NUEVE

Llegamos al puerto de Valencia con la salida del sol. Queríamos aprovechar la calma del amanecer para poner rumbo a la costa italiana. Mi preciado yate, un Princess de cuarenta metros de eslora con capacidad para doce invitados, era un sueño hecho realidad. Todos los años hacíamos al menos dos travesías. Una en invierno y otra en verano. Me encantaba compartir con mis amigos unos días de relax apartada de todo. A Carlos también, pero esa vez no podía dejar el trabajo. Le ofrecí cambiar la fecha del viaje para que pudiera venir, pero se negó. «Ve tú y pásalo bien», me dijo. Al volver nos iríamos juntos a pasar todo el mes de agosto a la casa de la playa y, para él, era suficiente. Llegamos casi todos al mismo tiempo. Alberto con su mujer y sus tres hijos, Cassandra y Cintia, mi colega Luis con su novio Julián y mi hija Daniela y yo. Luis también era escritor de libros de autoayuda, aunque enfocados al éxito profesional, y Julián era un pintor sin demasiado tirón pero con muchas ganas. Como no vendía su obra, nos la colocaba a los amigos. Solo en ese yate teníamos cinco o seis de sus cuadros colgados por las diferentes estancias. Más de una vez, después de unas rondas de gin-tonics en cubierta, Carlos y yo habíamos estado tentados de arrojarlos por la borda. Por suerte nunca lo hicimos, porque lo primero que hacía Julián al entrar en el barco era buscarlos.

Acomodamos nuestro equipaje en los diferentes camarotes y salimos a cubierta, donde teníamos preparado un suculento desayuno. Yo no podía quitarme de la cabeza la próxima llegada de Eduardo a España. Una vez conseguí convencerlo, le puse en contacto con Cintia. Ella le propuso que pasara el verano en Madrid para formarle y así estar listo para empezar a trabajar en septiembre. Su inminente llegada me producía una mezcla de vértigo y emoción. Eduardo saldría por primera vez de La Habana y aterrizaría en Madrid. Me levanté de la mesa pensativa y Cass me siguió.

—¿Estás bien, cubana? —me preguntó.

—Sí, solo quería sentir la brisa marina.

—Se trata de Eduardo, ¿verdad?

—Bueno…, sí, me preocupa cómo se encontrará en Madrid, con una vida tan diferente a la suya.

—¿Me dejas que te diga lo que yo pienso?

—Claro.

—Creo que lo que te preocupa es cómo lo llevarás tú. ¿Se lo has dicho a Carlos?

—No.

—¿Por qué?

—No sé, él ni siquiera sabe que existe.

—Ahí está, ¿lo ves?

—No, no veo nada.

—Eso es porque el cubano te importa.

—Claro que me importa, es mi mejor amigo.

—Y el hombre que te desvirgó.

—Cass, no empieces.

Le aparté la mano de mi hombro y volví a la mesa, donde mis invitados se quitaban las legañas mientras tomaban zumo de naranjas valencianas recién exprimidas y tostadas con miel del bosque. También huevos con beicon y una selección de quesos franceses para los más hambrientos. El capitán nos avisó de que salíamos de puerto rumbo a nuestro primer destino, Marsella, una parada obligada de camino a Italia. Luego partiríamos rumbo a Génova y, de allí, a Nápoles. La primera vez que hice esta ruta fue con mi exmarido Luis. Él me contagió su amor por el mar y por Italia. En sus ciudades llenas de historia, mi mente se abrió y aprendí a valorar el arte.

La hija mayor de Alberto, Rosana, se levantó de la mesa y se fue con sus hermanos pequeños a inspeccionar el barco. Le hice una señal a Daniela para que los acompañara.

—Lástima que no paremos en Palermo. Allí tuve un lío con un italiano. Se llamaba Giovanni y follaba como los ángeles —dijo Julián.

—Entonces yo debo de follar como los dioses —respondió Luis, su pareja.

—Siempre me ha impresionado el poco pudor que tenéis los gais para hablar de sexo —intervino Alberto.

—Eso es porque no tenemos al lado a una mujer que nos castre —contestó Julián.

—O porque estáis todo el día cachondos —rebatió Cassandra.

—Ja, ja, ja —reímos todos.

La conversación fue subiendo de tono y yo, que en otro momento estaría por los suelos de la risa, estaba ausente. Tenía la mente en otro lado. «La Habana es mi hogar, aquí está todo lo que quiero, solo faltabas tú», me había dicho Eduardo al verme. ¿Tendría razón Cass? ¿Sentía por Eduardo algo más que amistad? Solo el hecho de planteármelo me provocaba ansiedad. Tenía un hijo de tres meses y Carlos y yo formábamos una pareja ideal. Por fin mis días transcurrían con normalidad. ¿Qué más quería? ¿Acaso no iba a estar nunca contenta? En El secreto del secreto, el libro que tenía en marcha, decía que la felicidad consiste en tener siempre metas que alcanzar. En ese momento, Carlos parecía haber cumplido todas sus perspectivas de vida y ya no era el mismo. Paradójicamente, me gustaba mucho más cuando pensaba que el mundo estaba en su contra y luchaba con uñas y dientes por cambiar su suerte.

Atracamos en Marsella y bajamos a dar un paseo alrededor del Puerto Viejo. Todos menos Luis y Julián, que tardaron más de una hora en unirse a nosotros. Supongo que Luis quiso demostrarle a su chico que estaba en plena forma. Compramos jabones, aceite de oliva y pastis. Degustamos la famosa boullabaisse y volvimos a rastras al barco para descansar. Yo no podía pegar ojo y salí a cubierta. Un día antes de partir, Lucía me había hecho llegar su ensayo La cura del que cura junto a su invitación de boda. En el sobre donde estaba el libro, una nota de su puño y letra: «Ábrelo cuando estés sola, completamente sola». Me recosté en una hamaca, nadie a la vista. Era el momento. Rasgué el sobre con ansia y abrí el libro. Allí estaba el mensaje que lo cambió todo.

Espero que haya valido la pena.

A mi amiga Daniela Santos

¿A qué se refería Lucía? ¿Qué era lo que había valido o no la pena? Mi primer impulso fue llamarla para que me lo explicara, pero sabía que la decepcionaría. Debía captar yo misma el mensaje. Me cayó una lagrimita al ver que me llamaba amiga. Era la primera vez que lo hacía, como también era la primera vez que se dirigía a mí con mi nombre real. Me levanté, caminé por cubierta, observé la inmensidad del mar y le di mil vueltas a su dedicatoria. Lucía me había confesado que las razones que habían llevado a Carlos a abandonarme hicieron que ella aceptara escuchar a su enemigo. Así se enamoró de él. ¿Me había valido a mí la pena pararme a escuchar? ¿Estaba contenta con mi transformación? Estela Cruz se había conformado y vivía una vida sin sobresaltos, rodeada de comodidades y aparentemente feliz. Pero Daniela Santos, por el contrario, echaba de menos a la niña que perseguía sus sueños entre nubes de algodón. Lucía me llamaba así con toda la intención. Ahora que por fin lo tenía todo, mi amiga me pedía que me cuestionara si eso era realmente lo que quería. Entonces vi algo en la cubierta inferior que hizo que volviera a la realidad. Mi hija y Alberto se estaban besando. Mis ojos se abrieron como platos, aquello no podía estar pasando. De sospechar que se atraían a verlos en acción había un mundo. Les dejé que creyeran que estaban solos, de lo contrario me vería incapaz de continuar la travesía. Su mujer, Carmen, era amiga mía y ahora me tocaría disimular delante de ella como si no supiera nada.

Pasamos el día de travesía acomodando nuestras cosas y, a la hora de cenar, volvimos a reunirnos todos. Yo seguía con un nudo en el estómago, incapaz de probar bocado. A mi preocupación por la llegada de Eduardo, se sumaba el cabreo y la rabia de que mi amigo Alberto se hubiera liado con mi hija, a la que doblaba en años.

—Estela, no te empeñes, aunque no comas en toda la semana, el trikini amarillo de Cintia no te va a entrar —me dijo Cass al comprobar que mi plato seguía intacto.

—Si quieres ponerte a dieta, déjame que le pase al cocinero unos menús especiales para que no caigas enferma —sugirió la entrenadora.

—¿Enferma? Pero si tiene suficiente grasa para aguantar un invierno sin comer.

—Qué graciosa eres, Cass, menos mal que te invité —contesté ironizando.

La cena se fue animando para todos menos para mí, que no podía apartar de mi mente la imagen de mi hija y Alberto besándose. Antes de los postres dije que estaba muy cansada y me retiré a mi camarote. Llamé a Carlos y se lo conté. Se quedó en silencio.

—Carlos, te acabo de contar que los he visto besarse, ¿no tienes nada que decir?

—Estela…, yo ya lo sabía —dijo al fin.

—¡¿Cómo?! ¿Y me habéis tenido engañada? ¿Qué soy? ¿La tonta del bote?

—Dani me hizo jurarle que no te lo contaría. Estaba muy asustada.

—¿Y tú le guardas el secreto a una cría de veinte años? No te creía capaz de esto.

—Estela, tranquilízate.

—¿No te das cuenta de la magnitud del problema? Alberto está casado y con tres hijos, y es el director del periódico más importante del país. Si esto sale a la luz, el escándalo será mayúsculo.

—Lo siento. Daniela me dijo que era algo sin importancia y que iba a dejarle. No volví a verlo por casa, pensé que se habría acabado.

—Pues ya ves que no.

Le colgué el teléfono, lo apagué y me tomé una pastilla para relajarme y poder dormir. Por suerte, guardaba algunas en mi botiquín de a bordo. De no haberlas tenido y sin poder recurrir a Elvira o a Lucía, me habría arrojado al mar esa misma noche.

Por la mañana, la visión del puerto más grande del Mediterráneo me cambió el chip. ¡Estábamos en Italia! Mis invitados no merecían que pasara el viaje con la cara larga hasta el suelo. Cuando tuviera ocasión, hablaría con mi hija para intentar parar aquello, aunque al final ella haría lo que le viniera en gana y yo me tendría que aguantar. De pronto, entendí muchas cosas. Su distanciamiento de Rosana, las visitas de Alberto a nuestra casa con cualquier excusa y lo reservada que se había vuelto conmigo. Esa mañana, ella y Rosana se ofrecieron a hacer de canguros y llevarse a los pequeños a ver el acuario del puerto de Génova, el más famoso de Italia. Me alegré mucho de su iniciativa y yo, por mi parte, propuse a las chicas que nos fuéramos por nuestra cuenta. Así no tendría que pasarme el día fingiendo delante de Alberto. La idea fue muy bien recibida por todos. A los chicos les parecía mucho más atractivo irse a almorzar tranquilamente a seguir nuestro ritmo de guías turísticas.

—Total, para ver un montón de piedras —dijo Julián.

—No son un montón de piedras. Dicen que es la casa natal de Cristóbal Colón y está en ese estado porque los franceses la bombardearon en 1684 —le rectifiqué en plan marisabidilla.

—¿Ah, sí? ¿Y quién dice eso? —preguntó Julián.

—Los italianos —le contesté.

—Fíate tú de los italianos y acabarás a cuatro patas —dijo Julián con toda la intención.

—¿Y a qué esperamos para comprobarlo? Vayámonos ya, chicas —añadió Cass divertida.

Viajando con mi exmarido nunca necesitamos guía, porque se lo sabía todo. Ahora yo les reproducía a mis amigas todo lo que él me había enseñado en nuestros viajes por Italia. Después de visitar la casa de Colón, las llevé a la catedral de San Lorenzo y al palacio Ducal. A Cintia, acostumbrada a hablar solo de prácticas deportivas, se la veía realmente interesada, pero Cass empezó a cansarse de tanto dato y nos obligó a parar. Necesitaba un trago para asimilar la información. Paramos en una terraza al sol en la que solo quedaba una mesa libre. Dos chicos que también esperaban nos la cedieron y, en agradecimiento, Cass les invitó a compartirla con nosotras. Se llamaban Pietro y Marcello.

—¿Españolas? —preguntó Pietro.

—Sí.

—¿Qué las trae por Génova? —prosiguió Pietro.

—Los genoveses, básicamente —contestó Cass con descaro.

—Estamos de paso, esta noche partimos rumbo a Nápoles —les aclaré.

—¿De crucero? —preguntó Marcello.

—Más o menos, tenemos bote propio —alardeó Cass.

—¡Guau! Qué suerte. ¿Y viajan solas? —preguntó Pietro.

—Algunas más que otras —aclaró Cass guiñándole un ojo.

Bebimos unas cuantas rondas de cerveza, comimos algo y alargamos la sobremesa con las hormonas alteradas. Los dos italianos estaban tremendos y no paraban de adularnos, sobre todo a Cass, que no desaprovechó la ocasión para recordarles quién era. Ellos dijeron conocerla, pero me daba a mí que lo hicieron por no decepcionarla. No tenían mucha pinta de asistir a desfiles, ni de seguir las revistas de moda. Le pedí a mi amiga que me acompañara al baño para que me explicara hasta dónde pretendía llegar con aquel despliegue de medios.

—¿Qué demonios estás haciendo? Vas un poco a saco, ¿no crees?

—¿A saco? ¿Pero tú te has fijado bien en esos dos tíos? ¡Menudo par de genoveses! ¿A ti cuál te gusta? A mí me vale cualquiera.

—Por mí puedes quedarte con los dos. No pienso liarme con ninguno.

—Venga, cubana, no seas estrecha.

—En esa mesa está una de las mejores amigas de Carlos. Deja de comportarte como si estuviéramos preparando una orgía.

—Ah, ¿es por eso? Tranquila, yo me encargo.

—No, no es por eso. Venga, Cass, volvamos al barco.

—Ni loca —me contestó tirándome del brazo para llevarme de nuevo a la mesa.

A decir verdad, no recordaba cuándo había sido la última vez que me reía tan a gusto. Los chicos se empeñaron en agradecernos el gesto de invitarles a la mesa con una botella de limoncello que nos acabamos entre todos. Se hizo de noche y, de pronto, me di cuenta de que Cassandra y yo nos habíamos quedado solas. Le pregunté a Cass por Cintia y Carmen.

—Te dije que las despacharía rápido —me susurró al oído.

Yo estaba disfrutando tanto que no quise saber más y me dejé llevar por Italia. Pietro y Marcello nos propusieron seguir la juerga en algún lugar más animado.

—Eh, bueno…, yo creo que me voy a ir retirando —dije.

—No le hagáis caso, siempre dice lo mismo y luego cierra todas las discotecas.

Cass me agarró del brazo y, aprovechando un momento en que los italianos estaban a la suya, me habló sin tapujos.

—¿Eres mi amiga?

—Sí, claro que lo soy.

—Pues haz el favor de acompañarme.

—¿Y para qué te hago falta?

—Porque me da miedo quedarme sola. ¿Y si luego resultan ser dos mafiosos y me cortan las piernas después de abusar de mí?

—Menos lobos, Caperucita.

—Por favor, te lo suplico.

—Bueno, pero solo un rato.

—Te quiero, te quiero, muchas gracias.

No le costó mucho convencerme, realmente estaba encantada. En Italia mis libros se vendían muy bien, pero la gente no me reconocía. Para mí eso era el paraíso. Una vez en la pista, me dejé llevar por la libertad que te da el anonimato, y que ya casi no recordaba, y por los brazos de Marcello, que me manejaba como si fuera un yoyó. Lo mejor era la música, con temas italianos míticos mezclados con música electrónica. El momento apoteósico llegó cuando el DJ pinchó la canción Ma quale idea. La pista se llenó en cuestión de segundos. Todos querían bailarla. Busqué a mi amiga, pero ya era tarde. Ella y Pietro compartían fluidos en los sofás de la zona vip. Al verlos, recordé con nitidez la noche en la que el Fiti apareció y pilló a Cass con otro. Sonreí. Esa noche nadie nos cortaría el rollo. En mitad de mi ensoñación, Marcello me cogió de la mano y me llevó a bailar. Una de las veces que me lanzó para luego recogerme me plantó un beso en los morros. «¡Basta ya de ser perfecta!», pensé, y me enrollé con aquel guapo genovés sin pensar en nada ni nadie. Cass se quedó alucinada al verme.

—Estela, ¿estás bien? —me preguntó asustada.

Molto bene —le contesté.

—En serio, ¿quieres que nos vayamos?

—¿Y dejar de bailar? —le contesté mientras me perdía de nuevo en la pista con el italiano.

Con la bajada del efecto del alcohol, desapareció también mi euforia y apareció la culpa. Me acordé de Carlos y quise desaparecer. Por suerte, Cass ya estaba satisfecha y no le importaba dar por finiquitada la noche. Les dijimos a los genoveses que íbamos al baño y nos escapamos de allí corriendo y riendo como dos chiquillas adolescentes. Ya en el taxi, más tranquilas, comentamos la jugada.

—Pobre Pietro, ese pensaba que esta noche mojaba el panettone.

—¿Y quién te ha dicho que no lo ha hecho?

—¡Serás putón! ¿Dónde? ¿En los baños?

—¡Equilicuá, ragazza!

—Qué fuerte lo tuyo.

—Pues anda que tú… ¿Qué tal besaba Marcello?

—Ni me lo recuerdes, ese tío no ha existido, ¿te queda claro?

—Tranquila, cubana, te guardo el secreto.

Como única contestación, le apreté con fuerza la mano. Si alguien se enteraba de aquello, mi familia feliz se vendría abajo. Ya en el barco, nos quitamos los zapatos para no hacer ruido y nos metimos en la cama derrotadas.

Cuando me desperté a las pocas horas, la resaca no era el mayor de mis problemas. Acababa de tener un hijo con un hombre del que me creía enamorada y lo celebraba enrollándome con un italiano de veintipocos años. ¿Con qué cara iba a reñir a mi hija por estar con un hombre casado? Mi euforia genovesa se había transformado en angustia existencial en menos de veinticuatro horas. Tenía llamadas perdidas de Elvira y de Carlos. La llamé a ella.

—Elvira, ¿pasa algo?

—He estado pensando en lo que me dijo.

—¿A qué te refieres?

—Lo de alojar a su amigo en mi casa.

—Ah, ya, no te preocupes, puedo buscarle otro sitio.

—No, por favor, quiero que se quede. Los cubanos debemos ayudarnos.

—Muchas gracias, Elvira, estoy segura de que os llevaréis de maravilla. ¿Qué tal están los niños?

—Fenomenal. Anoche hablé con su hija Daniela y le conté lo bien que va todo. Usted disfrute de su viaje, que le hace falta.

—Gracias. Dile a Carlos que andamos algo mal de cobertura, que ya hablaremos por la noche.

Mentí. No quería hablar con él hasta que el recuerdo de mi noche loca fuese más difuso y el olor de Marcello desapareciera por completo de mi piel. Me duché y salí a cubierta para disfrutar de un día de sol navegando hacia la bella Napoli. Mis invitados llevaban ya un rato en las hamacas. Nada más verme, y sin esperar a que me despejara, Luis y Julián me sometieron a un quinto grado del que pude salir airosa gracias a los capotes de Cass. La modelo contó su lío con Pietro con todo lujo de detalles a la vez que me daba las gracias por ejercer de aguantavelas y no dejarla tirada. Carmen y Cintia también se conformaron con esta versión sin cuestionarse que yo pudiera haberme enrollado con el otro italiano. Nadie me veía capaz de semejante hazaña, ni siquiera tras enterarse de mi pasado de jinetera. Yo misma había relatado esa parte de mi vida en el prólogo de Desmontando a Estela Cruz. La crítica y mis lectores entendieron que aquello fue una lucha por sobrevivir y nadie lo criticó. Curiosamente, a mis amigas les impactó mucho más que dejara a mi amigo Eduardo esperándome durante años que haber vendido mi cuerpo por las calles de La Habana. Les encantaba que les hablara de nuestras fechorías, de nuestra noche en el Nacional y de nuestro reencuentro por el Malecón veintitrés años después.

Pasadas las ocho de la tarde, llegamos a Nápoles, una ciudad intensa y divertida. Desembarcamos y nos perdimos por las callejuelas de la ciudad repletas de bodeguitas antiguas. Ese día íbamos todos juntos. Decidí no desaprovechar la jornada torturándome por mi desmadre a la italiana. ¿Acaso no lo hacían a diario millones de hombres y mujeres en todo el mundo? Volvían tarde del trabajo, se iban a viajes inesperados o a cenas con amigos que no existían, para volver luego a los brazos de sus parejas, a seguir con su perfecta vida imperfecta. ¿Por qué yo no podía ser como ellos? Cass decía que lo que no hagas cuando tus carnes están prietas lo lamentarás cuando ya no se sostengan. Mientras visitábamos el interior de la iglesia de San Francisco de Paula, me sonó el móvil. Miré la pantalla y, al ver que era Paloma, se lo pasé a Cass; imaginaba que llamaba por el incidente del desfile.

—Paloma, no insistas, paso de volver a hablar de ese tío. Llama a la Barbie, esa seguro que lo raja de arriba abajo por un minuto de gloria —le dijo la modelo.

—Buena idea, pero no llamaba por eso.

—¿Ah, no? ¿Y entonces? ¿No te habrás echado un ligue? Porque, si es así, estamos en racha.

—¿En racha? ¿A qué te refieres?

—Ya me conoces, siento una debilidad especial por los italianos.

—¿No era por los franceses?

—Sí, también, pero ahora estamos en Italia.

—Ah, ya. Oye, ¿estás con Estela?

—Claro, aquí está, a mi lado, mirando un fresco embobada.

—¿Puedes poner el altavoz?

—Claro…, ya está.

—Hola, Paloma, soy Estela, ¿qué pasa?

—Chicas, ¡¡¡estoy embarazada!!! —gritó la presentadora.

Los turistas que nos acompañaban en la visita nos pusieron cara de perro y Cass y yo corrimos hacia la salida con el teléfono entre las manos y dando gritos de euforia.

—¡Qué pasada, Paloma! ¡Enhorabuena! —dijo Cass.

—¿Ves? Al final todo llega —añadí—. No sabía que te habías hecho una inseminación recientemente.

—Y no me la he hecho, me he quedado al estilo tradicional.

—¿En serio? ¿De quién?

—¿Te acuerdas de Santiago, tu compañero de estudios, con el que bailé en tu cuarenta cumpleaños?

En ese momento, quité el altavoz para hablar yo sola con mi amiga.

—¿Te ha dejado embarazada Santiaguín? No me lo puedo creer. ¿No estaba casado?

—Estaba, se ha separado. Estela, perdona por no contarte nada, sé que es tu amigo. Pero él no quería que lo hiciéramos público hasta que su separación fuese oficial.

—No te preocupes, eso no es lo importante. Me alegro mucho por ti, ¿de cuánto estás?

—De casi tres meses.

—¿Ya? Qué bien, eso ya está hecho.

—Bueno, todavía hay algo más.

—¿Qué?

—Nos vamos a casar.

—Aaahhh, ¡qué fuerte! ¡Enhorabuena doble entonces!

Increíble, nuestra amiga más solitaria, la que se pasaba las noches encerrada en casa alimentándose de pimientos con la única compañía de un perro gordo y vago, había encontrado el amor y se casaba por todo lo alto. Le pregunté por la mujer de Santi, a la que yo apenas conocía. Me contó que su matrimonio había ido mal desde el principio y que un buen día él descubrió que le ponía los cuernos con un antiguo novio. Fue ella la que le pidió el divorcio, luego apareció Paloma y todo vino rodado. No tenían hijos en común, así que había sido fácil. Les pasé el teléfono a Cass y a Cintia para que la felicitaran y luego seguimos paseando por Nápoles. Solo faltaba un pequeño detalle: no nos había dicho la fecha de la boda. Cogí el teléfono para preguntárselo por mensaje y vi uno suyo en la pantalla.

«La boda es el 3 de septiembre, apuntadlo en la agenda. Os quiero, feliz viaje». Me quedé helada, era el mismo día que la boda de Lucía. No dije nada para no romper la magia del momento. Estábamos eufóricas con la doble noticia de boda más bombo de nuestra amiga. No había prisa, me quedaba todo agosto por delante para decidir a cuál de las dos bodas debía ir.

—Chicos, ¿qué os parece si acabamos el día napolitano en el Chez Moi? —sugerí.

—¡Bravísimo! Dicen que allí van los tíos más buenos de toda Italia —exclamó Julián.

—Si quieres, me quedo en el barco —respondió Luis molesto.

—No te pongas tonto, cariño, prefiero que vengas y disfrutemos los dos de las vistas —le contestó dándole un achuchón.

El Chez Moi era el lugar de referencia en la noche de Nápoles, un lugar con una oferta exquisita en restauración y ocio que siempre estaba a rebosar. Conseguimos reserva gracias a un amigo común de mi exmarido. Ya arreglada y justo antes de salir de mi camarote, me animé a llamar a Carlos. Estaba muy enfadado, llevaba todo el día intentando ponerse en contacto conmigo sin conseguirlo. Le dije que me apetecía desconectar y sentirme libre por unos días, que el último año había sido muy intenso y que el aroma a salitre del Mediterráneo me estaba sentando de maravilla. Mi romántico discurso no le conmovió lo más mínimo y siguió echándome la bronca hasta que conseguí colgar diciéndole que el resto del grupo me esperaba para salir a cenar. Hacía poco más de un año me abandonaba y ahora no podía vivir sin mí. Qué curiosa es a veces la vida: «Persigues algo y lo pierdes, pasas de ello y se adhiere a ti como un imán» (Desmontando a Estela Cruz). Me perfumé, me eché por los hombros un chal turquesa que resaltaba mi moreno y me reuní con mis amigos. Alberto excusó a su mujer Carmen. Una insolación la tenía tumbada en la cama y a oscuras, así que no vendría a cenar. A Daniela se le iluminó la cara y a mí se me apagó, aunque lo disimulé como pude. Aún no había dibujado mi plan de ataque, pero si algo tenía claro era que no debía oponerme de manera rotunda a su relación, porque lo único que conseguiría sería reforzarla. Sin cortarse un pelo, se sentaron juntos y no dejaron de compartir confidencias. Menos mal que Cassandra y Julián estaban sembrados y nos hicieron reír a carcajadas porque, si no, no habría aguantado hasta el postre. Tras la cena, pasamos a la sala de baile, donde la música electrónica y el ambiente moderno nos llevaron a disgregarnos. Julián y Luis se situaron muy cerquita de la pista con los anteojos puestos, Alberto y mi hija hicieron como que les acompañaban, pero desaparecieron disimuladamente y Cass, Cintia y yo nos sentamos en una mesita baja y nos pedimos una copa. Hablamos mucho sobre Paloma y su próximo enlace-parto, de Berta y su probable ruptura-noviazgo, y de Carlos y el Fiti. Cintia escuchaba mucho, opinaba poco y, de su vida privada, no decía ni palabra. Nosotras no le dábamos mucha importancia, suponíamos que sería por pudor. Cass y yo rajábamos sin descanso y casi ni nos dimos cuenta de que la entrenadora había desaparecido. Cuando quisimos volver al barco, la buscamos por todo el local hasta que a Cass se le ocurrió la genial idea de meterse en la cabina del DJ, arrebatarle el micro y llamarla por los altavoces. Al chaval casi no le dio tiempo a reaccionar y la dejó hacer mientras miraba embobado el cuerpazo de la modelo, que esa noche vestía un minúsculo vestido azul Klein. Al poco, Cintia apareció despeinada y muy sonriente, y nos pidió que nos fuéramos sin ella, que estaba muy bien acompañada.

—¿Cómo vamos a dejarte sola? —le dije.

—¿Me quedé yo en Génova de carabina?

—Ja, ja, ja, tiene razón, dejémosla. Además, es boxeadora, sabrá defenderse —añadió Cass.

Alberto y mi hija Daniela aparecieron de la nada, así como Julián y Luis. Para todos era la hora perfecta de volver, así que nos fuimos y la dejamos a sus anchas. Cuando llegamos, todos se retiraron, y le pedí a Cass que se quedara un rato más charlando conmigo. Tenía la noche tonta.

—Cass, me he enterado de algo en este viaje que… —empecé a decir.

—Sí, ya sé, Alberto y Daniela están liados —acabó ella.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie.

—¿Tanto se les nota?

—Sí, supongo que solo disimulan delante de Carmen.

—Cass, estoy fatal. ¿Qué puedo hacer?

—Lo mejor es que no hagas nada. Tu hija ya es mayorcita para equivocarse sola.

—Solo tiene veinte años.

—¿Y tú me lo dices?

—Su vida y la mía no tienen nada que ver.

—El amor siempre tiene que ver.

La modelo tenía razón. ¿Quién era yo para decir que veinte años son pocos para tomar tus propias decisiones? Yo, que a los diecisiete me había fugado de mi casa y de mi isla con un hombre que me triplicaba la edad. Aun así, no podía evitar que me pareciera una tragedia. Le prometí a Cass que abordaría el tema con cuidado y nos dimos las buenas noches. Estuve tentada de tomarme algo para dormir, pero me contuve. Si empezaba a doparme para sobrellevar los reveses del día a día, acabaría en el diván de Lucía con calambres en las piernas. Una decisión valiente de una mujer cobarde. El miedo a la vida se fue apoderando de mí y pasé la noche en vela buscando soluciones. ¿Cómo conseguir que mi hija dejara a Alberto? ¿Cómo seguir acostándome con Carlos como si nada? Sobre las seis de la mañana, escuché ruidos y me asomé para ver qué pasaba. Era Cintia, que volvía de marcha bastante contenta y acompañada de una chica. Qué raro, pensé, ¿qué habría sido del chico con el que había ligado? Y de pronto las dos se fundieron en un beso que me dejó muerta. Lo primero que me vino a la mente fue aquel otro beso que se dio con Cameron en el avión rumbo a Londres. Según nos contó, fue la actriz la que se abalanzó sobre ella, pero en esa ocasión la entrenadora no oponía resistencia sino más bien todo lo contrario. ¿Por qué no nos había dicho que le gustaban las chicas? Tal vez no le inspirábamos confianza. Siempre andábamos cotorreando de nuestras cosas, pero rara vez le preguntábamos por su vida personal. Entré en mi camarote para que no me descubriera espiándola y me metí en la cama. La visión de Cintia morreándose con otra chica hizo que olvidara mis preocupaciones y por fin caí en un profundo sueño.

A las pocas horas, el capitán puso rumbo a España. Volvíamos a casa. Durante la travesía, visité a mi hija en su camarote.

—¿Puedo pasar?

—¿Qué quieres?

—Hablar contigo.

—Ven luego, ahora voy a dormir.

Entré de todos modos, necesitaba hablar con ella cuanto antes.

—Mamá, déjame, no es nada.

—Hija, me gustaría que confiaras en mí.

—Te he dicho que no es nada, déjame en paz.

—Pero yo quiero ayudarte.

—Nadie puede ayudarme.

—¿Es por Alberto?

Mi hija se quedó callada.

—El otro día vi cómo os besabais. ¿Estás segura de saber dónde te metes?

«Mal, Estela, mal, así no vas bien», pensé. Mi hija se encerró todavía más en sí misma y yo aflojé la cuerda.

—No pasa nada, cariño, yo también me enamoré una vez de quien no debía —le dije.

—Mamá…, lo siento…, sé que Carmen es tu amiga —dijo al fin.

—Sí, Carmen es mi amiga, y tú mi hija. ¿Realmente crees que vale la pena romper una familia?

—He intentado dejarle muchas veces, pero… le quiero.

—¿Y él a ti?

—Supongo.

—¿Y estás dispuesta a ser la segunda toda tu vida? Podrías estar con quien quisieras. Alberto está casado, tiene tres hijos…

—Cuatro.

—¿Cómo?

—Estela es hija suya.

Entonces fui yo la que me quedé sin palabras. Mis sospechas se confirmaban. Alberto era el padre de mi nieta.

—¿Qué? ¿Se te ocurre ahora alguna solución? —me preguntó.

—No, la verdad es que no —contesté como pude.

Me levanté, salí del camarote de mi hija y me asomé por la borda en busca del aire que me faltaba. El mar estaba en calma, pero yo casi podía ver cómo un tsunami se aproximaba hacia mí a gran velocidad. ¿En qué momento mi faceta de madre feliz y pareja estable se había venido abajo? Quizá no debí haberme embarcado en esta travesía. Deseé llegar a puerto, separarme de todos y volver a mi vida de cuento con final feliz. Cass se acercó al verme sola y pensativa para ofrecerme su hombro. Me dio un buen consejo: que afrontara las cosas como eran sin intentar cambiarlas a toda costa. Nadar contra corriente solo me llevaría a perecer ahogada. Alberto era el padre de mi nieta y mi hija estaba enamorada de él, tal vez lo mejor era que siguieran juntos. Yo me había enrollado con un italiano y no dejaba de pensar en la llegada de Eduardo, pero eso no quería decir que no quisiera a Carlos y la vida que teníamos junto al pequeño Jaime. Todo esto dicho por Cass logró tranquilizarme. Nada más despertarse, Cintia se unió a nosotras. Se la veía diferente, más segura y relajada. Nos contó que pasó la noche con unos ingleses con los que compartió recuerdos de su etapa en Londres. Ni una palabra acerca de la chica de larga melena y su morreo de despedida. Solo yo sabía su secreto, al igual que solo Cass conocía el mío. Miré la estela que iba dejando el barco y me dio muchísima pena alejarme de Italia… y de nuestra libertad.