antes de que se descubriera que el calor del cuerpo humano elevaba la temperatura hasta fundir la nieve, con lo cual todo quedaba más mojado que antes.
La tierra a su disposición era un estrecho y rocoso promontorio que emergía de la abrupta costa de unos doscientos a doscientos treinta metros. A tres metros por encima de la marea alta, no tenía más allá de treinta y tres metros de anchura. Un glaciar al oeste dejaba deslizarse con frecuencia enormes fragmentos de hielo. Al este se hallaba una estrecha playa pedregosa, donde se reunían focas y pingüinos. Estaban, pues, muy expuestos a los elementos.
«Rezamos para que el Caird llegue sano y salvo a San Pedro y nos traiga ayuda sin demora —escribió Hurley, que seguía siendo uno de los miembros más resistentes del grupo—. La vida aquí, sin chozas ni equipo, es casi insoportable». Era el último día de abril; hacía sólo seis días que había partido el Caird.
Marston y Greenstreet sugirieron que se construyera un refugio empleando los únicos materiales disponibles, es decir, los dos botes. Esto implicaba dejarlos inservibles para navegar y que lo almacenado en cabo Valentine sólo podría recuperarse si en primavera se llevaba a cabo un segundo viaje, en caso de que fracasara el Caird. Este fracaso era impensable y la necesidad de albergue, inmediata.
«Debido a la falta de hidratos de carbono en nuestra dieta, todos nos sentíamos terriblemente débiles —escribió Lees—, y este trabajo resultó muy costoso y nos llevó el doble de tiempo de lo que nos habría costado de gozar de buena salud». Finalmente, se levantaron dos muros de cinco palmos de altura, a seis metros uno de otro, entre dos rocas que sirvieron para contener el viento. Los dos botes se colocaron encima de los muros y se les pusieron piedras para mantenerlos firmes. Encima de los botes se dispusieron viejos pedazos de madera, como si fueran vigas y, finalmente, todo el conjunto se cubrió con una de las tiendas mayores. Se cortaron otras tiendas para formar con los pedazos los muros exteriores, y un fragmento sirvió de puerta.
Cuando el «salón» quedó terminado, Wild distribuyó los camastros. Diez hombres, entre ellos todos los marineros, en los bancos de remeros de los botes, y el resto en el suelo. El «suelo» de la choza se había limpiado tanto como se pudo, pero todavía quedaban hielo y guano helado. Durante la primera noche, una ululante ventisca reveló todas las debilidades de la choza. Los hombres se acostaron con la reconfortante esperanza de que por lo menos se habían asegurado un refugio, pero al despertarse se encontraron cubiertos por varios centímetros de despojos arrastrados por el viento.
«Qué desagradable despertar —escribió Macklin—. Todo cubierto de nieve, el calzado tan endurecido por el hielo que sólo podíamos ponérnoslo poco a poco, y ni un par de guantes secos entre todos nosotros. Creo que esta mañana pasé la hora más desgraciada de mi vida… todo lo que intentábamos parecía sin esperanza y diríase que el Destino estaba absolutamente decidido a hacernos fracasar. Los hombres se sentaron y maldijeron, no a gritos, pero con una intensidad que mostraba su odio por esta isla en la que habíamos buscado refugio».
Pero Wild perseveró y poco a poco se descubrieron las hendiduras por las cuales se infiltraron la nieve y el viento, y las sellaron con los restos de un viejo saco de dormir. Más tarde, Hurley llevó una pequeña estufa de grasa de ballena, que colocaron en el triángulo entre las popas de los dos botes.
«Desde ahora estaremos siempre negros por el humo, pero esperamos que secos», escribió Wordie. La comodidad aumentó con algunos refinamientos conseguidos con pruebas y fracasos y nuevas pruebas. Kerr construyó una chimenea con una lata que había contenido galletas, y esto permitió librarse de gran parte del humo. Marston y Hurley hicieron lámparas para grasa de ballena que podían iluminar a unos cuantos palmos. Hurley y Greenstreet vigilaron la construcción de una cocina, con un muro de piedras más o menos circular de dos metros de alto, cubierto con la vela del Dudley Docker. Un remo sirvió de asta, del cual colgaba, con optimismo, la enseña del Royal Thames Yacht Club, y dio un toque final al conjunto.
Wild estableció una estricta rutina para el campamento. A las siete de la mañana, apenas al alba, se levantaba el pobre Green de su camastro encima de algunas cajas de vituallas. Bajo el cielo gris, se dirigía a la cocina, donde encendía el hornillo de grasa de ballena y se pasaba dos o tres horas preparando gruesos bistecs de foca. A las nueve y media, Wild despertaba a todos al grito de: «¡En pie! El jefe puede llegar hoy». Los hombres enrollaban sus sacos de dormir y los guardaban entre los bancos de los botes. Después de desayunar, se permitían quince minutos para fumar, mientras Wild asignaba las distintas tareas de la jornada: caza, despellejar y preparar pingüinos y focas, reforzar el «salón», remendar la ropa y demás. A las doce y media, se comía y luego se empleaba la tarde en las mismas ocupaciones que por la mañana. La cena, de caldo de foca, se servía a las cuatro y media, tras lo cual todos se sentaban en cajas colocadas alrededor de la estufa. Una estricta rotación del lugar aseguraba que cada uno consiguiera una vez por semana sentarse cerca de la estufa.
«Es una escena increíble —escribió Hurley—. La luz de la lámpara ilumina, como candilejas de un escenario, rostros que surgen del humo. Los ojos y los vasos de aluminio relucen, el cono de luz que deja entrar la puerta abierta forma extrañas sombras danzantes sobre el interior de los botes; me hace pensar en una reunión de bandidos festejando una huida en una chimenea o una mina de carbón».
Después de fumar, las cajas que servían de asiento se reunían para formar la litera de Green, concesión al hecho de que su saco de dormir de lana estaba más empapado que los demás. Los que ocupaban los camastros superiores trepaban con una agilidad debida a la práctica, mientras los demás extendían sus sacos. Hussey a menudo cerraba la velada con media hora de canciones y música de banjo. Continuaban las conversaciones a media voz hasta que llegaba el sueño alrededor de las siete. Durante la noche, la condensación de los alientos formaba en las paredes capas de hielo de casi un centímetro de espesor.
El 10 de mayo, Hurley sacó una fotografía del grupo. «El conjunto más desaliñado y variopinto que se haya proyectado en una placa», escribió. Estaba mucho más animado desde que se instalaron en la choza, y volvía a sentirse impresionado por la severa belleza de la luz cambiante sobre el glaciar y los acantilados.
«Un amanecer de brillantes nubes rojas reflejadas en la quietud de la bahía. No soy capaz de describirlo —escribió—. La vasta fachada de hielo sobre el mar adquirió un brillante tono verde guisante con aisladas zonas de esmeralda… Tonos violeta y púrpura quedaban en las laderas nevadas… Las rocas, habitualmente de un gris negruzco, conservan su color natural pero parecen brillar con un barniz dorado…». «¡Oh, ojalá tuviera mis cámaras!», escribió también. Todas sus placas de vidrio y su película cinematográfica, almacenadas en latas herméticamente selladas, se guardaban en un hoyo en la nieve, junto con el diario de navegación, los informes científicos de la expedición y el álbum de fotografías.
Había llegado el invierno. Mayo es el equivalente de noviembre en el hemisferio sur, y a mediados de mes la playa pedregosa estaba oculta bajo una capa de hielo, y un palmo de hielo se extendía a ambos lados del promontorio. Todo aparecía cubierto de nieve. Las temperaturas de isla Elefante, situada por encima del Círculo Antártico, no eran tan severas como las que encontraron en los témpanos y menos de veinticinco grados bajo cero se consideraba baja, pero como estaban constantemente mojados y expuestos a vendavales de hasta ciento treinta kilómetros por hora, a menudo les parecía que el frío era mayor de lo que marcaba el termómetro.
No pasaban hambre, pero siempre tenían ganas de comer, y la implacable monotonía de la dieta carnívora afectaba su estado de ánimo igual que a su organismo. De vez en cuando, Wild distribuía raciones especiales de lo que quedaba en las eclécticas reservas que todavía conservaban. Lo último que quedaba de un pudin de cebada perlada con jamón, por ejemplo, causó una gran impresión. Lees se horrorizó ante este exceso, y anotó que hubiera debido hacerse durar varios días, en vez de devorarlo en una sola comida. Pero la reacción de Hurley justifica esta tolerancia: «Buen pudin de cebada con los restos de jamón —escribió—. La comida fue para nosotros un gran placer, tanto más cuanto que no hemos tenido un menú de cereales desde hace dos meses y medio». La sensación casi olvidada de sentirse satisfechos al terminar una comida, junto con la de que era una ocasión «especial», parece que causó muy buen efecto en la moral y así, en cierto sentido, el ágape tuvo resultados que iban más allá del estómago.
Los días se acortaban, con sol sólo desde las nueve de la mañana a las tres de la tarde. El grito de Wild para despertarlos ya no servía ahora para esto, pues como pasaban hasta diecisiete horas en los sacos de dormir, no era preciso cortarles el sueño. Una oscuridad tan larga hacía más difícil leer y limitaba aún más las pocas distracciones disponibles.
«Todos pasan el día pudriéndose en sus sacos con humo de grasa de ballena y de tabaco —escribió crudamente Greenstreet—. Y así transcurre otra maldita podrida jornada». Además de varios libros de náutica y ejemplares de Walter Scott y Browning, se salvaron de la biblioteca del Endurance cinco volúmenes de la Enciclopedia Británica. Pero lo que daba mayor rendimiento por página era el libro de cocina de Marston, el Penny Cookbook, que inspiraba muchos banquetes imaginarios.
Hacer trueques con comida se convirtió en el principal pasatiempo. Lees, en particular, era muy hábil en esto, pues su propensión a guardar cualquier cosa, por insignificante que pareciera, y su acceso a las reservas hacía que siempre dispusiera de algo con lo que negociar.
«McLeod cambió un pedazo de pastel de nuez con Blackborow por siete filetes de pingüino, pagaderos a medio filete diario a la hora del desayuno —escribió Lees—. Wild cambió sus filetes de pingüino, anoche, por una galleta, con Stephenson. El otro día, Stephenson me preguntó si le daría un pedazo de pastel de nuez por seis terrones de azúcar a la semana, y Holness hizo lo mismo».
Al ir aumentando las horas de oscuridad, las canciones acompañadas por el banjo de Hussey adquirieron mayor importancia. Mientras afuera soplaba el viento, los hombres, tendidos en sus sacos de dormir, vestidos con su ropa perpetuamente húmeda, entonaban las canciones familiares que evocaban tiempos pasados, más cómodos, a bordo del Endurance. Canciones de mar, como Captain Stormalong o A Sailor’s Alphabet figuraban entre las favoritas, especialmente si las entonaba la buena voz de bajo de Wild o la de Marston, que tenía la mejor voz de todo el grupo. Inventar nuevas canciones e improvisar nueva letra para melodías familiares, cosa en la que Hussey era un maestro, les permitía desahogarse burlándose unos de otros sin que nadie se ofendiera:
Cuando las caras palidecen bajo el hollín y la mugre,
cuando los ojos miran con terror como si los sorprendieran en un crimen,
cuando rogamos de rodillas que nos perdonen esta vez,
entonces sabes que Kerr ha amenazado con cantar.
La salud del grupo no era tan buena como en el campamento Paciencia. Lees afirmaba que no había nadie que no estuviera dispuesto a cambiar por el seco frío de los témpanos el frío húmedo de isla Elefante. Se registraron algunos casos de heridas infectadas, y Rickinson, al recuperarse más o menos de su afección cardíaca, sufrió de diviesos causados por el agua salada que no se curaban. Hudson estaba todavía «desanimado» y le había salido un enorme y doloroso absceso en la nalga izquierda. Greenstreet sufría congelaciones, aunque no tan graves como las de Blackborow.
Blackborow había estado tan grave que Macklin y McIlroy, que lo cuidaban, se habían preparado para la eventualidad de tener que amputarle los pies. Hacia junio, su pie derecho parecía estar fuera de peligro, pero los dedos del pie izquierdo presentaban síntomas de gangrena y hubo que cortárselos. Como sus escasas reservas de cloroformo no podían vaporizarse a muy bajas temperaturas, esperaron hasta que llegara un día suave para realizar la operación.
El 15 de junio echaron de la choza a todos, menos a Wild, Hurley, How y los que estaban inválidos, y el «salón» se convirtió en quirófano. Una plataforma de cajas de comida cubiertas de mantas sirvió de mesa de operaciones, y Hurley llenó la estufa con pieles de pingüino, con lo que consiguió elevar la temperatura a veintiocho grados. Se hirvieron los escasos instrumentos quirúrgicos en una cacerola. Macklin y McIlroy se desnudaron hasta quedar en calzoncillos, que eran las prendas más limpias que poseían. Mientras Macklin administraba la anestesia, McIlroy llevó a cabo la cirugía. Hudson apartó la mirada; Hurley, que no era quisquilloso, lo encontró todo fascinante, lo mismo que Greenstreet, que yacía cerca, recuperándose de reumatismo.
«A Blackborow le operaron los dedos de los pies, hoy —escribió Greenstreet—; le cortaron todos los dedos del pie izquierdo dejándole muñones de medio centímetro. Fui uno de los pocos que siguieron la operación y fue muy interesante. El pobre chico se comportó espléndidamente».
Wild, que ayudó en la operación, no mostró repugnancia mientras McIlroy abría y separaba la piel del pie de Blackborow, Macklin miró casualmente a Wild y se fijó en que ni siquiera parpadeaba. «Un tipo duro», escribió Macklin.
Terminada la operación, se dejó entrar a los que estaban fuera, mientras Blackborow dormía todavía bajo los efectos del cloroformo. Era el favorito de todos, y todos admiraron sus muestras de alegría tanto antes como después de la operación. También a Lees le impresionó su ánimo, pero la operación le había preocupado por razones personales.
«Prácticamente se gastó toda la anestesia de que disponemos —escribió—. De modo que si tuvieran que cortarme la pierna, y no es que le ocurra nada ahora… tendrían que hacérmelo sin anestesia». Su consternación inspiró unos versos de Hussey:
Mientras los doctores
bailan con cara alegre,
afilan los cuchillos
y sacan las sierras,
cuando Mack se escupe en las manos
y Misk se estira los tirantes
entonces ya sabéis
que el coronel ha enfermado.
Algunas reformas —varias ventanas hechas con una caja de cronómetro y pedazos de celuloide que Hurley había sacado de entre las páginas de un libro— permitieron que entrara en la choza algo de mortecina luz, lo que hizo que los hombres se fijaran en las mugrientas condiciones en que vivían. La grasa, el humo y el hollín de la grasa de ballena, pelos de reno, sangre de focas y pingüinos y guano que se fundía se habían metido en todas las fisuras y las fibras de la choza y de las escasas pertenencias de sus habitantes. Pedazos de carne caídos en la oscuridad se pudrían en el suelo sin que nadie los hubiese visto. De noche, una lata de petróleo de diez litros se usaba como orinal, para evitar que los hombres dieran traspiés entre dos filas de sacos de dormir camino de la helada noche de afuera. Wild había dispuesto que el hombre que llenara la lata hasta cinco centímetros de su borde debía sacarla y vaciarla, pero todos se aficionaron a medir el volumen que quedaba libre en la lata escuchando el ruido que se hacía al llenarla, y si sonaba como próxima al límite de los cinco centímetros, cada uno esperaba tumbado a que le precediera alguien con una necesidad más urgente.
El 22 de junio, día del solsticio de invierno, se celebró, como se había hecho en el Endurance, con una fiesta, canciones y escenas burlescas, todo ello representado y presenciado sin salir de los sacos de dormir. Como hiciera Shackleton, Wild trataba de aliviar la monotonía con cualquier pretexto para celebrar algo. Se hicieron brindis al rey, al regreso del sol, y al jefe y la tripulación del Caird, todo ello con un nuevo brebaje que consistía en un noventa por ciento de espíritu de metileno de Clark (un líquido para conservar muestras de animales), azúcar, agua y jengibre, una lata del cual se cargó por error, pues se creyó que contenía pimienta. Este «cosecha del 1916» se hizo muy popular, especialmente con el mismo Wild. Y los sábados seguía bebiéndose a la salud de «novias y esposas».
El mes de julio trajo un tiempo más cálido y más húmedo. El gran glaciar del fondo de la caleta dejaba caer grandes bloques de hielo, que se estrellaban con el sonido de un tiro de rifle y levantaban enormes olas al chocar con el agua. Un problema más serio, sin embargo, era el que presentaba la acumulación en el suelo de la choza de nieve y hielo fundidos con el guano de pingüino.
«El agua del deshielo llegó a convertir el suelo en un lodazal, nos pusimos a la maloliente tarea de limpiarlo y volver a cubrirlo —escribió Hurley. Por un sumidero quitamos unos cuatrocientos litros de líquido fétido». Esta desagradable tarea se repitió todo el mes.
Contribuía al nerviosismo general el hecho de que se había terminado el tabaco de todos excepto el de los más frugales y capaces de imponerse disciplina.
«Holness, uno de los marineros, se sienta todas las noches afuera, en el frío, una vez han entrado todos, y se queda mirando intensamente a Wild y McIlroy, con la esperanza de que uno de ellos le dé la parte infumable de un cigarrillo hecho con papel higiénico», escribió Lees. Esta crisis provocó que entre los marineros se manifestara un ingenio hasta entonces ignorado. Con el entusiasmo de un científico de laboratorio, probaron metódicamente cada fibra combustible como un posible sustituto del tabaco. Se pusieron grandes esperanzas en un plan de Bakewell, que recogió las pipas de todos y las hirvió en una cacerola junto con la hierba de son que se usaba para aislar las botas, basándose en la teoría de que la nicotina residual de las pipas impregnaría la hierba con su sabor.
«Un fuerte aroma a fuego de la pradera domina la atmósfera», escribió Hurley. El experimento fue un fracaso, pero Bakewell, por lo menos, se mostró filosófico: «De haber tenido mucha comida y mucho tabaco, nuestra mente se hubiese fijado en nuestro peligro auténtico… —escribió—. Y esto hubiese sido una amenaza para la moral del campamento».
Fumar no era el único placer del que se encontraban privados los hombres. Wild puso término a los canjes de comida, después de que Lees hubiese conseguido comprometer muchas semanas de raciones de azúcar de los poco previsores marineros; invocando la opinión de los médicos, Wild informó a Lees que el hidrato de carbono que tan asiduamente había atesorado era necesario para el bienestar de los hombres. En julio aumentaron los brindis con mezclas de metilato, pero las reservas del mismo disminuían, cosa que también ocurría en las más importantes de galletas y pasteles de nuez. La leche en polvo se había terminado. Pronto sólo podrían esperar foca o pingüino en cada comida. Pero no era sólo la monotonía o la composición de la dieta lo que preocupaba, sino que también desazonaba la interminable necesidad de efectuar matanzas.
«Unos treinta pingüinos llegaron a la costa, y me alegré de que hiciera demasiado mal tiempo para salir a matarlos —escribió Hurley—. Estamos hartos de vernos obligados a matar cuanto pájaro llega a tierra en busca de alimento…».
El 13 de agosto fue un día tan luminoso y suave que se practicó una limpieza general y se tendieron afuera, a secarse, los sacos de dormir y los suelos de las tiendas de campaña. Sacaron a Blackborow para que disfrutara del sol; había pasado todos los días de los cuatro meses que llevaban en isla Elefante dentro de su saco de dormir, y sin ni una queja. El buen tiempo continuó y varios hombres se dedicaron a recoger algas y lapas de los charcos de marea baja, para hervirlos en agua de mar, lo cual aportó una bien recibida novedad a la dieta.
El tiempo seguía variando imprevisiblemente, con más días buenos seguidos por ventiscas del nordeste cuya nieve formaba montones de más de un metro de altura alrededor de la choza. El 19 de agosto había tantos témpanos que no se veía agua alguna desde la atalaya. El ánimo esperanzado con que comenzó el mes dio paso ahora a una creciente inquietud, pues siempre habían pensado que agosto sería, en el peor de los casos, la fecha más lejana para que los rescataran.
«Todos empiezan a sentirse preocupados por la seguridad del Caird, pues, dando un amplio margen para cualquier contingencia, [un barco] ya debería hacer su aparición —escribió Hurley—. El tiempo es desastroso. Una calma chicha del océano y del aire por un igual, el primero oscurecido por una masa de témpanos y de densa niebla, cuelga como una mortaja sobre tierra y agua. El silencio es muy opresivo…».
Ahora, por primera vez, se habló abiertamente de la posibilidad de que Shackleton no regresara. Cosa más preocupante todavía, Wild había dado orden de que se almacenaran con cuidado todas las cuerdas y clavos, por si acaso había que hacer un viaje en bote hasta la isla Decepción.
El día 21 tuvieron un tiempo húmedo y bochornoso, que fundió veinte centímetros de nieve, hasta por debajo de los botes. Se había rumoreado que el pie de Blackborow todavía no mejoraba, pero ahora se supo que la hinchazón y la inflamación indicaban osteomielitis, es decir, infección del hueso.
El tiempo seguía siendo cálido y el 24 Marston tomó un baño de sol. Luego, el 25, hubo humedad y cielo gris y el 26 volvió a llover. Durante aquellos días, ni un asomo de viento agitó el aire o el agua. El 27, Wild, previendo un deshielo, puso a los hombres a quitar la nieve de alrededor de la choza. Este trabajo continuó el día 28 y aunque era arduo, muchos disfrutaron con el ya desacostumbrado ejercicio.
El 29 de agosto fue claro, con fuerte viento. «Se hacen preparativos para enviar uno de nuestros dos botes —escribió Lees—. Wild lo tiene todo previsto y ha revelado sus planes a unos cuantos favoritos. Él y cuatro más irán en el Dudley Docker y avanzarán cuidadosamente a sotavento de tierra, de isla en isla de las Shetlands del Sur… hasta que lleguen a isla Decepción a unos cuatrocientos kilómetros a nuestro sudoeste». Según este plan, el bote se haría a la mar el 5 de octubre, con el fin de alcanzar a los balleneros que faenaban alrededor de la isla Decepción.
Aunque muy simple en teoría, el plan representaba algo que nadie deseaba. La idea de otro viaje en bote era abrumadora en el mejor de los casos. En aquella situación era peor, y dado que el equipo más valioso había partido con el Caird, y que quedaban solamente una vela foque y viejas lonas de tienda para ocupar el lugar de una vela mayor, y un total de sólo cinco remos, y que hasta el mástil del Dudley Docker se había usado para reforzar la quilla del Caird, poco les quedaba. Además, y por encima de todo, la partida del Dudley Docker de isla Elefante equivaldría al reconocimiento de que en algún lugar del vasto océano del sur, el Caird y todos sus tripulantes habían naufragado.
El 30 de agosto amaneció claro y frío. Todos estaban todavía quitando nieve, pero a las once de la mañana aprovecharon la marea baja y el mar en calma para ir a buscar lapas para la cena. A la una menos cuarto, la mayoría regresó para el hoosh-oh, un almuerzo consistente en lomo de foca hervido, mientras Marston y Hurley se quedaron fuera limpiando las lapas.
Wild estaba sirviendo la comida cuando se oyeron los pasos apresurados de Marston afuera; sin duda se había retrasado. Momentos después introdujo la cabeza por la puerta de la tienda, jadeando.
«Wild, hay un barco», dijo entusiasmado. «¿Hacemos una fogata?».
«Antes de que nos diera tiempo de contestar, todos corrieron afuera, empujándose unos a otros —informó Lees—, y derramando el caldo de lapa con tanta prisa que desgarraron la puerta de tela».
Afuera, Hurley, mañoso como siempre, encendió parafina, grasa de foca y hierba de son, formando así una llama explosiva pero con poco humo. No importaba; el buque se dirigía a cabo Wild.
«Ahí estaba —escribió Lees—, a apenas menos de dos kilómetros en el mar, un barco negro muy pequeño, al parecer un remolcador de vapor, nada parecido al rompehielos polar de madera que esperábamos». Mientras lo miraban maravillados, Macklin corrió al asta de la bandera e izó su chaqueta Burberry tan alto como le fue posible, es decir, a media asta. Entretanto, Hudson y Lees llevaron afuera a Blackborow, y llegaron a tiempo para ver que en el misterioso buque izaban, con gran asombro de todos, la enseña naval chilena.
Lanzando grandes gritos de alegría, vieron, emocionados, que el buque se acercaba. El pequeño remolcador echó ancla a unos doscientos metros de la costa y arriaron un bote; en él los hombres reconocieron la figura pesada y sólida de Shackleton y a su lado la de Crean.
«Casi me eché a llorar y no pude hablar durante varios minutos», escribió el leal Wild.
«Luego lanzamos un hurra entusiasta», recordó Bakewell. Conteniendo el aliento, los hombres esperaban mientras Shackleton se acercaba y cuando estuvo cerca, le gritaron a coro: «¡Todo va bien!».
Worsley estaba con Shackleton a bordo del Yelcho cuando divisaron la isla. Se les encogió el corazón al ver una bandera a media asta, pero mirando con penosa intensidad a través de los binoculares, Shackleton contó las veintidós figuras en la costa.
«Metió el binóculo en su estuche y se volvió hacia mí, con la expresión más emocionada en el rostro que cualquiera que le hubiese visto antes —escribió Worsley—. Crean se había unido a nosotros y no pudimos pronunciar ni una palabra… Parece un lugar común, pero lo cierto es que allí mismo, delante de nosotros, pareció que se le quitaban años de encima».
Al cabo de una hora, todo el grupo de isla Elefante y sus escasas pertenencias estaban a bordo del Yelcho. Hurley cargó con sus latas de placas y películas y Greenstreet con el libro de a bordo del Endurance. Shackleton, que tenía siempre presente el traicionero hielo, resistió las invitaciones a desembarcar para visitar el «salón», pues se hallaba deseoso de encontrarse cuanto antes al otro lado de los témpanos.
Lees fue el último en dejar la isla. Había permanecido en la choza para guiar al jefe en su visita al «salón». Sólo cuando se inició el último viaje de la barca apareció en la playa agitando frenéticamente los brazos y casi se echó de cabeza en el bote al volver éste a acercarse.
Desde el puente del Yelcho, Worsley seguía atentamente con la vista el rescate.
«Las dos y diez. ¡Todo va bien! —anotó—. ¡Por fin! Dos y quince. Adelante a toda máquina».
La aventura había terminado, y casi de inmediato empezaron a pensar que las cosas no habían sido tan terribles como les había parecido. De hecho, en la dirección cotidiana del campamento, Wild había conseguido que su situación les pareciera más incómoda que desesperada.
«No soy muy susceptible a las emociones… —escribió Hurley. Pero cuando esos nobles montes se desvanecieron en la niebla, no pude contener un sentimiento de tristeza al dejar para siempre la tierra que nos había dado sus bienes y había sido nuestra salvación. La choza, solitaria reliquia de nuestra estancia, se convertirá en un centro en torno al cual grupos de pingüinos se reunirán para mirarla con curiosidad y discutir sobre su origen. ¡Bendita isla Elefante!».
Shackleton tenía mucho que contar tanto a sus hombres como al mundo en general. Pero la carta que escribió apresuradamente a su esposa, al desembarcar de nuevo en Punta Arenas, sólo explicaba lo esencial:
«Lo he conseguido. Maldito Ministerio de Marina… No se ha perdido ni una vida y hemos pasado por el infierno».