SIETE

Me habría gustado alojarme en el hotel Nacional, uno de los más emblemáticos y caros de La Habana. Cuando tenía tan solo trece años, ya lo rondaba con mis amigas para espiar a los turistas. Un día descubrimos un agujero en uno de sus muros y, desde entonces, no había día que no pasáramos un buen rato fisgoneando. Teníamos que turnarnos, porque el hueco para ver era pequeño, pero no nos importaba esperar. La recompensa valía la pena. La visión de aquellas mujeres tostándose al sol, bebiendo mojitos o daiquiris de colores, mientras sus parejas las untaban de crema, nos tenía fascinadas. Todas soñábamos con crecer, salir de Cuba y volver casadas con uno de esos untadores de crema a ese mismo hotel, para pasar días enteros acomodadas en aquellas hamacas que parecían más confortables que nuestras propias camas. Yo podría haberlo hecho, antes de que mi marido me dejase por otra, pero tuve miedo y vergüenza. Porque a los inocentes años de mi adolescencia les siguieron otros en los que mis visitas al hotel Nacional tenían un fin bien distinto. A la caza del turista pudiente… y caliente. Algunos viajaban solos, otros con novias o mujeres, pero casi todos aprovechaban el ansia de sol de sus chicas para darse una vuelta por los alrededores del Nacional y satisfacer su curiosidad. No podría contar cuántas horas de mi vida pasé dando vueltas a unos muros que no podíamos traspasar. Los cubanos teníamos prohibida la entrada, a no ser que fueras empleado. Aunque yo, para envidia de mis amigas, logré pasar una noche dentro. Y fue gracias a Eduardo, el camarero más guapo de la terraza. Algo mayor que nosotras, ese cubano listo conseguía embaucar a las turistas con la fascinante visión de sus músculos y su trasero salsero. Se llevaba un buen sobresueldo por los servicios que ofrecía más allá de esa terraza. Eduardo fue el primer chico que me gustó, y el primero con el que hice el amor a los quince años aquella única noche como intrusa en el Nacional. Nos habíamos conocido dos años antes, cuando nos pilló en pleno espionaje a los turistas. Mis amigas lo vieron acercarse y salieron corriendo, pero yo ni me di cuenta. Una mujer que debía de ser alemana o inglesa, muy rubia y muy blanca de piel, se quitaba la parte de arriba del bikini para hacer topless. Alguien se acercaría pronto para decirle que debía taparse. Yo contemplaba fascinada la piel casi transparente de sus pechos y sus pezones rosa chicle. Entonces, Eduardo me agarró de la oreja y yo le solté un manotazo pensando que era una de mis amigas.

—Es mi turno, déjame —dije enfadada.

—Conque tu turno, eh… —me contestó él separándome del agujero.

Cuando me di cuenta de que estaba sola, quise salir corriendo, pero el camarero me lo impidió cogiéndome de la coleta.

—Suéltame o llamo a la policía —le dije revolviéndome.

—¿Ah, sí? ¿Estás segura? A lo mejor soy yo el que la llamo. ¡Policía, policía! —gritó desafiante.

—De acuerdo, de acuerdo. No sigas, por favor. ¿Puedo irme? —pregunté ya asustada.

—No sin antes decirme tu nombre, niña bonita —contestó con una sonrisa.

—¿Mi nombre? ¿Y para qué lo quieres? ¿No irás a denunciarme? Te prometo que no volveré por aquí.

—Hola, yo soy Eduardo. ¿Amigos? —dijo extendiendo el brazo para que le chocara la mano.

—Ah, vale, yo Daniela, Daniela Santos —dije respondiéndole al saludo.

—Veo que tienes muy buenas amigas —se burló mirando a un lado y a otro.

—Sí…, bueno… Yo habría hecho lo mismo. Mejor que pillen a una que a todas, ¿no crees?

—Tal vez, pero eso no es amistad. Oye, ¿y qué es eso que os divierte tanto para pasar las horas pegadas a este muro?

—Compruébalo tú mismo —le contesté señalando el agujero para que se asomara.

—¡Caramba, menudas vistas! Desde aquí veis los culos de las turistas mejor que yo.

—Ja, ja, ja, y el tuyo también —dije sin pensar al tiempo que me ruborizaba.

—¿El mío? ¿No eres muy niña tú para ir mirando el culo a los chicos?

—Tengo trece años —dije orgullosa.

—Ja, ja, ja, lo que yo digo, una niña bonita.

—¿Cuántos tienes tú?

—Dieciocho, aunque mi culo aparenta veinte, ¿no crees?

—No lo sé, tampoco lo miro tanto —mentí.

—Ya —contestó sin creerme.

Así empezó nuestra amistad, que mantuvimos hasta el día en que me fugué de La Habana. Fue al único al que le dije que me iba. Mi última noche en la isla me escapé y fui a verle. Le prometí que volvería a por él, con un contrato de trabajo: «Seguro que en España matan por tener a un cubano guapo como tú en cualquiera de sus hoteles». Y le dije que no olvidaría nuestra noche en la gran suite. Esto último sí lo cumplí, de lo demás me olvidé al poco de partir. Yo, al igual que hicieran conmigo mis amigas, le dejé tirado en aquel agujero.

—Mamá, ¿cuándo vamos a ver a los abuelos? —me apremió mi hija ya en el hotel.

—Pronto, antes quiero ir a ver a Eduardo, ¿recuerdas? Te hablé de él ayer en el vuelo —le dije mientras cogía mis cosas.

—¿El camarero del Nacional? —me preguntó.

—Sí, a ver si todavía está allí. Le debo una disculpa —contesté.

—Vale, pero prométeme que volverás pronto. Tengo muchas ganas de ir a verles.

—Lo prometo, ahora relájate y descansa del viaje. A la hora de comer estaré de vuelta.

No comimos juntas. Cuando llegué al Nacional, me fui directa a nuestro agujero secreto. Quería verle sin ser vista, como cuando le miraba de niña. El muro seguía igual, y la grieta por la que mirábamos también. Había que guiñar un ojo y mantener el otro bien abierto para ver algo. Observé la terraza durante un buen rato. Era temprano, pero los primeros turistas ya iban bajando para coger el mejor sitio, cerca de la piscina. Muchos camareros jovencitos, de unos veinte años. De él, ni rastro. Según mis cálculos, ahora tendría cuarenta y cinco. A esa edad en Cuba ya no te ponen como reclamo de nada, pensé. Tendría que pasar dentro para averiguar qué había sido de él. Pregunté en recepción, a los mozos, botones, camareros… Nada. Casi todos eran chicos jóvenes y ninguno recordaba haberlo conocido. Me senté en una mesita de la terraza y me pedí un cóctel. Curiosamente, no me sentí tan poderosa como había imaginado. Había conseguido fama y dinero, pero no había sido capaz de mantener mi amistad con Eduardo, una de las personas más importantes de mi vida. De pronto, un hombre mayor se acercó hacia mí.

—Buenas tardes, señora, me han dicho que está buscando a Eduardo Ramírez.

—Sí, ¿lo conoce?

—Claro, trabajó para mí durante diez años.

—¿Sabe dónde está ahora?

—No he vuelto a tener a nadie como él. Honrado, trabajador y con mucho sentido del humor. Un gran empleado y un amigo. A usted la quería mucho.

—¿Cómo sabe quién soy?

—Daniela, ¿no?

—Sí, Daniela Santos —respondí emocionada.

—Decía que usted lo sacaría de aquí y se lo llevaría a España.

—Sí, eso le dije —contesté.

—Señora Daniela, si me admite un consejo, olvide el pasado y vaya a buscarle, se alegrará de verla.

—¿Sabe dónde puedo encontrarle?

La Niña Bonita de La Habana, así se llamaba el paladar que había abierto Eduardo con el dinero que consiguió ahorrar de sus años en el Nacional. Las propinas de las turistas habían dado de sí. Cuando llegué y observé desde el taxi el letrero luminoso, me estremecí. Así era como él me llamaba. Bajé del taxi, me aproximé unos pasos y enseguida le reconocí. Su sonrisa permanecía intacta…, y su trasero también. Nada que ver con ninguno de los otros hombres que habían pasado por mi vida. Ese habanero tenía varios extras de serie difíciles de encontrar. Me acerqué sigilosamente por detrás y le cogí de la oreja, tal como hizo él cuando me pilló espiando en el Nacional.

—¡¿Daniela?!

—Hola, Eduardo.

—No puedo creer que te tenga delante. Estás… guapísima.

—Tú tampoco estás mal. Veo que tu culo sigue en su sitio.

—¿Dónde si no? Pero niña, ¿qué te trae por aquí? No tengo hecha la maleta.

—Eduardo, lo siento, no tengo excusa. Debes de odiarme y lo entiendo, me he portado fatal, pero es que… —me excusé.

—Para, para, ha pasado mucho tiempo. Lo importante es que ahora estás aquí —dijo realmente contento—. Estoy libre en media hora, ¿me esperas?

Cómo no iba a hacerlo, después de hacerle esperar yo a él durante años. Me propuso picar algo en uno de sus locales preferidos, otro de esos lugares en los que soñábamos sentarnos algún día. Al terminar de comer, dimos un paseo por el Malecón. Le resumí mis veintitrés años de ausencia obviando los abandonos y mi reciente embarazo, y le enseñé una foto de Dani que llevaba en la cartera.

—Es igualita que tú —me dijo acariciándome una mejilla.

—Sí, pero más buena.

—Eso es fácil. Nos olvidaste rápido, ¿eh?

—Demasiado. No quise mirar atrás, supongo que tenía miedo.

—Te entiendo.

—¿Aún querrías salir de Cuba?

—¿Y eso? ¿Me has traído un contrato?

—Yo misma puedo contratarte, de lo que quieras.

—Muy tentador, gracias.

—¿Y?

—Al final encontré aquí mi lugar en el mundo, y aprendí a vivir sin desear lo que no tengo. La Habana es mi hogar, aquí está todo lo que quiero, solo faltabas tú.

—Pero yo me vuelvo en dos días.

—Bueno, algún día volverás. Además, ya me acostumbré a vivir esperándote.

—Como quieras. Te veo muy bien, ¿has sentado la cabeza?

—¿Tú que crees?

—¿No me digas que sigues pendoneando?

—¿Qué otra cosa se puede hacer en La Habana? Demasiadas chicas bonitas a las que satisfacer.

—Ja, ja, ja. No has cambiado nada, las turistas deben de estar contentas.

—Muchas hasta repiten, así que no debo de hacerlo mal.

—Ja, ja, ja.

Aunque a mí siempre me pareció el chico más guapo de La Habana, nuestra relación era la de dos muy buenos amigos. Hasta que un día le pedí que me diera algunos consejos para acercarme a los turistas, como él hacía con las mujeres del Nacional. Estuvo sin hablarme una semana. Empecé a vestirme muy provocativa y a echarme kilos de maquillaje para aparentar más edad. Mis amigas, con mi misma edad, también lo hicieron, y no tardaron en acostarse con turistas a cambio de dinero. Eduardo vio que, con o sin su ayuda, yo iba a hacer lo mismo, y me citó una noche en el Nacional. Su turno había acabado y me esperó al otro lado del muro, donde estaba el agujero. Mis amigas por un lado, y él por el otro, me ayudaron a saltarlo. Una vez dentro, un compañero nos condujo hasta una de las suites situadas en el jardín, que esa noche estaba desocupada. Vigilaría desde fuera para que nadie nos pillara.

—¡Qué bonita! —exclamé al ver la habitación.

—No más que tú, niña —respondió el camarero agarrándome de la cintura.

—Gracias, Eduardo, esto es importante para mí.

Me había besado con algún chico, incluso me había dejado manosear las tetas, pero nada tenía que ver con aquello. Mi amigo me trató como si fuera a romperme entre sus dedos, y yo me dejé llevar. Había fantaseado muchas veces sobre cómo sería, si me gustaría o si dolería mucho. Curiosamente, lo que más recuerdo es que, después de esa noche, me sentí distinta. Al acabar, salimos pitando del hotel y paseamos por el Malecón. Eduardo me advirtió entonces de los peligros que podía correr.

—Niña bonita, deja de mirar a las estrellas y escúchame. Regla número uno: nada de borrachos. Un tío muy mamado puede hacer que acabes tirada en cualquier callejón.

—De acuerdo —asentí todavía en Babia.

—Regla número dos: el dinero siempre por delante.

—Vale.

—Regla número tres: usa siempre protección. Los turistas se acicalan mucho por fuera para que no descubras la peste que emanan sus pantalones.

—¿Algo más profe? —le pregunté divertida.

—Esto no es un juego Daniela, ándate con ojo.

Después de aquella noche, nos hicimos todavía más íntimos, pero no volvimos a hablar de lo que habíamos hecho. En nuestro paseo por el Malecón, veintitrés años después, me lancé a la piscina.

—Eduardo…

—Dime.

—¿Tú disfrutaste?

—¿Yo? ¿Cuándo?

—De nuestra noche en el Nacional.

—¿Y eso? ¿A qué viene ahora?

—Siempre quise preguntártelo, pero no me atrevía.

—Uf, estaba muy nervioso, para mí eras una niña, además de mi mejor amiga.

—O sea, que no —contesté decepcionada.

—Me impactó verte desnuda, te notaba temblar y me daba miedo hacerte daño. Fue un poco tenso todo, ¿no crees?

—Sí, bueno… Pero en medio de esa tensión, ¿hubo algún momento bueno?

—¿Quieres saber si llegué al orgasmo? Ja, ja, ja, Daniela, qué graciosa eres. Claro que sí.

—Ah, vale, pensaba que lo hiciste solo como un favor.

—Fue un favor mutuo. ¿Y a ti?, ¿te gustó? Tampoco me lo has dicho nunca.

—Porque nunca me lo preguntaste.

—¿Y? —insistió curioso.

—Me dolió bastante, la verdad.

—¿En serio? Lo siento.

—Pero ningún otro dolor me ha vuelto a gustar tanto.

—Ah, qué bien —dijo satisfecho.

Mi hija me llamó al móvil, quería que fuera a cenar con ella. Estaba aburrida de tanto daiquiri sin alcohol en soledad. Estuve a punto de pedirle a Eduardo que me acompañara, pero lo pensé mejor. No quería que a mi hija le diera un yuyu antes de empezar nuestra aventura.

—Te prometo que pasaré a despedirme.

—Tu última promesa has tardado veintitrés años en cumplirla.

—Tienes razón, nada de promesas. ¿Sabes una cosa? Sigues siendo mi mejor amigo.

—Y tú mi niña bonita.

Nos dimos un beso en los labios y cada uno emprendió su camino. Exactamente igual que la última vez que nos vimos. De vuelta al hotel, pensé lo rara que era mi vida. Mi mejor amiga era una psicoanalista con la que nunca había mantenido una conversación sin libreta de por medio, y mi mejor amigo no sabía qué había sido de mí en casi un cuarto de siglo. Las amistades de mis años en Madrid eran circunstanciales, iban y venían. Y Cass, Berta y Paloma, que eran lo más parecido que tenía a unas amigas de verdad, todavía no sabían casi nada de mí. Nadie sabía casi nada de mí. Desmontando a Estela Cruz les daría una idea. Llegué al hotel y conseguí que mi hija accediera a cenar en su restaurante. Ella se moría de ganas de visitar La Habana, pero conseguí convencerla. Le prometí que al día siguiente a primera hora nos pondríamos en marcha. Yo y mis promesas incumplidas. Solo quería que se acostara para quedarme a solas. Ver a Eduardo había removido muchas cosas y necesitaba escribir. Pasé la noche en vela dándole al teclado a una velocidad de vértigo. Solo paré un momento, a las tres de la mañana, para hacer una llamada importante a España. No podía quitarme de la cabeza la imagen de Paloma abandonando la cafetería durante nuestro desayuno después de decirle que estaba embarazada. La pillé como siempre, con los pimientos en el horno y la cabeza a punto de estallarle de tanto darle vueltas a sus diez preguntas. Me contó que esa semana el personaje, un político de medio pelo acusado de corrupción, no le ponía nada. Decía que los políticos rara vez te dan un buen titular, y que la lucha por conseguir que no se hiciera un mitin a su costa era realmente agotadora. Le pregunté por sus tratamientos de fertilidad y le dije que no se rindiera, que seguro que lo conseguía. «Tranquila, seguiré hasta que me quede el último pimiento en el horno», me contestó quitándole hierro al asunto.

Colgué con Paloma, ya más tranquila, y seguí escribiendo hasta el amanecer. Antes de acostarme, fui a la habitación de Dani y deslicé un papelito por debajo de la puerta. Le pedía disculpas por no acompañarla en su primer paseo por la ciudad. También le indicaba el lugar exacto donde se encontraba el agujero secreto del Nacional, los sitios adonde iba con mis amigas, mi zona preferida del Malecón, etcétera. Me pareció buena idea que mi hija supiera un poco más de mí antes de conocer personalmente a mi familia. Luego dormí plácidamente hasta que sonó el teléfono, sobre la una de la tarde. Era mi amiga Cassandra que, en lugar de interesarse por mi viaje, me llamaba con efecto de urgencia para que la aconsejara. La tía, no contenta con la que se había liado desde nuestra última noche de despendole, había vuelto a quedar con el yogurín que provocó la ira del Fiti y su consiguiente ruptura. Me confesó que ya no se acordaba de lo que era sentirse tan deseada y que, cuando la llamó, no se pudo negar. Juan, que era como se llamaba el casi adolescente, se la llevó al típico mirador adonde van los jóvenes sin casa a darse el lote. Cass pensó que allí estarían a salvo de mirones con móvil y de la prensa. Pero Juanito nos había salido espabilado. Lo tenía todo pactado con una agencia. Mi amiga, que cayó como una tonta en la trampa, estaba destrozada. Yo en principio no lo vi tan grave, al fin y al cabo ella era libre de hacer lo que le viniera en gana. Hasta que me contó cómo acabó el encuentro.

—¡¡¡Cass!!! Dime que eso no es verdad.

—Ojalá pudiera.

—Estás mal de la cabeza, ¿cómo se te ocurre?

—Estoy desentrenada, Estela, me parecía todo taaan de verdad.

—Sí, claro, y de verdad te la metió, pero hasta el fondo.

La pobre Cass se puso a llorar como una niña al otro lado del teléfono. Me dio pena no estar en Madrid, ahora que empezábamos a compartir entre nosotras algo más que entrenadora personal y grandes firmas. Pero este era mi momento y el de mi hija. Me duché a toda prisa y salí a su encuentro. Estaba pletórica, vestida con una camiseta blanca con la bandera de Cuba marcándole la tripa y unos vaqueros. Me recibió con una sonrisa que se le salía de la cara. Decía que se sentía como en casa. La gente, los colores, el olor a salitre del Malecón…, como si todo formara ya parte de ella.

—Mamá, no sé cómo has podido pasar tanto tiempo alejada de este paraíso —me dijo sobreexcitada.

—Por miedo. No quería que se supiera mi pasado, y que tú te enteraras por la prensa de quién era tu madre —le contesté poniéndome trascendental.

—Una superviviente, eso es mi madre —me dijo besándome en la mejilla.

Las ocho horas de vuelo taladrando a Dani con mi pasado habían surtido efecto. Estaba a favor de todo. Ni la espera en el hotel, ni que la mandara a recorrer sola La Habana… Nada le torció el morro en un viaje que la tenía fascinada. Comimos en un lugar pintoresco del centro y luego la llevé a la iglesia a la que solía ir con mi madre los domingos. Los rayos de sol se filtraban entre las vidrieras de colores creando un ambiente místico, muy propicio para las confesiones. Quería contarle a Dani la relación que tenía con mi madre, más allá de felicitaciones de Navidad o llamadas de cumpleaños. Le conté que de niña me recogía del colegio y me llevaba a casa de Mercedes, mi abuela paterna, donde pasábamos las tardes cosiendo. Botones, patatas en los calcetines, bajos de pantalones…, todo tipo de arreglos que hacíamos de tapadillo a los vecinos del pueblo. Desde los siete hasta los trece años. Nunca me dio nada. Ni un caramelo o un cuaderno para pintar, y mucho menos un peso. Decía que todo lo que sacábamos era para darnos de comer. Así que ese era mi premio: comida. Me hice mayor y empecé a pedirle que me dejara quedarme alguna tarde con mis amigas, en lugar de ir a coser. Ella siempre me contestaba que otro día, pero ese otro día nunca llegaba. Una tarde, aprovechando su ausencia, le lloriqueé a mi abuela, que conocía mis ansias de libertad. A la semana siguiente tuve mi primera tarde libre. Mi madre no lo vio con buenos ojos y menos aún que hubiera usado a la abuela para conseguir mis fines. Dejó de ir a recogerme y yo empecé a descubrir el mundo. Desde entonces, nos fuimos distanciando, hasta compartir nuestras tardes en esa iglesia y poco más. Era el único lugar donde notaba su cariño, cuando me cogía la cara entre las manos y me besaba al darme la paz. Gertrudis era muy devota de la Virgen de la Caridad del Cobre, la patrona de Cuba, aunque jamás consiguió inculcarme su fe. Yo no quería saber nada de una Virgen que no conseguía hacer sonreír a mi madre. Una vez le dije a mi padre que no sabía cómo podía soportarla. Del sopapo que me soltó se me quitaron las ganas de volver a preguntar.

Después de poner al día a mi hija, nos pusimos en marcha. Mi familia vivía en Guanabacoa, un pueblo situado a diez kilómetros de La Habana. Pudimos coger un taxi, pero preferimos ir en guagua, que era el medio que yo utilizaba a diario para volver a casa por las noches. Si se me hacía tarde y ya no había servicio, solía ir en botella, opción totalmente descartada con mi hija y nuestros bombos a cuestas. Mis abuelos por parte de padre eran guajiros, campesinos cubanos de raza blanca, y mis padres se trasladaron a vivir con ellos al campo cuando nació mi hermano. A medida que nos acercábamos al pueblo, el pánico se apoderó de mí. Hasta pensé en dar media vuelta y regresar a casa para meter la cabeza debajo de la manta otros veintitrés años. Me fui sin previo aviso, triunfé y enterré mis orígenes con billetes por vergüenza. Mi madre no me había perdonado por aquello, por mucho que en nuestras conversaciones por teléfono lo disimulara. Mi padre y mi hermano sí, ellos eran más facilones y guasones. Bajamos de la guagua y caminamos un buen rato. Era casi de noche y, en cuanto vi las luces encendidas de mi casa, mis pies se quedaron clavados al camino.

—Mamá, ¿quieres hacer el favor de moverte? —me animó mi hija tirando de mi brazo.

—¿Y si vas solo tú? —le pregunté asustada.

—Estás de broma, ¿no? Es tu familia, no creo que te cierren la puerta en las narices.

—Vale, vale, ya voy, dame solo un momento —le dije soltándole la mano de mi brazo.

Me recosté en el camino mirando al cielo y comencé con la respiración de rescate ante la mirada atónita de Dani. Inspirar, mantener, soltar, inspirar, mantener, soltar… Mano derecha en el corazón, mano izquierda en el abdomen.

—¿Se puede saber qué haces, mamá?

—Respiración costodiafragmática.

—Sí, ya veo, pero ¿justo aquí?, ¿en mitad del camino?

—Tengo ansiedad.

—Vale, esperemos entonces. Seguro que en un rato se te pasa.

—No, de verdad, ve tú. Luego me acerco. Para mí es demasiado llegar las dos juntas.

—¿A qué tienes miedo?

—A la vida.

—Vale, vale, ya me hago cargo. Iré yo primero.

Al decirme que iría ella sola, la taquicardia empezó a remitir. Me quedé apoyada sobre el tronco de una palmera y le prometí que no me movería de allí. En qué mala hora se me ocurrió este viaje sorpresa, debí avisarles primero, pensé. No pasaron ni diez minutos cuando vi que un hombre se dirigía hacia mí corriendo. Ese hombre me alcanzó y se me abalanzó.

—¡Daniela! ¡Daniela! Has vuelto. Mi hermana loca —gritaba Alfredo llorando y riendo al mismo tiempo.

—¡¡¡Alfredo!!! Eres tú… Casi me da un infarto… —le dije aliviada.

—Infarto el que casi nos da al ver a tu hija. Es igualita a ti.

—¿Y mamá? ¿Qué ha dicho?

—Se ha quedado traspuesta, loca. Debió de creer que estaba soñando.

—Ay, pobre.

—¿Y tú qué haces aquí sola?

—No sé, tenía miedo.

—¿Miedo de qué?

—Ha pasado mucho tiempo… ¿Pero mamá está bien? ¿Y papá, qué ha dicho?

—Están todos bien, corre, vayamos a casa. ¡Qué sorpresa! Estás aquí. Ja, ja, ja —decía sin casi respirar Alfredo.

Lo primero que vi al entrar en casa fue a mi madre, cogida de la mano de mi hija sin soltarla y llorando a moco tendido. Como decía mi hermano, verla entrar en la casa tan parecida a mí cuando dejé La Habana la había dejado traspuesta. Mi padre se acercó y me plantó en la mejilla muchos besos rápidos y cortos. Mua, mua, mua… Cuánto había echado de menos esos besos. Besos, abrazos, lágrimas, risas…, aquello parecía el desenlace de una telenovela. Cuando por fin nos relajamos, mi madre cocinó unas papas revueltas con huevo y un quimbombó con pollo y plátano. Dos platos típicos cubanos a los que ella daba su toque personal. Mi padre preparó guarapo con ron y entre todos pusimos la mesa. Al contrario de lo que pensaba, ninguno me reprochó que hubiera tardado tanto en volver. Lo que no me perdonaban es que no les llevara ninguno de mis tres libros, cuya venta estaba prohibida en Cuba. En mi biografía se decía que yo era una de los muchos cubanos que habían tenido que escapar de la isla por la puerta de atrás. Aquello no debió de gustar al régimen de Fidel y censuraron toda mi obra.

—De todos modos, es papel mojado. He dejado de creer en casi todo lo que escribí —les dije.

Se quedaron muy sorprendidos, pero aun así querían tener la oportunidad de leerlos, y también el último. Me dieron un contacto para poder mandarlos de forma segura, y prometí que me pondría a ello en cuanto llegara a España. Después de comer, pasamos a la salita. Era la hora del ron con ron, nada de mezclas. Daniela y yo habíamos disimulado mojándonos los labios con el guarapo, pero esto era demasiado.

—Papá, a Daniela y a mí no nos sirvas.

—De eso nada, tenemos mucho que celebrar —insistió mi padre.

—Es que no podemos.

—¿Y eso?

—Estamos embarazadas —solté sin anestesia.

—¿Querrás decir que tu hija está embarazada? —preguntó confuso.

—Sí, sí, ella está embarazada, y yo también. Vais a ser bisabuelos y abuelos al mismo tiempo.

Ni yo misma creía todavía que aquello fuera verdad.

—¡La Virgen de la Caridad del Cobre! —exclamó mi madre mientras se santiguaba.

—Eso es… —añadió mi padre sin saber qué adjetivo ponerle.

—¡Increíble, loca! —exclamó mi hermano.

Ahora sí que había un buen motivo para beber. Mi padre y mi hermano se pusieron tibios, mientras mi madre nos acribillaba a preguntas. Que cómo se iban a llamar los retoños, que de cuántas semanas estábamos, si sabíamos el sexo… Y como pregunta colofón, que quiénes eran los afortunados padres.

—Imagino que el tuyo será de Carlos —me dijo.

—Sí, mamá, aunque todavía no se lo he dicho.

—¿Por qué, mi niña?

—Me enteré poco antes de coger el vuelo y no me pareció el mejor momento.

—Bueno, tú sabrás, hija, ¿y el tuyo, Dani? Supongo que él si lo sabrá. Estando de tres meses…

—No, tampoco —dijo sin pensar.

Enseguida se dio cuenta de que había metido la pata y quiso rectificar, pero le salió fatal.

—Es decir, sí, es un compañero de la universidad, se llama Pablo.

—¿Os casaréis, supongo? —quiso saber mi madre.

—Tal vez, todavía no lo hemos decidido. No nos lo esperábamos.

Se hizo tarde e insistieron en que nos quedáramos a dormir. Le pedí a mi hermano que nos dejara su cuarto, que era nuestra habitación hasta que me fui. Una sola cama muy grande en la que durante años dormimos con la abuela, hasta que faltó. Recordé cuando mi padre se colaba de puntillas por las noches, aprovechando que mi madre recogía la cocina, y nos contaba cuentos que él mismo inventaba. Si alguna vez mamá lo descubría, le mandaba salir a gritos, no le gustaba que nos quitara horas de sueño. Él rompía las reglas y ella le reñía. Así era casi siempre. Esa noche la vi como no la recordaba, radiante y contenta. Cuando mi padre entró a darnos las buenas noches, se lo dije. Me contó que su hermana gemela, la tía Luisa, había estado muy enferma. Mi madre rezaba día y noche pidiendo a su Virgen un milagro. Su hermana se curó y a mi madre se le fue el mal humor, ese fue el auténtico milagro. Yo ni siquiera me había enterado de aquello. Vivía al margen de sus vidas. Dani escuchó la historia con los ojos bien abiertos. Estaba fascinada con la casa, con mis padres, con mi hermano. Decía que era todo tal cual lo había imaginado desde niña. Y que Cuba era el lugar más alucinante que había visitado jamás. Aproveché su estado de encantada con la vida para intentar que se sincerara conmigo.

—Dani, tú siempre me lo has contado todo.

—Claro, mami, y lo sigo haciendo.

—Entonces, dime, ¿por qué me has mentido? Ya sé que Pablo no es el padre de tu bebé.

Dani se quedó blanca, no se esperaba para nada que le soltara aquello.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿No habrá sido Carlos?

—Hija…, mamá no es tonta.

—Bueno, vale, no es Pablo. Siento haberte mentido.

—¿Y quién es?

—Ahora no, mamá, disfrutemos de este viaje.

—Como quieras, cariño. Cuando necesites hablar, aquí estaré.

—Lo sé, buenas noches —contestó a la vez que se daba media vuelta en la cama dándome la espalda.

Dormimos profunda y plácidamente hasta que mi madre nos despertó para desayunar. La jornada sería intensa. Visitar a los abuelos, los tíos y los primos. Ninguno sabía todavía que la pequeña pecosa de ojos verdes había vuelto a la aldea. El reencuentro fue emotivo e intenso. Paseo, comida copiosa, sobremesa extensa y un calor pegajoso que nos agotó. Al día siguiente teníamos el vuelo de regreso a España. Mi familia intentó convencernos de que nos quedáramos, pero no era posible. Dani tenía que hacerse una ecografía importante, y yo también quería saber si todo iba bien. Con mis cuarenta recién cumplidos mi embarazo podía considerarse de riesgo. Por otro lado, tampoco teníamos mucho más que hacer allí. En ese pueblo de La Habana la vida pasaba sin más. Mi hija les prometió que volvería con su pequeña para que la conocieran. Yo no me atreví a tanto, en esta ocasión no quería dejar a nadie esperándome. Mi intención era volver, pero qué sabía yo lo que me deparaba el destino. Ya de vuelta en La Habana, nos desviamos por un momento de nuestro camino y paramos en La Niña Bonita. Le pedí a Dani que esperara fuera.

—Imaginaba que vendrías —dijo Eduardo satisfecho de verme.

—No podía irme sin despedirme.

—Nunca puedes, es un pequeño defecto que tienes.

—Ni sin presentarte a mi hija, Daniela.

Salió emocionado a su encuentro y, cuando la vio, la cogió en volandas como si la conociera de toda la vida.

—Otra niña bonita, ja, ja, ja. Eres igualita a tu madre.

—¿Eduardo? —preguntó mi hija.

Él asintió con la cabeza y dio un giro sobre sí mismo pavoneándose. El muy cabrito sabía lo que tenía. Un cuerpazo que te dejaba en el sitio.

—Ja, ja, ja —rio Daniela—. No entiendo cómo mi madre no se quedó aquí contigo.

—Porque está un poco loca.

Eduardo se empeñó en prepararnos unos mojitos. Le dijimos que no queríamos beber alcohol y no preguntó por qué, lo cual agradecí. En su lugar, nos sirvió dos refrescos que nos tomamos sentados en la terraza. Sin duda, una despedida mucho más alegre que la anterior. Ya en el hotel, hicimos las maletas a toda prisa. Se nos había ido un poco la cabeza y llegamos por los pelos al aeropuerto. Un vuelo, el de vuelta, muy diferente al anterior. Era de noche y Dani lo pasó durmiendo. Yo lo intenté, pero no pude. Saqué mi bloc de notas y aproveché para anotar todo lo que había vivido esos cuatro días. No quería olvidar ni una sola frase, ni un solo gesto. Esta vez Cuba se venía conmigo con todas las consecuencias.