OCHO

—«¡Venga, chicas, que os pesa el culo!», —nos gritó Cintia, que corría junto a Cassandra unos metros más adelante. Berta y yo no podíamos más. Después de correr diez kilómetros cuesta arriba, realmente nos pesaban hasta las pestañas. Les saqué el dedo para que se dieran por enteradas. No pensábamos acelerar el paso, básicamente porque habríamos muerto. Dos cuarentonas a la cola, ese era el resumen de la jornada de running de esa mañana en la sierra de Madrid. Cintia y Cass se giraban cada dos por tres para animarnos a alcanzarlas. Y nosotras, hartas de contemplar sus culos prietos, acabamos por rendirnos.

—¡Seguid vosotras! —alcancé a decir con el poco aliento que me quedaba.

—¡De acuerdo, pero no os paréis! ¡Seguid andando! —contestó nuestra entrenadora.

Qué cansina era la tía. En momentos así te daban ganas de decirle que se buscara a otras a las que humillar.

Cuando desaparecieron de nuestra vista, Berta y yo nos miramos y nos paramos en seco. Hasta andar nos parecía una heroicidad. Nos tiramos en la hierba y jadeamos un buen rato hasta que pudimos pronunciar palabra.

—¿Has visto con qué cara nos han mirado cuando nos hemos parado? Eso no se lo perdono —dijo Berta medio en broma, medio en serio.

—Tranquila, algún día ellas también cumplirán cuarenta, y entonces ahí estaremos nosotras para reírnos en su cara —le dije a Berta a modo de consuelo.

—¿Reírnos? Nosotras tendremos sesenta —respondió sin entender.

—Por eso, seremos unas señoras respetables. Ya nadie esperará de nosotras que sigamos estando buenas y deseables. Estaremos relajadas, por fin —le expliqué.

—Ja, ja, ja, nuestra venganza será tremenda —rio Berta.

—Tú y yo podremos seguir trabajando hasta la jubilación con dignidad, pero ellas… Una modelo y una entrenadora personal a los cuarenta son poco menos que ancianas —añadí.

—Jo, te has pasado, me están dando hasta pena —dijo afectada.

—¿Pena? ¿Te dan pena esas dos engreídas? A mí ninguna, y no descansaré hasta que se hagan viejas y gordas —contesté totalmente en serio.

—Pero tú también estarás vieja y gorda.

—¿Y a quién le importa? Lo importante es que a ellas se les descuelgue todo, hasta las orejas.

—Ja, ja, ja, me parto contigo. Anda, vayamos a buscar a esas dos futuras decrépitas.

Seguimos montaña arriba con menos peso en nuestras espaldas. Rajar a espaldas de las amigas sentaba de maravilla. Desde la publicación de mi cuarto libro, Desmontando a Estela Cruz, ya no tenía que fingir ser quien no era. Podía cabrearme con el mundo y llamar a las cosas por su nombre. No pasaba nada, ninguna fuerza centrífuga salía a mi paso para destrozarme la vida. Había días malos, días no tan malos y días buenos. A cada día le ponía la cara que me daba la gana. Si me apetecía llorar, lo hacía, y si me apetecía sonreír o maldecir, también. Era mucho más relajado vivir así que esforzándote día y noche en hacer creer al mundo que eres atontadamente feliz. Contra todo pronóstico, mis lectores no se habían cabreado conmigo, ni me esperaban a media noche en callejones oscuros para acuchillarme. Interpretaron el cuarto libro como una evolución necesaria en la eterna búsqueda de la felicidad. Todos aplaudieron que hubiera sido capaz de desmontarme a mí misma para crear una nueva Estela, mucho más auténtica.

—Estela, a este ritmo me va a costar mucho que vuelvas a la talla 38 —me recriminó Cintia cuando nos vio aparecer en la cima a paso de tortuga.

—Tampoco hacía falta decirlo en voz alta, ¿no crees?

—Tranquila, lo llevas escrito en las nalgas. Vas a reventar la ropa —soltó Cass sin piedad.

—No pienso comprarme ropa más grande. Sería como aceptar que perdí la batalla.

—Es que la has perdido. Hace ya tres meses que diste a luz y sigue pareciendo que te dejaron dentro al gemelo. A ver cuándo empiezas la dieta.

—Cass, no te pases, estoy en ello, pero tengo mucha hambre.

—Y yo muchas ganas de sexo, y no voy por ahí tirándome a todo lo que se menea.

—Poco te falta —soltó Berta para defenderme.

—Habló la Virgen de Fátima —sentenció Cass.

—Os habéis despertado fuertecitas, ¿eh? Venga, guardaos algo de aliento, que aún queda la bajada.

Cass me tendió la mano para que me pusiera en pie y firmamos la paz. La mujer espigada levantando a la morsa marina de las profundidades del océano. Mi amiga tenía razón, debía tomarme la dieta en serio o nunca volvería a mi peso. El problema era que empezaba a acostumbrarme a la doble visión de mí misma y que a Carlos tampoco parecían importarle mis kilos de más. Desde que volví de Cuba y le dije que íbamos a ser padres, su visión de la vida era otra. Estaba pletórico y le encantaba atiborrarme de comida, como si de esa manera el bebé fuera a nacer más hecho. Llegó el pequeño Jaime, al que llamamos así en honor a su abuelo paterno, y con él un contrato de trabajo. Carlos pasó a formar parte de la plantilla de una de las firmas de abogados más prestigiosas del país. No era su bufete, ni aspiraba a convertirse en socio, pero era todo lo que quería. Yo, por mi parte, deseaba más que nada en el mundo volver a lucir tipín, pero me faltaba fuerza de voluntad para salir a quemar calorías. Pasaba los días en casa con el bebé y, cuando dormía, aprovechaba para sentarme a escribir. Desmontando a Estela Cruz había sabido a poco a mis lectores ávidos de más claves para encontrarse a sí mismos, como había hecho yo. Mi nuevo libro El secreto del secreto, iría más allá.

Un día, en pleno éxtasis literario, Elvira entró en mi rincón de escritura y me tocó el hombro por detrás. Llevaba puestos los cascos con el volumen a tope. Mientras escuchaba música, mis dedos seguían aporreando el teclado; si la paraba, paraban ellos también. A veces, ya en la cama, escuchaba sonidos lejanos que provenían de mi oído. Tantas horas con la música golpeando mis tímpanos no podía ser bueno, pero si cambiaba mi método corría el riesgo de que mis musas se fueran por la ventana.

—Señora, tiene una visita.

—¿De quién se trata?

—Mejor compruébelo usted misma.

Elvira tenía el arte de saber qué decir y qué callar en cada momento. Me solté la coleta y me atusé un poco el pelo. Debía de ser alguien importante para que Elvira jugara a las sorpresitas. Bajé las escaleras y me encontré de frente con la última persona que esperaba ver allí.

—Lucía, ¡qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? —acerté a decir.

—Teníamos un café pendiente, ¿lo recuerdas? —me respondió con una sonrisa.

—Claro que lo recuerdo —añadí.

No había sabido nada de ella en casi un año. Ni cuando mi cuarto libro dio la vuelta al mundo y se convirtió en líder de ventas, ni cuando di a luz a mi pequeño en un hospital muy cerca de su casa. Y ahora tenía los santos ovarios de aparecer de repente pidiéndome cuentas por una taza de café perdida. Daba igual, Lucía estaba allí, de pie en mi salón, para decirme sin palabras que era mi amiga. Hacía una tarde de julio increíble, con un airecito fresco que daba tregua a una semana de calor insoportable. En unos días, embarcaría en mi yate con unos amigos y, después, me trasladaría a la casa de la playa, pero de momento tocaba aguantar el calor abrasador de Madrid. Le pedí a Elvira que nos sirvieran el café prometido en el jardín y me dispuse a escuchar a Lucía por primera vez en mi vida.

—Aunque no lo creas, te he echado de menos —confesó.

—Tienes razón, me cuesta creerlo, pero si tú me lo dices, haré un esfuerzo —contesté con guasa.

—Estela, iré al grano. Me caso, y quiero que vengas a mi boda —me dijo mirándome fijamente a los ojos.

Me dejé caer sobre el respaldo de la silla. ¡Guau! Mi mejor amiga que no sabía que lo era había pasado de no contarme nada de su vida a invitarme a su boda. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza con ganas de salir disparadas por mi boca. ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Dónde?… Recordé que a Lucía le gustaba marcar los tempos y no quise agobiarla. Había venido a mi casa para hablarme, así que preferí escuchar.

—Será una ceremonia íntima. Poca familia y pocos amigos, solo los que han sido importantes en nuestra relación, como tú.

—¿Yo? Si ni siquiera conozco al novio.

—No importa. Tu relación con Carlos me sirvió de guía.

—¿Cómo? No te entiendo.

—Me ocurre con más pacientes. Veo los errores que cometéis e intento no repetirlos. En tu caso estaba claro. Querías imponer tus ideas a toda costa y eso te llevó a quedarte sola. Yo soy también muy cabezota y me vi reflejada, así que rectifiqué.

—Ah, qué bien, pues me alegro de que mi desgracia te ayudara —le contesté con sarcasmo.

—No sabes cuánto. Estoy a punto de terminar mi ensayo La cura del que cura, en el que hablo precisamente de esto. De cómo los terapeutas usamos a los pacientes para sanar nuestra mente. Porque todas las mentes necesitan ser tratadas.

—Muy interesante. Oye, ¿y cómo se llama?

La cura del que cura —me repitió.

—No, me refería al afortunado novio.

—Miquel Llombart.

—¡¿El psiquiatra?!

—Sí.

—¿El que te ponía verde porque te saltabas las normas?

—Sí, el mismo.

—¡Madre mía! Pero si te caía fatal.

—Coincidimos en un congreso de psiquiatría en Suiza. Estábamos alojados en el mismo hotel, que era donde tenían lugar las ponencias. Al principio ni nos saludábamos. Hasta una noche en que nos vimos en el restaurante. Solo quedaba una mesa libre y accedimos a sentarnos juntos. Me explicó por qué pensaba que yo estaba equivocada y no me lo tomé nada bien. Aun así, accedí a tomarme una copa con él en el bar del hotel. La cosa no acabó bien. No toleraba que nadie discutiera mi método. Me levanté, subí a mi habitación y no volvimos a hablarnos. Luego llegué a España y tú entraste a mi consulta contándome que Carlos y tu hija te dejaban porque no escuchabas. Él me llamó para disculparse, recordé sus ojos negros y quedamos.

—¡Increíble, Lucía! He hecho de celestina sin saberlo.

—Así es. Como ves, tu presencia en esa boda es fundamental.

—Cuenta conmigo.

Lucía ni siquiera esperó a que asimilara la noticia. Tenía prisa. Pasamos un momento a que viera a Jaime y se fue. Elvira me recordó que en quince minutos tenía que estar en el hotel Palace. Esa noche era el gran desfile. Con la visita de Lucía casi lo había olvidado. Me vestí a toda prisa mientras mi coco daba vueltas y más vueltas. Mi separación de Carlos impulsó a Lucía a quedar con su peor enemigo, con el que iba a casarse después del verano. De locos.

Cuando llegué al Palace, ya estaban todas y habían montado tal alboroto que apenas se percataron de que llegaba una hora tarde. Cassandra, Berta, Paloma y yo íbamos a participar esa misma noche en un desfile benéfico contra la violencia de género. Una buena causa que merecía que dejáramos nuestra vergüenza en casa. La idea había partido de Cass y enseguida nos animamos todas. Nuestra amiga se volcó con los preparativos y hasta nos enseñó cómo recorrer la pasarela con dignidad. Quedamos un par de tardes en su estudio y nos lo pasamos en grande jugando a ser modelos. Ahora llegaba la hora de la verdad y estábamos acongojadas. Al conocerse que las cuatro participaríamos en el evento, este se había convertido en portada de periódicos y revistas. Cass y Paloma parecían encantadas con semejante despliegue, pero Berta y yo estábamos deseando que acabara aquella pesadilla. Varios diseñadores participarían desinteresadamente aportando sus creaciones más atrevidas. Se trataba de mostrar a las mujeres como seres sin miedo, autosuficientes y libres. Contemplé anonadada cómo iban quedando mis amigas. Cass estaba impresionante con su melena color trigo cardada al máximo, Paloma llevaba una sencilla coleta alta con el pelo muy estirado y fijado con gomina y Berta… parecía un caniche. Le habían cortado y rizado su bonita melena lacia para transformarla en un esperpento. Si ya le apetecía poco el desfile, esto acabó por derrumbarla.

—Berta, no es para tanto. Será solo por unas horas —le dije para tranquilizarla.

—De eso nada, es un rizado permanente —me aclaró.

—Tampoco estás tan mal, te da un toque a lo Donna Summer —añadió Cass.

—¡Quiero que me lo alises ahora mismo! —le gritó al peluquero.

—Como usted quiera, pero se le va a estropear el cabello —le respondió apurado.

—¡Da igual! No soporto verme así —contestó afectada.

—Berta, él tiene razón. Además, a tus años no creo que sea conveniente rizar y alisar el pelo así de golpe —le soltó Cass con toda la intención.

—¿A mis años? Serás zorra —le respondió Berta fuera de sí.

—Oye, guapa, que yo no tengo la culpa de que cumplas años.

—Al menos yo a mis cuarenta tengo un marido que me quiere.

—No estoy tan segura de que te quisiera si supiera que te acuestas con otro.

—Chicas, ¿queréis parar de una vez? Estamos haciendo el cuadro —les suplicó Paloma.

Y así era. El equipo de peluqueros y maquilladores que nos preparaba para el desfile estaba alucinando con la pelea de gatas que se había desencadenado entre mis dos amigas. Berta tendría suerte si ninguno de los presentes filtraba la conversación buscándole un problema con su marido. De Cass te lo esperabas más, pero era rarísimo que Berta se comportara de aquella manera, y menos aún en público. Agarré a Berta del brazo y conseguí apartarla de Cass por un momento.

—Berta, ¿se puede saber qué demonios estás haciendo? Mírame a mí. Parece que me esté cebando para protagonizar la versión española de Bridget Jones y pienso salir a lucir mi mejor sonrisa. Hoy lo importante no somos nosotras, sino la causa por la que desfilamos.

Cuando la tenía casi convencida de firmar la paz, Cassandra irrumpió y reanudó la guerra.

—Y para que te enteres, si estoy sola es porque a mí me da la gana. No como tú, que sigues con tu marido por cobardía. Madura de una vez, que ya tienes edad —le soltó a gritos.

—¿Ah, sí? Te crees la reina del mambo porque eres joven y delgada, pero no tienes ni idea de cuáles son los auténticos valores —contestó Berta de nuevo enfurecida.

—¿Y tú me lo vas a decir? ¿Tú que trabajas borrando defectos y vendiendo a tus pacientes la idea de la eterna juventud? Ja, ja, ja, perdona que me ría.

En una hora empezaría el desfile y aún nos quedaba acabar de maquillarnos, vestirnos y hacer el último ensayo. No pensaba decirlo en ese momento, ni ante tanta gente, pero no se me ocurría otra cosa para parar aquello.

—El Fiti viene al desfile.

Y funcionó. Cassandra y Berta dejaron de gritarse y el resto de los allí presentes afinaron los oídos. La historia del Fiti y Cass seguía siendo, un año después, uno de los platos fuertes de las tertulias del corazón y las portadas de las revistas. Cass nunca se doblegó ante las súplicas de su ex para que rectificara y el bailarín se buscó otra presa fácil con la que acallar los rumores sobre su homosexualidad. Una modelo listilla a la que poco debía importar que el bailarín se acostara con hombres con tal de que la ayudara a promocionarse. Cass se había dejado la piel organizando aquello y enterarse de que el Fiti tenía intención de aparecer le revolvió por dentro. Había buscado a los patrocinadores, además de conseguir que muchos otros trabajaran a cambio de nada. Ella misma confeccionó la lista de invitados dejando bien claro que el Fiti no estaba en ella. La modelo, visiblemente afectada, llamó a la persona encargada de las invitaciones, que le aseguró que él no la tenía. «Pues cuando lo veas aparecer ya le estás prohibiendo la entrada, ¡¿queda claro?!», le gritó Cass antes de colgarle. Luego se dirigió a mí con la fuerza de un torbellino.

—¡¿Se puede saber quién te ha dicho que ese fantoche va a venir a joderme el desfile?!

—No te lo puedo decir, Cass —le dije haciéndole un gesto para que se hiciera cargo de que no estábamos solas—. ¿Puedes relajarte? Ya has dado la orden de que no le dejen entrar.

—Es que no me cabe en la cabeza que ese tío tenga los huevos de aparecer con esa fulana en mi desfile.

—Y no lo hará. Venga, hagamos un esfuerzo y serenémonos. Hay mucha gente que ha trabajado duro para que todo salga bien. ¿Qué tal si pasamos del Fiti y acabamos de ponernos divinas? —le dije.

Abracé a mi amiga y conseguí que reaccionara y cambiara su actitud. Tomamos asiento y los maquilladores se pusieron el turbo para llegar a tiempo. La temática del desfile estaba inspirada en las amazonas de la mitología griega. Mujeres guerreras que en este caso sustituían el arco y las flechas por banderas blancas. La puesta en escena era espectacular. El alcalde de Madrid y rostros muy conocidos de la política, las finanzas y los medios de comunicación, así como actores, cantantes y artistas reconocidos iban haciendo su entrada en la sala que el lujoso hotel Palace había habilitado para la ocasión. La presentadora Ana Delgado, compañera de cadena de Paloma, dio la bienvenida al público al tiempo que le explicaba el motivo del desfile. Las cuatro nos asomamos por detrás de las cortinas para cotillear quién había venido. El máximo directivo de la cadena de Paloma y el director de su programa, algunas de las pacientes más importantes de Berta y sus caras de revista, modelos internacionales amigas de Cass, mi gran amigo el director del Diario Independiente Alberto Ferrán y su mujer ya habían ocupado sus asientos en las primeras filas. Junto a ellos, también vimos a la madre de Paloma, el marido de Berta y sus dos hijos, mi novio Carlos con mi hija Daniela y a su pareja Pablo. Por parte de Cassandra, ningún familiar. Así eran las cosas, no se hablaba con sus padres y no tenía hermanos. Su vida transcurría entre pasarelas y reuniones de amigos.

—¿Ves? Ni rastro del Fiti. Ahora a disfrutar —animé a mi amiga.

—Sí, parece que no está. Menos mal —dijo con un suspiro—. Oye, Berta, ¿me perdonas por lo de antes? He sido una tonta —se disculpó Cass.

—A veces te pasas con tus bromas sobre la edad, pero tranquila, ya me vengaré cuando vengas a que te opere las tetas. Ahora lo importante es que no nos matemos sobre esa pasarela —le dijo Berta.

—Desde luego, ¡qué nervios! ¿Y si se nos rompe una cremallera o se nos tuerce un tobillo? —preguntó Paloma.

—Eso no va a pasar y, si ocurriera, ¿qué debéis hacer? —preguntó Cass en plan profesora.

—Seguir como si nada —respondimos.

—Exacto. Una buena modelo permanece siempre inalterable ante cualquier fenómeno, bien sea el llanto desesperado de un niño, un fallo de sonido, e incluso su propia caída.

La presentadora dio comienzo al desfile y las modelos empezaron a recorrer la pasarela. Nosotras salimos las últimas como broche final, encabezadas por Cass. Erguidas, mirada al frente, sonrisa y media vuelta. Llevábamos la lección bien aprendida. Luego subieron los diseñadores a la pasarela y volvimos a hacer el paseíllo con ellos. Una gran ovación de los asistentes nos confirmó que todo había salido perfecto. Solo quedaba que Cassandra cerrara el desfile con unas palabras. Ana pidió un fuerte aplauso para ella, que había sido el alma del evento. Todo lo recaudado con las entradas iría a parar a la lucha contra la violencia de género. Cassandra se adelantó hasta el atril mientras nosotras nos quedábamos junto a los diseñadores y el resto de modelos. Ahora sí que se veía a nuestra amiga nerviosa.

—Buenas noches, disculpen que saque la chuleta, pero es muy importante que no me olvide de nadie.

Enumeró entonces a las empresas, modelos y diseñadores que habían hecho posible un desfile benéfico de semejantes dimensiones, y les dio las gracias. Luego habló de la lacra que supone el maltrato y de las mujeres que cada día mueren a manos de sus parejas. Todos se levantaron para aplaudir sus palabras, y ahí fue cuando sucedió. Las tres nos dimos cuenta de que algo no iba bien, porque Cassandra se había quedado petrificada haciendo caso omiso a las indicaciones de la presentadora para que volviera a nuestro lado para la foto final. Nuestra amiga había visto al Fiti acompañado de su nueva novia. Él miraba a Cass desafiante y su amiguita rubia platino enseñaba su blanca dentadura disfrutando con el momento. Nuestra amiga se volvió hacia nosotras, que respiramos aliviadas al creer que volvía a nuestro lado, pero no fue así. Algo debió de cruzar por su cabecita que la obligó a girarse de nuevo hacia donde estaba su ex. Caminó hacia el atril donde había hablado, arrancó el micro de su pie y se situó en el extremo de la pasarela, a pocos metros de la pareja. Paloma, Berta y yo nos cogimos de la mano y nos preparamos para lo peor. Y lo peor sucedió.

—Disculpen, me gustaría añadir una última cosa —dijo Cass. La modelo hizo un gesto al público para que tomara asiento y prosiguió—. Si algo tenía claro cuando se me ocurrió la idea de este desfile es que quería que fuera de verdad. He asistido a muchos actos benéficos en los que la causa por la que se lucha acaba siendo lo de menos, e incluso ni siquiera se habla de ella. Se trata de dejarse ver, colgarse la medallita de solidario para poder dormir tranquilo y poco más. Por eso se me ocurrió organizar algo yo misma, para hacerlo a mi manera. Y justo cuando creía que lo había conseguido, me doy cuenta de que no.

Cass miró fijamente al Fiti y su acompañante de modo que a todos los presentes nos quedó claro a quién iban dirigidas sus palabras.

—En esta sala hay una persona que no estaba invitada y que, no sé cómo, ha conseguido colarse. Alguien que no respeta a las mujeres y que ensucia con su presencia todo lo que significa este evento. Sé que muchos le admiráis como bailarín, pero creedme si os digo que, como hombre, deja mucho que desear. Ni siquiera sé cómo ha tenido la poca vergüenza de presentarse aquí. Les pido disculpas por ello, buenas noches y gracias a todos por su colaboración.

Ahora sí, Cassandra se dio media vuelta, se colocó junto a nosotras, sonrió y se hizo la foto. El Fiti y su novia se retiraron avergonzados del recinto mientras todos les seguían con la mirada. El gallo escondía las plumas y la Barbie Malibú ya no mostraba los dientes. Después de las fotos, nos retiramos a los camerinos y nuestra amiga se derrumbó. Nos contó un episodio en el que el Fiti la había agredido. El bailarín estuvo días suplicándole perdón y, al final, ella le perdonó porque le juró que no volvería a pasar. Y en efecto, no volvió a ocurrir, tal vez porque al poco tiempo lo dejaron. Nunca lo sabría.

Todos los medios congregados en el desfile querían unas palabras de Cass después de aquello, pero ella denegó hacer ninguna declaración. Nos pidió que nos quedáramos al cóctel y la disculpáramos ante sus invitados.

—Júranos que no cogerás una botella y te irás a la buhardilla —le pedí.

—Tranquilas, estaré bien.

—Oye, ¿y qué decimos si nos preguntan? —cuestionó Berta.

—La verdad, que vosotras no sabéis nada.

—Pero sí que lo sabemos —contestó torpemente Berta.

—Berta, por favor… —le dije dándole un codazo.

—Ah, vale, ya lo pillo, tranquila, te guardaremos el secreto.

El mánager de Cass consiguió sacarla por la puerta de atrás sin que fuera vista y nosotras salimos con nuestra mejor sonrisa, disfrutamos del cóctel y hasta nos emborrachamos un poquito. Al llegar a casa, Cass nos mandó un mensaje desde la cama. Nos daba las gracias por ser tan buenas amigas y nos pedía que nos desmadráramos a su salud. Y así lo hicimos. La fiesta siguió en una discoteca del centro adonde fuimos muchos de los invitados. El marido de Berta se llevó a los niños a casa y Carlos no quiso venir porque tenía que madrugar para ir al trabajo. Las tres nos sentimos felices de estar sin hombres y quemamos la pista hasta el cierre. Seguíamos maquilladas y peinadas como amazonas. Fue una noche mítica.

A la mañana siguiente, me desperté con tal resaca que los recuerdos del día anterior eran difusos. Algo me había impactado, eso seguro, pero no conseguía saber de qué se trataba. Fue en el desayuno, al coger entre mis manos el Diario Independiente, cuando me vino a la mente la imagen que buscaban mis neuronas todavía borrachas. Yo entraba en los lavabos de aquella superdisco cuando los vi detrás de una columna. Escondidos de las miradas ajenas y más risueños de la cuenta, mi hija Daniela y el director del diario que me disponía a leer, Alberto Ferrán. Una pillada que dotaba de significado a la primera, cuando los descubrí también más arrimados de la cuenta en la fiesta de mi cuarenta cumpleaños, hacía más de un año. Hablaría con mi hija para que parara ese juego, tremendamente peligroso. Seguí remoloneando en la cama un rato más, hacía mil años que no me dedicaba un rato a mí. Era viernes y Carlos había tenido que ir a trabajar sin apenas pegar ojo. Me alegré de pasar sola la resaca. El nuevo estado de eterno subidón en el que vivía instalado me tenía agotada.

—Señora Estela, su hija Daniela y la pequeña han llegado —interrumpió Elvira.

—Gracias, Elvira, ponga a los dos niños en el parque para que jueguen y dígale a mi hija que suba a verme.

Me había cansado de pedirle a mi hija que se viniera a vivir a casa con mi nieta. Quería que siguiera sus estudios, que saliera con las amigas y que no se perdiera los mejores años de su vida. No le daba la gana. Decía que ya estaba bien de ser la niña de mamá, que ahora era madre y tenía que ser responsable. Carlos vino a vivir de nuevo a casa en cuanto regresamos de Cuba, pero Daniela prefirió seguir en el piso de Pablo, adonde también se trasladó él para cuidarla. Volvieron a liarse, esta vez más en serio y el chico quiso adoptar a la niña y darle sus apellidos. Una actitud que le honraba, pero que era totalmente innecesaria. Esa niña estaría mucho mejor atendida en mi casa.

—Mamá, ¿no piensas levantarte en todo el día? ¡Menudas pintas! —exclamó Daniela al verme mientras descorría las cortinas.

—Ya, hija, es que lo de ayer fue demasiado.

—Y que lo digas, ¿has visto los titulares de esta mañana? Después de esto el Fiti lo va a tener complicado. Tú sabes lo que pasó entre ellos, ¿no? Cass te lo habrá contado.

—Sí, pero me hizo jurar que no se lo contaría a nadie.

—No me digas que ahora vas a tener secretos con tu propia hija.

—Igual si tú me contaras los tuyos, yo también lo haría.

—¿A qué secretos te refieres?

—A quién es el padre de Estela, por ejemplo.

—Mamá, no vuelvas otra vez con lo mismo. El padre es Pablo y punto. Todavía no es el momento de contártelo, tal vez algún día.

—Está bien, seguiré esperando. Dime otra cosa, ¿qué hacías anoche tan acaramelada con Alberto Ferrán?

—¿Qué? ¿De quién hablas? ¿Con Alberto? Esto… Pues qué iba a hacer, lo estaba saludando.

—Me pareció que compartíais algo más que un saludo.

—Pues te equivocas. Voy a ver cómo están los niños, te espero abajo.

Daniela salió de la habitación escopetada y a mí me quedó claro que escondía algo. En una semana nos embarcaríamos en nuestro tradicional crucero con él y su familia. Su hija mayor y Dani eran amigas íntimas desde el colegio. Su hija empezó a distanciarse de ella con la excusa del embarazo, aunque yo me daba cuenta de que era Dani la que pasaba de ella. Ahora mi hija aceptaba venir al crucero, con lo cual supuse que volvían a ser amigas. Me había acostumbrado al carácter reservado de Daniela y ya no le preguntaba aquello para lo que nunca tenía respuesta. Partiríamos en una semana, dejando a nuestros bebés a cargo de Elvira y mi personal de servicio. Nuestros chicos tampoco vendrían. Carlos por trabajo, Pablo porque se iba todo el verano a Estados Unidos para reforzar su nivel de inglés. En su lugar, invité a Cassandra y a Cintia. La entrenadora prometió meternos caña para que nuestras carnes siguieran en su sitio a la vuelta. Iríamos por la costa italiana, nuestro destino favorito. Tenía mucho que preparar antes de embarcarnos, así que decidí, pese a mi resaca, que era un buen día para ir de compras. Llamé a mis amigas y les dije que no pensaba pasearlas por el Mediterráneo con trapos viejos pasados de moda. Después de la intensidad de la noche anterior, un poco de frivolidad no nos vendría mal. Nos citamos en una terraza de Serrano donde inevitablemente estuvimos comentando el little show de Cassandra de la noche anterior. La entrenadora seguía viviendo en su mundo paralelo y aún no sabía nada. Cass nos contó que Paloma la había llamado a primera hora para invitarla de nuevo al programa. Su jefe se lo había pedido insistentemente durante toda la noche y a la presentadora no le había quedado más remedio que intentarlo. La modelo se había negado en redondo. Aunque pareciera lo contrario, no entraba en sus planes destrozar la carrera del bailarín. Eso sí, no pensaba rectificar, como tampoco lo hizo cuando habló de su condición sexual.

—Todo lo que he dicho es la verdad y no, no voy a engañar a la gente para salvarle el culo a un caradura. Oye, pero cambiemos de tema, ¿adónde vamos primero, a Loewe o a Miu Miu? —cortó rápidamente Cass.

Ante semejante declaración de intenciones, nos acabamos el cafelito y nos dispusimos a quemar la milla de oro a golpe de Visa. Enseguida nos llenamos de bolsas que Elvira le iba pasando a mi chófer: bikinis, pareos, sandalias, pamelas, sombreros, capazos… y también ropa de noche para nuestras cenas en cubierta o en algunos lugares donde fuéramos atracando. Lo estábamos pasando en grande cuando mi móvil sonó. En la pantalla, un número extraño. Supuse que sería él.

—¿Sí, dígame? —contesté.

—Daniela, soy yo —me contestó Eduardo.

Solo Eduardo y mi familia me seguían llamando así. Ni siquiera intenté que dejaran de hacerlo. Me gustaba que, de vez en cuando, alguien me recordara esa otra parte de mí.

—Eduardo, ¿pasa algo? Te noto la voz rara.

Desde que había vuelto de La Habana, Eduardo y yo hablábamos al menos una vez a la semana. Los dos quisimos que esta vez nuestra amistad no quedara suspendida en el aire hasta mi próxima visita. Pasábamos horas contándonos cómo nos iba la vida. Él con sus mujeres de quita y pon, y yo con mis idas de olla sobre la felicidad. Ahora que no tenía a Lucía, los consejos de Eduardo me ayudaban a encontrar la luz. Cada vez que me atascaba con mi nuevo libro o que me daba por darle un giro, llamaba a mi amigo para que me aconsejara. No conocía mi obra anterior, con lo cual para mí era una opinión diferente a todas las demás, sin ideas preconcebidas. Con El secreto del secreto pretendía desenganchar a mis lectores de la autoayuda. Basta de comportarse como otros dicen que hay que comportarse para encontrar el Santo Grial. Este libro sería un canto a la libertad como medio de vida. Si conseguía mi objetivo, este sería mi último libro de autoayuda. Dejaría de salvar vidas para dedicarme a entretenerlas. Me moría de ganas por escribir una novela.

—El gobierno me cierra La Niña Bonita.

—¿¡No puede ser verdad!? ¿Por qué?

—Un lío de faldas muy largo de contar. El caso es que me lo quitan.

—¿Y qué vas a hacer?

—Hablé con mi amigo del Nacional, igual puede conseguir que me readmitan.

—¿En serio? ¿Volver al Nacional? Pero si ahí te pagaban fatal.

—Ya, pero es un trabajo seguro.

—Eduardo, qué pena.

—Desde luego, niña, ese paladar lo era todo para mí.

—¿Y no hay nada que se pueda hacer?

—No creo, he hablado con otros propietarios. Cuando te llega una orden de cierre, lo mejor es no crear problemas y cumplir la ley.

—Qué injusticia.

—Bienvenida a La Habana.

—Déjame que piense algo. Esta noche te llamo.

Cass y Cintia alucinaron con la noticia y entendieron que diera por finalizada la jornada de compras. Yo gastando a manos llenas mientras mi mejor amigo lo perdía todo. No tenía sentido. Le pedí a mi chófer que me llevara al despacho de mis abogados. El encargado de los asuntos internacionales me dijo que había poco que pudiéramos hacer por su negocio. Si se hubiera tratado de un hotel o algún establecimiento turístico todavía, pero los paladares eran cosa de cubanos. Un extranjero no tenía nada que hacer ahí.

—Estela, lo único que puedes hacer por tu amigo es traértelo a España con un contrato de trabajo, pero sería mejor que tú no fueras la contratante. Podríamos tener problemas.

Me acordé de Cintia. El trabajo se le había multiplicado en los últimos meses y necesitaba a alguien de confianza que la ayudara a llegar a todo. La llamé desde allí.

—Cintia, quiero proponerte algo. ¿Estás todavía por aquí?

—Sí, estaba devolviendo el trikini amarillo que me habéis obligado a comprar.

—¡No lo devuelvas, es ideal! Yo me lo quedo. ¿Puedes acercarte?

—¿Sigues en el despacho?

—Sí.

—Voy.

Cintia sabía perfectamente lo que significaba Eduardo para mí y no dudó en dar su aprobación. Además, mi mejor amigo era un cubano guapo y cachas, así que sus clientas no pondrían pegas. Yo sabía que en Cuba practicaba bailes de salón, e incluso que llegó a dar clases un tiempo. A Cintia eso no le preocupaba, ella se encargaría de formarlo hasta que estuviera preparado. Una vez fuera del despacho, le di un abrazo tan fuerte que por poco la parto en dos.

No me des las gracias, cuando murió mi padre yo también necesité la mano de otros para levantarme.

Ahora solo faltaba que Eduardo dijera que sí.