En los botes
«4-10-1916».
«La noche de ayer, noche de tensión y angustia, comparable a la noche de la destrucción del barco… Aumentan el viento y las olas, tuvimos que desembarcar en un viejo témpano aislado y rezar para que permaneciera entero toda la noche. Sin dormir durante cuarenta y ocho horas, mojados y agotados, con una ventisca del NE… No hay tierra a la vista y rezamos para que se termine esta situación abrumadora…».
Frank Hurley, diario.

Primer desembarco en la isla Elefante
El 15 de abril de 1915: tierra firme, después de 497 días en el hielo sobre el mar. «El jefe, el capitán, el cocinero y Hurley abordaron el Wills y ayudaron a su tripulación a llevarlo por una caleta en las rocas… A continuación, el Wills realizó varios viajes de ida y vuelta al mando deTom Crean». (Wordie, diario).
En la penumbra de la primera noche en el mar, Shackleton y sus hombres acamparon en un témpano que medía unos 33 por 66 metros y que se balanceaba ostensiblemente en el mar. La oscuridad llegó temprano, alrededor de las siete de la tarde, pero fue un anochecer suave, con unos cinco grados de temperatura. Después de una cena caliente, preparada por Green en la cocina de grasa de ballena, los hombres se metieron en sus tiendas.
«Una intangible sensación de inquietud me hizo salir de mi tienda hacia las once de la noche, y mirar en torno del campamento… —escribió Shackleton. Eché a andar por los témpanos, para advertir al guardia que vigilara atentamente por si hubiera fisuras, y al pasar delante de la tienda de los marineros el témpano se alzó sobre la cresta de una ola y se abrió por debajo mismo de mis pies». La fisura se abrió debajo de la tienda de los marineros y arrojó al agua a How y Holness, que estaban aún dentro de su saco de dormir. How logró salir, y Shackleton agarró el saco de Holness y consiguió arrojarlo sobre el hielo antes de que los bordes de la fisura volvieran a unirse.
Ya no pudieron dormir más aquella noche. Hudson ofreció generosamente ropa seca a Holness, que se quejaba de haber perdido su tabaco. Shackleton repartió a todos: leche caliente y nueces, sacadas de las raciones conservadas para cuando viajaran en trineo; todos se apiñaron en torno a la cocina de grasa. Desde la oscuridad del agua que les rodeaba, los resoplidos de las orcas marcaban las largas horas de la noche.
Cuando llegó la aurora, hacia las seis, descubrieron que el témpano estaba rodeado de hielo suelto. Mientras todos esperaban ansiosamente a que se abriera alguna vía, crecía una peligrosa ola, que empujaba los fragmentos a unirse, como anotó Lees, «con una fuerza suficiente para aplastar un yate de mediano tamaño…».
Cuando a las ocho de la mañana bajaron al agua los botes soplaban ráfagas cada vez más fuertes. Durante dos horas remaron contra las olas por una tortuosa red de canales y vías, y luego a través del «hielo superviviente», montículos y astillas de hielo, en las márgenes de la placa. La dieta a base de carne de los últimos meses había debilitado a los expedicionarios, pues le faltaban hidratos de carbono, como señalara Lees, y los hombres que remaban pronto se agotaron.
Una ligera bruma había descendido durante aquel día, por lo demás suave, oscureciendo el punto de desembarco, en Clarence o isla Elefante, que estaba a sólo unos ciento treinta kilómetros. Los botes, sobrecargados y poco manejables, no permitían refinamientos en la navegación. El Stancomb Wills, en particular, era motivo de preocupación, pues le faltaban las velas necesarias para mantenerse al nivel de sus compañeros más navegables. Shackleton había ordenado que los tres botes se mantuvieran bastante cerca unos de otros para poder oír las voces de sus tripulantes, pero esto no siempre se conseguía fácilmente.
Entre altos icebergs de fantásticas formas, los botes iban abriéndose camino y acercándose al borde del hielo. Pero cuando finalmente salieron triunfantes de él, les acogió de cara una mar alta que la placa de hielo no suavizaba, de modo que Shackleton ordenó, rápidamente, que volvieran a meterse entre los témpanos. Incapaces de dirigirse al norte por mar abierto y agitado, pusieron rumbo al oeste, hacia la isla 25 de Mayo.
Al anochecer, los botes llegaron a un témpano circular de unos veinte metros de diámetro, y acamparon en él. Entrada la noche, se levantó el viento dejando caer nieve y sacudiendo el campamento con altas olas. Algunos pedazos del témpano se deslizaron al agua sacudida por el viento, pero Shackleton, que se había quedado toda la noche con el vigía, McNish, consideró que el campamento no corría peligro inmediato y dejó que los hombres durmieran, o lo intentaran. El diario de Hurley indica que dentro de las tiendas nadie se hacía ilusiones sobre la seguridad de su situación.
Al alba, grandes olas corrían bajo un cielo cubierto y brumoso, que dejaba caer ráfagas de nieve. Amplias ondulaciones de hielo se les acercaban. Shackleton, Worsley y Wild se turnaron para subir a la cima de su témpano, con el fin de buscar con la mirada una apertura de agua en el hielo, mientras los hombres permanecían al lado de los botes, esperando. Las horas transcurrían y su témpano iba reduciéndose, al frotarse contra las placas de hielo libres.
«Una de las causas de inquietud, para mí, era la posibilidad de que la corriente nos arrastrara por el espacio de más de ciento treinta kilómetros que hay entre la isla Clarence y la isla Jorge, hacia el océano abierto», escribió Shackleton. A mediodía, las ráfagas habían disminuido y cuando apareció una vía de agua se apresuraron a descender los botes hacia ella. Habían emprendido la marcha ya tarde aquel día, y con la noche cayendo hacia las cinco de la tarde, quedaban pocas horas de luz para navegar. Al llegar la noche, estaban todavía entre placas de hielo sueltas. Como antes, encontraron un témpano apropiado para acampar y desembarcaron la cocina de grasa a cargo de Green. Pero pronto pudieron ver que el témpano no podría acogerlos toda la noche, y Shackleton decidió con renuencia que durmieran en los botes.
Varias horas de remar sin destino claro les llevó a sotavento de un viejo témpano grande, donde amarraron los botes uno al lado del otro.
«La lluvia constante y las ráfagas de nieve ocultaban las estrellas y nos empaparon por completo —escribió Shackleton—. Las espectrales sombras de la nieve y los petreles resplandecían y podíamos oír los resoplidos de las orcas, cuyos silbidos agudos y breves resonaban como súbitos escapes de vapor». Un banco de orcas se había deslizado lánguidamente junto a los botes, rodeándolos durante la noche entera. De todos los recuerdos que los expedicionarios se llevarían, éste de la lenta y solemne presencia de las oscuras orcas de cuello blanco en las oscuras aguas en torno a los botes fue uno de los más terribles y perdurable. Durante sus largos meses en el hielo, los expedicionarios habían tenido abundantes pruebas de la capacidad de los enormes animales para astillar el hielo. Nadie sabía si atacarían a los seres humanos. Para los expedicionarios, se trataba de prodigios de la misteriosa y malévola profundidad, que, con sus escalofriantes ojos de reptil, poseían una desconcertante inteligencia de mamífero. Mareados y agitados, los hombres daban traspiés entre el hielo y las orcas. Fue aquella noche cuando algunos perdieron su capacidad de resistencia.
Observando a sus compañeros en el frío amanecer siguiente, Shackleton anotó simplemente que «la tensión empieza a manifestarse». Prometió un desayuno caliente y los hombres se pusieron a los remos, en busca de un témpano apropiado. Mientras remaban, de sus helados trajes Burberry se desprendían astillas de hielo. A las ocho de la mañana desembarcaron la «cocina» en un témpano y a las nueve volvían a remar. Alrededor, tomando el bienvenido sol, se veían centenares de focas tumbadas en témpanos que el sol naciente teñía de color de rosa.
Habían estado avanzando hacia el noroeste desde el día en que dejaron el campamento Paciencia. Ahora, bajo el brumoso sol, Worsley se apoyó en el mástil del Dudley Docker para tomar la primera medición que el tiempo había permitido. Se esperaba que hubiesen recorrido muchos kilómetros, pero el resultado fue peor de lo que cualquiera hubiese podido temer. «Terrible decepción», escribió Worsley en su diario. No se había ganado ni un solo kilómetro. Al contrario, habían retrocedido hacia el sudeste, unos cuarenta y cinco kilómetros al este de su posición en el campamento Paciencia. Una fuerte corriente hacia el este, oculta por el fuerte oleaje, combinada con la tortuosa navegación por las sinuosas vías de agua, habían anulado el sentido de orientación.
Shackleton trató de suavizar la mala noticia diciendo que no habían avanzado tanto como esperaban. Eran las tres de la tarde y el crepúsculo llegaba a las cinco. Ahora estaban ya fuera de su alcance las islas 25 de Mayo y Decepción, al oeste. La isla Elefante, la tierra más cercana al norte, se hallaba fuera de la placa, en pleno mar; detrás de ellos, al sudoeste, bahía Esperanza, en la punta de la península Antartica, se encontraba a doscientos kilómetros en agua que, de momento, estaba despejada. Después de consultar con Worsley y Wild, Shackleton decidió aprovechar un viento del noroeste y dirigir los botes hacia el sudoeste.
Al anochecer se encontraban entre fragmentos sueltos de hielo en un mar picado. Hacía cada vez más frío y llovía; como la noche anterior, no hallaban un témpano lo bastante grande para acampar y acabaron por amarrar los botes los unos a los otros a sotavento de un témpano relativamente grande.
A las nueve de la noche, un cambio de dirección del viento despejó las nubes y dejó al descubierto una brillante luna, al mismo tiempo que empujaba los botes hacia la dentada masa de hielo. A toda prisa se cortó la amarra del bote de cabeza, el James Caird, y como no había ningún lugar donde anclar, los tres botes se dejaron deslizar en la noche por un mar de quebradizo hielo. La temperatura había descendido y en la superficie del agua se iban formando bloques de hielo.
Temblando, abrazados, algunos de los expedicionarios trataron de dormir aunque fuese unos minutos, pero otros prefirieron remar o apartar los pedazos de hielo que les salían al paso, o cualquier otra cosa que les hiciera mover los helados brazos.
«Ocasionalmente, desde un cielo casi claro caían rachas de nieve —escribió Shackleton—, que descendían en silencio hasta el mar y ponían una ligera capa blanca sobre nuestros cuerpos y nuestros botes». Lees, en el Dudley Docker, se había apropiado del único traje de hule completo, que se negó firmemente a compartir. Como indicaban sus ronquidos, era el único que había podido conciliar el sueño.
Cuando un brumoso amanecer puso por fin término a la noche, se descubrió que los botes estaban como envueltos en hielo, por fuera y por dentro. No se tomó la temperatura de la noche, pero por sus efectos se calculó que debió de ser de unos veinte grados bajo cero. Mientras retiraban el hielo con las hachas, los hombres comían algunos pedazos. «La mayoría de los hombres estaban realmente agitados y tensos —escribió Shackleton—. Los labios estaban resquebrajados y los párpados y ojos aparecían rojos en sus rostros incrustados de sal… Era evidente que debíamos llegar rápidamente a tierra, y decidí dirigirnos a la isla Elefante».
Su decisión de volver a cambiar de rumbo y de dirigirse, como fuese, a la tierra más cercana se debía a que se dio cuenta de que ahora se corría una carrera en la que estaba en juego la vida de muchos de sus hombres. No podía ya permitirse el lujo de ser cauteloso. Mientras los botes, empujados por el viento, se dirigían hacia la isla Elefante, un hombre en la proa de cada uno trataba de apartar las astillas de hielo mientras entraban por las vías de agua en el nuevo y delgado hielo. El viento arreció y los botes se dirigieron otra vez al borde de la placa y hacia mediodía llegaron a aguas de un profundo azul zafiro. Con el sol ya puesto, el viento favorable y fuerte, avanzaron rápidamente hacia su meta.
A las cuatro de la tarde, el viento se había transformado en ventisca y levantaba olas que penetraban en los botes, haciendo así más penosa la situación de los exploradores. El Stancomb Wills no había levantado sus regalas, y el agua cayó sobre los hombres y las vituallas. Shackleton, desde el James Caird, dándose cuenta de la necesidad de levantar la moral, aunque fuese sólo un poco, distribuyó comida extra a todos. Algunos, mareados, no pudieron aprovecharla; muchos padecían disentería, por haber comido pemicán sin cocer que había sido destinado a los perros, y tenían que aliviarse agarrados a las regalas.
La orden de Shackleton de que los botes se mantuvieran al alcance de las voces de unos y otros resultaba cada vez más difícil de cumplir. El Stancomb Wills estaba hundido en el agua hasta las rodillas de sus tripulantes, y Holness, uno de los marineros, que antes se había ganado la vida desafiando el helado Atlántico septentrional en barcos de arrastre, se cubrió la cara con las manos y lloró de terror y desesperación. Worsley, poniéndose a nivel del James Caird, sugirió a Shackleton que siguieran avanzando durante la noche, pero Shackleton, temeroso como siempre de que se dividiera el grupo, y hasta de que pudieran pasar la isla sin verla en la oscuridad, dio la orden de detenerse. Fue una decisión difícil. «Dudé de que todos los hombres sobrevivieran a esa noche», afirmó simplemente.
Además de todos los contratiempos explicados, no tenían agua. Habitualmente, se cargaba hielo en cada campamento, pero la apresurada salida de la noche anterior no permitió hacerlo. Atormentados por la espuma salada que les mojaba continuamente el rostro, las bocas de los tripulantes estaban hinchadas y sus labios sangraban. El único alivio era aplicarles carne de foca helada.
Se echaron las anclas flotantes, hechas con lona y remos atados, y comenzó la tercera noche en los botes. Durante todos los agotadores días y las largas y terribles horas de oscuridad, los timoneros —Wild y McNish, Hudson y Crean, Worsley y Greenstreet— permanecieron sin moverse de su puesto mientras las olas se abatían sobre ellos, se les helaba la ropa, y el viento y la espuma les golpeaban los exhaustos rostros.
A las cuatro de la madrugada cedió la tempestad y los hombres pudieron contemplar insomnes el espléndido amanecer morado que resplandecía en el horizonte del este. A sólo una cincuentena de kilómetros, la isla Clarence, con su montaña arropada por la nieve, relucía en el alba. Más tarde, ya a plena luz del día, apareció la isla Elefante exactamente donde Worsley había calculado que debía estar, según Shackleton «con apenas desvío mientras seguíamos un camino errático por la placa de hielo y tras dos noches a la deriva a merced de los vientos y las olas». La isla Elefante era la menos abrupta de las dos islas y, además, estaba a barlovento, con lo que podían tener la seguridad de que si los botes fallaban en su primer intento de llegar a tierra, la isla Clarence les ofrecería una alternativa a sotavento.
La noche se había cobrado su precio. «Por lo menos la mitad del grupo estaba como loco —según Wild—, afortunadamente no con una locura violenta, sino simplemente sin esperanza y apática». El Stancomb Wills se adelantó al Caird para informar que Hudson, después de setenta y dos horas al timón, se había hundido y que Blackborow anunció que «algo le pasaba» en los pies. La continua inmersión en agua salada había provocado la erupción de dolorosos furúnculos en muchos hombres, que estaban maltrechos y con las bocas hinchadas por la sed. Al caer el viento, se pusieron a los remos, cosa penosa debido a sus manos ya llenas de ampollas y ensangrentadas. Sin embargo, a las tres de la tarde los botes se hallaban sólo a quince kilómetros de tierra, donde podían verse, ahora ya en detalle, los cortantes glaciares y las montañas heladas de la isla Elefante. Entonces se encontraron con una fuerte corriente de marea que mantenía a los botes alejados de tierra. Tras una hora de remar con todas las fuerzas que les quedaban, no se habían acercado ni un kilómetro más a la tierra.
A las cinco de la tarde el cielo se oscureció y poco después estalló una tempestad. No habría, pues, desembarco, sino otra noche en los desequilibrados botes. «Las ráfagas de nieve y un mar traidor y agitado, mucho más peligroso para nuestros pequeños botes abiertos y cargados hasta el borde, de lo que lo hubiese sido un mar “verdadero”, cuyas grandes y regulares olas podíamos cabalgar, nos bombardearon toda la noche desde distintas direcciones —escribió Worsley—, de modo que los botes nunca podían estar quietos y pilotarlos se convirtió en una obra de arte».
Ahora había que achicar continuamente los tres botes. En el Stancomb Wills, cuatro de los ocho hombres estaban por completo fuera de combate; McIlroy, How y Bakewell achicaron toda la noche, para salvar sus vidas y las de sus compañeros, mientras que Crean estaba al timón. En el James Caird, McNish relevó a Wild en el timón, pero al poco se durmió, agotado. Wild, sin vacilar, volvió a ponerse al timón, como Shackleton recordó con afectuoso orgullo, «sus acerados ojos azules mirando hacia el futuro». En el Docker, hacia medianoche, Cheetham oyó que crujía la quilla y todos corrieron a cambiar de lugar las provisiones. Encogido bajo la lona de una tienda, Greenstreet consiguió encender un fósforo, lo que permitió a Worsley recobrar la pequeña brújula. Más tarde, algunos se dieron cuenta de que Worsley mismo no parecía oírlos, que su cabeza se inclinaba sobre su pecho. Cuando por fin lograron convencerle de que pasara el timón a Greenstreet, estaba tan envarado por haberse inclinado durante tanto tiempo sobre la barra, que no podía enderezarse y hubo que dar un masaje a sus rígidos músculos para que pudiera tenderse en el fondo del bote.
«Fue una noche dura», escribió Shackleton. El James Caird tomó a remolque el Stancomb Wills, que a veces se perdía de vista, cuando caía en la parte baja de una ola, para volver a surgir del negro mar en la cresta de otra ola. La supervivencia del Wills, el menos sólido de los botes, dependía de que mantuviera contacto con el Caird y durante toda la noche Shackleton permaneció sentado, con las manos en la amarra, que se iba cubriendo de hielo. Debía de estar agotado. «Desde que partimos, Sir Ernest había estado de pie día y noche, en la bovedilla de popa —escribió Lees—. Es asombroso cómo resistió su incesante vigilia al aire libre». Shackleton no había dormido desde que salieron del campamento Paciencia.
Una súbita ráfaga de nieve ocultó a los botes unos de otros, y cuando se aclaró, desde el Caird no se veían señales del Dudley Docker, desvanecido en la oscuridad y las veloces olas. Acaso éste fue, para Shackleton, el peor momento de la travesía. «Fue una noche terrible —escribió Wordie— y entró mucha agua a bordo». Wordie estaba en el bote más marinero, el Caird. Un golpe de mar inundó el Docker, dejando en su fondo casi veinte centímetros de agua. «Habíamos acumulado mucha agua… —escribió Bakewell, que iba en el Stancomb Wills— cuando una enorme ola blanca se rompió por encima de nosotros y lo llenó casi hasta la borda. Nunca me he sentido tan seguro de algo en mi vida como aquella noche de mi muerte».
Cuando llegó por fin el alba, el aire estaba tan brumoso que el Caird y el Wills se hallaron bajo los acantilados de isla Elefante antes de que sus tripulantes los vieran. Ansiosos, siguieron la escarpada orilla hasta que a las nueve de la mañana avistaron una estrecha playa en el extremo noroeste de la isla, más allá de una hilera de rocas batidas por las olas.
«Decidí que debíamos aceptar los riesgos de este desembarcadero tan poco atractivo —escribió Shackleton—. Dos días y dos noches sin bebida y sin comida caliente habían hecho estragos en la mayoría de los hombres». Tenía la garganta y la boca tan hinchadas que sólo podía susurrar, y Wild o Hurley debían comunicar sus órdenes. Pasó al Wills para llevarlo a recalar, y entonces surgió el Docker. «Esto —escribió Shackleton— me quitó un gran peso de encima».
El Wills tomó cuidadosamente posición enfrente de una abertura en el arrecife y lo pasó en la cresta de una ola hasta la áspera playa pedregosa. Shackleton indicó que Blackborow, como expedicionario más joven, tendría el honor de ser el primero en desembarcar, pero Blackborow se quedó sentado, inmóvil. «… con el fin de evitar pérdidas de tiempo, le ayudé, tal vez con cierta brusquedad, a saltar por la borda —escribió Shackleton—. Inmediatamente se sentó en el agua y no se movió. Entonces me acordé de lo que había olvidado… que tenía los pies congelados, en muy mal estado».
El Docker siguió al Wills, y luego, en pesados turnos, descargaron el Caird, demasiado pesado para recalar, antes de llevarlo a través del arrecife y ponerlo junto a los otros dos botes. Los hombres bajaron tropezando a tierra. Con su cámara Kodak de bolsillo en mano, Hurley registró la escena y también la primera comida en isla Elefante.
«Algunos de los hombres daban traspiés por la playa, como si hubiesen encontrado en la isla un depósito ilimitado de alcohol», escribió Shackleton. Su tono paternal sugiere una cómica escena de reajuste, pero los diarios señalan el costo real del viaje. «Muchos sufrían una desorientación transitoria —señaló Hurley—, caminando sin meta, y otros temblaban como si sufrieran de parálisis». McNish indica con su característico estilo directo que «Hudson ha perdido la chaveta».
Hubo quienes se llenaron de pedruscos los bolsillos y quienes se tumbaron y dieron vueltas sobre la playa cubierta de piedras, metiendo la cara entre ellas y cubriéndose con ellas la cabeza.
«En el Wills sólo dos hombres estaban en condiciones de trabajar —registró Wordie. Algunos, además, estaban medio locos; uno cogió un hacha y no paró hasta haber matado una decena de focas… En el Caird ninguno sufrió así».
Habían pasado siete terribles días en botes abiertos, en el Atlántico Sur, a comienzos del invierno antártico, además de ciento setenta días a la deriva en una placa de hielo con comida y abrigo inadecuados, y desde el 5 de diciembre de 1914, hacía cuatrocientos noventa y siete días, ninguno había pisado tierra.
Después de una comida de carne de foca, los hombres tendieron sus sacos de dormir y se acostaron.
«No dormí mucho —recordó Bakewell—, sino que me quedé tendido en mi húmedo saco de dormir y descansé. Me costaba darme cuenta de que estaba de nuevo sobre tierra sólida. Me levanté varias veces, durante la noche, y me uní a los demás que, como yo, se sentían demasiado contentos para dormir. Nos sentábamos en torno al fuego, comíamos y bebíamos un poco, fumábamos y hablábamos de algunas de nuestras aventuras».
Como iban a descubrir pronto, habían llegado un día excepcionalmente hermoso. La isla Elefante representaba la salvación, pero era difícil imaginar un pedazo de tierra más sombrío u hostil. La estrecha y pedregosa playa a la que habían arrastrado los botes ofrecía escasa protección contra la mar agitada, y a la mañana siguiente de desembarcar, Wild, Marston, Crean, Vincent y McCarthy emprendieron en el Dudley Docker la exploración de la costa en busca de un lugar mejor para el campamento. Wild regresó ya de noche, con la noticia de que había un lugar apropiado a unos diez kilómetros por la costa norte. Al amanecer del día 17, los fatigados hombres cargaron los botes, pero dejaron muchas cajas de raciones almacenadas entre las rocas. Nadie se sentía con energías para cargarlas, y esto, por lo menos, aseguraba un depósito de vituallas para una emergencia, en caso de que fuera necesario un segundo viaje en los botes. Poco después de salir, se levantó otra tempestad, que amenazó con arrojar los botes a mar abierto.
«Pasamos a duras penas lo que hemos llamado Castle Rock, y finalmente hemos llegado a nuestro destino —escribió Wordie—, creo que más agotados que en nuestro anterior viaje en bote».
El nuevo campamento ofrecía una playa algo mayor, cascajosa, pero de mal agüero.
«Nunca he visto una costa tan salvaje e inhóspita —escribió Hurley al poco de llegar, y evocó—: Un promontorio vasto, negro y amenazador, que se eleva desde unas aguas agitadas hasta unos cuatrocientos metros por encima de nuestras cabezas, tan vertical que parece que cuelga encima de nosotros». Pero había abundancia de animales, como focas, pingüinos anillados y hasta lapas en las aguas poco profundas, aunque no vieron señales de la foca elefante que daba nombre a la isla.
Muchos de los hombres estaban todavía incapacitados; Blackborow era el que se hallaba en estado más crítico, con graves congelaciones, y también se hallaban graves Hudson, con congelaciones y un misterioso dolor en la parte baja de la espalda, y Rickinson, que al parecer sufrió un ataque al corazón; éstos eran verdaderos inválidos; los demás en la lista de bajas por enfermedad eran solamente casos que había que vigilar.
Después de comer carne de foca y beber leche caliente, plantaron las ligeras tiendas de campaña tan lejos de la marca de la marea como pudieron y se acostaron en sus mojados sacos de dormir. Pero por la noche se alzó una tempestad, que hizo trizas la tienda mayor y derribó las otras. Algunos de los hombres gatearon hasta los botes, otros se contentaron con seguir tumbados debajo de las tiendas derribadas, con la fría y mojada tela contra la cara. El viento era bastante fuerte para mover el Dudley Docker, varado en la playa, «a pesar de que es un bote pesado», como señaló Lees. Esta inesperada tempestad les hizo perder objetos importantes, entre ellos cacerolas de aluminio y un saco de ropa interior, arrastrados con destino desconocido.
El día 19, con la tempestad todavía soplando con fuerza, los expedicionarios fueron despertados por Shackleton, que les llevaba el desayuno. «El jefe es estupendo —escribió Wordie—, consuela a todos y es más activo que cualquier otro del campamento». Por lo menos, ahora abundaba la comida y los hombres consumían prodigiosas cantidades de carne y de grasa de foca. Hurley, Clark y Greenstreet —que estaba en la «lista de enfermos»— se ocuparon de la cocina.
Como no había dónde resguardarse, los sacos de dormir estaban siempre empapados. El calor del cuerpo fundía no sólo el hielo debajo de ellos, sino el helado y maloliente guano de pingüinos sobre el que yacían.
Durante meses, los expedicionarios soñaron con la tierra y lucharon para llegar a ella durante días y noches en los botes. Pero ahora se daban cuenta de la dura verdad: que las condiciones de este pedazo de tierra en que se hallaban no eran una terrible aberración en un mal momento de tiempo atroz, sino que iban a ser así las cosas mientras permanecieran en isla Elefante. El 19 de abril, hubo al parecer entre los marineros una especie de rebelión contra tan crueles circunstancias.
«Algunos de los hombres se mostraban desmoralizados», anotó Shackleton. Se habían olvidado de colocar sus guantes y gorros debajo de sus camisas, durante la noche, con el resultado de que esas piezas estaban heladas y duras al llegar la mañana, lo cual demostraba, como indicó Shackleton, «el proverbial descuido de los marineros», que aprovecharon esta circunstancia como excusa para no trabajar.
«Sólo se les indujo a trabajar mediante algunos métodos drásticos», escribió Shackleton. ¿Qué sucedió? Como en el campamento Paciencia, se tiene la impresión de que no se relatan francamente todos los hechos. ¿Cuál fue la gravedad de este incidente? «Algunos del grupo se desesperaban y su estado de ánimo era el de pensar que ningún esfuerzo valía la pena y hubo que obligarles a trabajar, y no con mucha amabilidad», escribió Wild, y Wordie dijo, como de paso, que «se sacó de sus sacos de dormir a los descorazonados hombres y se les puso a trabajar». Sin embargo, lo anotado por Hurley en su diario es más crudo:
«Ahora que todo el grupo está instalado en una base permanente, reviso su conducta en general durante el memorable salvamento del hielo… Es lamentable constatar que muchos se condujeron de una manera indigna de caballeros y de marineros británicos… De una buena parte estoy convencido de que morirían helados o de hambre si se les dejara a su propia iniciativa en esta isla, pues hay una gran falta de atención hacia su equipo, al que dejan que la nieve lo entierre o que se lo lleve el viento. Los que eluden su trabajo o los que no son capaces de entender lo que es posible no deberían estar en lugares como éste. Nos encontramos en un lugar duro, que exige todo el tiempo y toda la energía para cuidarse y, así, ser tan eficaz y útil como se pueda».
Tal vez no fue casualidad que Shackleton escogiera el día siguiente, 20 de abril, para reunir al grupo con el fin de comunicarle una importante decisión: un equipo a sus órdenes pronto se haría a la mar en el James Caird y se dirigiría a las estaciones balleneras de la isla San Pedro. Las enormes dificultades del viaje no precisaban explicaciones para los hombres que acababan de llegar a isla Elefante. La isla San Pedro estaba a unos mil trescientos kilómetros, más de diez veces la distancia que acababan de recorrer. Para cubrirla, un bote abierto de siete metros de eslora debería cruzar el océano más formidable del planeta, y además en invierno. Cabía prever vientos de hasta ciento treinta kilómetros por hora y surcar olas —las famosas «aplanadoras» del cabo de Hornos— que medirían hasta quince metros de altura, y si no tenían suerte, podían encontrarse con cosas aún peores. Navegarían hacia una pequeña isla, sin ninguna tierra entre su punto de partida y el de llegada, empleando un sextante y un cronómetro, bajo cielos encapotados que podían hacer imposible cualquier medición para orientarse. La tarea no parecía sólo formidable sino que, como sabían todos, era imposible.
«Hay un grupo de seis que va a San Pedro en el Caird —escribió McNish—. El grupo lo forman: Sir Ernest, el capitán, Creen [sic], McNish, McCarthy, Vincent». El orgullo con que se escribió esta concisa nota resulta palpable. Después de anunciar su plan, Shackleton llamó a McNish para examinar juntos el Caird, y le preguntó si podía mejorarse. «Primero inquirió si iría conmigo —informó Shackleton—, y pareció complacido cuando le dije que sí». No hay ningún indicio de que alguno de los hombres escogidos aceptara la prueba con algo que no fuera una decisión y satisfacción que daban por supuesta. Crean, incluso, rogó que se le incluyera, aunque Wild deseaba que se quedara con él. Es cierto que Shackleton, como Lees no dejó de señalarle, hubiese podido esperar el invierno y entonces tratar de ir, del mismo modo que vinieron, a las aguas balleneras de isla Decepción, pero esta opción entrañaba largos e inconstantes meses de espera. Además, el primer viaje en los botes lo había puesto en movimiento, colocándolo en una ruta de la que, al parecer, ya no podía volverse atrás.
«Shackleton sin hacer nada no es Shackleton —escribió Macklin—. Ya lo vimos en el campamento Paciencia». Además, atento siempre a los marineros, el jefe pudo calcular que no era posible otra espera larga y desmoralizadora y que, psicológicamente, resultaba mejor ofrecer a sus hombres la esperanza de la más improbable de las probabilidades.
La tripulación del James Caird fue escogida con cuidado. Worsley había demostrado que era un navegante hábil. McNish sería útil a la vez como marinero y como carpintero y, pese a su rebelión en el hielo, formaba parte, con Crean, Vincent y McCarthy (y también Marston y Hurley) del grupo que, por su actuación durante el viaje en los botes, había sido felicitado por Shackleton. Este, por añadidura, reunía una vez más a los alborotadores en potencia —Vincent y McNish— bajo su vigilancia directa. Por último, Shackleton sabía que Crean era de los que perseveran hasta el final.
Aunque el tiempo era todavía duro, todos se dedicaron a equipar el bote para su travesía. Durante los días siguientes, mientras soplaba el viento y caía la nieve, McNish trabajó reparando un agujero hecho por el hielo en la amura por encima de la línea de flotación, y construyendo un improvisado puente. La madera disponible, obtenida de la obra muerta del Dudley Docker, no era suficiente para lo que se necesitaba, de modo que en lugar de un puente completo, hizo un marco que cubriría una lona.
«Cheetham y McCarthy trataron de estirar la lona para el puente y no era poco trabajo, pues estaba tiesa a causa del hielo», escribió McNish. La deshelaron, palmo a palmo, colocándola encima de la cocina, con un par de tenazas pudieron pasar las quebradizas agujas a través de la pesada tela. Durante todo el día, mientras trabajaban, estuvo cayendo una nieve pesada y húmeda, y se oyó nada menos que a Wild decir que si el tiempo seguía así «algunos del grupo se hundirán».
El día 22, McNish, que mientras rugía la tempestad había trabajado utilizando unas pocas herramientas y sus manos heladas, ya había terminado su obra. La tempestad amainó por fin, aunque siguió cayendo mucha nieve mientras todos se reunían para contemplar su obra maestra.
«El carpintero ha hecho un buen trabajo con los pocos recursos de que disponía… —escribió Lees—. Ha reforzado el casco del bote atando a lo largo de la quilla, por dentro, el mástil del Dudley Docker». El Caird llevaba dos mástiles, el mayor, con foque y vela al tercio, y un palo de mesana, también con vela al tercio.
Durante dos jornadas continuó el mal tiempo, pero se moderó el día 24, y Shackleton decidió botar el Caird. Como no tenía quilla de lastre, se le lastró con setecientos kilos de pedruscos introducidos en sacos hechos con mantas, y otros doscientos cincuenta kilos de rocas. Worsley consideró que el lastre era excesivo y temió que el bote navegara muy bajo y cargara agua, pues su obra muerta era de unos sesenta y cinco centímetros. Shackleton, en cambio, temía que un bote ligero corriera el peligro de zozobrar en la mar agitada que sabía que iban a encontrar. El bote llevaba también cuatro remos y una bomba de agua, ésta construida por Hurley cuando estaban en el campamento Océano, utilizando la bitácora del Endurance. Además, se cargaron sacos de aceite de grasa de ballena, para derramarlo en aguas movidas e impedir que rompieran las olas. También se cargaron dos barriles de hielo fundido junto con las provisiones.
Éstas, según Hurley, se componían de:
30 cajas de fósforos
200 litros de petróleo
1 lata de alcohol
10 cajas de cohetes
1 caja de luces azules
2 estufas Primus con piezas
1 hornillo
6 sacos de dormir
ropa de recambio (calcetines, ropa interior, etc).
Los alimentos eran:
3 cajas de raciones de viaje (300 raciones)
2 cajas de comida con nueces (200 raciones)
2 cajas de galletas (300 por caja)
1 caja de terrones de azúcar
300 paquetes de leche en polvo
1 lata de cubos Bovril
1 lata de sal Cerebos
140 litros de agua
50 kilos de hielo
Entre los instrumentos figuraban: «Sextante, binoculares, brújula, velas de cera, aceite de grasa de ballena, aceite, ancla, cartas marinas, hilo y anzuelo de pescar, hilo y aguja, pedazos de grasa de ballena como cebo, gancho para el bote, aneroide».
Shackleton llevó también su fusil de doble cañón y algunos cartuchos, así como dos hachas. McNish llevó algunas de las herramientas que le quedaban, entre ellas una azuela de carpintero.
Se calculó que había alimentos para cuatro semanas, «pues si no llegábamos en este tiempo a la isla San Pedro —escribió Shackleton—, seguro que zozobraríamos». Las cartas marinas eran las que Worsley había arrancado de libros de la biblioteca del Endurance antes de abandonar el navío.
Si fracasaba la expedición, Wild tenía órdenes de dirigirse en primavera, con los botes restantes, hacia la isla Decepción. Entretanto, estaba al mando de los hombres que quedaban en el campamento. Él también había rogado que le dejaran tomar parte en el viaje, pero no había nadie más, ni en isla Elefante ni en ninguna otra parte, en quien Shackleton confiara de forma tan absoluta como en Frank Wild. Sabía que no emprendería nada que no hubiese emprendido el propio Shackleton. Los dos hablaron hasta entrada la noche, Shackleton dando sus últimas instrucciones y Wild asintiendo en silencio, imperturbable.
Condujeron el Caird más allá del arrecife, adonde el Stancomb Wills le llevó el cargamento, con acompañamiento de bromas y rudas chanzas.
«Muchos se mostraban solícitos… para que mi conducta al llegar a la civilización estuviera por encima de todo reproche —escribió Worsley. Dijeron cosas sobre Crean que hubieran debido de sonrojarle, pero lo que pudiera sonrojar a Crean haría que el perro de un carnicero soltara su hueso». Aprovechando el sol y la limpidez del horizonte, Worsley pasó su última mañana en tierra comprobando su cronómetro.
El agua estaba agitada y Marston, Greenstreet, Kerr y Wild, que llevaban la carga a través del arrecife, se mojaron hasta la cintura. Un incidente casi puso término a la aventura antes de que empezara: mientras su tripulación estaba en cubierta cargando provisiones, el Caird se balanceó y estuvo a punto de zozobrar, arrojando a McNish y Vincent al agua. Hubo voluntarios que ofrecieron cambiar con ellos su ropa seca, pero McNish lo rehusó, pues sólo estaban mojados sus pantalones; Vincent, mojado de pies a cabeza, aceptó cambiar los pantalones con How, pero se negó a quitarse el jersey.
«Su negativa a cambiarse provocó algunos comentarios desfavorables sobre el por qué lo hacía —escribió Lees—, y se dijo claramente que llevaba muchas cosas propiedad de otros ocultas debajo de sus ropas». Los pantalones mojados de How tardaron dos semanas en secarse. Shackleton lamentó mucho el contratiempo, pues sabía que los hombres que quedaban en tierra lo considerarían de mal agüero.
Durante los días anteriores se había formado, extendiéndose hacia el este, una placa de hielo. Temeroso de que pronto rodeara la isla e impidiera la salida, Shackleton quería ponerse pronto en marcha. Después de fumar con Wild un último cigarrillo, estrechó las manos de sus hombres y a las doce y media, sin ceremonias ni discursos, comenzó el gran viaje.
«Dijimos adiós a nuestros compañeros —escribió McNish—, y nos hicimos a la mar». Al alejarse el Caird, los hombres en la costa lanzaron tres entusiastas hurras.
Desde la playa, con su cámara de bolsillo, Hurley capturó el momento de la partida, los gorros agitados en el aire, los brazos en alto. Antes de marcharse, Shackleton, siempre empresario, había dado a Hurley instrucciones escritas para explotar «todas las películas y reproducciones fotográficas», de acuerdo con los contratos firmados antes de la expedición; dieciocho meses después de su primera exhibición, los derechos revertirían a Hurley.
Shackleton escribió a Frank Wild una carta algo críptica:
Isla Elefante, 23 de abril de 1916.
Estimado señor: En el caso de que no sobreviviera al viaje en bote a San Pedro, hará cuanto pueda para salvar al grupo. Queda usted al mando pleno desde el momento en que el bote abandone esta isla, y todos los hombres están bajo sus órdenes. A su regreso a Inglaterra, deberá comunicarse con el Comité. Deseo que usted, Lees y Hurley escriban el libro. Cuide de mis intereses. En otra carta encontrará usted los términos concertados para dar conferencias, usted en Inglaterra, Gran Bretaña y el Continente, y Hurley en Estados Unidos. Tengo plena confianza en usted, y siempre la he tenido. Que Dios proteja su trabajo y su vida. Comunique mi amor a mi gente y dígale que siempre traté de hacerlo lo mejor posible.
Sinceramente suyo…
E. H. Shackleton. A Frank Wild.
«Nos quedamos mirándolos hasta que los perdimos de vista —escribió Lees—, lo que no tardó en ocurrir, pues un bote tan pequeño pronto se pierde de vista en el gran océano agitado».
Cuando el Caird se fue, los hombres regresaron a su solitario campamento en la playa azotada por el viento. Lo que pensaban en este momento no lo revelaron ni siquiera a sus diarios. Las responsabilidades de Wild no eran envidiables. Estaba a cargo de veintiún hombres desmoralizados, parcialmente incapacitados y acaso con ánimo rebelde, con uno de ellos, Blackborow, gravemente enfermo. La roca desierta y desnuda en que iban a vivir se hallaba sometida todos los días a fuertes tormentas y vientos huracanados, como pronto descubrirían. Su ropa era insuficiente y no disponían de lugar alguno donde guarecerse. No tenían ninguna fuente de alimentos ni de carburantes excepto los pingüinos y las focas, y no podían estar seguros de que se encontraran siempre a su alcance. Se hallaban muy lejos de cualquier ruta de navegación. Si el James Caird no tenía éxito, no había, como Shackleton mismo escribió, «ninguna posibilidad de que nos buscaran en isla Elefante».