El sur

En la proa del Endurance, 9 de diciembre de 1914

«Tiempo brumoso oculta la vista distante y a las cuatro y cuarto de la madrugada topamos de nuevo con la placa». (Hurley, diario).

18 de agosto de 1914, el Endurance salió de Inglaterra. Navegó hacia el sur, pasando por Madeira, Montevideo y Buenos Aires, donde estuvieron cargando provisiones durante dos semanas y adaptaron la tripulación a sus necesidades. El propio Shackleton no se unió a la expedición hasta que ésta llegó a la ciudad de la Plata a mediados de octubre. No todo había sido fácil en esta primera etapa hacia el sur. Debido a la escasez de combustible, el Endurance quemó la madera que había de usarse para la cabaña antártica del físico especialista en magnetismo, y bajo las órdenes del temperamental capitán neozelandés Frank Worsley, la disciplina a bordo resultó notablemente laxa. El propio Worsley menciona altercados en Madeira y apunta con cierta fruición que «a Irving le hicieron un corte en la cabeza con una espada y a Barr le rompieron una gran maceta en la cara». Cabe resaltar que poco después de que Shackleton se uniera al barco, los nombres de Irving y Barr desaparecieron del registro del buque, así como el de otros dos tripulantes ya olvidados.

También se unió al Endurance, en Buenos Aires, unos días antes que Shackleton, James Francis Hurley, fotógrafo australiano de gran talento en el que tenía puestas todas las esperanzas la distribuidora de películas de Shackleton. Hurley nació para esta clase de aventuras. Independiente y tozudo desde niño, huyó de su casa a los trece años y encontró trabajo en la fundición local que a su vez le llevó a los astilleros de Sydney. De adolescente compró su primera cámara, una Kodak de quince chelines que pagó a razón de un chelín por semana. Su primer trabajo profesional fue hacer fotos para tarjetas postales, pero pronto consiguió cometidos más importantes.

El 26 de octubre, el Endurance, pintado de negro y cargado de provisiones frescas, así como con sesenta y nueve perros de trineo canadienses, puso vela hacia el Atlántico Sur. La tripulación no se sentía muy tranquila al saber que las fuertes lluvias en Buenos Aires indicaban que el hielo no se había quebrado en el mar de Weddell. Tampoco los fondos, tan escasos como de costumbre, contribuían a la paz mental de Shackleton. James Wordie, el geólogo de la expedición, le había prestado dinero para comprar el combustible y, aunque llevaban un radiotelégrafo, no pudieron comprar un equipo de transmisión. No obstante, el Endurance se dirigía por fin hacia la isla San Pedro, al este de las Malvinas, su última escala.

Como la mayoría de expediciones de esta clase, el barco llevaba una mezcla de oficiales y científicos, por una parte, y marineros, por la otra. En las suyas, Scott había segregado a los dos grupos al estilo naval, pero en la de Shackleton se prestaba poca atención a cuestiones de clase.

«¡Así que me encuentro con que tenemos que trabajar! —escribió el capitán de la marina Thomas Orde-Lees en su diario—. La tripulación no basta para las necesidades del barco y cuando navegamos y alguna vela precisa algún cambio, nosotros, los seis científicos, debemos tirar de las cuerdas… Tirar de las cuerdas hiere las manos y las cuerdas están sumamente sucias y alquitranadas, pero el ejercicio es bueno».

Lees era el esquiador experto de Shackleton y se hacía cargo de los trineos de motor de aire que, como se vería, no iban a funcionar. Su diario, el más parlanchín e intolerante de todos los de los miembros de la expedición, es también el más informativo. Lees estudió en escuelas privadas de Malborough. A nadie le desagradaban más las tareas manuales y, sin embargo, hasta él comprendía su necesidad. «… siempre se puede uno bañar después, y supongo que, desde el punto de vista de la disciplina, es bueno para uno», aceptó. Y ni siquiera Shackleton sabía cuán vital resultaría esta disciplina para el bienestar de todos.

El Endurance llegó a San Pedro el 5 de noviembre, once días después de salir de Buenos Aires, envuelto en una neblina de ráfagas de nieve que ocultaban una costa irregular y escarpada. La reducida población de balleneros noruegos recibió calurosamente a los expedicionarios, que quedaron impresionados por el nivel de comodidad que sus anfitriones habían conseguido en esta isla tan remota. Disponían de luz eléctrica y agua caliente y en la casa de Fridthjof Jacobsen, el administrador de Grytviken, no sólo había calefacción sino que en sus miradores florecían geranios. Pero este encanto no lograba ocultar la nociva presencia de la industria ballenera: los puertos naturales estaban llenos de desechos grasientos, impregnados del hedor de esqueletos putrefactos de ballenas; además, las aguas de Grytviken estaban rojas.

Los balleneros les suministraron carbón y ropas, compradas a crédito, así como valiosa información. Nadie conocía mejor los mares por los que Shackleton pretendía navegar, y confirmaron los informes de Buenos Aires en el sentido de que aquel año el estado del hielo era extraordinariamente difícil y que las placas de hielo se extendían más al norte de lo que nadie recordaba. Aconsejaron a Shackleton que esperara hasta el verano austral, de modo que lo que iba a ser una corta escala se alargó un mes entero. Al parecer fue un mes agradable durante el cual los hombres se conocieron mejor entre sí y se familiarizaron con sus tareas. Rodeados del magnífico paisaje subantártico y de la fauna —elefantes marinos, pingüinos y otras clases de aves—, sintieron por fin que habían iniciado su aventura hacia el gran sur blanco. Los entrenadores llevaron a sus perros a una colina cercana y trataron de evitar que se atiborraran de desechos de ballena y escarbaran en el cementerio de los balleneros; los científicos pasearon por las colinas, observando la abundante fauna y «consiguiendo especímenes». Frank Hurley, ayudado por el capitán Worsley y el primer piloto Lionel Greenstreet, llevó su equipo fotográfico de casi veinte kilos a una cima, desde la que se veía el puerto de Grytviken, y conservó la imagen del Endurance anclado, insignificante al pie del majestuoso círculo de montañas. Lees quiso escalar los picos a solas, cosa característica en él; Shackleton se lo prohibió, como era de esperar. El carpintero se mantuvo ocupado construyendo una protección para el espacio abierto en cubierta mientras los marineros se quedaron en el barco.

Varios miembros de la expedición creían tener mucha experiencia en el Antartico. Alfred Cheetham, el tercer oficial, había navegado por el sur muchas más veces que los otros, a excepción de Frank Wild; primero en 1902, como contramaestre del Morning, el buque de relevo que fue a buscar y aprovisionar el Discovery de Scott; como tercer piloto en el Nimrod de Shackleton y en el Terra Nova de Scott. Nacido en Liverpool, Cheetham era bajo, enjuto y fuerte, alegre y servicial, dirigía las salomas tanto en el Nimrod como en el Endurance. Era un lobo de mar hasta la médula. Se cuenta que cuando Shackleton le pidió que formara parte de la tripulación del Nimrod, aceptó de inmediato y corrió a contar a la esposa de su amigo, Chippy Bilsby, carpintero en el Morning, que éste iba a ir al Antartico de nuevo. Una vez transmitido el mensaje, fue a la casa donde trabajaba Bilsby.

—¡Eh, Chippy, chico, baja! —le gritó con su fuerte acento de Liverpool—. Vas a venir al Polo Sur conmigo.

—Tengo que hablar con mi esposa primero —replicó Bilsby.

—Ya me he encargado de ella, Chippy. Vamos —contestó Cheetham.

Por supuesto, también Frank Hurley había ido al sur. Contaba veintiséis años en 1911 cuando oyó que el doctor Douglas Mawson, el famoso explorador polar australiano, proyectaba un viaje al Antartico. Estaba resuelto a que le dieran el puesto de fotógrafo de la expedición y, como no tenía contactos que le recomendaran, abordó a Mawson en un compartimento privado de un tren, y le ofreció sus servicios durante el tiempo que durara la expedición. Tres días después, le informaron que había sido aceptado; de hecho, Mawson admiraba su iniciativa. El éxito de la película realizada sobre la expedición de Mawson, titulada Home of the Blizzard, había inspirado en parte la empresa de Shackleton Imperial Trans Antarctic Film Syndicate. A bordo del Endurance se le consideraba «duro como un clavo», capaz de soportar condiciones extremas y hacer lo que fuera para sacar la foto que deseaba. Aunque todos le admiraban desde el punto de vista profesional, no a todos les caía bien. Como había mejorado de posición social gracias a su talento y al trabajo duro, era muy consciente de sus habilidades superiores, susceptible a los halagos, y por esto lo consideraban «bastante ampuloso». Le apodaron el Príncipe.

George Marston, de rostro de querubín, estuvo con Shackleton en el Nimrod, se graduó en una escuela de arte de Londres y formaba parte del círculo de las dos hermanas de Shackleton, Helen y Kathleen, que le animaron a pedir el puesto de artista de la expedición. En la del Nimrod formó parte de tres viajes en trineo, uno de ellos con el propio Shackleton, que se había sentido impresionado por su capacidad física. Hijo de un fabricante de carros y nieto de un carpintero de barcos, Marston poseía, como Hurley, una maravillosa versatilidad, que habría de resultar muy útil.

Se sabe poco del marinero de primera Thomas McLeod, un escocés supersticioso que estuvo con Scott en el Terra Nova y con Shackleton en el Nimrod. Se había fugado de casa para hacerse a la mar a los catorce años, y a la sazón contaba con veintisiete años de experiencia marinera.

Tom Crean era un marinero irlandés, alto y huesudo, uno de los diez hijos de una familia de granjeros de una aldea remota del condado de Kerry. Escaló peldaños en la armada, después de alistarse en 1893, a los dieciséis años como grumete (se añadió dos en la solicitud). Hablaba irlandés e inglés y siempre lamentó no haber estudiado más allá de la primaria. Acaso más que el hecho en sí, lo que le impidió llegar más alto fue su susceptibilidad al respecto. En el Endurance era segundo oficial. No obstante, aunque no por rango, Crean era, según la expresión del propio Shackleton, «una baza». Navegó por el sur con Scott en las expediciones del Discovery y del Terra Nova y en esta última le otorgaron la medalla del príncipe Alberto por su valentía. Y fue uno de los once que en 1911 salieron rumbo al Polo Sur con Scott. Éste no asignaba tareas de antemano, de modo que nadie sabía si iba a ir al Polo o si iba a tener que regresar justo antes de la última etapa, después de haber cargado provisiones a lo largo de muchos y duros kilómetros. El 3 de enero de 1912 Scott dijo a Crean y a dos compañeros suyos, el teniente Teddy Evans y William Lashly, que debían regresar al día siguiente. Si bien habían repartido todas las provisiones y el material entre dos equipos de cuatro, en el último minuto Scott añadió un quinto hombre, Birdie Bowers, al equipo con el que iría al Polo. Esta decisión no sólo contribuyó al fracaso de su grupo, al suponer una boca más a la que alimentar, sino que también supuso un problema para el trío que regresaba, pues cargaban con provisiones y material para cuatro personas. Evans, que ya padecía escorbuto, sufrió un colapso y sus compañeros tuvieron que tirar de él hasta el agotamiento. Entonces Crean se dispuso a recorrer los cincuenta y seis kilómetros que los separaban de la ayuda más cercana, llevándose sólo tres galletas y dos chocolatinas.

«Bueno, señor, me sentía muy débil cuando llegué a la cabaña», escribió en una carta a un amigo. Era un hombre duro de roer. Ya antes, en esa misma expedición, después de una extenuante marcha a través del fragmentado mar de hielo, con los caballos, Crean y sus dos compañeros habían preparado la cena y confundieron curry por cacao. «Crean —recordaría su compañero de tienda— se lo bebió todo antes de darse cuenta de la equivocación». Mas, por muy duro que fuese, se desmoronó y rompió a llorar cuando a los 87° de latitud sur, a apenas doscientos cuarenta kilómetros de su objetivo, Scott les informó, a él y a sus compañeros, que no tendrían el honor de continuar hasta el Polo.

Varios marineros del Endurance habían faenado en bous o buques de arrastre en el mar del Norte, una de las más brutales ocupaciones. Existen pocos indicios de que fuesen simpáticos, y uno de ellos, John Vincent, antes marinero en la armada real y que había faenado en la costa de Islandia, resultaría un auténtico incordio, un peleón; William Stephenson, uno de los dos fogoneros, había sido miembro de la real infantería de marina y criado de un oficial; Ernest Holmes, el más joven de los marineros, venía del Yorkshire y, al menos según Lees, era «el más fiel a la expedición». Cuatro marineros resultaban especialmente simpáticos: Timothy McCarthy, un joven irlandés, conocido por su exuberante buen humor y sus ingeniosas respuestas. Walter How, londinense, llevaba apenas tres semanas en casa después de un viaje cuando solicitó un puesto en la Expedición Imperial Transantártica; su reciente experiencia en el barco canadiense de investigación auxiliar, a pocas millas del Círculo Ártico en la costa de Labrador, impresionó a Shackleton; era también de carácter alegre y un buen artista aficionado. William Bakewell se unió a la expedición en Buenos Aires; había sido peón, leñador, ferroviario y vaquero en Montana, antes de convertirse en marinero a los veintisiete años; su barco, el Golden Gate, encalló en el Río de la Plata, y él y su ayudante Perce Blackborow se paseaban por los muelles de Buenos Aires buscando el modo de ir a Inglaterra cuando se encontraron con el Endurance.

«Fue amor a primera vista», explicaría al enterarse de que pertenecía al famoso explorador polar Sir Ernest Shackleton, y que éste buscaba sustitutos para su tripulación, los dos jóvenes se presentaron. Complacido con la experiencia de Bakewell en barcos de vela (a diferencia de los de vapor), Shackleton le contrató. (Probablemente, no le perjudicó el que, siendo el único norteamericano de la expedición, se hiciera pasar por canadiense, o sea, ciudadano de una colonia inglesa). Sin embargo, Shackleton rechazó a Blackborow porque ya tenía suficientes tripulantes. Ayudado por Bakewell y su nuevo ayudante Walter How, Blackborow se escondió en un armario en el castillo de proa. El día después de salir de Buenos Aires lo descubrieron y lo arrastraron frente a Shackleton. Hambriento y asustado, el mareado joven tuvo que soportar una elocuente diatriba del «jefe», perorata que impresionó a todos los que los observaban. El «jefe» se acercó a él y concluyó con: «¿Sabe que en estas expediciones a menudo pasamos hambre y si hay un polizón a bordo, es el primero al que nos comemos?». Esto se interpretó, acertadamente, como una aceptación oficial de su presencia y Blackborow se convirtió en despensero, por tres libras mensuales. De hecho, Shackleton acabó por apreciar al concienzudo y silencioso gales, tanto como a los demás tripulantes.

Henry McNish, conocido por Chippy, el tradicional mote de los carpinteros de barco, uno de los hombres mayores, un viejo lobo de mar sin pelos en la lengua, oriundo de Cathcart, en las afueras de Port Glasgow, provocó recelos en Shackleton desde un principio.

«El carpintero es el único del cual no me siento absolutamente seguro», escribió a su amigo y agente, Ernest Perris, poco antes de salir de San Pedro. McNish era probablemente el miembro más misterioso de la expedición; afirmaba —falsamente— haber navegado por el sur con la expedición escocesa de William Bruce en 1902, si bien era cierto que había viajado mucho. Por razones que aún no se entienden, Shackleton y sus compañeros creían que contaba algo más de cincuenta años, aunque en realidad sólo tenía cuarenta. Aunque no a todos les caía bien, lo respetaban, pues era no sólo un brillante carpintero, sino también un marinero con mucha experiencia.

«Chips no era ni dulce ni tolerante —recordaría un compañero de otra expedición—. Y su voz escocesa podía crispar tanto como un cable eléctrico desgastado», McNish había llevado a su gato, la incontrolable señora Chippy, «de gran carácter», según la descripción de varios tripulantes, cuyo principal deleite parece haber sido tomar atajos sobre los techos de las perreras, pues el astuto felino (se descubrió tardíamente que era un macho) se daba cuenta de que los medio salvajes perros estaban firmemente encadenados.

Un total de veintisiete hombres, sin contar a Shackleton. Formaban un equipo relativamente reducido para librar batalla a través de los miles de kilómetros de océano salpicado de hielo que los separaban de su destino. Cada uno debió de haber examinado minuciosamente la experiencia y personalidad de sus compañeros, y el propio Shackleton no se libró de este escrutinio.

«Un bicho raro, de humor cambiante, y no sé si me cae bien o no», escribió el primer piloto Greenstreet a su padre. A su llegada a Buenos Aires, Shackleton se sentía un tanto deprimido y no parece que estuviera en plena forma durante la estancia en San Pedro. Después de acompañarlo en un corto paseo, Wordie observó que «padecía una fuerte tos y la caminata parece haberlo cansado». A Shackleton todavía le quedaban muchos problemas: las peores condiciones del hielo registradas en la historia reciente no mejoraban y algunos balleneros le sugirieron que no emprendiera la expedición hasta la siguiente estación, pero para Shackleton esto equivalía a renunciar del todo a ella. Atrás había dejado la guerra y numerosos cabos sueltos en el aspecto financiero.

El 5 de diciembre de 1914 por la mañana, el Endurance partió de la bahía Cumberland de Grytviken, con provisiones frescas —incluyendo dos cerdos vivos— y una tripulación descansada, deseosa de emprender la siguiente etapa del viaje. Las montañas de San Pedro seguían a la vista hasta avanzada la tarde, en tanto el Endurance se dirigía en dirección sur cuarta al sudeste. Ya al día siguiente pasaron al lado de numerosos icebergs y el 7 de diciembre se encontraron con los bordes de una placa de hielo.

Durante las seis semanas siguientes, el Endurance se abrió un cauteloso camino hacia el sur, esquivando y rodeando placas y témpanos sueltos, atravesándolos ocasionalmente, forzando el pasaje. Shackleton esperaba que manteniéndose más allá del límite oriental de la placa, podría abrirse camino oblicuamente hacia la bahía Vahsel. La táctica sólo duró por un tiempo y pronto se vio obligado a adentrarse en la placa.

Al continuar su camino hacia el sur, el Endurance entró en campos de hielo cubiertos de nieve, enormes témpanos con una extensión de sesenta kilómetros cuadrados. «Todo el día hemos usado el barco como ariete —escribió Hurley en su diario a mediados de diciembre—. Admiramos nuestro resistente barquito, que parece deleitarse luchando contra nuestro enemigo común, destrozando los témpanos con gran estilo. Cuando hace impacto se detiene, se estremece desde la galleta a la sobrequilla, y entonces, casi de inmediato, a popa el hielo empieza a quebrarse y nosotros, cual una cuña, forzamos la grieta poco a poco hasta poder pasar».

Los días de espesa niebla cedieron a días claros de radiante sol. En el largo crepúsculo de la veraniega noche austral, las placas resquebrajadas parecían flotar, como otros tantos nenúfares gigantescos en un estanque azul celeste. El barco pasaba junto a focas que se alimentaban de cangrejos y tomaban el sol sobre el hielo, así como a manadas de pingüinos Adelie y Emperador, que surgían inesperadamente en los témpanos y les interpelaban con estridencia. Paulatinamente la superficie de agua abierta se fue reduciendo, hasta que el mar entero parecía un enorme campo nevado, roto aquí y allí por vías y canales.

Celebraron la Navidad con bizcocho con frutas picadas y budín navideño, coloridas banderas, mesas puestas y cantando villancicos por la tarde. Admiraban las magníficas puestas de sol desde la barandilla y, en el último día de 1914, tras una dura mañana de abrirse paso a través de una placa difícil de romper, el Endurance cruzó el Círculo Polar Antartico, acompañado por la luz de un crepúsculo de ensueño reflejada en aguas tranquilas. La noche del 1 de enero de 1915, el contingente escocés se puso a cantar el Auld Lang Syne y despertó a los «miembros respetables» que se habían acostado, según Lees, quien observó malhumorado que «los escoceses son siempre un incordio en Año Nuevo y su voz no es nada del otro mundo». Por su parte en el puente, Shackleton, Wild, Worsley y Hudson se estrecharon las manos y se desearon un feliz año nuevo. Para entonces el cielo estaba casi siempre encapotado y el Endurance se encontraba con más icebergs, grandes estructuras que se alzaban cual fantásticas esculturas de mármol, blanco azulado por encima de la línea del agua y azul pavo real por debajo.

Los expedicionarios mataban el tiempo con quehaceres domésticos: Lees zurcía sus calcetines y lavaba y cosía su ropa; Hurley sacaba fotos del sol de medianoche; Robert Clark, el biólogo, estudiaba con microscopio los depósitos de diatomita del mar de Weddell. El 6 de enero, por primera vez desde la partida de San Pedro un mes antes, sacaron a los perros a ejercitarse en un témpano adecuado; los canes no tardaron en iniciar una de sus odiosas «peleas» y cayeron al agua a través de una capa más fina de hielo.

El 7 y 8 de enero, las condiciones del hielo les obligaron a desandar el camino a través de la placa con objeto de encontrar una entrada mejor, pero el 10 de enero, a 72° de latitud sur, alcanzaron un importante hito: avistaron la costa de Coats y empezaron a acercarse a su enorme barrera de hielo de treinta metros de altura. El Endurance se hallaba, pues, a apenas una semana de la bahía Vahsel, a condición de que el tiempo les favoreciera. Como todavía esperaban que el barco regresara a Buenos Aires o San Pedro en invierno, los miembros de la tripulación se dedicaron a escribir cartas que pensaban mandar en el barco de retorno.

El 11 de enero empezaron el día desayunando gachas de avena, hígado de foca y beicon. El mal tiempo obligó al Endurance a pairar a barlovento de un gran témpano. McNish, el carpintero, usó la escala para hacer una pequeña cómoda para «el jefe». El propio Shackleton parecía «extenuado»; no había dormido mucho las últimas noches. Los dos cerdos adquiridos en San Pedro (llamados Sir Patrick y Bridget Dennis) engordaban, y una de las perras, Sally, parió tres cachorros; al duro Tom Crean le vieron, divertidos, mimarlos «como un camillero de hospital». El día acabó con una cena de espesa sopa de lentejas, cocido de foca, guisantes de lata y natillas.

Aunque el día 12 amaneció con niebla y nevadas, fue en general una buena jornada.

Clark capturó interesantes especímenes en sus redes y hacia el atardecer pasaron frente a una bandada de jóvenes pingüinos emperador en un témpano cercano. El Endurance, que ahora navegaba con vapor, atravesó las placas hasta mar abierto y llegó a la bahía que marcaba el punto más meridional alcanzado en 1903 por la expedición de William Bruce en el Scotia. Las resonancias de apenas unas ciento cincuenta brazas indicaban la proximidad de tierra firme. Lees, ocupado con las provisiones, descubrió, triunfante, «una caja de mermelada y un par de cosas que Sir Ernest deseaba especialmente».

El 13 de enero, tras toda una noche de rodear una gruesa placa que circundaba la barrera de la costa de Coats el Endurance pudo dejarse llevar de nuevo por la corriente, entre témpanos que no parecían estar a punto de abrirse. Pasaron dos horas buscando una apertura, apagaron el carbón y el barco pairó. El día siguiente, 14 de enero, sin embargo, se encontraba todavía atascado. No obstante, el tiempo era magnífico, el mejor desde su partida de San Pedro, con suaves temperaturas de unos ocho grados bajo cero. Hurley, siempre buscando escenas fotogénicas, describió el entorno como sigue: «Los icebergs y los témpanos se reflejaban en el agua azul oscuro, mientras que el hielo que tanto presionaba, con sus sombras azul oscuro centelleando bajo el sol, ofrecía una de las vistas más espléndidas que he visto en el sur. El hielo semejaba más un serac que una placa, de tan revuelto, quebrado y aplastado. Grandes aristas, formadas por efecto de la presión y que se alzaban metros, demuestran la fuerza y la presión sobrecogedoras que actúan en estas latitudes». Desde la torre de vigía del barco, Lees observó que en todas direcciones se distinguía la placa que ejercía una tremenda presión.

Con todo, aquella tarde, un creciente viento actuó sobre la placa y antes de medianoche había aparecido una vía de agua al pie de la barrera. Temprano, el día 15 el Endurance prosiguió su camino bajo un cielo brumoso. Aquel día vieron una cantidad extraordinaria de focas, y a las tres de la tarde el barco pasó junto a una banda que se alejaba nadando de la barrera hacia una placa lejos de la costa. Todos los expedicionarios se reunieron en la barandilla y soltaron gritos de admiración al ver cómo se zambullían y jugueteaban en torno al barco, como delfines; todos recordarían este acontecimiento con cariño. Ya avanzada la tarde, el cielo se despejó y se abrió una vía de agua fortuita que les permitió izar las velas y navegar a toda prisa hacia el sur. Más adelante había agua clara. Justo antes de medianoche, a la extraña y perpetua luz del crepúsculo veraniego, el buque encontró una bahía protegida, formada por la protuberancia de un enorme glaciar y la barrera de hielo.

«La bahía habría constituido un excelente lugar de desembarco —escribió Shackleton, refiriéndose a su “muelle natural”, hecho de hielo plano, y a su desacostumbrada configuración que la protegía de todos los vientos, menos los del norte—. La llamé bahía Glacier y posteriormente tuve motivos para recordarla con pena».

El Endurance navegó toda la noche a lo largo del frente del glaciar, y a primen horas de la mañana había llegado a otro desbordamiento glacial, con profundas grietas, cuyo torrente helado caía por un acantilado de unos cien metros de altura. A las ocho y media, una espesa placa puso fin a la espléndida carrera del barco —a ciento veinticuatro nudos—. A esta placa la mantenía fija —o eso supuso Shackleton— la proximidad de unos icebergs asombrosamente grandes. Aprovecharon la oportunidad para realizar investigaciones geológicas informales y acercaron el barco a un pequeño iceberg, que se distinguía por las franjas bien definidas de materia encajada en el hielo que el geólogo James Wordie identificó como biotita. Más tarde, se levantó el viento del este que acabó por convertirse en tempestad. Mientras la presión del viento empezaba a romper y dispersar la placa a sotavento, el Endurance pairó al abrigo de un iceberg. Tener que detenerse después de una carrera tan satisfactoria resulta tedioso. Lees, por su parte, mató el tiempo a su modo característico: ordenó y limpió las provisiones en la bodega.

La tempestad continuó al día siguiente. El Endurance, que no estaba anclado, agitaba en el mar picado, sin dejar de dar vueltas en pequeños círculos. Unas cuantas focas pasaron de largo, aprovechando el ímpetu de las olas, con la cabeza por encima del agua. Desde su litera, Hurley alzó la mirada de su libro para echar una ojeada por una portilla a los enormes icebergs blancos y las nubes bajas.

El 18 de enero la tempestad había amainado lo suficiente para permitir al Endurance izar las velas por la mañana y aprovechar la larga vía que se había abierto en el glaciar delante de ellos. Sin embargo, por la tarde toparon con una placa. Con cautela, se abrieron paso a través de la gruesa capa de escombros hacia mar abierto, disfrutaron de una carrera de treinta y ocho kilómetros antes de meterse entre espesas capas de escombros y grandes témpanos sueltos.

«El carácter de las placas ha vuelto a cambiar —observó Worsley. Los témpanos son muy gruesos, pero están hechos de una mayor porción de nieve; si bien son más o menos quebrados y forman grandes témpanos, los escombros entre ellos tan espesos y pesados que no podemos abrirnos paso por ellos, si no es gastando mucha energía y fuerza… Por tanto, preferimos pairar un rato a ver si la placa se abre al sur cuando este viento del noreste amaine».

Luchando con el mareo que le provocaba el mar picado, Lees aguantó su turno al timón, donde «caía nieve, soplaba el viento y se estaba en general muy mal». Por la tarde ocupó el tiempo libre en preparar las provisiones para el desembarco, haciendo montones para el «barco» y para la «tierra», pero el retraso aburrió a los miembros menos laboriosos.

«Resulta satisfactorio saber que nos encontramos a apenas ciento treinta kilómetros de la que será nuestra base, Vahsel Bucht —escribió Hurley, refiriéndose a la bahía por su nombre alemán—. Todos deseamos llegar, pues la monotonía nos cansa casi a todos».

A la mañana siguiente el tiempo era bueno. Sin embargo, las condiciones del hielo habían empeorado y la placa había rodeado al barco durante la noche. Los científicos tomaron especímenes, pero la atención de los demás se centraba en el hielo. La tormenta lo había apretado tanto contra la plataforma continental que no se divisaba nada de agua desde la atalaya. No obstante, los pasajeros del barco se acostaron aquella noche con la esperanza de que un cambio en el viento abriera la placa y les permitiera seguir su camino. El Endurance se hallaba a apenas un día de la bahía Yahsel.

El viento de nordeste que había soplado de modo intermitente desde el 16 de enero se alzó de nuevo esa noche y el día amaneció sombrío y nevado; descubrieron que la placa era más gruesa y presionaba aún más al barco. Con todo, la temperatura de dos grados bajo cero resultaba suave, de modo que, según observó Lees, «no tememos, de momento, quedar atrapados». Como no tenían a donde ir, tampoco tenían mucho que hacer. La emoción del día la deparó Frank Wild cuando disparó contra una foca de casi tres metros, con lo que hubo carne fresca para los hombres, los perros y la señora Chippy. Los científicos cantaron en el camarote de Clark, uno de los puntos de reunión favoritos, pues estaba cerca de las calderas. Hurley siguió escribiendo cartas para que se las llevara el barco cuando regresara a la isla San Pedro, y Lees se mantuvo ocupado lavando y cosiendo su ropa.

El 21 de enero el viento seguía soplando desde el nordeste, arrastrando la nieve de la plataforma continental; en consecuencia, el aire estaba muy húmedo y la condensación humedeció la cámara de oficiales y los camarotes. La presión del hielo contra la caña del timón causó mucha preocupación y la tripulación bajó por un lado para despejarla. Si bien supuso un enorme gasto de combustible, Shackleton ordenó que las calderas continuaran haciendo vapor, a fin de estar preparados para aprovechar cualquier apertura en la placa. Atrapado en el hielo, el Endurance se desplazó con el resto de la placa, impulsados por la corriente circular del mar de Weddell; pronto se vería alejado de tierra firme.

Por fin, el viento del nordeste, que llevaba seis días soplando de modo intermitente, amainó el 22 de enero y el día siguiente amaneció soleado y tranquilo. Hurley aprovechó la luz para sacar unas fotografías y Lees continuó lavando y zurciendo. Una valoración del suministro de combustible determinó que sólo quedaban setenta y cinco toneladas de las ciento sesenta que el Endurance había cargado en San Pedro.

A medianoche del 24 de enero, una grieta en el hielo que los rodeaba abrió una vía en ángulo recto del barco, pero a unos treinta metros de éste. Izaron las velas y, a todo vapor, intentaron llegar a ella, pero el Endurance no consiguió forzar el paso; entonces todos trataron de romper el hielo con cinceles y palancas a fin de abrir un camino hacia la tentadora vía a la libertad. No obstante, aunque veían que el hielo se rompía más adelante, nada pudieron hacer en torno al barco.

«Atrapados en el hielo. No se nota ningún movimiento»; «atrapados todavía y ninguna señal de apertura»; «la vía que tanto prometía casi se ha vuelto a cerrar»; «seguimos atrapados». Estos desencantados comentarios en los diarios de los miembros de la expedición indican que empezaban a darse cuenta de que la decisión de pairar en la placa, tomada la noche del 18 de enero, casi sin pensar, o así lo parecía retrospectivamente, había resultado fatal para sus planes.

«Parece que estaremos atrapados toda la estación —escribía Hurley al fin del 27 de enero—. Una notable bajada de la temperatura a medianoche, registrada a quince grados bajo cero. Esto ha tenido por efecto congelar muchos de los pequeños estanques y cimentar los témpanos, lo cual no augura nada bueno».

Las resonancias diarias de profundidad indicaban que el barco se alejaba cada vez más de tierra firme. Puesto que las tareas rutinarias se habían reducido para todos, el aburrimiento se instaló inevitablemente. Los partidos de fútbol en el hielo y el cuidado de los perros distraían un poco. En la cámara de oficiales, los científicos se entretenían mutuamente leyendo en voz alta y solían cantar el domingo. El sábado por la noche bebían a la salud de «nuestras novias y esposas» (seguido infaliblemente por el estribillo «que nunca se conozcan»), un ritual que McNish exageró una noche y tuve por resultado un alboroto en el castillo de proa.

Si bien los científicos y los tripulantes estaban dispuestos a viajar juntos por el sur no contaban con pasar todo un invierno polar en su mutua compañía. Aunque la posibilidad de pasar el invierno en el barco se había comentado en Buenos Aires, el plan original contaba con que el barco regresara a puerto tras dejar a los expedicionarios y sus provisiones.

«La idea de pasar el invierno en un barco atrapado en el hielo es muy desagradable —escribía Hurley a principios de febrero—, no sólo por el necesario entorpecímiento de nuestro trabajo, sino también por la relación forzada con los marineros que, si bien son amistosos, no simpatizan mucho con el personal científico».

En varias ocasiones se hicieron ilusiones al ver una vía o un cambio en el hielo y salieron más de una vez a cortar el hielo o a zarandear el barco para liberarlo. El 22 de febrero, el Endurance, que seguía flotando hacia el sudeste, tocó el paralelo 77, el punto más meridional que la Expedición Imperial Transantártica iba alcanzar.

«El verano se había ido —escribiría Shackleton—; de hecho casi no lo tuvimos… las focas desaparecían y los pájaros nos abandonaban. En el lejano horizonte, la tierra parecía disfrutar todavía de buen tiempo, pero ya no estaba a nuestro alcance…». El 24 de febrero ordenó el cese de las rutinas y el Endurance se convirtió oficialmente en puesto de invierno.

Habiendo bregado valerosamente en un plazo de seis semanas a través de más de mil seiscientos kilómetros de placas de hielo, el Endurance había llegado a un día de navegación del lugar donde pretendían desembarcar. Ahora, rendidos por los fútiles intentos de liberar su barco, Shackleton y sus hombres sólo podían observar, impotentes, cómo la corriente los alejaba de la tierra, que ya no podían ni vislumbrar. Este fatal revés afectó más que a nadie al propio Shackleton: no sólo cargaba con la responsabilidad de mantener a sus compañeros sanos y animados durante un invierno polar sino que tuvo que tragarse la amarga desilusión. Contaba cuarenta años y había precisado de considerables energías para preparar la expedición del Endurance. Debido a la guerra en que estaba involucrada Inglaterra, resultaba improbable que tuviese ocasión de regresar al sur en un futuro cercano; ésta era su última oportunidad. Aunque durante cierto tiempo se creyó que era posible, en teoría, avanzar en primavera, cuando la placa se rompiera y liberara el barco, Shackleton era lo bastante realista para saber que cada día que pasaba lo hacía más imposible.

«Veíamos nuestra base y eso resultaba, más que tentador, enloquecedor —escribiría en su diario Alexander Macklin, uno de los dos médicos a bordo—. Fue cuando Shackleton dio muestras de una de sus chispas de auténtica grandeza: no se enfurecía ni daba señales de la más mínima contrariedad; nos dijo, tranquila y sencillamente, que debíamos pasar el invierno en la placa, nos explicó los peligros y las posibilidades; nunca perdió el optimismo y nos preparó para el invierno».

Entretanto, el navegante Huberht Hudson trataba repetidamente de ponerse en contacto por radio con las Malvinas, donde estaban las estaciones de transmisión más cercanas. En vano. No sólo no avistaban tierra firme, sino que nadie sabía dónde se encontraba.

Atrapados en el hielo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0096.xhtml
Section0098.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
autor.xhtml