DOS
Llevaba tumbada en aquel diván casi una hora. Pensaba que esta vez sería diferente, que por primera vez en cinco años me daría la razón. Ese día sí tenía motivos para querer abrirme las venas allí mismo. Pero Lucía es una roca impenetrable a la que ningún acontecimiento le parece lo suficientemente grave como para deprimirse. ¿Para qué te hiciste psicoanalista entonces? Para reírte de nosotros, ¿no? Había momentos en que no la soportaba, y precisamente ese, justo después del doble abandono que acababa de sufrir, era uno de ellos.
—Lucía, ¿no lo entiendes? Se van a vivir juntos, mi novio de cuarenta y dos años y mi hija de veinte, ¡juntos en un apartamento de sesenta metros cuadrados!
—¿Y? —preguntó ella.
—¿Cómo que «y»? Sería la primera vez que un cuarentón se tira a una de veinte, ¿no? —le contesté alterada.
—Tú eres la que te has hartado de difundir por medio mundo que «lo que tú creas, así será». ¿Quieres que yo te diga lo mismo?
—No metas a mis libros en esto. Por culpa de ellos me encuentro en esta situación. Si pudiera, los quemaría todos y empezaría de cero.
—¿Y por qué no lo haces?
—¡¿Quemarlos?!
—Empezar de cero.
—A los veintinueve, mi marido me dejó por una de diecinueve, a los treinta y nueve Carlos me deja por una de veinte que además es mi hija y está embarazada. ¿Resetear mi mente como si nada hubiera pasado? No, gracias, prefiero llegar a los cuarenta y nueve con los ojos bien abiertos —argumenté.
—Carlos y Daniela no te han abandonado; al contrario, quieren recuperarte —me recordó.
—Vale, sí, ese es el rollo que se han montado, pero ¿te digo lo que pienso realmente?
—Sorpréndeme —dijo dispuesta a escuchar una de mis habituales idas de olla.
—Que se desean (bueno, más él a ella que ella a él, porque todos los hombres son unos cerdos asaltacunas) y que no han encontrado una excusa mejor para irse a vivir juntos sin tener que esconderse. Él consigue meterse en la cama de una jovencita inexperta y ella gana un padre para su hijo. ¡Mi nieto! Y yo tendré que tragarme el resto de mi vida que mi yerno sea un exnovio que me abandonó cuando estaba a punto de convertirme en un despojo humano de cuarenta años.
—Mmm, interesante… Y esto ¿hace cuánto que lo piensas?
—Se me acaba de ocurrir, pero tiene sentido, ¿no crees?
—Mucho —soltó irónicamente.
—Tú ríete, pero no sería tan raro, ¿no se metió Woody Allen en la cama de su hija adoptiva? ¿Acaso crees que es una excepción, que no hay más hombres capaces de dejar a una madre por su hija? Habrá cientos, miles…
—Millones —remató.
—Si vas a seguir burlándote de mí, me levanto y me voy.
—Adelante. De hecho, me harías un favor. Tenía la agenda llena hasta que llegaste.
—No, por favor, Lucía, no me eches. No sin antes decirme qué puedo hacer para recuperar a mi hija.
Lucía tenía una cualidad que me tenía enganchada a ese diván: sus consejos. Sus colegas le decían que no era ético, que debe ser el paciente quien encuentre la respuesta. Pero a ella le gustaba saltarse las reglas. «No todos estamos preparados para autoayudarnos», decía. Y aunque las teorías de mis libros me impedían darle la razón con palabras, se la daba tumbándome en ese diván una o dos veces a la semana. Yo, que me dedicaba a expandir la idea de la autoayuda por todo el mundo, buscaba cobijo en alguien que no creía en ella. Y lo hacía porque yo misma era incapaz de curarme sola.
—¿Solo quieres recuperarla a ella? ¿Y Carlos?
—Ni me lo nombres. Ese cerdo ya es pasado en mi vida.
—Solo hay un camino, Estela.
—¿Cuál? Dime lo que tengo que hacer y lo haré.
—Debes hacer lo que te han dicho que hagas.
—¿Reencontrarme con Daniela Santos?
—Sí.
—¿Y cómo se hace eso?
—Volvamos a Cuba.
—¿Cómo?
—Terapia de regresión.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—No estoy preparada.
—Pues sal por esa puerta y no vuelvas hasta que lo estés.
—¿Me estás echando?
—Sí. No tengo nada más que hacer contigo. Ese es el siguiente paso.
—Sabes que me aterra volver.
—Estela, no me hagas perder el tiempo. Soy tu psicoanalista, no tu mejor amiga.
—Entendido.
—¿Y?
—Me voy —contesté altiva.
—Adiós —me animó bruscamente.
Para mí sí era mi mejor amiga, la única que lo sabía todo de mí. Sin embargo, yo de ella solo sabía lo que leía en los periódicos o en internet. Se hizo muy conocida por dedicar cinco años de su carrera a psicoanalizar a presos con penas muy largas y publicó un libro con los resultados de su estudio. Un bestseller en el que, de manera pionera, demostraba el poder de la mente para adaptarse al encierro. Y para su sorpresa, encontró más casos de depresión en pacientes que lo tenían todo que en aquellos privados de libertad. Mentes entre rejas era el título que le había dado el reconocimiento del público. No así de sus colegas, que no compartían sus métodos y ni siquiera daban valor a ese estudio al considerarlo poco serio. A Lucía ninguna de esas críticas le importaba, porque había llegado a donde quería. Al contrario que yo, que no sabía hacia dónde dirigirme. Quedarme allí y regresar a Cuba, o salir por la puerta. No estaba preparada, demasiadas emociones el mismo día. Lucía era capaz de pasarse contigo cuatro horas seguidas sin mirar el reloj. Su terapia empezaba y acababa cuando ella así lo consideraba, y le parecía una aberración establecer sesiones de una hora y cortar por lo sano. A veces te quedabas sin terapia porque se extendía con el paciente anterior. Otras eras tú la que hacías que otro se quedara con las ganas. Unos por otros, allí estábamos, atraídos por la manera en que Lucía conducía nuestras vidas. Muchas veces me había sentido tentada de preguntarle por su vida personal, si tenía pareja, dónde pasaba los veranos o cuál era su comida favorita. Su actitud no invitaba a ello. Algo me decía que traspasar esa barrera me saldría caro. La prensa también respetaba su intimidad. Nunca la sacaban fuera de un acto público o de la presentación de alguna de sus investigaciones sobre la mente humana. Tal vez fuera yo la única que se moría de ganas por saber con quién se iba a la cama. Sonrisa pícara o semblante serio e impenetrable. Dos caras de una misma mujer de piernas infinitas y negra melena en cuyos ojos azules te instalarías indefinidamente. Seguro que puso el diván para que los pacientes pudiéramos concentrarnos, pues el contraste de su pelo negro con el azul celeste de sus ojos te hipnotizaba. No imagino a una sola mujer capaz de no envidiarla, ni a ningún hombre que, al mirarla, no sienta un cosquilleo en la entrepierna. A lo mejor algún día me animo y le pido amistad formalmente; con ese atractivo, no creo que tenga muchas amigas.
—Me lo pensaré —concluí antes de levantarme.
—¡Fantástico! —exclamó.
Y antes de que me echara a patadas, me levanté y salí de allí con una sola idea en la cabeza. Tenía que averiguar si Carlos y Daniela estaban liados. Y lo haría con la ayuda de esas a las que sí podía llamar amigas, aunque no supieran casi nada de mí. Cassandra, Berta y Paloma. Qué gusto tener amigas con las que no compartes el peso de traumas pasados y que no exigen de ti más que lo que tú quieras darles. Nuestra amistad unió a esa parte de nosotras a la que le encanta ponerse en forma, posar en photocalls, firmar autógrafos, ir de compras, hablar de temas banales y tomar gin-tonics de diseño. Nos conocimos en clase de Cintia, nuestra entrenadora personal, y enseguida congeniamos. Por fin encontrábamos ejemplares de nuestra especie. Ricas, famosas y con tiempo libre. Nos encantaba poder hablar sin tapujos de nuestro amor por las grandes firmas, las obras de arte, los restaurantes de moda, los hoteles de superlujo y los viajes en first class. Como el que hizo Cintia, quien después de formarse durante años en una disciplina donde solo triunfaban los hombres, gastó lo que le quedaba en un billete en primera a Londres. Quería entrar en la capital británica por la puerta grande. Allí la esperaba una amiga que le ofrecía casa y comida el tiempo que necesitara, que sería poco. Aquella pelirroja pecosa, de complexión atlética (aunque versión mini) y mirada ingenua, se haría pronto con una ciudad que sabía captar los talentos que a otros pasaban desapercibidos. Talento que heredó de su padre, Nico Lauson, que le había transmitido todo lo que sabía. Un cáncer fulminante paralizó su carrera y, desde entonces, Cintia luchó con todas sus fuerzas para concluir lo que él había empezado. Llevaría el apellido Lauson a lo más alto, tal como él había soñado.
Y llegó el día del esperado vuelo, el de la huida hacia delante. Por fin dejaba atrás esa ratonera sin salida en la que se había convertido el gimnasio de su barrio. Atravesaría las nubes, le chocaría la mano al viejo y tomaría tierra inglesa para conquistarla. Que se prepare London, que llega Cintia Lauson, la hija de la gran promesa del boxeo, Nico Lauson. De pronto, una voz de niña recién extraviada la sacó de su ensoñación.
—Perdone, señorita, creo que está usted en mi sitio.
—Eso es imposible, yo pedí ventanilla —respondió Cintia mirando su billete. Y así era, ese era su sitio.
—Debe de haber un error, yo jamás viajo en pasillo —le insistió la vocecilla.
Cintia alargó la mano para enseñarle el billete y entonces la vio. Tan rubia, tan delgada, tan… ¡Cameron! Nuestra entrenadora dio un brinco y se incorporó, le cedió su sitio e intentó comportarse como si todos los días una famosa actriz de belleza infinita se sentara a su lado. Cintia tenía un inglés básico, pero puso tantas ganas que consiguió hacerse entender. Para su sorpresa, la actriz era igualita que en sus películas, habladora, ingenua y pizpireta. Cameron le dijo que se encontraba rodando una película en la capital británica y que había viajado a Madrid a la presentación de su último film. Cintia, por su parte, le contó que era boxeadora y que viajaba a Londres porque sabía que allí tendría más posibilidades de desarrollarse profesionalmente. A la rubia de porcelana le parecía inverosímil que una mujer quisiera pegar a otras para ganarse la vida, arriesgándose a que le desfiguraran la cara, que era a lo que ella le tenía más aprecio. Cintia no sabía lo que era una ampolla flash ni jamás se había hecho un peeling, mientras que Cameron tenía asegurada su cara en varios millones de dólares y jamás se iba a la cama sin un ritual previo de limpieza e hidratación. Las dos se rieron enumerando sus múltiples diferencias y la actriz insistió en que la acompañara con un trago de vodka azul. A Cintia, que nunca probaba el alcohol, aquello le sonó fatal, pero ni se le pasó por la cabeza negarse. Tomaron uno, dos y hasta tres tragos de ese brebaje tan azul como el cielo que atravesaban, y se rieron a carcajadas. El punto culminante fue cuando Cameron, algo «achispada», sacó el tema de los hombres y sus miembros. Como ninguna de las dos hablaba con fluidez el idioma de la otra, se explicaban con gestos las formas y tamaños con los que se habían topado. Las carcajadas se escuchaban en toda la cabina, sobre todo las de la famosa actriz, que tenía una peculiar forma de reírse estilo delfín. El comandante ordenó tomar asiento, la luz de abrocharse los cinturones se iluminó y el avión comenzó su descenso. Fue en ese preciso instante cuando Cameron se volvió loca y acercó sus labios a los de Cintia para besarla. Poco le importó a la boxeadora que fuera la primera mujer que restregaba su lengua contra la suya. ¡Era Cameron! Recordaría ese beso toda su vida, así que se dejó llevar. Cuando tocaron tierra, apareció un tipo corpulento con semblante serio y se llevó a la actriz. Ni adiós, ni ojalá volvamos a vernos, ni dónde puedo encontrarte en Londres… Nada. Cintia se quedó petrificada, a la espera de que alguien le diera unas palmaditas en la espalda y le dijera: «Oiga, despierte, que ya hemos tomado tierra». Pero no, no había sido un sueño. Una de las actrices más deseadas y bellas del planeta la había besado y ella estaba viva para contarlo. Había valido la pena gastarlo todo en aquel billete en primera.
Tiempo después, y ya con algunos ahorrillos, Cintia dejó la casa de su amiga y se instaló al este de Londres, en Hackney, un barrio obrero bastante feo pero muy bien comunicado. Gracias a su experiencia coctelera (no era la primera vez que trabajaba detrás de una barra), consiguió trabajó en un restaurante de Shoreditch, el barrio de moda. Una noche, mientras agitaba la coctelera, volvió a escuchar aquella vocecilla de niña desvalida. Esta vez no le hizo falta levantar la vista para saber de quién se trataba. La actriz, sin embargo, no la reconoció.
—Disculpe, me gustaría probar sus famosos cócteles a medida. ¿Es cierto que nunca hacen dos iguales?
—Sí, lo es.
—¡Fantástico! Estoy ansiosa por comprobar si aciertan conmigo.
Y sin apenas levantar la mirada, Cintia le preparó a Cameron un cóctel a base de vodka azul.
—¡Increíble! ¿Cómo ha sabido que me gustaría el vodka azul?
—Por el color de sus ojos —le respondió Cintia en un arranque de descaro.
Entonces la actriz le vio la cara y frunció el ceño.
—Me suena su cara. ¿Nos conocemos de algo?
—De compartir vuelo… y vodka azul.
—¡¿La boxeadora?!
—Sí. Bueno, más bien aspirante —le respondió Cintia.
—¿Cuánto ha pasado desde aquel vuelo? ¿Seis, ocho meses?
—Nueve meses y medio.
—Caramba, veo que vives al día —ironizó Cameron—. ¿Y todavía no has conseguido subirte a un ring?
—No, la cosa no es tan fácil como pensaba, pero estoy contenta. Con lo que gano aquí, me pago mis entrenamientos y, cuando esté lista, intentaré apuntarme a algún combate.
—Oye, ¿te gustaría ser mi entrenadora personal?
—¿Cómooo? ¿Yo?
—Sí, la mía acaba de mudarse a Nueva York y me ha dejado tirada. Además, recuerdo todo lo que me contaste sobre el boxeo, sus beneficios, lo bueno que era para la anatomía femenina y… en fin, tú estás estupenda así que…
—¿Quieres aprender a boxear?
—Boxear y lo que se te ocurra. Estoy abierta a todo.
Al escuchar eso, Cintia no pudo evitar recordar aquel beso apasionado en descenso. Se sonrojó y, por un momento, se olvidó de lo que estaban hablando.
—¿Qué me dices?
—¿Qué te digo de qué?
—¿Serás mi personal trainer? Te pagaré más de lo que cobras aquí por agitar cocteleras.
—Mmm… ¡De acuerdo! ¿Cuándo empezamos?
—¿Mañana a las ocho?
—Genial.
Cameron estrechó la mano de Cintia, que la miraba embobada, se dio media vuelta y desapareció.
De los gimnasios de Vallecas al casoplón de la actriz gracias a un golpe de suerte o, como yo me harté de repetirle «a tu actitud de optimismo en grado máximo». Tanto, que su historia me sirvió de inspiración para empezar mi cuarto libro, ese que tengo atravesado entre el teclado y mis vísceras. Nuestra entrenadora, tan menuda y flaquita, forma parte de los valientes que se olvidan del qué pasará si no lo consigues. El cielo es para todos cuenta con muchos ejemplos como el suyo y tiene como objetivo cambiar la vida de los «es que» y de los «y si». Esos que nunca caminarían descalzos sobre brasas, ni renunciarían a un sueldo mediocre en una vida mediocre por miedo a perderlo todo. Ellos también pueden alcanzar la gloria, y yo quiero ayudarles. O más bien quería, porque en estos momentos me siento como uno de ellos. «Y si» llamo a mi hija y les pillo en plena acción. «Es que» oírla jadeante y entonando un «mamá, ¿qué tal?, ¿ya vuelves a ser Daniela Santos o podemos seguir copulando hasta que lo consigas?» podría matarme. Mejor esperar a que llame ella. De momento, voy a seguir mi método, testado por millones de lectores en todo el mundo. Seguiré viviendo como si nada hubiese pasado, como si mi vida fuera perfecta, como ayer. Mi hija está en casa feliz y mi novio me espera detrás de la puerta para abrazarme. Y aunque no es exactamente así, sino más bien todo lo contrario, voy a intentar visualizarlo. Nadie dijo que fuera fácil.
Llegué a casa de Paloma exhausta. Llevaba todo el día caminando por Madrid. Era incapaz de coger un taxi, y mucho menos el metro. Todavía llevaba parte de aquel disfraz de Capitán Garfio y mi vida parecía correr la misma suerte que la suya. Si a él lo devoró el mismo cocodrilo que tiempo atrás se zampara su mano, a mí me acababa de abandonar la hija de aquel que me abandonó hacía diez años. Debía quitarme ese maldito traje cuanto antes. ¿Cómo era posible que todavía fuese de día? ¿Acaso ese 3 de septiembre no pensaba acabarse nunca? Sabía que Paloma estaría en casa, porque era la víspera del programa. Noche sagrada en la que a nadie que la conociera se le ocurría molestarla. Excepto a mí, claro. Mi intención no era inundarle su precioso salón de diseño de lágrimas, sino cambiar de aires, escuchar sus cotilleos de la tele, echarme unas risas y caer rendida en alguna de sus siete habitaciones deshabitadas. Llevaba día y medio sin pegar ojo y me daba miedo irme sola a casa. En lo único que pensaba era en quemar todas las fotografías de mi relación con Carlos. No quería provocar un incendio, así que pensé que lo más sensato era dormir un poco en casa de mi amiga. A la mañana siguiente, bien descansada, podría llevar a cabo mi hazaña sin riesgos para la comunidad. Paloma me abrió sin inmutarse, como si todas las noches apareciera allí vestida de pirata y con la cara desencajada. Me dio dos besos, me indicó que pasara al salón y me preguntó si había cenado.
—Tengo en el horno unos pimientos riquísimos.
¡Qué tía! ¡Siempre igual! ¿Acaso no se da cuenta de que alimentarse solo de pimientos es de piradas? No, ella siempre cena pimientos asados, medio kilo, eso sí, pero solo eso.
—¿No vas a preguntarme por qué voy vestida así?
—Estela, me paso la semana dándole vueltas al coco en busca de preguntas, ¿crees que me quedan ganas de seguir preguntando? Si hay algo que contar, adelante; si no, prefiero pensar que se te ha ido la olla o que ahora es tendencia vestir de bucanero trasnochado.
La entendía perfectamente. Llevaba nueve años con un programa en antena que seguían más de tres millones de espectadores. Contaba con legiones de fans adictos a la manera que tenía de destripar a sus invitados. A Las diez de Paloma acudía el protagonista de la semana, aquel que ocupaba más espacio en los diarios y revistas o más horas de televisión. Un sistema informático determinaba quiénes eran los cinco personajes más populares de la semana. Si no conseguían al primero de la lista, llamaban al segundo o al tercero, lo que casi nunca ocurría, ya que rechazar su invitación era visto por la audiencia como un desplante nacional. Presidentes del gobierno acusados de corruptos, oportunistas embarazadas de famosos, niños prodigio, investigadores que habían dado con la fórmula mágica, directores de bancos declarados en quiebra, médicos que conseguían milagros, supervivientes que te encogían el alma… El entrevistado se enfrentaba en directo a su implacable lista de diez preguntas, que solo ella, el director del programa y el presidente de la cadena conocían. El descuartizamiento público tenía lugar en un plató a oscuras con dos puntos de luz, uno sobre Paloma, de pie, y otro sobre el personaje, sentado en una silla que emulaba una silla eléctrica.
—Está bien, no hay nada que contar. ¿Tienes algo de mi talla?
—Claro, guardo cosas de antes de estar delgada. Todo recién lavado y planchado.
—¿Y eso? ¿Lavas ropa que ya no te pones?
—Sí, me gusta tenerla colgada. Así, cada vez que me dan ganas de comerme un jabalí con patatas, me pongo alguna prenda de antaño. Solo de imaginarme de nuevo con caderas y barriga cervecera se me van las ganas y vuelvo feliz a mis pimientos asados.
—Oye, no te pases, que solo tengo una talla más que tú.
—Dos. —Me corrigió con sorna.
—Una.
—Vale, una, pero parecen dos.
—Pues mejor para mí, tú aparentas estar necesitada de un buen costillar.
—Sí, eso decís todas las incapaces de seguir un régimen más de dos semanas.
—Oye, ¿por qué estás tan flaca? ¿Tanto engorda la tele?
—Qué va, la tele solo engorda a los gordos. Me gusta entrar en las tiendas de las adolescentes y salir cargada de ropa de su talla. Me hace sentir poderosa.
—Curioso… Bueno sácame el traje de buzo y, de paso, ponte algo decente. Te invito a cenar.
—Es que…
—Sí, ya sé que tienes en el horno unos pimientos riquísimos.
—No, ya sabes que mañana tengo programa.
—Sí, y yo mañana podría estar muerta.
—Ya veo… ¿Y los pimientos?
—Que se los coma tu perro a ver si adelgaza.
Paloma tenía un bulldog francés. Se lo compró el mismo día que Roberto salió de su vida. Un perro gordo y vago que apenas se movía para llegar a su comedero. Ella nunca nos lo dijo, pero las tres sabíamos que ese chucho cumplía la doble función de compañero de cama y bebé. No es que se acostara con él, ni que le diera la teta, pero gracias a su compañía mantenía dormido su gran sueño de ser madre y formar una familia convencional.
Paloma obedeció mis órdenes y se fue a ver qué encontraba de mi talla. Aproveché y saqué mi móvil del bolsillo. Lo tenía silenciado desde mi consulta con Lucía. Muchas llamadas perdidas, wasaps y e-mails de gente que no eran ellos. Supongo que estaban demasiado atareados poniendo a punto su nidito de amor. Berta y Cass decían en el chat que mañana irían puntuales a nuestra cita con Cintia. Estuve tentada de invitarlas también a cenar para ahogar mis penas en champagne rosado y confesarles que mi novio era un perturbado que se estaba tirando a mi hija. Mientras buscaba sus contactos en el móvil, la vista empezó a fallarme, luego los dedos y, finalmente, las piernas… Debí de caer a plomo en el sillón orejero de mi amiga. Al salir con el modelito en la mano me encontró profundamente dormida y me llevó a una de sus múltiples camas ávidas de calor humano. Allí descansé por fin después de tantas horas de vigilia y ansiedad.
A la mañana siguiente, Paloma me despertó fuera de sí.
—¡¡¡Estela, Estela, date prisa!!! Solo quedan diez minutos para la Ball Session y Cintia dice que la que falte se queda fuera del concurso —dijo a cámara rápida.
—¿Cómooo? ¿De qué concurso me hablas? —pregunté confundida.
—¿Es que no lo recuerdas? Tenemos que conseguir al menos mil puntos para poder presentarnos al concurso Complete Fitness y en esta sesión podemos ganar trescientos de golpe. Es una prueba fundamental —me explicó mi amiga atacada.
—Lo único fundamental para mí es dormir. Pasadlo bien —le dije mientras me daba media vuelta.
—No nos puedes fallar. Vamos Esteli, llevamos todo el año preparándonos. O todas o ninguna.
—Pues ninguna. Lo siento, ya os recompensaré con un viaje a las islas griegas con un marinero cachas. Hala, ahora déjame dormir —insistí.
Paloma me arrastró por los pies, me metió en la ducha y me embutió en uno de sus modelitos deportivos de abuelita adolescente. Unas mallas XXS color rosa chicle que remarcaban mi entrepierna de manera obscena, y una camiseta a conjunto que me chafaba tanto las tetas que, si miraba hacia abajo, me las tocaba con la barbilla. El espectáculo era dantesco, pero no había tiempo de seguir probando. Estaba medio zombi. La imagen de mi hija y mi novio haciendo la postura del rollito primavera me taladraba la cabeza. Sabía que debía quitarme aquello de la mente. Si todavía no se habían liado, yo misma acabaría provocándolo, igual que Carlos provocó su quiebra. «Lo que tú creas, así será». Una frase tan odiosa como cierta y que ha sido mi lema durante los diez años que llevo entregada a la maldita autoayuda. Hasta la llevo tatuada, literalmente, en mi hombro derecho. Me lo hice cuando me dijeron que mi primer libro iba a traspasar fronteras. «Una jinetera sin futuro conquista el mundo»: este era el único titular válido, aunque nadie lo habría publicado. Nadie debía saber jamás mi procedencia o me machacarían. Entonces dirían que todo lo he conseguido chupando pollas. Y no se venden millones de ejemplares por mucho que hayas succionado en tu vida, pero eso solo lo sé yo y así tiene que seguir siendo. Paloma tiraba de mí para que arrancara a andar. De pronto, cambié el chip. Quizás ir a esa absurda sesión de pelota me ayudara a pensar en otra cosa que no fuera el pene de mi ex penetrando la vagina de mi hija de veinte años. «Además —pensé—, hace demasiado tiempo que estas mujeres me tienen como su talismán de la buena suerte. Porque soy rica, feliz, sana, tengo un hombre guapo que me idolatra, una hija buena y lista, y un don con el que ayudo a la gente a conseguir sus sueños. No puedo defraudarlas, ni deben sospechar que estoy más hundida que un topo en pleno invierno. A ver, Estela, recuerda algo de tus tres libros que te ayude a sobrellevar esto… “Si encuentras una piedra en el camino, esquívala; solo caen los que tropiezan con ella”, de El camino eres tú». Vale, yo me había topado con el monte Sinaí de pleno. No importaba, lo esquivaría.
—Ya estoy lista, Paloma. Te lo juro, voy a darlo todo —dije al fin a mi amiga para reconfortarla.
Llegamos con quince minutos de retraso y Cintia nos recibió con la misma cara que me ponía mi madre cuando llegaba a las siete de la mañana a casa tambaleándome por el pasillo. Por nuestra culpa, ya no nos darían los trescientos puntos, como mucho la mitad. Berta y Cassandra también parecían muy enfadadas.
—Chicas, después de esto va a ser casi imposible que entremos en el concurso, y mucho menos que lo ganemos —dejó caer Cintia.
—Y vosotras lo sabíais… Qué poco compañerismo —añadió Berta.
—Con lo que hemos luchado por esto, es un drama —remató Cass.
Estas no saben lo que es un auténtico drama, pensé, pero me callé y tragué. Estaban piradas, sí, pero eran lo único que me quedaba. Eso o volver con la cabeza gacha al diván de Lucía y enfrentarme con mi pasado.
—Es culpa mía, no sabéis cómo lo siento. ¿Me podréis perdonar? —supliqué arrepentida.
Cintia me agarró fuerte de la mano, me miró a los ojos y me soltó.
—No hay nada que perdonar, ahora mismo vamos a entrar ahí dentro para demostrar de lo que somos capaces. Venga, no perdamos más tiempo.
La Ball Session era tan dura como nos había contado Cintia. Unos diez o quince grupos de cuatro chicas apretaban entre sus piernas una pelota mientras el cronómetro avanzaba. Cuando a una de las cuatro se le caía la pelota, las demás seguían. Al final, los puntos se conseguían según el tiempo de la última en soltar la pelota. Nos asignaron una zona, calentamos cinco minutos y comenzamos a apretar. La primera en soltar la pelota fue Berta y, poco después, Paloma. Cintia estaba sorprendida de ver que yo aguantaba tanto como Cass, que era de las cuatro la que más músculo tenía desarrollado en los abductores. La entrenadora no sabía que esta vez no eran mis piernas las que apretaban, sino mi mente. Imaginé que esa pelota era mi hija Daniela y que, si la soltaba, nunca la recuperaría. Y en ese trance reviví momentos únicos. El día en que la traje al mundo con tanto dolor como alegría, nuestros primeros años de felicidad junto a su padre, el momento en que nos abandonó, la piña que formamos desde entonces, las noches en que se refugiaba entre mis sábanas por miedo a que yo también la abandonara… Vi de reojo cómo la pelota de Cassandra caía y eso me dio más fuerza. Era la última que quedaba del equipo y debía conseguir el máximo número de puntos. Pasaba el tiempo, me había quedado agarrotada, nada me haría soltar a mi bebé de ojos grandes y pies diminutos. Empecé a ponerme roja, azul, morada… Tan mal debió de verme el árbitro que pitó para que soltara la pelota de una vez. Había rebasado con creces la mejor marca de la jornada. Fue tal la emoción de aquel árbitro que nos quitó la sanción por llegar tarde y nos otorgó los trescientos puntos. ¡Estábamos dentro del concurso! Y todo gracias a la fuerza de mi entrepierna. Al final va a ser verdad que esta zona me ha dado las mayores alegrías de mi vida. Cintia y mis amigas me alzaron por los aires, estaban enloquecidas. Cuando por fin toqué tierra, me dejé caer exhausta en el suelo del pabellón con los brazos en cruz.
—Ahora toca celebrarlo por todo lo alto. Esta noche invito yo —dijo Cintia—. Estoy orgullosa de vuestro trabajo y todavía queda una semana para la siguiente prueba, así que tonight is the night.
Cintia era la personal trainer más cara que existía en España, pero también la que conseguía mejores y más rápidos resultados. Su método infalible y único era como sus cócteles de su primera etapa londinense, totalmente a medida. Entrenábamos cuatro días a la semana, y cada una tenía su rutina establecida. Los lunes Paloma y yo hacíamos yoga (nuestra ansiedad galopante no era ningún secreto para Cintia), y Cass y Berta, spinning. Ellas tenían que empezar la semana con nervio, mientras que nosotras necesitábamos preparar el cuerpo antes de ponerlo a toda máquina. Los martes las cuatro jugábamos a pádel, los miércoles corríamos ocho kilómetros por los alrededores de la casa de Cintia, situada en la urbanización de La Moraleja, y los jueves volvíamos a separarnos. Paloma nadaba en su piscina cubierta, Cass fortalecía brazos y piernas, Berta hacía pilates y yo practicaba kick boxing para descargar toda la negatividad contenida (que era mucha) y poder así seguir practicando lo que Carlos llamaba «optimismo inconsciente». Y los viernes era el día de las cañitas. Cada mes nos cambiaba la rutina, pero siempre sobre las mismas premisas. Podía cambiarnos el yoga por el taichi, o el correr por subir la montaña en bicicleta. Estábamos totalmente enganchadas a su manera de mantenernos jóvenes y activas, y a ninguna nos pesaba soltarle tal cantidad de pasta. Ella lo valía. Esa noche seguro que nos llevaba al sitio más cool de Madrid, nos lo habíamos ganado.