La isla San Pedro
Había trabajo que hacer. A duras penas, entre las olas rompientes y con piernas poco seguras, los hombres descargaron las provisiones, el equipo y gran parte del lastre del Caird con objeto de llevarlo a tierra. Pero incluso casi vacío, no pudieron moverlo, ni siquiera entre todos.
«Estábamos rendidos —escribió McNish, que había retomado su diario—. Lo dejamos en las olas esa noche, con un hombre de guardia». Shackleton había visto una cueva a un lado de la cala y en ella entraron tambaleándose para pasar la noche. Mientras los demás trataban de descansar sobre cuatro sacos de dormir empapados y con la ropa en igual estado, Shackleton se encargó de la primera guardia y se hizo reemplazar por Crean a la una de la mañana, cuando sintió que se quedaba dormido. Costaba mucho sostener, por la corta y desgastada amarra, al Caird, que no dejaba de balancearse en la oscuridad. A las tres de la mañana la boza se soltó de las manos de Crean y tuvieron que despertar a todos para tirar del bote. Estaban tan agotados que ni siquiera pudieron girarlo con el fin de llevarlo a la playa, de modo que tuvieron que esperar hasta el amanecer.
Por la mañana, para aligerar un poco más el barco, McNish quitó las tracas y la cubierta superior, y por fin, con gran esfuerzo, lograron arrastrarlo hasta más allá de la marca de la marea alta. Por fin podían descansar; sin el Caird estarían perdidos, ya que el único modo de salir de la cala era por mar.
La bahía King Haakon era un profundo estrecho flanqueado al norte y al sur por glaciares. La cueva se encontraba en un nicho de un peñasco saliente al fondo de la cala, en la punta meridional de la bahía. Al pie de las montañas crecían matas de gruesa hierba que los hombres esparcieron en el suelo de la cueva. Enormes carámbanos que colgaban en la boca de la cueva, como cortinas, rompían el viento, protegiendo así la hoguera que hicieron con madera llevada por las olas.
Shackleton y Crean fueron a revisar una colina cubierta de matas de hierba que se alzaba por encima de la playa, y regresaron con crías de albatros que encontraron en nidos desperdigados. Con cuatro aves de unos seis kilos cada una prepararon un estofado, espesado con cubitos de Bovril.
«Su carne era blanca, suculenta, y sus huesos, que aún no estaban del todo formados, casi se nos derritieron en la boca —anotó Shackleton—. Fue una comida memorable». Después se tumbaron en los sacos mientras secaban tabaco en las ascuas y lo fumaban.
«No nos hemos sentido tan cómodos en las últimas cinco semanas —observó McNish, satisfecho—. Comimos tres crías de albatros y un adulto con una pinta de salsa; fue mejor que cualquier sopa de pollo que haya comido en mi vida. He estado pensando en lo que dirían nuestros compañeros si tuviesen comida como ésta».
El día después de su llegada a la cala, Shackleton ya había anunciado la siguiente etapa del rescate. La bahía Stromness, donde estaban las más cercanas estaciones balleneras, se hallaba a unos doscientos cuarenta kilómetros por mar, pero en vista de lo traicionero del tiempo y de la costa, era demasiado lejos para el barco y la debilitada tripulación. Ya no viajarían en barco. Shackleton había decidido que él y otros dos irían a pie a una de varias estaciones en Stromness, a unos treinta y cinco kilómetros por tierra, es decir treinta y cinco kilómetros en línea recta. De hecho, no existía ningún camino recto en la isla San Pedro. Si bien los picos más altos no alcanzaban los tres mil metros, el interior era una confusión de serrados levantamientos rocosos y traicioneras grietas, cubiertas de varios centímetros de gruesas capas de nieve y hielo. Para mayor complicación, nadie lo había recorrido antes. No había mapas que les guiaran.
«… nuestro conocimiento de las condiciones del interior era mínimo —escribió Shackleton. Ningún hombre había penetrado más allá de un par de kilómetros de la costa de San Pedro, y los balleneros que yo conocía lo consideraban inaccesible». En el esbozo de mapa que llevaban, el interior de la isla estaba en blanco.
Shackleton dio a los expedicionarios cuatro días para secarse, descansar, dormir y comer. No sólo se sentían exhaustos y debilitados por la exposición a los elementos sino que les dolían las heridas superficiales debidas a la congelación y a las rozaduras en las piernas. Mentalmente, tampoco se habían recuperado del todo. En la noche del 12 de mayo, según Worsley, Shackleton «nos despertó a todos [de repente], gritando: “¡Cuidado, muchachos, cuidado!”». Había estado soñando con la gran ola que tan cerca estuvo de tragárselos.
Sin embargo, por muy cansados que estuvieran, dos días después del desembarco, Shackleton, Worsley y Crean fueron a explorar, y McNish se dedicó de nuevo a reparar el Caird. Al interior de la isla sólo se accedía desde la cabeza de la bahía, donde empezaba un desfiladero que atravesaba las montañas. Y a la cabeza de la bahía sólo podía llegarse en bote.
«Todavía estoy ocupado con el barco —comentó McNish en su diario—. Mientras el capitán se las da de Nimrod para traer comida, Vincent se tumba junto a la hoguera y de vez en cuando viene a por más madera, mientras el jefe y Creen [sic] vigilan la preparación de la comida y McCarthy es mi ayudante. Comimos cuatro crías de ave y luego pensamos en los tiempos duros».
El día antes de abandonar el refugio de la cala, McNish se dio un paseo.
«Subí a la cumbre de la colina y me tumbé en la hierba y esto me hizo pensar en los viejos tiempos en casa, sentado en la ladera y mirando el mar».
Este último día también sucedió algo inesperado que tomaron por un buen augurio. Habían perdido el timón del Caird en el desembarco y ahora, mientras McCarthy se encontraba en la línea de la marea, ese mismo timón, «con todo el Atlántico en el que navegar —en palabras de Shackleton— y las costas de dos continentes en las que descansar, regresó, saltando, a nuestra cala».
El 15 de mayo amaneció con ráfagas de viento del noroeste, bruma y un aguacero. Después de desayunar a las siete y media, cargaron el Caird y, navegando a través de la estrecha entrada de la cala, salieron hacia la bahía. El sol apareció un momento y, aunque el mar estaba algo picado, todos se sentían animados. Aproximándose a la costa norte, poco después del mediodía, oyeron el rugido de los elefantes marinos y no tardaron en desembarcar en una playa de arena, entre centenares de dichos animales.
El tiempo había vuelto a cambiar, de modo que bajo una fina llovizna arrastraron el barco hasta más allá de la marca de la marea alta y le dieron la vuelta; lo cubrieron de hierba, levantaron un costado, apoyado sobre piedras, formando así la entrada de un refugio bastante cómodo. Lo llamaron campamento Peggotty, en honor al homólogo barco-cabaña de Dickens. Un elefante marino les proporcionó comida y combustible para la noche. Desperdigado en poco más de una hectárea había un montón de madera llevada por el mar, ya seca: mástiles, trozos de mascarones de proa, chapas de latón, remos rotos, leña, «un cementerio de barcos», fue la descripción de Worsley en su diario. Cuando salió la luna, Crean gritó que había visto una rata.
«Nos burlamos de él —comentó Worsley—, y con voz llorosa le imploré que me diera algo de lo que le había hecho ver ratas; pero cuando, un rato después, el carpintero también creyó ver una, ya no nos burlamos tanto». Concluyeron que las ratas habían llegado con los naufragios.
Debido al mal tiempo, de nieve y granizo, se quedaron tres días en su nuevo refugio, y Shackleton se sentía cada vez más inquieto. En una ocasión él y Worsley salieron a explorar el desfiladero que seguirían por las montañas, pero una repentina tormenta de nieve les obligó a regresar.
«Capitán, no volveré a participar en ninguna expedición», afirma Worsley que le dijo Shackleton. Querían salir mientras hubiera luna llena, pero no podían hacerlo si no mejoraba el tiempo. El invierno descendía a marchas forzadas, y con él se reducían sus probabilidades de éxito.
El momento les llegó a las dos de la mañana del 19 de mayo. La luna llena brillaba en un claro y calmado cielo y Shackleton supo que no contarían con mejores condiciones. Él, Crean y Worsley desayunaron estofado y, al cabo de poco más de una hora, emprendieron la marcha. Parece que Vincent y McCarthy se quedaron tumbados en sus sacos, pero McNish les acompañó los primeros doscientos metros.
«No podía hacer más», escribió Shackleton, sencillamente. En las últimas páginas en blanco del diario de McNish, Shackleton había escrito una última orden, con una letra fuerte y confiada:
16 de mayo de 1916.
San Pedro.
Señor:
Estoy a punto de tratar de llegar a Husvik en la costa este de esta isla para que rescaten a nuestro grupo. Le dejo a cargo de este equipo, compuesto por Vincent, McCarthy y usted. Se quedarán aquí hasta que llegue a rescatarlos. Tienen amplias provisiones de carne de foca y pueden complementarla con aves y pescado, según sus habilidades. Le dejamos un rifle de doble cañón, cincuenta balas, entre cuarenta y cincuenta raciones de Bovril, entre veinticinco y treinta galletas, cuarenta raciones de nueces; también tienen todo el equipo necesario para un tiempo indefinido. Caso de que yo no vuelva, cuando acabe el invierno trate de navegar hasta la costa este. La dirección que sigo hasta Husvik es al este magnético.
Confío en que en unos días les rescataremos.
Sinceramente,
E. H. Shackleton
A H. McNish
McNish regresó al campamento Peggotty y los tres hombres pasaron junto al cementerio de barcos, bajo una luz de luna que arrojaba largas sombras sobre los centelleantes picos de las montañas y los glaciares. Pronto empezaron a subir por una ladera nevada que surgía al norte de la cabeza de la bahía, desde un paso entre las cadenas de montañas. En un primer momento Shackleton pretendía llevar un pequeño trineo hecho por McNish para transportar los sacos de dormir y el equipo. Sin embargo, cuando lo probaron el día antes de partir, vieron que este medio no era adecuado para el terreno.
«… tras consultar, decidimos cargar nosotros los sacos de dormir y andar en fila india —explicó Shackleton en su diario—. Llevaríamos raciones para tres días, que empacaríamos en tres pares de calcetines, para que cada uno pudiera cargar las suyas». También llevaban la lámpara de aceite con aceite para seis comidas calientes, cuarenta y ocho fósforos, la pequeña cacerola para preparar estofado, dos brújulas, un par de binóculos, quince metros de cuerda y la azuela de McNish, que usarían como piqueta. Además del cronómetro del barco todavía colgado del cuello, Worsley llevó también un artículo al parecer menos útil, el cuaderno de bitácora. Un trozo de madera de la antigua cubierta del Caird hacía las veces de bastón.
«No tenía suerte en cuanto al calzado, pues había regalado mis sólidas botas de Burberry en el témpano, y las que llevaba puestas eran relativamente ligeras y muy gastadas —escribió Shackleton—. El carpintero me ayudó a poner varios tornillos en la suela para que pudiera andar mejor en el hielo». Los tornillos procedían del James Caird.
Con Worsley como guía, iniciaron el ascenso del nevado levantamiento; pronto descubrieron que la dura nieve apretada de dos días atrás se había ablandado, y con cada paso se hundían en ella hasta los tobillos. Al cabo de dos horas habían ascendido treinta metros, lo bastante alto para ver la costa y darse cuenta de que el camino hacia el interior no sería de suaves campos de nieve, sino de formidables ondulaciones de nieve, rotas por traicioneras montañas escarpadas. Mientras subían hacia el paso, una espesa niebla les ocultó la luna. Se ataron los unos a los otros y siguieron avanzando con tenacidad a través de la opaca bruma. Shackleton iba al frente y Worsley indicaba por dónde ir desde atrás.
En lo alto del paso, a la luz del alba, la bruma se disipó un poco, permitiéndoles un vislumbre parcial de lo que parecía un lago congelado. Se detuvieron un momento a comer una galleta y entonces se dirigieron hacia el lago, pues según Shackleton resultaría más fácil andar sobre él que en las alturas. Al cabo de una hora notaron señales de grietas y advirtieron que caminaban sobre un glaciar nevado. Avanzaron con cautela hasta que la bruma se disipó y reveló que se trataba no de un lago, ni agua helada, como les había hecho creer la luz, sino de bahía Posesión, un brazo del mar en la costa oriental, más o menos paralela a la bahía King Haakon en la costa occidental. Como sabía que era imposible ir por la costa, no tuvieron más remedio que desandar el camino. Fue una equivocación, pues bahía Posesión se hallaba claramente marcada en su mapa, aunque da una idea de la falta total de referencias en que se movían.
El sol se levantó en un día tranquilo y despejado que prometía un raro y continuado buen tiempo; debían apresurarse para aprovecharlo. Sin embargo, de día, la superficie de la nieve se ablandaba y hubo momentos en que se hundían en ella hasta las rodillas; avanzaban con tanta dificultad que Shackleton y Crean debieron de recordar las agotadoras marchas en trineo de hacía tanto tiempo. A las nueve de la mañana se detuvieron a desayunar; llenaron la cazuela de nieve y Crean encendió la lámpara; una vez derretida la nieve, le añadieron dos raciones y se comieron el estofado tan caliente y tan de prisa como pudieron.
Continuaron andando, con descansos de un minuto cada cuarto de hora, tumbados en la nieve, boca arriba, con brazos y piernas en cruz. Desde que partieron del campamento Paciencia el 9 de abril, habían tenido pocas oportunidades de estirar las piernas y, de esas seis semanas, veinticuatro días los pasaron en los botes zarandeados. Sus pies helados aún no habían recuperado la sensibilidad y su ropa, saturada de agua salada, les rozaba la irritada parte interior de los muslos. Así pues, se agotaron muy pronto en su escalada con nieve hasta las rodillas.
Dos horas después del desayuno llegaron a una cadena de cinco riscos que, como dedos rechonchos de una mano alzada, se elevaban ante ellos. Las quebradas entre los riscos parecían ofrecer cuatro pasos a la tierra que había detrás. Encaminándose hacia el más cercano, el más meridional de éstos, Shackleton fue delante, cortando escalones en la ladera con la azuela. Así se acercaron a la cumbre.
«La vista era decepcionante —informó Shackleton—. Miré por un escarpado precipicio hacia un caos de hielo resquebrajado cuatrocientos cincuenta metros más abajo. No había modo de bajar». Un risco les impidió cruzar al siguiente desfiladero y no les quedó más remedio que volver a descender por la larga pendiente que habían tardado tres horas en subir.
Deseosos de recuperar el terreno perdido, iniciaron sin dilación el ascenso por el segundo risco y se pararon sólo para comer a toda prisa. Pero al llegar al «desfiladero» se desilusionaron de nuevo.
«Nos encontrábamos entre dos gigantescos riscos negros que parecían haberse abierto paso hacia arriba a través de su cubierta de hielo… —escribió Worsley. Ante nosotros se hallaba la cadena Allardyce, un pico tras otro, coronados de nieve y majestuosos, centelleando a la luz del sol. De sus flancos surgían magníficos glaciares, nobles a la vista, pero que, como nos dimos cuenta, amenazaban nuestro avance».
Cansados, entumecidos, se batieron en retirada, bajando de nuevo, y pusieron sus esperanzas en el tercer desfiladero.
«Cada uno de los sucesivos ascensos era más empinado que el anterior —anotó Worsley— y ése, el tercero, que nos llevó a unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, nos dejó extenuados». Llegaron a la cima de la tercera quebrada a las cuatro de la tarde, cuando el sol empezaba a ponerse, dejando paso al frío de la noche. Pero abajo la perspectiva no era mejor que desde las demás quebradas. Como señaló Worsley, todos los esfuerzos de la tarde habían sido en vano. Llevaban unas treinta horas caminando y el cansancio les había dejado entumecidos. Sin embargo, diríase que no se les ocurrió acostarse para descansar, o simplemente rendirse. Shackleton sabía que sus dos compañeros no se arredrarían ni se quejarían. Por su parte, ellos sabían que él continuaría buscando un camino e iría a la cabeza del grupo hasta llegar al límite de sus fuerzas. Durante todas las largas horas de caminar a trompicones formaron una fuerte y resueltamente leal unidad.
Ahora, al mirar hacia el desfiladero situado más al norte, el último, vieron el modo de bajar y, sin dilación, deshicieron el camino y cobraron ánimos para un cuarto ascenso.
Al pie del último desfiladero encontraron un enorme abismo de unos sesenta metros de profundidad que el viento había tallado en la nieve y el hielo, un espeluznante recuerdo de lo que eran capaces de hacer los vendavales a esas alturas. Lo rodearon con cautela e iniciaron el ascenso de una escarpada pendiente de hielo que subía hacia la última quebrada. A sus espaldas, una espesa niebla se posaba sobre la tierra y lo ocultaba todo. Subieron a la cima del puerto y observaron el paisaje, mientras unas volutas de niebla empezaban a envolverlos. Tras una caída en picado, la tierra empalmaba con una larga cuesta de nieve, el pie de la cual se hallaba enmascarado por la bruma y la creciente oscuridad.
Según Worsley, Shackleton dijo: «No me gusta nada nuestra posición». La noche se cerraba y corrían el peligro de congelarse a esa altitud. El jefe guardó silencio unos minutos, reflexionando.
«Tenemos que arriesgarnos —comentó por fin. ¿Estáis dispuestos?».
Pasaron la cumbre y emprendieron el penoso descenso. Shackleton tajaba puntos de apoyo para los pies y, así, avanzaron centímetro a centímetro. Al cabo de media hora apenas habían recorrido noventa metros y habían llegado a la cuesta de nieve. Shackleton volvió a meditar sobre su situación. Sin sacos de dormir y con harapos por ropa, no sobrevivirían a una noche en las montañas, de modo que detenerse resultaba imposible. Atrás no había esperanzas de encontrar un camino, por lo que no podían regresar. Debían continuar. Lo que les impelía en todo momento era el miedo a un cambio de tiempo.
«Bajaremos deslizándonos», dijo Shackleton por fin, según Worsley. Echaron la cuerda para abajo, se sentaron, uno detrás del otro, rodeando el cuerpo del de delante con brazos y piernas, Shackleton al frente y Crean detrás, y, con un impulso, bajaron hacia el pozo de oscuridad de abajo.
«Parecía que nos arrojábamos al espacio sideral —escribió Worsley—. Se me pusieron los pelos de punta y de pronto sentí como un resplandor ¡y supe que estaba sonriendo! ¡Me divertía! Grité, entusiasmado, y vi que Shackleton y Crean también gritaban».
Cuando se redujo la velocidad del deslizamiento, advirtieron que la cuesta se nivelaba y se detenía junto a un montón de nieve. Se pusieron en pie y se estrecharon las manos con solemnidad. En pocos minutos habían avanzado cuatrocientos cincuenta metros.
Reanudaron la marcha, anduvieron casi un kilómetro por un altiplano de nieve y se detuvieron a comer. A las ocho de la noche la luna se levantó y extendió su luz sobre una escena majestuosa.
«Las grandes tierras altas nevadas centelleaban ante nosotros —escribió Worsley—. Enormes e impresionantes picos se cernían a nuestro alrededor; al sur se hallaba la línea de negros despeñaderos y al norte, el mar plateado». El que se hubiesen perdido en las alturas les dio, al menos, una buena idea de la configuración de la isla.
Descansaron un breve momento para comer y echaron a andar de nuevo. Hacia medianoche se encontraron con una larga y bienvenida bajada poco empinada. Caminaron con mayor cautela que nunca, por temor a dar un traspié.
«Cuando un hombre está tan cansado como nosotros… —anotó Worsley—, tiene los nervios de punta y cada uno ha de esforzarse por no irritar a los otros. En esta marcha nos tratamos con mucha más consideración de la que hubiésemos tenido en circunstancias normales. Los viajeros experimentados nunca se apegan tanto a la etiqueta y a los buenos modales como cuando están en un aprieto».
Al cabo de dos horas de descenso relativamente fácil, vieron que se aproximaban a una bahía que tomaron, exaltados, por Stromness. Cada vez más entusiasmados, señalaron hitos familiares, como Blenheim Rocks, cercana a una de las estaciones balleneras. Casi mareados por la esperanza, siguieron andando hasta que la repentina presencia de unas grietas les indicó que se encontraban sobre un glaciar.
«Sabía que no había glaciares en Stromness», apuntó un sombrío Shackleton. En el inicio mismo de la marcha se habían dejado seducir por la promesa de una ruta relativamente fácil… y equivocada. Cansados, desconsolados, dieron la vuelta y tomaron una tangente hacia el sudeste.
Les costó casi tres horas llegar a la misma altitud que antes, al pie de las estribaciones de la cadena. Eran las cinco de la mañana del 20 de mayo; faltaban pocas horas para el amanecer y había empezado a soplar un viento helado, que, debilitados como estaban, los caló hasta los huesos. Shackleton ordenó un breve descanso y en unos minutos Worsley y Crean se quedaron dormidos, abrazados para calentarse.
Shackleton permaneció despierto.
«Comprendí que sería desastroso que durmiéramos todos —escribió—, pues en estas circunstancias el sueño se funde con la muerte. Al cabo de cinco minutos los sacudí para que volvieran en sí, les dije que habían dormido media hora, y di la orden de reemprender la marcha».
Tan tiesos por el desacostumbrado descanso, tuvieron que andar agachados hasta que los músculos se les calentaron, se dirigieron hacia una cadena de picos que veían más adelante. Ahora sí que se adentraban en territorio familiar y reconocieron en la cadena una que se iniciaba en bahía Fortuna, a la vuelta de la esquina de Stromness. Mientras subían a duras penas la cuesta que los llevaría a un desfiladero, se toparon con una ráfaga de viento helado. Cruzaron el desfiladero al alba y se detuvieron a recobrar el aliento.
Justo debajo se hallaba bahía Fortuna; pero allí, al otro lado de una cadena montañosa al este, vieron las retorcidas formaciones rocosas de la bahía de Stromness. Guardaron silencio y, por segunda vez, se volvieron y se estrecharon las manos.
«En nuestra mente el viaje había terminado —observó Shackleton—, aunque todavía debíamos atravesar diecinueve kilómetros de terreno difícil». Pero ahora sabían que lo conseguirían.
Crean preparó el desayuno con el poco combustible que les quedaba y Shackleton subió a un pico más alto para obtener una mejor vista. A las seis y media creyó oír el silbato; sabía que era la hora en que se levantarían los balleneros. Bajó corriendo y se lo dijo a sus compañeros; si no se equivocaba, a las siete deberían oír el silbato que llamaba a los balleneros al trabajo. Con una intensa emoción, esperaron, sin apartar la mirada del movimiento de las manecillas del cronómetro de Worsley. A las siete y un minuto oyeron el silbato. Era el primer sonido del mundo de los hombres que oían desde el 5 de diciembre de 1914, y les reveló que la estación funcionaba; a unas horas de donde se encontraban había hombres y barcos y, con ellos, el rescate del grupo en isla Elefante.
Abandonaron la cocina Primus que tan bien les había servido e iniciaron el descenso de la montaña, a trompicones en la nieve más profunda que hubiesen visto en todo el viaje. El descenso se volvió más empinado y la nieve dio paso al hielo azul. Worsley sugirió que regresaran por un camino más seguro, pero Shackleton insistió en seguir adelante. Llevaban veintisiete horas caminando y se les acababan las reservas de energía y resistencia. Además, el posible mal tiempo suponía, como siempre, un peligro; aun ahora, un repentino vendaval o una tormenta de nieve podría matarlos.
Con cautela al principio, fueron cortando escalones con la azuela, pero luego Shackleton, impaciente, recostó la espalda en la pendiente y fue cavando puntos de apoyo en el hielo, a puntapiés, a medida que bajaba, mientras Worsley hacía como que lo sostenía con la cuerda desde su precaria posición arriba; de hecho, si Shackleton hubiese resbalado, habría tirado de todos hacia abajo.
Tardaron tres horas en recorrer la corta distancia que les separaba de la playa de arena de bahía Fortuna y un cenagal que succionaba sus botas. Aquí también encontraron indicios de la presencia del hombre, «cuya obra —comentó Shackleton— era, como ocurre tan a menudo, de destrucción». Lo que vieron fueron los cuerpos desperdigados de varias focas con heridas de bala; los rodearon y se dirigieron hacia el lado opuesto de la bahía.
A las doce y media habían cruzado la loma del lado opuesto, y sobre una meseta afortunadamente plana se abrieron camino hacia la última montaña que les separaba de la estación de Stromness. De pronto, Crean cayó por lo que resultó hielo debajo de sus pies; la «meseta» era un pequeño lago de montaña, congelado y cubierto de nieve. Lo sacaron, mojado hasta la cintura, y prosiguieron con cautela hasta llegar a salvo a la orilla.
Una hora después, desde la cima de la última montaña miraron hacia abajo, hacia bahía Stromness. Vieron un buque ballenero y luego un velero; vislumbraban diminutas figuras moviéndose en torno a las cabañas de la estación. Por última vez en ese viaje, se estrecharon las manos.
Recorrieron las últimas etapas andando mecánicamente, demasiado cansados para pensar. Buscando el modo de bajar al puerto, siguieron el curso de un arroyuelo, metidos hasta los tobillos en el agua helada. El arroyuelo terminaba en una cascada de unos ocho metros; sin pensárselo siquiera, decidieron bajarla. El tiempo se les acababa, iban perdiendo fuerzas y agudeza mental; incapaces ya de hacer cálculos o idear estrategias, no podían hacer otra cosa que avanzar. Ataron una punta de la cuerda desgastada a un canto rodado; Crean fue el primero en bajar por el borde y desapareció del todo bajo la cascada. Siguieron Shackleton y luego Worsley, que, en palabras de Shackleton, era «el más ligero y ágil del grupo». Dejaron la cuerda colgada y avanzaron tambaleándose.
A las tres de la tarde llegaron a las afueras de la estación de Stromness. Habían caminado treinta y seis horas sin descanso. El humo de la grasa de foca les había ennegrecido el rostro barbudo y su cabello enmarañado y apelmazado por el agua salada les llegaba casi a los hombros; su ropa mugrienta estaba hecha un harapo; Worsley había tratado, en vano, de sujetarse el trasero de los pantalones, destrozado al deslizarse montaña abajo. Cerca de la estación se encontraron con los primeros seres humanos que habían visto, aparte de su propio grupo de expedicionarios, en casi dieciocho meses: dos chiquillos, un niño y una niña, que huyeron espantados. Como en un sueño siguieron andando, a través de las afueras de la estación hacia el muelle, y dando a cada detalle, por muy banal que fuera, una importancia enorme. Un hombre los vio, se sobresaltó y pasó de largo, a toda prisa; probablemente pensó que el harapiento trío era de marineros abandonados y borrachos. A nadie se le habría ocurrido que había náufragos en la isla de San Pedro.
El capataz de la estación, Matthias Andersen, se hallaba en el muelle. En inglés, Shackleton le pidió que los llevara con el capitán Antón Andersen, el administrador de invierno cuando el Endurance se hizo a la mar. El capataz los miró de arriba abajo y contestó que el capitán Andersen se había ido, pero que los llevaría con el nuevo administrador, Thoralf Sorlle. Shackleton asintió con la cabeza; conocía a Sorlle, quien les había brindado su hospitalidad dos años antes, cuando la expedición desembarcó en Stromness.
Discreto, sin hacer preguntas, el capataz los llevó a los tres a casa del administrador.
«El señor Sorlle vino a la puerta y preguntó: “¿Y bien?” —apuntó Shackleton en su diario—. “¿No me conoce?”, le dije. “Conozco su voz” —contestó en tono dubitativo—, “Usted es el piloto del Daisy”».
Un anciano ballenero noruego que estaba presente dio su versión de la reunión, en un inglés chapurreado.
«Administrador decir: “¿Quién diablos es usted?”. Y terrible hombre barbudo en el centro de los tres, decir muy bajo: “Me llamo Shackleton”. Yo… yo me vuelvo y lloro».
Habían hecho de todo y ahora aquello con que tanto habían soñado se hacía realidad. Baños calientes, los primeros en dos años; afeitado, ropa limpia y nueva y todos los pasteles y la fécula que pudieran comer. La hospitalidad de los balleneros no tenía límites. Tras una copiosa comida, enviaron a Worsley en un buque, el Samson, a por el resto del grupo en la bahía King Haakon, mientras Shackleton y Sorlle hacían planes para rescatar a los hombres en isla Elefante.
El tiempo empeoró por la noche. Tumbado en su camastro en el Samson, Worsley escuchó el vendaval.
«Si hubiésemos estado navegando aquella noche —escribió—, nada nos habría salvado». McNish, McCarthy y Vincent se encontraban en el refugio del Caird volteado cuando Worsley desembarcó al día siguiente y fue a saludarlos. Aunque encantados de que los rescataran, rezongaron porque ninguno de los suyos había ido a por ellos, dejando la tarea a los noruegos.
«Pues yo estoy aquí —dijo Worsley, según él mismo, obviamente divertido—. Me miraron asombrados. Llevaban dos años conmigo, pero no me reconocieron después de un baño, un afeitado y un cambio de ropa».
Lo que quedaba de la tripulación del James Caird recogió sus escasas posesiones y subió a bordo del Samson. McNish sostenía en la mano su diario. Worsley había decidido llevarse también el Caird. Los hombres no sentían por ese barco lo que habían sentido por el Endurance, que les alojó y protegió cuanto pudo, pero, aunque el Caird no les había proporcionado muchas comodidades, habían luchado juntos por su vida y habían ganado.
Un vendaval y una tormenta de nieve cayeron sobre el Samson cuando se acercaba a Stromness, por lo que tuvo que permanecer dos días más en alta mar. No obstante, sin hacer caso del tiempo, los hombres comieron y descansaron cuanto quisieron.
En casa de Sorlle, acostados en su cama, Shackleton y Crean escuchaban cómo la nieve golpeaba las ventanas. Ahora sabían qué pocas posibilidades habían tenido de llegar a salvo. El domingo, 21 de mayo, Shackleton navegó a la estación de Husvik, también en la bahía de Stromness, a fin de pedir prestado un barco adecuado, el Southern Sky inglés, para ir de inmediato a isla Elefante. El capitán Tom, otro viejo amigo de los tiempos del Endurance, se hallaba en el muelle y ofreció sus servicios, mientras que los balleneros se presentaron voluntarios para tripular el buque.
Cuando el Samson atracó, los hombres de la estación fueron a recibirlo; se congregaron en torno al James Caird y lo cargaron a cuestas.
«No nos permitieron tocarlo», escribió Worsley. Aquel mismo lunes por la noche, Sorlle celebró una recepción para Shackleton en el club e invitó a los capitanes y oficiales de su flota ballenera.
«Eran “perros viejos” —anotó Shackleton—, de rostro arrugado y marcado por las tormentas de medio siglo».
Según Worsley, la sala del club «estaba azul y brumosa por el humo de cigarrillos. Todos se pusieron en pie y un elegante capitán de cabello blanco, al que habían escogido para que los representara, fue a estrechar la mano de Shackleton y luego la de cada uno de nosotros. Entonces pronunció un corto discurso en noruego que el administrador tradujo. Dijo a Shackleton que él y sus hermanos marineros admiraban mucho la travesía que habíamos hecho y el recorrido por San Pedro. Como hombres de mar, camaradas nuestros, conocían bien las tormentas y los mares de esa región y les parecía un gran triunfo haber llevado el James Caird tan lejos».
Se consiguió pasaje a Inglaterra para McNish, Vincent y McCarthy. Al parecer la tensión entre McNish y Vincent continuó hasta el último momento. La descripción que hizo McNish de Worsley «dándose aires de Nimrod», una referencia socarrona al gran cazador bíblico, prueba que no había perdido su fino sarcasmo en el viaje. Su seca observación de que Vincent se quedaba en el saco de dormir, fumando, mientras otros trabajaban, sugiere que no había cambiado de opinión acerca de este jovencito pescador de arrastre. Shackleton y Worsley no manifestarían hasta mucho más tarde lo que sentían por los dos hombres. Juntos, los seis habían llevado a cabo un prodigio de navegación y valor, pero se separaron como se habían juntado, viejos lobos de mar, duros, independientes y nada sentimentales. Los tres que regresaban en aquel momento a Inglaterra no volverían a verse, como tampoco volverían a ver a los demás miembros de la tripulación del James Caird.
El 23 de mayo, sólo tres días después de su llegada a Stromness, Shackleton, Worsley y Crean salieron en el Southern Sky hacia isla Elefante. Éste era el momento por el que Shackleton había vivido a lo largo de los recientes difíciles días. Navegando constantemente contra los familiares vendavales del oeste, el Southern Sky llegó a ciento sesenta kilómetros de la isla, pero entonces se topó con hielo; avanzó sesenta y cinco kilómetros y tuvo que pararse en seco.
«Habría sido un suicidio intentar forzar al desprotegido ballenero de metal a través de las placas de hielo con que nos enfrentábamos», observó Worsley. Rodearon la placa durante muchos kilómetros, pero el carbón empezó a escasear peligrosamente, por lo que se vieron obligados a regresar; fueron a por otro buque a las Malvinas, desde donde Shackleton pudo enviar un telegrama a Inglaterra.
La noticia de que había sobrevivido causó sensación. Los titulares de los periódicos anunciaban la historia y el rey envió un telegrama de felicitación a las Malvinas:
«Me alegra saber llegada a salvo a Malvinas y confío sus compañeros en isla Elefante sean rescatados pronto. George, R. I.».
Se dice que hasta Kathleen Scott, siempre pendiente de la reputación de su marido, comentó: «Con o sin Shackleton, creo que es una de las aventuras más maravillosas sobre las que he leído, magnífica».
Pero a pesar de tanto entusiasmo, el gobierno británico no pudo ayudar en el rescate, pues el país estaba en guerra todavía y no le sobraban barcos, y menos aún uno equipado para navegar entre el hielo. El único buque disponible era el Discovery, el de Scott, pero no estaría preparado hasta octubre.
Esto no bastaba. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico pidió ayuda a los gobiernos de Uruguay, Argentina y Chile, mientras Shackleton, desesperado, registraba los puertos meridionales en busca de un buque de madera adecuado. Más que nadie, sabía lo difícil que resultaría encontrarlo, pues el resistente y pequeño Endurance era único. El 10 de junio, el gobierno uruguayo ofreció un pequeño barco de vigilancia, el Instituto de Pesca Nº 1, con todo y tripulación y sin cobrar. Tres días después llegó lo suficientemente cerca de isla Elefante para verla, pero el hielo no lo dejó aproximarse más. Seis días después de hacerse a la mar, regresó trabajosamente a puerto.
En Punta Arenas, la Asociación Británica hizo una colecta y alquiló el Emma, una goleta de cuarenta años hecha de roble, y una improvisada tripulación multinacional. El Emma se hizo a la mar el 12 de julio y también llegó a ciento sesenta kilómetros de isla Elefante, antes de que el hielo y las tempestades la obligaran a regresar.
«Algunos miembros de la tripulación improvisada estaban deshechos por el frío y las fuertes sacudidas», escribió Shackleton, con la contenida ironía de un veterano del James Caird. La ferocidad del tiempo mantuvo al Emma en alta mar durante tres semanas y no atracó antes del 3 de agosto. De nuevo en Punta Arenas, Shackleton prosiguió con su desesperada búsqueda. Cosa impensable: las semanas de espera se alargaban y se convertían en meses.
«El desgaste de este período fue terrible —anotó Worsley—. A Shackleton casi lo sacó de sus casillas. Las arrugas se fueron profundizando en su rostro, día tras día; su espeso, oscuro y rizado cabello se volvía plateado. Cuando hicimos el primer viaje de rescate no tenía una sola cana y ahora, en el tercer viaje, era todo canas».
Además, cosa nada característica en él, había empezado a beber alcohol. En una fotografía tomada por Hurley en el campamento Océano, Shackleton está sentado sobre el hielo, preocupado, pero extrañamente jovial. En una fotografía de Shackleton, Crean y Worsley, tomada por los balleneros en Stromness, el jefe está meditabundo, cansado, pero todavía obviamente resuelto. En cambio, en una fotografía tomada en este período de búsqueda de un barco, resulta irreconocible. Su rostro, chupado por la tensión, es el de un anciano. Estaban a mediados de agosto, ¡cuatro meses desde la partida del James Caird!
Desde Chile, Shackleton mandó otro telegrama al Ministerio de Marina, rogando que le enviaran un buque de madera. La respuesta anunciaba que el Discovery llegaría hacia el 20 de septiembre, pero daba a entender escuetamente que el capitán del buque estaría al mando de la operación de rescate, que Shackleton no sería sino un pasajero y recibiría órdenes del capitán. Shackleton no se lo podía creer. Envió un telegrama al Ministerio de Marina y otro a su amigo y agente Ernest Perris, pidiendo que se lo aclararan.
«Imposible responder a tu pregunta salvo para comentar actitud de incomprensión hacia tu bienestar personal… —contestó Perris—, y habitual actitud de armada hacia marina mercante, que parece resultado del deseo Ministerio de Propaganda para su propia expedición rescate».
Entre los noruegos y los sudamericanos, Shackleton no obtuvo más que generoso apoyo; sólo en Inglaterra el deseo de «ponerlo en su sitio» fue más importante que la preocupación por la situación de sus hombres. Esta respuesta le impulsó a actuar de modo frenético y suplicó al gobierno chileno que lo ayudara de nuevo. A sabiendas de que estaban en juego, ya no sólo el honor, sino también la vida, le prestaron el Yelcho, un pequeño remolcador de vapor hecho de acero, del todo inadecuado; pero el 25 de agosto, Shackleton, Crean y Worsley se hicieron a la mar con una tripulación chilena, con rumbo a isla Elefante.
En un momento de introspección, al final del relato del recorrido por San Pedro, Shackleton había escrito:
«Cuando miro hacia atrás esos días, no me cabe duda de que la Providencia nos ha guiado, no sólo a través de los campos de nieve sino a través del mar picado y blanco que separaba isla Elefante del punto de desembarco en San Pedro. Sé que durante esa larga y extenuante marcha de treinta y seis horas por las montañas sin nombre y los glaciares de San Pedro a menudo me pareció que éramos, no tres, sino cuatro. No dije nada a mis compañeros en aquel momento, pero después Worsley me dijo: “Jefe, tuve la curiosa sensación de que había otra persona con nosotros”. Crean confesó haber tenido la misma impresión».
Ahora, de nuevo en el mundo de los hombres, diríase que aquella presencia que les guiaba había huido; y la gracia y la fuerza que les había llevado tan lejos de nada servirían, si, cuando llegaran por fin a isla Elefante, encontraban aunque fuera un solo hombre muerto.